17.12.17

La excepción permanente

 

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No se trata de una lucha entre el Estado legítimo y los criminales. Lo que hemos visto y permitido con nuestra servidumbre voluntaria ha sido una masacre de más de 120 mil sin que medie orden de aprehensión, juicios ni sentencias. Otros 300 mil desplazados e igual cantidad de familiares de masacrados, amenazados, desaparecidos, muertos por tiro de gracia en fuego cruzado, que deambulan los caminos sin protección de ley alguna. Lo que ha sucedido no es sólo un problema de seguridad sino un cambio en la forma en que vemos la política y hasta dónde hemos concedido que llegara el poder. Pero, ¿qué ocurrió? Que el poder militar y policiaco ha decidido qué vidas se pueden matar sin cometer un delito. Esta política no se ha articulado entre amigo-enemigo sino entre la vida desprovista de derechos y el poder de exterminarla. El poder se colocó fuera de la ley declarando todo el tiempo aquella cantaleta de que “nadie está fuera de la ley”. Por ello, el país no se ha convertido en un tribunal o en una cárcel, sino en un campo de exterminio: el espacio de una excepción que, a fuerza de repetir el asesinato sin sanción alguna, se hizo permanente. Ahora, los propios legisladores quieren que ese territorio sin derechos, se vuelva ley.

Hay un cuento de Franz Kafka, Ante la ley, en el que un campesino espera en una silla a que un guardia le permita pasar por una puerta para ver a la ley. La entrada está abierta pero el acceso, no. El guardia le dice simplemente: “Es posible, pero ahora, no”. El campesino va envejeciendo en su silla, haciéndose enjuto, y aprende a mirar al guardia, a las pulgas de su abrigo, su nariz, como si fuera el único obstáculo entre él y la ley. El guardia le ha advertido desde el inicio que él es sólo el primero de una serie infinita de vigilantes: “Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero”. Paciente, el campesino espera y, cuando ya está a punto de morir, se le ocurre preguntarle al custodio por qué, si la justicia es para todos, nadie más se ha presentado ante la puerta de la ley. El guardián le responde y con esto termina el cuento: “Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré”. No hay en el cuento una prohibición para entrar puesto que la puerta está siempre abierta. Lo que hay es un aplazamiento. El campesino decide no decidir entrar, y por eso sólo espera. En 1985, el filósofo Jacques Derrida hizo una conferencia sobre el cuento de Kafka donde establece el misterio de las leyes, “que no se tocan ni se entra en ellas, sino que sólo les descifra incesantemente”: los dos personajes sirven a la ley al quedarse uno frente al otro. La ley es lo que, entre ellos, “difiere su acceso a sí misma”. Su enigma es que existe sólo entre las caras detenidas, una ante otra, del campesino y el guardián.

El estado de excepción en el que hemos vivido en la última década implica que la ley rige sólo en la ficción de su propia disolución. Por lo tanto, se le suspende cuando se le considera diluida, y es el soberano –el militar o el ejecutivo civil– el que decide lo que es necesario hacer: suspender la ley quebrantada para ejercer un acto de violencia. Esta “necesidad” es la posibilidad no condicionada de cualquiera de nosotros de recibir la muerte, ahora incluida en el orden político, pero sin territorio legal alguno. Thomas Hobbes no consideraba que el “estado de naturaleza” fuera una etapa histórica, sino un principio de violencia dentro del Estado mismo. Ese “hombre-lobo del hombre” vivía dentro del soberano cuando decidía hacer indiferente la violencia de la ley.

Es por lo menos curioso que las historias de los hombres lobo se den en ese terreno de la indiferencia –la puerta abierta de la ley– entre violencia y derecho, naturaleza y cultura, bandidos y autoridad. En Platón, por ejemplo, la leyenda del Zeus Liceo en La República es la de cuando un soberano protector se transforma en tirano: “Quien prueba las vísceras humanas se transforma en lobo, de igual manera en que el jefe del demos, viendo la multitud devota y a sus órdenes, no sabe abstenerse de la sangre de los hombres de su tribu”. Plinio El Viejo ya había advertido que esa metamorfosis del soberano en lobo era temporal –como el estado de excepción– y que, si no retornaba a su ropaje humano, se aconsejaba asesinar al tirano. Su muerte violenta será, desde siempre, más que un homicidio, un “magnicidio”. Pero la del bandido, la del campesino ante la puerta abierta de la ley, menos, mucho menos que un crimen. Fue en la Roma que luchaba entre seguir siendo república o dictadura, donde se hizo extensivo el poder de la patria potestad a la ciudad. Cuenta Valeriano Máximo que Bruto ejerció su poder absoluto en el ámbito de su hogar matando a sus hijos y que, en compensación, “adoptó al pueblo romano”. El de Bruto es un poder que amenaza de muerte al resto de los ciudadanos sin cometer delito alguno. Nos hace pensar cómo el término “padre de la patria” tiene, en su origen, algo de siniestro. Bruto acabará, como se sabe, por ser parte de la conspiración para asesinar a Julio César, que se convirtió en dictador a partir de un estado de excepción justificado en una guerra civil contra Pompeyo. Fuera de cualquier jurisdicción, tanto Bruto como César no cumplen con una ley que está ya suspendida. Si se cometían atrocidades, éstas ya no dependían del derecho, sino de la ética personal de quien tenía ante sí la posibilidad o no de cometerlas.

Hay pues una nueva indiferencia en el estado de excepción: entre derecho y hecho. Lo que se hace se toma como ley. Todo puede considerarse un peligro y una amenaza a la “seguridad interior”. También cualquier acción puede ser justificable como “necesaria”. En 1933, Carl Schmitt, el filósofo del derecho nazi, hacía notar en Estado, movimiento, pueblo, que el Estado hitleriano no podría existir sin la introducción de la ambigüedad en la letra de las leyes. Resalta que términos como “motivo urgente”, “caso de necesidad”, “buenas costumbres”, “seguridad y orden público” y, por supuesto, “peligro inminente”, no remiten a una norma sino a una situación. Es, entonces, “una norma que decide sobre el hecho mismo que decide su aplicación”. Piénsese en el término “Schutzhaft” que, en la Alemania nazi, quería decir “custodia protectora”. Los judíos eran agrupados para protegerlos de “la amenaza” de los ataques raciales. Con los años, esa “protección” se transformó en los campos de exterminio. El hecho se transformó en derecho y éste en una zona de indiferencia entre la vida y la muerte, la política y la violencia, la libertad y la seguridad. Todo fue posible gracias a la redacción, en 1919, en la Constitución de la República de Weimar:

Art. 48. El Presidente del Reich puede, cuando la seguridad pública y el orden estén gravemente perturbados o amenazados, tomar las decisiones necesarias para el restablecimiento de la seguridad pública, en caso de necesidad, con el auxilio de las fuerzas armadas. Con esta finalidad puede suspender provisionalmente los derechos fundamentales consagrados en esta Constitución.

Pero, ¿qué pasa con nosotros, los campesinos de Kafka a las puertas de la ley? Vivimos una renovada ambigüedad entre la vida y la política. Nuestras existencias dependen de si se legaliza o prohíbe una sustancia, de si se considera “necesaria” la acción militar en donde vivimos, transitamos o protestamos. Las operaciones militares tienen esa confusión rentable entre vida y muerte: lo mismo ayudan a vacunar o a rescatar de una inundación que a asesinar sin cometer delito alguno. “Pueblo” es un término que nos designa tanto a los que nos constituimos como sujetos de derechos, como a quienes, de hecho, estamos excluidos de la política y, cada vez con más frecuencia, de los derechos. Somos los que no pertenecemos al conjunto en el que estamos incluidos. Somos la identidad que se define a partir de cómo se nos excluye. Hemos de morir, esperando en una silla, en el momento en que se cierre nuestra única puerta.

16.12.17

Estado de excepción... Disolución Social

 Ricardo Orozco

III

Siguiendo su tránsito legislativo en el constituyente permanente, el proyecto de Ley de Seguridad Interior avanzó, este jueves 14 de diciembre, hasta el trámite de discusión y votación plenaria, luego de su aprobación en las Comisiones Unidas de Gobernación, de Defensa Nacional, de Marina y de Estudios Legislativos Segunda. Llegada a este punto, y derivado de las manifestaciones de inconformidad que la sociedad civil ha mostrado de cara a las disposiciones del texto, el proyecto que la Cámara de Diputados había aprobado en días pasados ya no es el mismo que ahora el pleno del Senado se prepara a legislar. Pero no lo es sólo en la forma, pues las diversas disposiciones que se modificaron únicamente sustituyeron unos eufemismos por otros, manteniendo íntegro su contenido normativo.

La primera de estas alteraciones tiene que ver con la referencia explícita que se hacía en el texto al contenido del proyecto como materia de Seguridad Nacional. Y es que, lo que antes indicaba que: «Las disposiciones de la presente Ley son materia de Seguridad Nacional» , ahora manifiesta que: «Sus disposiciones [de la Ley] son materia de seguridad nacional en términos de lo dispuesto por la fracción XXIX-M del artículo 73 y la fracción VI del artículo 89 de la constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de seguridad interior» . La cuestión aquí es, no obstante, que pese a la nueva redacción el contenido de la Ley como derivación de la Ley de Seguridad Nacional no cambia en absoluto, ni siquiera acota su ámbito de acción y competencias .

Y es que, en estricto, las fracciones referidas remiten, por un lado, a las facultades del Congreso «para expedir leyes en materia de seguridad nacional, estableciendo los requisitos y límites a las investigaciones correspondientes»; y por el otro, a las del presidente de la república para «preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación». Es decir, que mediante un largo rodeo en el que una disposición remite a otra, pero siempre correlativa, normativa de la misma materia, se mantiene el objetivo de hacer de las cuestiones de seguridad pública, ciudadana, objeto de regulación de la Ley de Seguridad Nacional , afianzando el rol de las fuerzas armadas en la ejecución de dicha Ley.

El segundo cambio de redacción importante tiene que ver con las disposiciones del artículo séptimo de la Ley, uno de los que más han preocupado a la sociedad civil, en general, y a diversas instancias encargadas de velar por los derechos humanos en el país , en particular. En la redacción anterior, este artículo establecía, en su párrafo segundo, que: «En los casos de perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, y cuya atención requiera la suspensión de derechos, se estará a lo dispuesto en el artículo 29 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y leyes respectivas».

Y lo cierto es que se considera una de las disposiciones más sensibles y preocupantes del proyecto porque abre la puerta, de par en par, a la posibilidad de repetir la persecución política que en el siglo XX se justificaba a través del delito de Disolución Social ; empleado por el Gobierno Federal para perseguir, criminalizar, incriminar, desaparecer y asesinar a cualquier ciudadano que le fuera incómodo para el desarrollo de sus intereses —y fuente, también, de las protestas que condujeron al 68 mexicano, movimiento por el que se logró la derogación de los artículos que fundamentaban dicho delito, el 145 y 145 Bis del Código Penal.

Es decir, es una disposición en la que el contenido moral fundado en ella es tan sólido, tan hermético y conservador que, así como en el siglo XX cualquier acto ciudadano que el Gobierno considerara que ponía en peligro u obstaculizaba el funcionamiento de sus instituciones, o que simplemente se consideraba que propagaba el desacato a los deberes cívicos , así ahora cualquier evento que las instituciones del Gobierno Federal consideren, de manera arbitraria, como una perturbación grave de la paz pública , o que ponga en grave peligro o conflicto a la sociedad, pasa a justificar no sólo el empleo de las fuerzas armadas para disolver ese evento, sino que, además, legitima la suspensión de derechos en la población objetivo.

En la nueva redacción del proyecto, este párrafo fue eliminado, mientras que en el párrafo primero se introdujeron algunos términos que dan la impresión de reforzar los límites de acción de las fuerzas armadas, por medio del recurso a un amplio abanico de instrumentos garantes de los derechos humanos. De tal suerte que el artículo ahora queda con un solo párrafo que establece: «Los actos realizados por las autoridades con motivo de la aplicación de esta Ley deberán respetar, proteger y garantizar en todo momento y sin excepción, los derechos humanos y sus garantías, de conformidad con lo dispuesto por la Constitución y los tratados internacionales y los protocolos emitidos por las autoridades correspondientes».

El problema aquí es que, a pesar del énfasis que se hace en el respeto, la protección y garantía de los derechos humanos, en términos de lo dispuesto por el artículo primero de la Ley, y de diversas disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional, ese respeto, esa protección y garantía dejan de ser válidas en el momento en que el titular del Ejecutivo, con el aval del Congreso, considere que hay una amenaza , un peligro o apenas una perturbación grave a la sociedad, en general; o a la paz pública, en general. Y es así porque tales disposiciones están subordinadas al artículo 29 de la Constitución, mismo en el que se establece que la respuesta ante tales eventualidades será la de «restringir o suspender en todo el país o en lugar determinado el ejercicio de los derechos y las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación» .

Y si bien es cierto que en el siguiente párrafo del art. 29 constitucional (modificado en los términos aquí expuestos el diez de febrero de 2014) se hace mención de los derechos y las garantías que no se podrán suspender, también lo es que las líneas citadas arriba anulan esas excepciones, pues expresamente se establece que se deberán suspender los derechos y las garantías que fuesen obstáculo. Da manera tal que cuando la libre circulación de las personas, el derecho de asociación o de libre expresión, por mencionar algunos ejemplos, constituyan —de conformidad con los estándares morales y de gobernabilidad de la administración en turno—, un peligro, una amenaza o una perturbación deberán suspenderse para hacer frente a la situación de manera rápida y fácil (sí, la Constitución también cuenta con contradicciones importantes).

Es aquí, quizá, en donde se concentran las mayores incomprensiones de la sociedad civil, en favor del proyecto de Ley, sobre los peligros que éste representa para el conjunto poblacional. Y es que, en última instancia, lo que parece estarse olvidando al observar este punto (si es que se lo observa en absoluto), es que la construcción social de los enemigos, la invención de las amenazas, los peligros y las perturbaciones, además de ser asuntos por entero discrecionales, relativos a la moral y a los intereses imperantes en las personas al frente de las instituciones gubernamentales cada sexenio, no precisan de su tipificación en algún código o ley para ser efectivos.

¿Acaso no es la historia de la guerra sucia, de la represión y el despojo de las comunidades originarias la historia de individuos y comunidades que representan un peligro para los intereses económicos en turno? ¿No es la historia de los movimientos obreros la historia de cómo un trabajador reclamando sus derechos sociales es motivo de represión gubernamental, de desaparición, de asesinato o, en el mejor de los casos, de despido? ¿No es la historia de los movimientos estudiantiles la historia de cómo un adolescente inscrito en una institución de educación pública pasa a representar un guerrillero en potencia o un anarquista en las narrativas de la administración pública federal? ¿Y no es la historia de la sexualidad la historia de hombres y mujeres que por sus preferencias afectivas constituían una aberración para los valores cristianos imperantes en el tejido social?

Los ejemplos son muchos, y cada uno de ellos es tan arbitrario como los demás. El que hoy algunos sectores de la población ya no constituyan un peligro para el orden, la paz y la estabilidad públicos no garantiza que en un futuro, próximo o lejano, no lo vuelvan a ser, con las mismas estrategias discursivas o con otras. ¿Qué pasa cuando las manifestaciones por cuarenta y tres estudiantes desaparecidos por las fuerzas armadas se convierte en motivo de expresiones de repudio y resistencia a nivel nacional? ¿Qué pasa cuando el asesinato anual de miles de mujeres se convierte en motivo de protestas sociales frente a la inacción del gobierno? ¿Qué pasa cuando una agenda de reformas estructurales se convierte en motivo de rechazo por sendos sectores poblacionales en todo el territorio nacional?

Entre los cambios al proyecto de Ley realizados por el senado, de la redacción del artículo octavo se eliminó la adjetivación «pacíficamente» «Las movilizaciones de protesta social o las que tengan un motivo político-electoral que se realicen de conformidad con la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, bajo ninguna circunstancia serán consideradas como Amenazas a la Seguridad Interior, ni podrán ser materia de Declaratoria de Protección a la Seguridad Interior» .

Pero lo cierto es, no obstante, que pese a haber eliminado esa condicionante, la latencia de incluir en la constitución aún más candados de los que ya existen para la libre manifestación de las inconformidades sociales no se suprime, sólo se la disimula, bajo la pretensión de que al apelar a la Constitución todas las garantías están salvaguardadas —aunque sea en la propia constitución en donde se fundamentan las condiciones del estado de excepción.

Estado de excepción que se edifica, justo, sobre diversas eventualidades que en tiempos y espacios específico, de acuerdo con necesidades gubernamentales definidas en su particularidad histórica, constituyen excepciones por sí mismas. Es decir, u n estado de excepción en el que la regla de dicha excepcionalidad se funda en la posibilidad de hacer de cada individuo, de cada comunidad y de cada situación una excepción a la justicia. Y es que si bien es cierto que los márgenes de acción del ejército, hasta el momento, no se dan en un ámbito de sistematicidad generalizada, en donde el grueso de la población ya cuente con alguna experiencia de abusos por parte de las instancias castrenses del Estado, también lo es que no por ello debe obviarse, excluirse, olvidarse, invalidarse o invisibilizar toda una historia de abusos.

Y abusos, por supuesto, que no es que hayan ocurrido porque las fuerzas armadas no contaban con un marco normativo para regular sus actividades. ¿Si no contaban con un marco normativo para realizar tareas de seguridad pública, por qué, en principio, no se esperó a contar con tal marco antes de sacar a los efectivos de sus cuarteles? La guerra sucia en México, aún vigente en todas aquellas comunidades que se resisten al despojo de sus recursos naturales, es el claro ejemplo de que los enemigos del Estado, son muchos, aunque estos tiendan a ser tradicionalmente los mismos, y es, también, la historia de cómo aún en la ilegalidad, en la carencia total de marcos regulatorios que legalicen su actividad, esa excepción a la norma constituye, de facto, una normalidad de la excepción.

Q ue no se requiera experimentar en carne propia, en la historia de vida de uno mismo, los abusos del ejército para caer en la cuesta de que esos abusos ya fueron cometidos y se continúan cometiendo en otros espacios, en contra de otros individuos y otras poblaciones. Y es que, en el momento en que se llegue a ese nivel de generalidad la Ley que regule la militarización será la menor de las preocupaciones, como las leyes vigentes lo fueron en los regímenes militares de toda América en el siglo XX.

12.12.17

Estado de excepción... Seguridad Nacional: última ratio

Ricardo Orozco

II
Si se parte de comprender, por un lado, que el elemento sobre el cual se funda la militarización de cualquier sociedad es el de introducir a los individuos que la componen en un marco relacional dominado por una racionalidad, una lógica, de tipo castrense; y por el otro, que todo corpus normativo, legal, es una síntesis de una particular manera de razonar la realidad, de organizarla, construirla y comprenderla; la primera consecuencia analítica que se obtiene es que si bien los procesos de militarización de la vida en sociedad no requieren de leyes o constituciones a modo, una vez que éstas existen —ya como mandatos constitucionales, como leyes generales o reglamentarias—, el desplazamiento que se produce no es el de una simple sustitución de lo fáctico por lo legal y lo legítimo, sino el de la fundación de un estado de excepción permanente.

En este sentido, a lo que se punta con denominar a un cuerpo social como sociedad militarizada —teniendo como fundamento de dicha militarización el despliegue, en distintas escalas espaciales y temporales, y a través de diferentes dispositivos de poder, una racionalidad específica, privativa, de las fuerzas armadas—, es al reconocimiento de que la forma y el sentido organizativos de las relaciones sociales, de las pautas de convivencia cotidianas entre sujetos individuales y colectivos se encuentran dominados, colonizados, por rasgos que, como generalidad (abstracta) no se encuentran en el desarrollo civil de dicha socialidad.

Es decir, así como la organización y el sentido de las relaciones sociales en una población en la que se privilegian la equidad entre los géneros y la aceptación de la diversidad en el ejercicio de la sexualidad de los individuos no son los mismos que en aquellas colectividades en las que un género se subordina a otro y el desarrollo de la sexualidad se da en términos estrictamente hetero; así también el sentido y la forma organizacional de una sociedad en la que las nociones de seguridad se encuentran articuladas a la idea de construir y eliminar enemigos no son los mismos que los de aquellas en las que los objetivos de la seguridad no constituyen Otredades. Y es que no únicamente las maneras de comprender la problemática en cada uno de los polos son divergentes, sino que, además, sus procesos de construcción, las corrientes discursivas que los estructuran, los canales de poder que se emplean para abordarlo y los medios por los cuales circulan no son los mismos.

Ahora bien, identificar estas diferencias entre las distintas lógicas, racionalidades, que determinan la organización y el desarrollo de las relaciones de convivencia entre individuos y colectividades es imprescindible para mostrar por qué la Ley de Seguridad Interior, en trámite legislativo en el Congreso mexicano, sí constituye, tanto en su generalidad como en sus disposiciones particulares, la cristalización de una profunda y sostenida dinámica de militarización de la vida en sociedad, en el marco del despliegue y mantenimiento de una guerra en contra del narcotráfico.

Así pues, el primer rasgo que no se debe perder de vista es que, a pesar de los esfuerzos realizados por el Gobierno Federal —y sus ideólogos— para mostrar a la Ley como un cuadro normativo destinado a la reglamentación de las fuerzas armadas nacionales en las tareas de seguridad pública, el contenido de la misma es, en realidad, materia de seguridad nacional. La denominación de la propia Ley y de la materia que se supone pretende regular, como dominio de Seguridad Interior, se deben, de hecho, a la pretensión de realizar una distinción efectiva entre tres ámbitos muy específicos en los términos de lo que se entiende por seguridad: a) pública, b) nacional, c) interior; mismos que, en la práctica, se rigen por lógicas relativamente diferenciadas justo por sus órdenes normativos.

El artículo primero del texto, por lo anterior, expresa que la Ley «tiene por objeto regular la función del Estado para preservar la Seguridad Interior, así como establecer las bases, los procedimientos y modalidades de coordinación entre los Poderes de la Unión, las entidades federativas y los municipios, en la materia». Porque la idea, aquí, es establecer que el campo de Seguridad Interior es una unidad en sí misma, diferente (aunque interconectada) con esas otras dos unidades, con mecanismos regulatorios y dispositivos de poder propios, que se refieren a la seguridad pública y a la seguridad nacional.

El problema es, no obstante, que en el párrafo segundo de la Ley se establece, de manera explícita, que «las disposiciones de la presente Ley son materia de Seguridad Nacional» , lo que significa que, para todos sus efectos, prácticos y normativos, la Seguridad Interior es apenas un subconjunto, una derivación o modalidad particular de aquella.

Y es que si bien es cierto que la Ley, en su artículo segundo, ofrece una definición de Seguridad Interior que busca distanciarla —aunque sea sólo en apariencia— de aquella que corresponde a la seguridad nacional, también lo es que, en estricto, ambas leyes se complementan, antes que fundar ordenes de acción diferenciados.

El artículo segundo de la Ley de Seguridad Interior, en este sentido, define a la misma como: «la condición que proporciona el Estado mexicano que permite salvaguardar la permanencia y continuidad de sus órdenes de gobierno e instituciones, así como el desarrollo nacional mediante el mantenimiento del orden constitucional, el Estado de Derecho y la gobernabilidad democrática en todo el territorio nacional. Comprende el conjunto de órganos, procedimientos y acciones destinados para dichos fines, respetando los derechos humanos en todo el territorio nacional, así como para prestar auxilio y protección a las entidades federativas y los municipios, frente a riesgos y amenazas que comprometan o afecten la seguridad nacional en los términos de la presente Ley».

En el artículo tercero de la Ley de Seguridad Nacional, por su lado, se entiende por ésta: «las acciones destinadas de manera inmediata y directa a mantener la integridad, estabilidad y permanencia del Estado Mexicano, que conlleven a: i) La protección de la nación mexicana frente a las amenazas y riesgos que enfrente nuestro país; ii) La preservación de la soberanía e independencia nacionales y la defensa del territorio; iii) El mantenimiento del orden constitucional y el fortalecimiento de las instituciones democráticas de gobierno; iv) El mantenimiento de la unidad de las partes integrantes de la Federación señaladas en el artículo 43 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; v) La defensa legítima del Estado Mexicano respecto de otros Estados o sujetos de derecho internacional; y, vi) La preservación de la democracia, fundada en el desarrollo económico social y político del país y sus habitantes».

Por su objetivo principal, el objeto general de su regulación, ambas Leyes están orientadas, estrictamente, al mantenimiento funcional y la permanencia del Estado mexicano tal y como éste existe en la actualidad; lo que, de entrada, implica que cualquier situación, sujeto y evento que sea susceptible de ser considerado —por el Estado mismo— como una amenaza que ponga en peligro su funcionamiento y existencia, ya es, de suyo, objeto de aplicación de ambas normatividades. Una y otra Ley se superponen, se refuerzan, se doblan, se comprimen sobre ellas mismas.

Y si se omiten, por el momento, las disposiciones referentes a las amenazas extranjeras y se diseccionan las redacciones de ambos cuerpos normativos, se tiene que la efectividad en mantener y asegurar la permanencia y la continuidad del Estado mexicano se encuentra determinada por, y subordinada a, la efectividad que se tenga en salvaguardar la permanencia y la continuidad, asimismo, de a) sus órdenes de gobierno e instituciones; b) el desarrollo nacional; c) el Estado de Derecho; d) la gobernabilidad democrática; e) la defensa del territorio; f) el mantenimiento del orden constitucional; g) el mantenimiento de la unidad de las partes integrantes de la federación; y, h) la preservación de la democracia, fundada en el desarrollo económico social y político del país y sus habitantes.

Los riesgos para la sociedad mexicana que supone el lograr dichos objetivos, por tanto, son varios, y todos igual de preocupantes.

En primer lugar, las disposiciones relativas a las territorialidades coloca como amenazas, tanto de Seguridad interior como nacional, a las autonomías indígenas, que aunque tienen su propia reglamentación que les confiere el estatus de autonomías integrantes de la unidad territorial nacional, cuando esa autonomía escapa a la subordinación en la que la mantiene la ley, respecto de las estructuras municipales y estatales —como en el caso de las poblaciones autogestivas, del tipo de las comunidades zapatistas—, aquellas son integradas, como ya lo están, a la Agenda Nacional de Riesgos, elaborada por los servicios de contrainsurgencia del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN).

La suspensión de garantías, el despliegue de efectivos militares, su intervención y su empleo en contra de poblaciones de este tipo, en tal sentido, pasa su justificación por estas nociones, como ya ocurre, de facto, en los casos en que es preciso que el Estado se apropie de sus territorios para insertarlos en las cadenas de producción internacionales.

En segunda instancia, las disposiciones en torno de la gobernabilidad, de la democrática y del desarrollo nacionales están articuladas, en términos de supeditación, al grado de estabilidad que se perciba en la actividad económica impulsada por el Estado mexicano. La propia noción de «preservación de la democracia», definida en la Ley se Seguridad Nacional como una condición fundada en el desarrollo económico del país refiere a la compresión de la democracia como un orden estrictamente económico, productivo/consuntivo, que, a su vez, con base en la experiencia histórica de los últimos seis sexenios, no tiene otra orientación que no sea de corte neoliberal.

De aquí que, en última instancia, Seguridad Interior y seguridad nacional terminen afirmando su campo de acción a través del objetivo de asegurar el despojo territorial, la privatización de la actividad productiva/consuntiva, la especulación financiera, el desmantelamiento de las prerrogativas de seguridad social, etc., cuando la política económica del gobierno en turno considere que el desarrollo del país se encuentra en peligro —lo que ya es tan arbitrario como la racionalidad detrás de la agenda de desarrollo del gobierno lo es. Intereses económicos en turno son identificados, así, con la estabilidad y la permanencia del Estado. Es el rubro en el que se inscriben las resistencias al modelo productivo neoliberal, a la apropiación de los medios de producción, al desarrollo de proyectos de infraestructura en poblaciones autónomas y al extractivismo de recursos naturales como amenazas al Estado en ambas nociones de seguridad.

En tercera instancia, se encuentran las disposiciones que tienen que ver con la institucionalidad y la legalidad del Estado, preceptos en los que la disidencia, la oposición y las políticas de las alternativas figuran como los fenómenos arquetípicos de las amenazas en contra de la racionalidad del Estado.  Pero una disidencia, una oposición y unas alternativas que no pasan por las formas de la corrección política que se constituyen en partidos políticos, o similares y derivados, sino que atraviesan la manera de hacer política, en general; y la organización de su órdenes y escalas, en particular.

Es decir, son disposiciones en las que no únicamente se pone en juego la legitimidad, como aceptación popular, de las distintas legalidades que el constituyente permanente funda en su accionar, sino que, además, cuestionan de manera aún más profunda la razón de ser y el telos, la finalidad, de su existencia. El énfasis que se hace en ambas leyes, por lo anterior, no es arbitrario ni azaroso: el objetivo es mantener el status quo, la vigencia actual de las estructuras, divisiones y jerarquías que permiten la reproducción del capitalismo moderno ; esto es, la vida en sociedad debe mantenerse, de acuerdo con estos imperativos, en un estado de coagulación permanente.

Así pues, se comprende que ya desde el primer artículo del proyecto de Ley de Seguridad Interior los asedios que se yerguen sobre la población civil mexicana son bastantes y reiterativas, redundantes —pero al mismo tiempo complementarias— de aquellas que ya en ese otro texto que compone a la Ley de Seguridad Nacional se prefiguran. De tal suerte que, en una primera aproximación, se obtiene que el proyecto de Ley en proceso se orienta en la tarea de desagregar las disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional a los campos específicos de la seguridad pública, subsumiendo a ésta en los objetivos de aquella a través del velo de una nueva nomenclatura.

El Estado, una vez más, se afirma a sí mismo como la ultima ratio de la vida en sociedad, el punto de culminación de la socialidad humana dentro de la cual —como lo mostró a la civilización entera el fascismo de mediados del siglo XX— queda todo, pues fuera de su racionalidad y en contra de la misma, queda la nada.

Estado de excepción... la militarización de México


Ricardo Orozco

I

Uno de los principales mitos del funcionamiento del sistema político mexicano menos cuestionado afirma que las instituciones militares nacionales (Ejército, Marina y Fuerza Aérea) son entidades por completo abstraídas del funcionamiento general de aquel; esto es, instancias real y verdaderamente aisladas de los causes de la política en sus órdenes federal, estatal y municipal. Gran parte de la naturaleza mítica de esta creencia, y de su incuestionable verdad, por supuesto, se debe al hecho de que una y otra tienen su origen en la historia del partido hegemónico (ya como Partido Revolucionario Institucional), y en las prácticas simbióticas de éste con el andamiaje estatal.

Y lo cierto es que aunque el 68 mexicano y la sistemática eliminación de las poblaciones originarias del país, por un lado; tanto como la guerra en contra del narcotráfico, en tiempos más recientes, por el otro; dan cuenta del poder efectivo que las corporaciones castrenses ejercen en la determinación del desarrollo de vida social cotidiana de los mexicanos; los recuerdos de la supresión del sector militar de la estructura interna del partido y de la consolidación del carácter civil de los funcionarios en cargos de elección popular, en conjunto con una narrativa estable construida alrededor de dichas instituciones como representativas de las glorias de la independencia nacional, del rechazo a la intervención extranjera, de la forja y la herencia de la revolución y de la ayuda ante contingencias humanitarias; son lo suficientemente sólidos como para objetivar al nacionalismo más dogmático e intransigente en el culto a la figura del marino y del militar como personificación de la lealtad, el honor, el valor y la gloria de una nación.

En este sentido, aunque gran parte del mito se articula alrededor de una lógica en la que si el ejército y la marina no tienen presencia pública, ni incide en los procesos de toma de decisiones (fuera de sus ámbitos de competencia en materias de seguridad y defensa) de manera institucional, es porque las instancias castrenses del Estado, en realidad, no cuentan con ningún poder real sobre la manera en la que se gobierna a la sociedad. Es decir, en esta manera de comprender el papel de las fuerzas armadas, éstas son relativas sólo en la medida en que, por un lado, tienen presencia pública; y por el otro, su participación a nivel gubernamental es cualitativa y, sobre todo, cuantitativamente, superior a los niveles que los asuntos de seguridad y defensa requieren. Por supuesto, comprender así a las instituciones militares —de México o de cualquier otro Estado— pierde de vista que de todas las instituciones formalmente constitutivas del andamiaje gubernamental, en particular; estatal, en general; son éstas las únicas que cuentan con las capacidades y las potencialidades estratégicas, tácticas y operativassuficientes como para derribar, ocupar, alterar, bloquear, cambiar y (re)fundar no sólo los órdenes institucionales vigentes, sino el conjunto de los elementos sobre los cuales se fundamenta la estatalidad en cuestión; sin la necesidad de contar con un mandato jurídico establecido o de la aceptación poblacional.

No es azaroso, por lo anterior, que ante cada renovación del andamiaje gubernamental, ya sea en periodo electoral o post-toma de posesión, uno de los primeros elementos de legitimidad y aceptación que se busca obtener o ratificar, sea el de la adhesión de las fuerzas armadas al proyecto de gobierno en cuestión. Y es que, en el fondo de esa aceptación por parte de las entidades castrenses, lo que los gobiernos civiles buscan es afianzarse para sí y su proyecto gubernamental la certeza de que su administración no se encontrará con ningún tipo de resistencia armada, pero no sólo, pues también es importante afirmar la idea de que luego de su investidura sus personas no serán agredidas y sus administraciones no serán depuestas por un Golpe de Estado —piénsese en la historia de América Latina, de la década de los años cuarenta hacia adelante, para ilustrar estas palabras.

Ahora bien, si se comprende que el ejercicio de poder de las fuerzas armadas, su capacidad de determinar políticas exteriores y públicas, programas de gobierno y agendas administrativas, etc., no se encuentra en la cobertura mediática que éstas reciben en el día a día, ni en su participación en eventos públicos y gubernamentales o en asuntos de otras instancias constitutivas del Estado, sino en sus probabilidades reales de tomar el control directo de esas otras instancias y de hacer valer su propia racionalidad sobre el funcionamiento del Estado-nacional en cuestión, se tiene que lo profundo de la participación de los efectivos militares en las tareas seguridad propias de las corporaciones civiles, así como el marco legal sobre el cual aquellos fundamenten su actuar incrementarán las potencialidades de la milicia por encima de los controles civiles.

Un sexenio de guerra en contra del narcotráfico: con un amplio y penetrante despliegue de gran parte de las capacidades estratégicas, tácticas y operativas del ejército, la fuerza aérea y la marina en el espacio público, sustituyendo a las corporaciones civiles en materia de seguridad, multiplicando el financiamiento que reciben año con año, mejorando su poder de fuego cuantitativa y cualitativamente, disponiendo de mayor infraestructura y recursos administrativos, etc.; por ejemplo, es uno de esos eventos por medio de los cuales las entidades castrenses tienden a exponenciar no sólo sus márgenes de maniobra en cuanto tales, sino la magnitud del ejercicio de poder que de manera efectiva ejercen sobre los órdenes de gobierno que ocupan.

Por este motivo, teniendo como marco contextual la continuidad que el gobierno de Enrique Peña Nieto dio a la política antinarcóticos de Felipe Calderón y Vicente Fox, los recientes eventos en torno de la aprobación de una Ley de Seguridad Interior no es un asunto menor, pero sí, un asunto de militarización legal, institucionalmente legitimada, de toda una sociedad. Porque aunque los intentos por discutir a dicha legislación como una antítesis de cualquier noción que se aproxime a las experiencias de Pinochet, en Chile; de Banzer, en Bolivia; de Stroessner, en Paraguay; de Videla, en Argentina; de Bordaberry, en Uruguay; de Castelo Branco, en Brasil, etc., habida cuenta de que la Ley otorgaría a las fuerzas armadas un marco normativo que legitime y garantice la legalidad de sus actos, lo cierto es que tanto por los actos hasta ahora cometidos por efectivos militares como por el contenido de la propia legislación lo que se está poniendo en juego es el grado de determinación que el fenómeno de la guerra contra el narco —y no la pura presencia de la milicia en las calles, per se— tendrá en la cotidianidad de la vida de los mexicanos.

En este sentido, la primera noción que se debe rechazar como sentido común explicativo del fenómeno que se encuentra en curso en el proceso de aprobación de la Ley es quemilitarización no es sinónimo de dictadura militar —entendiendo a esta última noción en los términos en que se usa para designar a los gobiernos latinoamericanos arriba mencionados. Es decir, para argumentar que en México se está instaurando un régimen militarizado no es preciso que en el gobierno federal se instaure a una personalidad como la de Pinochet o la de Stroessner, porque la realidad es que el elemento que funda y define a un régimen de militarización de la vida en sociedad no es tanto la personalidad a cargo de las principales magistraturas del Estado, sino el tipo de relaciones sociales que se introducen y sostienen a partir del despliegue sí de los efectivos castrenses, pero también, y sobre todo, de su particular racionalización.

Un dato que no se debe perder de vista, por lo anterior —y al margen del hecho de que desde 2012 cada entidad de la república mantiene, en algún grado, las estructuras propias de los operativos conjuntos (piedra de toque de la estrategia de despliegue militar de Felipe Calderón) como base de apoyo para las tareas de inteligencia, seguridad y defensa en contra de la delincuencia—, es que aunque las corporaciones estatales de policía de las treinta y dos entidades federativas se encuentran comandadas por efectivos militares (en activo o retirados de la milicia), no es la presencia del efectivo al frente de la institución lo que funda el régimen de militarización, sino la forma en la que los diversos actores del cuerpo social se relacionan entre sí a partir de un particular disciplinamiento territorial, espacial, temporal, social, administrativo, etc., de corte militar.

Y es que, a la comandancia de policías civiles por parte de efectivos castrenses se deben sumar, por lo menos, tres rasgos más para comprender el punto de la militarización en curso en México: a) que luego de la purga emprendida por Felipe Calderón en las policías estatales y municipales (continuada por Enrique Peña Nieto, también), los vacíos que se formaron fueron rellenados por la trasferencia de soldados y marinos a esas instancias para desempeñarse como policías estatales y municipales; b) el modelo de entrenamiento, en sus niveles estratégico, táctico y operativo, de las instituciones de seguridad pública, en general, se mantiene bajo el esquema de profesionalización militar; es decir, bajo los lineamientos dentro de los cuales entrenan las propias fuerzas armadas; c) hasta 2015, las treinta y dos legislaciones locales en la materia (así como la federal) se modificaron para sincronizarse con las demandas del combate directo y armado a la delincuencia organizada.

Es decir, tomando los tres elementos anteriores en su conjunto es posible observar que ya está en operaciones una racionalidad, una lógica y una legalidad propias de la manera de proceder de las milicias en materia de inteligencia, seguridad y defensa. Y aquí, aunque es cierto que la profundidad de estos cambios no es tan homogénea, generalizada ni profunda para cada uno de los casos en los que se despliegan, también lo es que este esquema es apenas una parte que se conjunta con una saturación conformada por la copresencia de marinos, soldados, gendarmes, policías federales, grupos paramilitares, sicarios, etc., esto es, la militarización del país no se está efectuando sólo por un frente, sino por varios.

Discutir si fue primero la delincuencia organizada en sicariato o si lo fue la salida de los militares de sus cuarteles rebasa la presente argumentación, sin embargo, lo que queda claro es que la relación que existe entre uno y otro lado de la ecuación es recíproca, y cada año se va profundizando y escalando en términos cualitativos y cuantitativos; toda vez que un incremento de elementos o una mejora en su potencia de fuego o en su organización operacional supone el imperativo de compensar y rebasar en el otro lado. De aquí que los niveles de violencia desplegados por el ejército siempre se corresponden con un incremento de parte de los sicarios, y viceversa. Ahora bien, ¿si la militarización del país ya se había echado a andar desde los sexenios panistas en la presidencia de la república, que diferencia o elemento nuevo se supone que introduce la legislación en proceso de aprobación? ¿No daría lo mismo que se apruebe o que todo se quede tal y como está si, después de todo, el contenido de la ley ya ocurre de facto? La cuestión con la Ley de Seguridad Interior es que su contenido potencia lo que ya se está dando en la cotidianidad, y sin que se cuente, en este momento, con un marco jurídico. El dictamen general de ciertos sectores de la sociedad, en tal línea de ideas, es, por tanto, el que aquí también se suscribe: el peligro es la legitimación del Estado de Excepción actual.

4.12.17

El huevo de la serpiente

Carlos Fazio

Finalmente, el poder militar terminó por doblegar a su mando civil. Por miedo o cobardía, Enrique Peña Nieto terminó cediendo de manera voluntaria el poder civil al castrense. Volvió legal lo que ningún presidente civil había permitido en el México posrevolucionario por los peligros que entraña. Aunque en rigor, con la imperiosa necesidad manifestada al impulsar una ley que busca amparar la actividad anticonstitucional de las fuerzas armadas en materia de seguridad pública, buscaba protegerse a sí mismo.

La hora es difícil y sombría. Después de dos años de un pertinaz activismo político-deliberativo salpicado de chantajes, mentiras y de una propaganda demagógica a contrapelo de la Constitución y los tratados internacionales suscritos por México, los mandos militares impusieron su ley. Seguirán afuera de los cuarteles de manera indefinida, sin contrapesos institucionales y sin transparentar o rendir cuentas a nadie, con lo que se profundizará la estrategia de (in)seguridad militarizada diseñada por el Pentágono en el marco de la Iniciativa Mérida, que ha derivado en una catástrofe humanitaria con su cauda de torturas, ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones forzadas de personas y desplazamiento de población.

En lo que podría configurar un virtual golpe de Estado técnico, la aprobación por el Senado de la llamada ley de seguridad interior convertiría lo que hace 11 años Felipe Calderón promovió falsamente como una medida excepcional de carácter emergente y temporal, en la “petrificación de un statu quo” (Jan Jarab, comisionado de Derechos Humanos de la ONU, dixit) signado por una violencia estatal sin límites. Y así como el régimen anterior vivió bajo una forma de emergencia de lo permanente, ahora, con la nueva ley, la excepción se volverá regla.

Ese es el quid de la cuestión: la ley de seguridad interior busca dar protección jurídica a aquello que los militares han venido haciendo de manera irregular y extralegal. La exigencia de los mandos de regular el uso de la fuerza de unas instituciones armadas preparadas para exterminar al enemigo, busca constitucionalizar esa práctica; sólo que ninguna ley permite torturar, matar o desaparecer personas. Pero además, ahora, bajo presión castrense, la aprobación senatorial de la iniciativa de un Presidente frívolo y pusilánime, darán al Ejército y a la Marina atribuciones que no deberían tener (máxime sin una declaración de guerra): tareas de investigación, persecución de delitos, control social o espionaje sobre la población y represión. Se legalizará, pues, la claudicación de los poderes civiles frente a la casta militar. Mala cosa.

Como en la metáfora del huevo de la serpiente del clásico filme de Bergman, a través de la membrana del actual régimen de dominación cualquiera puede ver el futuro: ante la agudización de la guerra de clases (Warren Buffett dixit) y la actual insurgencia plutocrática (Thomas Bunker) disciplinadora y depredadora; en la antesala de un año electoral y con la intención manifiesta de los poderes fácticos de imponer como sea al débil y dócil tecnoburócrata del bunker neoliberal José Antonio Meade, se incuba en México un bordaberrazo o fujimorazo. Un régimen arbitrario y despótico de corte cívico-militar, como los encarnados por Juan María Bordaberry y Alberto Fujimori en Uruguay y Perú, en décadas pasadas (ambos terminaron en la cárcel), donde la suspensión de garantías individuales podrá ser aplicada de manera discrecional por el presidente de turno con respaldo militar, y en el cual sus guardias pretorianas −al amparo de una renovada doctrina de seguridad nacional que define al enemigo interno− seguirán actuando por razones geopolíticas como un Ejército de ocupación (nativo) de su propio país, en acatamiento y tácita sumisión a las directivas emanadas desde Pentágono vía la Iniciativa Mérida.

Las ambigüedades de la ley, incluidas las imprecisiones conceptuales que surgen de mezclar la seguridad nacional con la seguridad interior, encarnan potenciales riesgos. En el contexto de la seguridad nacional −y con el artificioso truco legal de que sus acciones no serán de seguridad pública, sino de seguridad interior−, la imposición de una reserva de hasta por 20 años sobre la recolección de datos (de inteligencia) que se generen con motivo de la aplicación de la ley (que incluirán la intervención telefónica, de computadoras, correos electrónicos y correspondencia), hará nugatoria cualquier expectativa de transparencia y rendición de cuentas.

Asimismo, la ley va contra las víctimas y el acceso a la justicia, y está diseñada para dificultar litigar en instancias internacionales. Argumentando razones de seguridad nacional, la Sedena y la Semar van a negar cualquier información sobre sistemáticas prácticas ilegales (torturas) o despliegues castrenses que involucren violaciones a derechos humanos −con alto índice de letalidad o no−, que no se podrán documentar, perpetuándose así la actual impunidad y la repetición de crímenes de lesa humanidad de factura militar.

Desde 2006, al aplicar las directivas encubiertas de Estados Unidos, el Estado mexicano abandonó y obstaculizó de manera deliberada las tareas de seguridad pública o ciudadana, que en términos del artículo 21 Constitucional corresponden de manera exclusiva a las policías civiles. La militarización de la seguridad y la sociedad mexicana responde a la agenda geopolítica de Washington; no se trató de una estrategia fallida: era previsible que a mayor militarización, mayor violencia; 2017 fue un año trágico. Peña Nieto rompió récords históricos en materia de desapariciones y homicidios dolosos. Pero este año marcó también la mayor asociación clientelar y sumisa de los responsables de las fuerzas armadas locales al Pentágono y la administración Trump.

Un viejo apotegma dice que las bayonetas sirven para todo menos para sentarse sobre ellas. Peña Nieto debería saberlo; la manada legislativa también. Gedeón lo sabía: en la violencia prosperan y se consolidan los más fuertes…

2.12.17

El Congreso traicionó a México con la Ley de Seguridad, y ahora todos estamos en riesgo, critican

Efrén Flores

La iniciativa de Ley de Seguridad Interior llevaba años estancada en el Congreso de la Unión. En los últimos meses, tanto la Presidencia de la República como la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) han venido presionado al Poder Legislativo para que la aprobara. Ayer, los diputados apresuraron el aval. ¿Pero por qué ahora, cuando a Enrique Peña Nieto se le agota el sexenio y cuando estamos en vísperas de las elecciones de 2018?

Para analistas y representantes de la sociedad civil, las acciones del Congreso responden a un interés que se superpone al de la ciudadanía: el interés de los diferentes actores de Estado. Al Presidente, dicen, le conviene porque aumenta su potestad y control sobre la sociedad, el Ejército es la herramienta perfecta para meter en cintura a quienes considere como “amenazas”. A las Fuerzas Armadas les beneficia, pues amparadas bajo esta Ley, quedarían legitimadas para actuar en las calles -en medio de acusaciones por atropellos en materia de derechos humanos-. Y a la estructura priista del Primer Mandatario, le conviene por la posibilidad de suavizar asperezas electorales para el próximo año.

Ciudad de México, 1 de diciembre (SinEmbargo).- Noviembre fue un mes mediático para el Presidente Enrique Peña Nieto y para su Secretario de Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda. El primero salió a decir que la Ley de Seguridad Interior es una “imperiosa necesidad”, porque brinda mayor certeza a nuestra Fuerzas Armadas. El segundo promovió la iniciativa so pretexto de ser necesaria para trabajar, “hombro con hombro”, con el gobierno y la sociedad civil, para “garantizar el bienestar común y la seguridad de la ciudadanía”.

Un año antes, en diciembre de 2016, Cienfuegos instó a los diputados para que legislasen sobre la actuación de las Fuerzas Armadas. Entonces – al menos discursivamente- no era ajeno a regresar a los militares a los cuarteles para que pudieran efectuar “sus labores constitucionales”, pues “no estudiamos para perseguir delincuentes”. Hoy, el regreso a las barracas no lo menciona, aunque sí la necesidad de “legalizar una situación que ya se estaba dando prácticamente desde el sexenio de Felipe Calderón, que es la intervención de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública”, apuntó Ana Aguilar, directora de proyectos del Instituto de Justicia Procesal Penal (IJPP).

Este jueves, la Cámara de Diputados aprobó la Ley de Seguridad Interior. Ahora, la decisión de avalarla y pasarla al Presidente de la República, para su posterior publicación en el Diario Oficial de la Federación (DOF), queda en manos del Senado. Mientras sucede, el aval del Congreso es criticado por representantes de la sociedad civil, especialistas en materia política y de defensa de derechos humanos, quienes concuerdan que los legisladores actúan en favor de intereses privados: los del Presidente; los de las Fuerzas Armadas, e inclusive los del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en el marco de las elecciones de 2018.
La aprobación fast-track de la norma “tiene que ver con el periodo electoral”, pero antes responde a un “pacto de impunidad” por parte de las autoridades, comentó Aguilar. “Ante la perspectiva de que haya una alternancia política de nuevo en México [en 2018], parecería muy lógico dejar protegidas a las Fuerzas Armadas que han cometido muchos abusos de derechos humanos. Entonces, quizá, también en eso radica la prontitud con que se aprobó en este periodo”, mencionó.
Entre 2006 y 2017, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ha emitido al menos 151 recomendaciones a las instituciones relacionadas con las Fuerzas Armadas; entre ellas, dos dirigidas a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) por violaciones graves a las garantías individuales.

La capacidad del Ejecutivo y del Ejército para presionar la aprobación de una Ley también preocupa al activista Pablo Girault, consejero de la organización México Unido Contra la Delincuencia, por dar carta blanca a la posibilidad de una represión, por parte del gobierno, a la sociedad civil, como podría darse, ejemplificó, en 2018 en contra de manifestantes o en contra de los procesos democráticos. Este tipo de presión, dijo, “puede ser el final del Gobierno civil […]. Así se acaban las democracias; cuando se le da mucho poder a los militares por cualquier excusa”.
En su opinón, el Congreso incurrió en “un acto de gran traición hacia el Gobierno civil, [hacia] el Gobierno democrático de este país y al pacto federal, porque lo que están haciendo es dándole al Presidente la autorización de intervenir en cualquier estado, cuando él decida”.
La Ley de Seguridad Interior amplía, en efecto, la capacidad del Presidente de la República para utilizar a las Fuerzas Armadas a discreción, siempre y cuando haya la necesidad de contener un “grave peligro a la integridad colectiva”, que por la ambigüedad del concepto, puede ser cualquier acto: desde una marcha hasta un atentado terrorista, han dicho expertos; y que la situación supere “las capacidades efectivas de las autoridades competentes”. Asimismo, la Ley protege a las Fuerzas Armadas al amparar sus actos en las calles, cuando ejerzan labores de seguridad pública.

Con la aprobación, los analistas observan que el Gobierno federal pretende mantener la estrategia de combate frontal en contra del narcotráfico. Desde 2006, cuando el Presidente Felipe Calderón Hinojosa le declaró la guerra al crimen organizado, las Fuerzas Armadas han salido a las calles para combatir los índices de violencia y criminalidad. Sin embargo, este año, nuestro país alcanzó niveles históricos de homicidios.
De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), entre enero y octubre de este año, se registraron cuando menos 20 mil 878 homicidios dolosos; esto es ocho por ciento más que en el mismo periodo de 2011 -el año más violento del sexenio anterior- y 15.3 por ciento más que en 2012 -cuando inició funciones Enrique Peña Nieto-.
UN CONGRESO SOMETIDO A INTERESES POLÍTICOS

çPara los analistas, el Congreso de la Unión vota de manera parcial –por intereses- y a ciegas –sin saber lo que votan-.
El primer problema con respecto a la aprobación de la Ley de Seguridad Interior radica en que “puede más la presión política que una genuina atención a las necesidades de los gobernados”, según explicó a SinEmbargo Francisco Rivas, director general del Observatorio Nacional Ciudadano de Seguridad, Justicia y Legalidad.
En su opinión, “no puede haber una Ley de Seguridad Interior, sin antes haber un modelo claro de fortalecimiento de la seguridad y de la justicia en México”. Además, dijo, “nos están olvidando en la medida en que no se han movido para mejorar las condiciones de contrapeso, transparencia y rendición de cuentas en materia de seguridad y justicia”.
El segundo problema con la aprobación de la Ley, es que los diputados no conocen ni han leído la iniciativa, apuntó Pablo Girault refirió que “hay muchos senadores y diputados que están dispuestos a traicionar y usurpar esta Ley, que es una Ley que el Presidente quiere”, siendo que “ni siquiera la han leído”. Y Francisco Rivas, por su parte, sostuvo que existe “un desconocimiento de la materia ante la urgencia de presentar algún resultado”.
“Estamos a poco de la elección; hay un contexto social enrarecido; y los datos de seguridad apuntan a una debacle en las acciones que está llevando a cabo el actual gobierno [para combatir tanto la violencia como la incidencia delictiva]”, mencionó. Por ello, abundó, “no están teniendo resultados, y evidentemente, cuando se desconoce qué hacer, lo más fácil es retomar una iniciativa que lleva años en el Congreso […] y para la cual no hay un entendimiento claro de los alcances negativos que podría llegar a tener”.

Sobre este último punto, Pablo Montalvo Pérez, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), señaló que hay una presión ideológica y política para que el Congreso aprobara la Ley, no sólo para demostrar “que realmente se está haciendo algo” en materia de seguridad, sino también “por la premura de los tiempos políticos”.

Al final, esa necesidad de dar resultados antes de las elecciones hace evidente, según Rivas, que las acciones del Congreso responden “al interés de un partido que hoy no está mostrando resultados en materia de seguridad”. E inclusive algunos, como el maestro Santiago Corcuera, académico del Departamento de Derecho de la Universidad Iberoamericana, señalan que el comportamiento de la oposición fue “cobarde” por abstenerse de votar para “permitir que se obtuvieran los votos suficientes para la aprobación”.