Fernando Buen Abad Domínguez
TV Azteca no nació como un fenómeno cultural autónomo ni como un
emprendimiento empresarial aislado; nació como un manotazo
ideológico-mercantil oligarca en sus alianzas neoliberales como vector
de una semiótica del poder que encontró en la televisión una prótesis
para la reproducción de su estulticia. Los favores del poder fueron
televisados.
Toda su historia —desde su privatización exprés hasta la consolidación
de su retórica sensacionalista, doctrinaria y mercantil— es una crónica
de cómo el capital mediático se fusiona con el poder político que
manipula para fabricar consensos, disciplinar percepciones y naturalizar
los privilegios. La frase “los favores del poder fueron televisados” no
es un juicio moral sino una descripción materialista: hubo beneficios,
hubo pactos, hubo mecanismos de blindaje político, hubo propaganda
disfrazada de entretenimiento, y todo ello se volvió espectáculo para
que la relación entre la élite gobernante y la élite mediática pareciera
algo normal, inevitable, incluso patriótico.
Un análisis semiótico-histórico exige revisar el origen del signo
televisivo que reproduce TV Azteca. No se trata solo de imágenes: es un
régimen de signos. La pantalla funciona como dispositivo de
simplificación, dramatización y alineamiento. El signo televisivo
empresarial se articula alrededor de tres operaciones semióticas:
primero, la espectacularización, que convierte todo conflicto social en
entretenimiento para neutralizarlo; segundo, la personalización, que
reduce la lucha de clases a un drama individual y sentimental; tercero,
la mercantilización, que convierte incluso la desgracia en una
mercancía. TV Azteca se especializó en estas operaciones desde su
origen, porque así se correspondía con la exigencia política de su
nacimiento, ofrecer estabilidad simbólica al mismo poder que le regaló
concesiones, ventajas regulatorias y un mercado publicitario
prácticamente cautivo. Mucho embute y mucho gasto propagandístico
gubernamental
Cuando en los años noventa el Estado mexicano transfirió parte de su
poder televisivo a la nueva empresa, no estaba democratizando el
espectro: estaba sustituyendo un monopolio estatal- privado por un
duopolio funcional al modelo neoliberal emergente. Se reconfiguró la
semiótica de la obediencia. TV Azteca aparece como “competencia”, pero
en realidad es un doble reforzado, dos bocas para una sola ideología
dominante. El signo de la pluralidad operaba como una máscara. Al mismo
tiempo, se vendía como un imaginario colectivo en el que la televisión
ya no era sólo entretenimiento, sino árbitro moral, juez emocional y
orientador político. Aunque la empresa se presentaba como la
modernización mediática de México, en realidad actuó como amplificador
de la política de despojo económico que avanzaba, y como legitimadora de
gobiernos que se beneficiaban de la violencia simbólica que ella misma
producía. La semiótica del “país que avanza” fue construida a
contracorriente de la realidad social que se deterioraba.
Con mucho fútbol.En la pantalla de TV Azteca, los favores políticos no
solamente se mencionaban, se narraban como épica. Se disfrazaban de
éxito empresarial, de patriotismo económico o de renovación
generacional. El poder político necesitaba un medio que dramatizara la
narrativa del nuevo México: competitivo, privatizado, “global”,
obediente al capital financiero. Y TV Azteca cumplió. Sus noticieros
fabricaron una estética de la urgencia donde el conflicto social
minimizado o presentado como anomalía, nunca como consecuencia
estructural. Sus programas de opinión funcionaron como dispositivos de
persecución simbólica contra cualquiera que amenazara la estabilidad del
régimen. La semiótica no es solo contenido: es tono, es ritmo, es
encuadre, es silencio. TV Azteca dominó el arte de los silencios
estratégicos, que son tan ideológicos como sus editoriales.
Su televisión privada no se limita a informar: codifica comportamientos.
La historia semiótica de TV Azteca es la historia de cómo una nación
fue enseñada a mirar. Mirar con desconfianza al pobre, con fascinación
al millonario, con sumisión al poderoso, con morbo al crimen, con
indiferencia al origen social de la violencia. La pantalla construyó un
país donde la desigualdad aparece como un paisaje natural, donde el
sufrimiento se vuelve espectáculo y donde la corrupción es un escándalo
momentáneo que no altera el orden jerárquico. En esa narrativa, el poder
político siempre aparece como árbitro, nunca como responsable
estructural. Así se televisan los favores: convirtiendo la complicidad
en paisaje, la violencia en rating y la injusticia en costumbre.
Esa semiótica histórica de TV Azteca incluye, necesariamente, la
arquitectura legal que la sostiene. Leyes hechas a la medida,
concesiones eternizadas, regulaciones laxas o inexistentes, y una clase
política que utiliza la pantalla como mercado negro de legitimidad. La
reciprocidad es total, el poder garantiza el negocio; el negocio
garantiza la narrativa. Así, la empresa se convierte en un ministerio no
oficial de la ideología, uno que opera sin necesidad de uniformes ni
discursos solemnes, porque su poder reside en la naturalidad, en que el
espectador crea que lo que ve es “la realidad”. Esa es la victoria
suprema de la semiótica burguesa, cuando ya no se siente como ideología,
sino como sentido común. Y todo sin pagar impuestos.
Su historia semiótica como empresa está todavía presente. Cada
noticiero, cada novela, cada reality reproduce un orden semiótico que
invisibiliza las causas y exhibe las consecuencias, que culpabiliza al
de abajo y disculpa al de arriba, que convierte la política en escándalo
y el escándalo en mercancía. En ese circuito, el poder se televisa no
para ser comprendido, sino para ser aceptado.
Es la empresa que el poder necesitó, y que contribuyó a consolidar un
modelo de control social donde la obediencia es espectáculo. Los favores
del poder fueron televisados, sí, pero no como excepciones, como
normalidad. La pantalla no mostró la complicidad, la celebró. No la
ocultó, la estetizó. No la denunció, la convirtió en parte de la
identidad nacional.
Ese es el núcleo del problema, mientras la televisión siga siendo un
aparato para anestesiar la conciencia crítica, cualquier proyecto
emancipador deberá confrontar su semiótica, desmontar sus signos,
revelar sus operaciones y disputar su hegemonía. Porque la historia de
TV Azteca es una lección sobre cómo el poder se transmite no solamente
por decretos, sino por imágenes; no sólo por leyes, sino por narrativas;
no sólo por coerción, sino por “seducción”. Y mientras esa maquinaria
siga intacta, la democracia será una escenografía y la verdad una
mercancía.
5.12.25
Para un análisis semiótico de TV azteca
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