12.12.17

Estado de excepción... la militarización de México


Ricardo Orozco

I

Uno de los principales mitos del funcionamiento del sistema político mexicano menos cuestionado afirma que las instituciones militares nacionales (Ejército, Marina y Fuerza Aérea) son entidades por completo abstraídas del funcionamiento general de aquel; esto es, instancias real y verdaderamente aisladas de los causes de la política en sus órdenes federal, estatal y municipal. Gran parte de la naturaleza mítica de esta creencia, y de su incuestionable verdad, por supuesto, se debe al hecho de que una y otra tienen su origen en la historia del partido hegemónico (ya como Partido Revolucionario Institucional), y en las prácticas simbióticas de éste con el andamiaje estatal.

Y lo cierto es que aunque el 68 mexicano y la sistemática eliminación de las poblaciones originarias del país, por un lado; tanto como la guerra en contra del narcotráfico, en tiempos más recientes, por el otro; dan cuenta del poder efectivo que las corporaciones castrenses ejercen en la determinación del desarrollo de vida social cotidiana de los mexicanos; los recuerdos de la supresión del sector militar de la estructura interna del partido y de la consolidación del carácter civil de los funcionarios en cargos de elección popular, en conjunto con una narrativa estable construida alrededor de dichas instituciones como representativas de las glorias de la independencia nacional, del rechazo a la intervención extranjera, de la forja y la herencia de la revolución y de la ayuda ante contingencias humanitarias; son lo suficientemente sólidos como para objetivar al nacionalismo más dogmático e intransigente en el culto a la figura del marino y del militar como personificación de la lealtad, el honor, el valor y la gloria de una nación.

En este sentido, aunque gran parte del mito se articula alrededor de una lógica en la que si el ejército y la marina no tienen presencia pública, ni incide en los procesos de toma de decisiones (fuera de sus ámbitos de competencia en materias de seguridad y defensa) de manera institucional, es porque las instancias castrenses del Estado, en realidad, no cuentan con ningún poder real sobre la manera en la que se gobierna a la sociedad. Es decir, en esta manera de comprender el papel de las fuerzas armadas, éstas son relativas sólo en la medida en que, por un lado, tienen presencia pública; y por el otro, su participación a nivel gubernamental es cualitativa y, sobre todo, cuantitativamente, superior a los niveles que los asuntos de seguridad y defensa requieren. Por supuesto, comprender así a las instituciones militares —de México o de cualquier otro Estado— pierde de vista que de todas las instituciones formalmente constitutivas del andamiaje gubernamental, en particular; estatal, en general; son éstas las únicas que cuentan con las capacidades y las potencialidades estratégicas, tácticas y operativassuficientes como para derribar, ocupar, alterar, bloquear, cambiar y (re)fundar no sólo los órdenes institucionales vigentes, sino el conjunto de los elementos sobre los cuales se fundamenta la estatalidad en cuestión; sin la necesidad de contar con un mandato jurídico establecido o de la aceptación poblacional.

No es azaroso, por lo anterior, que ante cada renovación del andamiaje gubernamental, ya sea en periodo electoral o post-toma de posesión, uno de los primeros elementos de legitimidad y aceptación que se busca obtener o ratificar, sea el de la adhesión de las fuerzas armadas al proyecto de gobierno en cuestión. Y es que, en el fondo de esa aceptación por parte de las entidades castrenses, lo que los gobiernos civiles buscan es afianzarse para sí y su proyecto gubernamental la certeza de que su administración no se encontrará con ningún tipo de resistencia armada, pero no sólo, pues también es importante afirmar la idea de que luego de su investidura sus personas no serán agredidas y sus administraciones no serán depuestas por un Golpe de Estado —piénsese en la historia de América Latina, de la década de los años cuarenta hacia adelante, para ilustrar estas palabras.

Ahora bien, si se comprende que el ejercicio de poder de las fuerzas armadas, su capacidad de determinar políticas exteriores y públicas, programas de gobierno y agendas administrativas, etc., no se encuentra en la cobertura mediática que éstas reciben en el día a día, ni en su participación en eventos públicos y gubernamentales o en asuntos de otras instancias constitutivas del Estado, sino en sus probabilidades reales de tomar el control directo de esas otras instancias y de hacer valer su propia racionalidad sobre el funcionamiento del Estado-nacional en cuestión, se tiene que lo profundo de la participación de los efectivos militares en las tareas seguridad propias de las corporaciones civiles, así como el marco legal sobre el cual aquellos fundamenten su actuar incrementarán las potencialidades de la milicia por encima de los controles civiles.

Un sexenio de guerra en contra del narcotráfico: con un amplio y penetrante despliegue de gran parte de las capacidades estratégicas, tácticas y operativas del ejército, la fuerza aérea y la marina en el espacio público, sustituyendo a las corporaciones civiles en materia de seguridad, multiplicando el financiamiento que reciben año con año, mejorando su poder de fuego cuantitativa y cualitativamente, disponiendo de mayor infraestructura y recursos administrativos, etc.; por ejemplo, es uno de esos eventos por medio de los cuales las entidades castrenses tienden a exponenciar no sólo sus márgenes de maniobra en cuanto tales, sino la magnitud del ejercicio de poder que de manera efectiva ejercen sobre los órdenes de gobierno que ocupan.

Por este motivo, teniendo como marco contextual la continuidad que el gobierno de Enrique Peña Nieto dio a la política antinarcóticos de Felipe Calderón y Vicente Fox, los recientes eventos en torno de la aprobación de una Ley de Seguridad Interior no es un asunto menor, pero sí, un asunto de militarización legal, institucionalmente legitimada, de toda una sociedad. Porque aunque los intentos por discutir a dicha legislación como una antítesis de cualquier noción que se aproxime a las experiencias de Pinochet, en Chile; de Banzer, en Bolivia; de Stroessner, en Paraguay; de Videla, en Argentina; de Bordaberry, en Uruguay; de Castelo Branco, en Brasil, etc., habida cuenta de que la Ley otorgaría a las fuerzas armadas un marco normativo que legitime y garantice la legalidad de sus actos, lo cierto es que tanto por los actos hasta ahora cometidos por efectivos militares como por el contenido de la propia legislación lo que se está poniendo en juego es el grado de determinación que el fenómeno de la guerra contra el narco —y no la pura presencia de la milicia en las calles, per se— tendrá en la cotidianidad de la vida de los mexicanos.

En este sentido, la primera noción que se debe rechazar como sentido común explicativo del fenómeno que se encuentra en curso en el proceso de aprobación de la Ley es quemilitarización no es sinónimo de dictadura militar —entendiendo a esta última noción en los términos en que se usa para designar a los gobiernos latinoamericanos arriba mencionados. Es decir, para argumentar que en México se está instaurando un régimen militarizado no es preciso que en el gobierno federal se instaure a una personalidad como la de Pinochet o la de Stroessner, porque la realidad es que el elemento que funda y define a un régimen de militarización de la vida en sociedad no es tanto la personalidad a cargo de las principales magistraturas del Estado, sino el tipo de relaciones sociales que se introducen y sostienen a partir del despliegue sí de los efectivos castrenses, pero también, y sobre todo, de su particular racionalización.

Un dato que no se debe perder de vista, por lo anterior —y al margen del hecho de que desde 2012 cada entidad de la república mantiene, en algún grado, las estructuras propias de los operativos conjuntos (piedra de toque de la estrategia de despliegue militar de Felipe Calderón) como base de apoyo para las tareas de inteligencia, seguridad y defensa en contra de la delincuencia—, es que aunque las corporaciones estatales de policía de las treinta y dos entidades federativas se encuentran comandadas por efectivos militares (en activo o retirados de la milicia), no es la presencia del efectivo al frente de la institución lo que funda el régimen de militarización, sino la forma en la que los diversos actores del cuerpo social se relacionan entre sí a partir de un particular disciplinamiento territorial, espacial, temporal, social, administrativo, etc., de corte militar.

Y es que, a la comandancia de policías civiles por parte de efectivos castrenses se deben sumar, por lo menos, tres rasgos más para comprender el punto de la militarización en curso en México: a) que luego de la purga emprendida por Felipe Calderón en las policías estatales y municipales (continuada por Enrique Peña Nieto, también), los vacíos que se formaron fueron rellenados por la trasferencia de soldados y marinos a esas instancias para desempeñarse como policías estatales y municipales; b) el modelo de entrenamiento, en sus niveles estratégico, táctico y operativo, de las instituciones de seguridad pública, en general, se mantiene bajo el esquema de profesionalización militar; es decir, bajo los lineamientos dentro de los cuales entrenan las propias fuerzas armadas; c) hasta 2015, las treinta y dos legislaciones locales en la materia (así como la federal) se modificaron para sincronizarse con las demandas del combate directo y armado a la delincuencia organizada.

Es decir, tomando los tres elementos anteriores en su conjunto es posible observar que ya está en operaciones una racionalidad, una lógica y una legalidad propias de la manera de proceder de las milicias en materia de inteligencia, seguridad y defensa. Y aquí, aunque es cierto que la profundidad de estos cambios no es tan homogénea, generalizada ni profunda para cada uno de los casos en los que se despliegan, también lo es que este esquema es apenas una parte que se conjunta con una saturación conformada por la copresencia de marinos, soldados, gendarmes, policías federales, grupos paramilitares, sicarios, etc., esto es, la militarización del país no se está efectuando sólo por un frente, sino por varios.

Discutir si fue primero la delincuencia organizada en sicariato o si lo fue la salida de los militares de sus cuarteles rebasa la presente argumentación, sin embargo, lo que queda claro es que la relación que existe entre uno y otro lado de la ecuación es recíproca, y cada año se va profundizando y escalando en términos cualitativos y cuantitativos; toda vez que un incremento de elementos o una mejora en su potencia de fuego o en su organización operacional supone el imperativo de compensar y rebasar en el otro lado. De aquí que los niveles de violencia desplegados por el ejército siempre se corresponden con un incremento de parte de los sicarios, y viceversa. Ahora bien, ¿si la militarización del país ya se había echado a andar desde los sexenios panistas en la presidencia de la república, que diferencia o elemento nuevo se supone que introduce la legislación en proceso de aprobación? ¿No daría lo mismo que se apruebe o que todo se quede tal y como está si, después de todo, el contenido de la ley ya ocurre de facto? La cuestión con la Ley de Seguridad Interior es que su contenido potencia lo que ya se está dando en la cotidianidad, y sin que se cuente, en este momento, con un marco jurídico. El dictamen general de ciertos sectores de la sociedad, en tal línea de ideas, es, por tanto, el que aquí también se suscribe: el peligro es la legitimación del Estado de Excepción actual.

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