La Montaña de Guerrero es la región más 
depauperada del país y del Continente. Es netamente indígena, 
mayoritariamente monolingüe. A 550 mil na’saavi, me’phaa y nahuas de 19 
municipios se les viene la pandemia encima. En toda la región hay sólo 
un hospital de segundo nivel con 30 camas –ya saturadas por mujeres en 
labores de parto y por pacientes con enfermedades crónico-degenerativas–
 y tres respiradores mecánicos, de los cuales sólo uno funciona.
Es la artillería hospitalaria 
con la que la Montaña espera el paso de la pandemia de Covid-19, causada
 por el virus SARS-CoV-2, la mayor emergencia sanitaria mundial en más 
de 100 años.
“Viene una ola gigante y nuestro sistema
 de salud está desmantelado, obsoleto, sin personal médico suficiente”, 
advierte el antropólogo Abel Barrera Hernández desde Tlapa de Comonfort,
 el corazón de la Montaña, la única ciudad de la región que cuenta con 
70 mil habitantes.
Pobres entre los pobres, el panorama es 
similar en la mayoría de las geografías indígenas del país, que según 
estimaciones del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) 
suman 16 millones de personas. En localidades remotas no hay siquiera 
conciencia de lo que les llegará en las próximas semanas y meses. Y es 
que para ellos no hay ni mensajes informativos en su lengua.
“En este abismo de la desigualdad de 
nuestro país, estamos en el sótano de la miseria”, señala Barrera 
Hernández, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña 
Tlachinollan. La pandemia viene a complicar “un laberinto donde de por 
sí parece que no hay salida, no hay forma de solucionar el problema del 
hambre”.
Carlos González, concejal nahua del 
Concejo Indígena de Gobierno (CIG) e integrante de la Comisión de 
Coordinación del Congreso Nacional Indígena (CNI), coincide: “Los 
pueblos indígenas son los más vulnerables en cuanto a infraestructura 
clínica hospitalaria y en cuanto a la atención médica en general. Hay 
mucha desnutrición y muchos rezagos”.
La respuesta indígena organizada
Abogado especialista en derecho agrario,
 González señala que la amenaza de la enfermedad Covid-19 ha activado 
las alertas entre los pueblos indígenas del CNI, toda vez que golpea con
 más severidad a los viejos.
“En la sociedad [mexicana], pero 
marcadamente en los pueblos indígenas, los ancianos y las ancianas 
juegan un rol fundamental, vital, para la pervivencia de las comunidades
 y su reproducción. Es una preocupación muy seria”, explica.
Por ello, por ejemplo, el pueblo 
wirrárika (o huichol) de San Andrés Cohamiata, Tatei Kie, decidió 
suspender el ritual de Semana Santa, es decir, las celebraciones más 
importantes del ciclo anual de la comunidad.
La tribu yaqui, por su parte, considera 
no cancelar el ritual –también fundamental para su cultura– pero sí 
cerrar su territorio y no permitir el ingreso de los yoris 
(mestizos) a sus comunidades. Misma medida se está aplicando ya en 
algunas otras geografías indígenas como las del Istmo y los Valles 
Centrales de Oaxaca, y en algunas comunidades mayas de Yucatán.
Otro caso que se destaca es el de las 
comunidades guerrerenses del Concejo Indígena y Popular de 
Guerrero-Emiliano Zapata (Cipog-EZ), del Frente Nacional de Liberación 
del Pueblo (FNLP) y de la Organización Campesina de la Sierra del Sur 
(OCSS), que de manera conjunta han ordenado un repliegue externo y un 
despliegue interno para enfrentar la pandemia y tomar el control del 
territorio.
Se trata de cientos de comunidades 
na’saavi (o mixtecas), me’phaa (o tlapanecas), ñamnkue (o amuzgas), 
nahuas, afromexicanas y mestizas que se declaran alertas y anuncian que 
no darán tregua a los oportunistas que quieran sacar ventaja de la 
emergencia.
En un documento emitido de manera 
conjunta, las tres organizaciones se reivindican integrantes del CNI y 
del CIG y denuncian “la falta de presupuesto de salud” en las regiones 
de Montaña, Costa Chica, Costa Grande y Tierra Caliente.
Para Carlos González, con todo y la 
pobreza y el despojo, las comunidades indígenas organizadas y en 
rebeldía podrán generar algún tipo de defensa en sus geografías, gracias
 a su propia vida comunitaria.
La capacidad de respuesta será distinta 
conforme el grado de organización, la orografía y el contexto social de 
la región donde se encuentran las comunidades. No será lo mismo, por 
ejemplo, en la Sierra Tarahumara que las Cañadas tsotsiles zapatistas.
Algunas comunidades podrán organizarse 
para que el contagio sea lento y podrán incluso hacer frente a la crisis
 económica con sus propios medios y recursos.
“Hay comunidades que resisten en 
condiciones muy difíciles, muy precarias, en sus regiones porque han 
sido desplazadas por el desarrollo urbano, industrial, la contaminación.
 Y hay otras comunidades, regiones, donde todavía hay buena cantidad de 
medios y hay una armonía con la Madre Tierra mucho mayor”, explica 
Carlos González.
El CNI prevé, por ello, que la peor 
situación para los indígenas se presentará, paradójicamente, en las 
ciudades, donde se encuentran los migrantes en trabajos precarios y sin 
ningún tipo de apoyo. Lejos de su comunidad, los indígenas son más 
vulnerables.
Es el caso de la comunidad ñäñho (u 
otomí) originaria de Santiago Mexquititlán, Querétaro, que se encuentra 
en la Ciudad de México. Ya le han prohibido vender en las calles y no 
tiene acceso a alimentos, agua ni un lugar donde pernoctar. El propio 
CNI está realizando una colecta para apoyar a estas familias.
El activista y asesor de la comunidad, 
Diego García, señala que son 130 familias otomíes las que se encuentran 
en precariedad en la capital de República. Esta situación se agudizó 
luego del terremoto de 2017, cuando tuvieron que desalojar los edificios
 que ocupaban. Durante más de 18 meses, estas familias pernoctaron a las
 afueras dichos inmuebles, sin las condiciones mínimas de habitabilidad,
 salud, seguridad, trabajo y alimentación. El Programa de Reconstrucción
 de la Ciudad de México no las contempló.
Peor aún, a los inmuebles les salieron 
“dueños” y el gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo ordenó desalojar a las
 familias otomíes, hecho que se consumó violentamente el año pasado con 
más de 200 elementos del “desaparecido” cuerpo de granaderos.
Hoy en las calles, y a través de Diego 
García, adherente a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, las 
familias señalan que no tienen manera de protegerse de la pandemia. 
“Para evitar el contagio, la OMS [Organización Mundial de la Salud] y 
los gobiernos recomiendan lavarse las manos, y nosotros no tenemos agua 
potable para el consumo; sana distancia, y nosotros vivimos hacinados y 
en campamentos; resguardarse en casa, y nosotros no tenemos casa: 
vivimos en la calle, fuimos desalojados; hacer cuarentena, y somos 
desempleados, trabajamos en la calle y vivimos al día”.
El CNI tomó en serio la amenaza de la 
pandemia semanas antes de que el gobierno federal pusiera en marcha la 
Jornada Nacional de Sana Distancia. El Ejército Zapatista de Liberación 
Nacional (EZLN) cerró en Chiapas sus Juntas de Buen Gobierno y sus 
Caracoles. Llamó a sus filas y bases de apoyo a prepararse para la 
pandemia con medias aplicadas internamente.
A nivel nacional, el CNI canceló las 
asambleas que estaban ya programadas en 10 sedes de todo el país para 
impulsar la defensa de territorios ante los megaproyectos. Dos de esas 
asambleas canceladas serían de carácter nacional e internacional. Las 
anfitrionas serían comunidades indígenas de Campeche.
El descobijo gubernamental
Al final, los casos anteriores son de 
pueblos, tribus y naciones indígenas organizadas en lucha por sus 
derechos. Articularán una respuesta. Caso distinto es la de las 
comunidades en precariedad absoluta, como las de la Montaña alta de 
Guerrero, las rarámuris de la Sierra Tarahumara, las chichimeca jonaz de
 Guanajuato y San Luis Potosí o las ñäñho del semidesierto queretano.
La estrategia gubernamental en la región
 de la Montaña de Guerrero es dar instrucciones que son casi imposibles 
de cumplir: lavarse constantemente las manos, donde apenas hay agua para
 beber, y usar gel antibacterial, donde ni siquiera se vende.
Pero no hay alguna acción gubernamental 
para que, ante la emergencia, se garantice el acceso de las comunidades 
al agua. Persiste la desigualdad económica, que se traduce en 
desigualdad de acceso a los servicios y desigualdad informativa, explica
 Abel Barrera.
Sin política comunicativa gubernamental 
efectiva para los pueblos indígenas, son las propias organizaciones las 
que tratan de prevenir la pandemia. El Centro de Derechos Humanos de la 
Montaña Tlachinollan ha realizado mensajes auditivos en las lenguas 
maternas de la región: nahua, t’un saavi y me’phaa.
En la zona, los gobiernos federal y 
estatal han difundido mensajes escritos que, aunque estén redactados en 
lenguas indígenas, la mayoría no sabe leer, además de que son sociedades
 de tradición oral. También hay difusión de mensajes a través de una 
radiodifusora pero resultan muy técnicos para la población y no generan 
conciencia alguna sobre lo que está por venir.
“No vemos acciones orientadas a 
establecer una comunicación acorde con la idiosincrasia de los pueblos, 
sus idiomas, su cultura; que mínimamente se garantice una información 
accesible, no tan técnica”, explica Abel Barrera, defensor de derechos 
humanos.
Contralínea solicitó entrevista
 con el director del INPI, Adelfo Regino Montes. El funcionario, máxima 
autoridad del gobierno de Andrés Manuel López Obrador para la atención a
 los pueblos originarios, declinó hablar con este medio de comunicación.
En su página de internet, el INPI sólo 
tiene como acciones contra el coronavirus en los pueblos indígenas la 
traducción a 10 idiomas (de las 68 que se hablan en el país) de carteles
 informativos para prevenir el contagio. Según se observa en la página, 
no habría alguna otra política para los pueblos originarios ante la 
pandemia.
La enfermedad no podía llegar en peor 
momento a la Montaña de Guerrero. Paupérrimas y con desnutrición 
crónica, las familias indígenas padecen un recrudecimiento de su 
situación económica. Las tres fuentes de dinero se colapsaron en el 
último año, meses y semanas: la siembra ilegal de amapola, las remesas y
 la asistencia gubernamental.
La primera de ellas, la venta de goma de opio que se obtiene del cultivo de la amapola. Los precios cayeron en el mercado negro
 internacional porque los consumidores estadunidenses de droga prefieren
 ahora el fentanilo. Han cambiado este estupefaciente por la heroína.
“Lamentablemente la venta de este 
producto ilícito pasó a ser parte de la economía precaria de los pueblos
 indígenas. Y se desfondó. Lo que costaba el kilo de goma en el mercado negro
 aquí en la región, pasó de 25 mil a 5 mil pesos. Eso vino a dar al 
traste con lo poquito que a veces lograban cosechar algunas personas que
 se atrevían a sembrar en las barrancas de la Montaña”, explica Abel 
Barrera.
Una segunda fuente de ingresos son las 
remesas. Y por la llegada de la pandemia a Estados Unidos, gran parte de
 los trabajadores migrantes en ese país han perdido sus empleos. Muchos 
se encuentran sin trabajo alguno y por ello han dejado de enviar dinero a
 sus familias. Incluso hay reportes del regreso de cientos que llegan a 
sus comunidades sin que sean objeto de revisión médica alguna.
La tercera fuente de ingresos son los 
programas de asistencia gubernamental. Con la llegada del nuevo gobierno
 se redujeron los apoyos. Antes las familias recibían recursos por 
número de hijos. Ahora es la misma cantidad para cada familia, 
independientemente de los integrantes.
Abel Barrera explica que la 
reconfiguración de los programas sociales llevados a cabo por el 
gobierno federal desde la llegada de Andrés Manuel López Obrador no 
benefició a las familias montañeras. Por el contrario, devino en un 
recorte de recursos para los indígenas de la región.
Y es que programas como Jóvenes 
Construyendo el Futuro o de Apoyo a las Personas Discapacitadas, que 
podrían ser exitosos en otros lugares, no tienen aplicación alguna en 
las comunidades de la Montaña donde no hay trabajo remunerado. Otros que
 sí podrían tener aplicación práctica, como el de fertilizantes, sólo 
llegaron a las cabeceras municipales y a algunas comunidades, de acuerdo
 con datos de Tlachinollan.
Además, recuerda Barrera Hernández, 
acaba de pasar un año de catástrofes naturales –granizadas, deslaves, 
vientos– que acabaron con las cosechas de quienes sí pudieron sembrar.
El panorama es de emergencia. La 
pandemia viene a agudizar estas condiciones. Lo que podría ocurrir es 
“un caos, una situación crítica de malestar, de protesta… que no se 
pueda controlar; eso es lo que nos preocupa en un horizonte no muy 
lejano, como de 2 o 3 meses. Si ya es grave la situación, será peor. 
Puede haber un contexto de mayor polarización y violencia”.
Y es que desde las esferas 
gubernamentales no se prevé ninguna política que mitigue los estragos 
causados específicamente en las regiones más empobrecidas. Abel Barrera 
señala que no bastarán fórmulas generales. Deben diseñarse políticas 
dirigidas especialmente a determinadas regiones.
No bajarán la guardia
El CNI, por su parte, descarta suspender
 las luchas que libra. Que se suspendan reuniones masivas no significa 
que se abandonen las demandas. “Seguiremos en las luchas estratégicas 
que estamos llevando”, señala Carlos González.
Se refiere a la organización en defensa 
de la tierra y el territorio; el apoyo a la lucha de las mujeres, y a la
 de los trabajadores. Las actividades continuarán, pero con acciones 
locales y regionales cuando sean necesarias; se seguirán impulsando los 
procesos de lucha legal donde es posible.
“Ante la caída estrepitosa de las 
economías de los países ricos y de los pobres, es necesario insistir en 
que la vía de solución perdurable y de largo plazo es destruir al 
capitalismo. Es finamente éste el que nos está llevando a estas crisis. 
El deterioro de la Tierra y de la naturaleza van a seguir creciendo si 
como humanidad no ponemos un alto a este sistema”, considera el concejal
 nahua.
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