Abordamos aquí una de las apuestas mayores del periodo. La Revolución del 10 de agosto de 1792 había, entre otras cosas, puesto en entredicho la política de la libertad ilimitada del comercio y su medio de aplicación, la ley marcial. Las últimas jacqueries de primavera y del otoño de 1792, acompañadas de «motines de subsistencias» de una amplitud in sólita, demostraban el fracaso de esta política. En relación a este tema, se abrió un importante debate a partir de septiembre y Robespierre intervino en el mismo durante los últimos días. Partiendo del fin de la sociedad que es «mantener los derechos del hombre», definió «el primero de esos derechos» como el derecho a la existencia y a los medios para conservarla: este derecho es una «propiedad común de la sociedad», que debe serle garantizada a sus miembros. Robespierre invierte la prioridad acordada exclusivamente hasta aquí a la propiedad privada de los bienes materiales (aristocracia de los propietarios).NT.1
Hablar
 a los representantes del pueblo sobre los medios de subvenir a su 
subsistencia, no es solamente hablarles del más sagrado de sus deberes, 
sino del más precioso de sus intereses. Puesto que, sin duda, ellos se 
confunden con el pueblo.
No quiero defender solamente la causa de los ciudadanos indigentes, sino la de los propios propietarios y comerciantes.
Me
 limitaré a recordar principios evidentes pero que parecen olvidados. 
Indicaré únicamente medidas simples que ya han sido propuestas, puesto 
que se trata de retornar a las primeras nociones del buen sentido, más 
que de crear brillantes teorías.
En todo país en 
que la naturaleza abastece con prodigalidad las necesidades de los 
hombres, la escasez sólo puede ser imputada a los vicios de la 
administración o de las propias leyes. Las malas leyes y la mala 
administración tienen su fuente en los falsos principios y en las malas 
costumbres.
Es un hecho generalmente reconocido 
que el suelo de Francia produce mucho más de lo que es preciso para 
alimentar a sus habitantes, y la escasez actual es una hambruna 
artificial. La consecuencia de este hecho y del principio antes 
establecido quizás pueda ser molesta, pero no es el momento de 
halagarnos. Ciudadanos, os está reservada a vosotros la gloria de hacer 
triunfar los principios verdaderos y de dar leyes justas al mundo. No 
estáis hechos para arrastraros servilmente por el camino trillado de los
 prejuicios tiránicos, trazado por vuestros antecesores. O mejor dicho, 
vosotros comenzáis un nuevo curso en el que nadie os ha antecedido. 
Debéis someter por lo menos a un examen severo todas las leyes hechas 
bajo el despotismo real, y bajo los auspicios de la aristocracia 
nobiliaria, eclesiástica o burguesa y hasta aquí no existen otras leyes.
 La autoridad más importante que se nos cita es la de un ministro de 
Luis XVI, combatida por otro ministro del mismo tirano. NT.2
 He visto nacer la legislación de la Asamblea constituyente sobre el 
comercio de granos. Era la misma que la del tiempo que le precedía. No 
ha cambiado hasta ahora porque los intereses y los prejuicios que la 
sustentaban tampoco han cambiado. He visto, durante el tiempo de dicha 
Asamblea, los mismos acontecimientos que se renuevan en esta época. He 
visto a la aristocracia acusar al pueblo. He visto a los intrigantes 
hipócritas imputar sus propios crímenes a los defensores de la libertad,
 a los que llamaban agitadores y anarquistas. He visto a un ministro 
impúdico de cuya virtud estaba prohibido dudar, exigir adorar a Francia,
 mientras la arruinaba, y surgir a la tiranía del seno de esas 
criminales intrigas, armada con la ley marcial, para bañarse legalmente 
en la sangre de los ciudadanos hambrientos. Millones para el ministro al
 que estaba prohibido pedir cuentas, primas que se convertían en 
provecho para las sanguijuelas del pueblo, la libertad indefinida de 
comercio, y bayonetas para calmar la alarma o para oprimir el hambre. 
Tal fue la política alabada por nuestros primeros legisladores.
Las
 primas pueden ser discutidas. La libertad del comercio es necesaria 
hasta el límite en que la codicia homicida empieza a abusar de ella. El 
uso de las bayonetas es una atrocidad. El sistema es esencialmente 
incompleto porque no añade nada al verdadero principio.
Lo errores en que se ha caído a este respecto provienen, en mi opinión, de dos causas principales.
1ª
 Los autores de la teoría no han considerado los artículos de primera 
necesidad más que como una mercancía ordinaria, y no han establecido 
diferencia alguna entre el comercio del trigo, por ejemplo, y el del 
añil. Han disertado más sobre el comercio de granos que sobre la 
subsistencia del pueblo. Y al omitir este dato en sus cálculos, han 
hecho una falsa aplicación de principios evidentes para la mayoría; esta
 mezcla de verdades y falsedades ha dado un aspecto engañoso a un 
sistema erróneo.
2ª Y aún menos lo han adaptado a 
las circunstancias tempestuosas que comportan las revoluciones. En su 
vaga teoría, aunque fuera buena para los tiempos ordinarios, no se 
encontraría ninguna aplicación ante las medidas urgentes que los 
momentos de crisis pueden exigir de nosotros. Ellos se han preocupado 
mucho de los beneficios de los negociantes y de los propietarios y casi 
nada de la vida de los hombres. ¡Y por qué! Porque eran los grandes, los
 ministros, los ricos quienes escribían, quienes gobernaban. ¡Si hubiera
 sido el pueblo, es probable que este sistema hubiera sido modificado!
El
 sentido común, por ejemplo, indica que la afirmación de que los 
artículos que no son de primera necesidad para la vida pueden ser 
abandonados a las especulaciones más ilimitadas del comerciante. La 
escasez momentánea que pueda sobrevenir siempre es un inconveniente 
soportable. Es suficiente que, en general, la libertad indefinida de ese
 negocio redunde en el mayor beneficio del estado y de los individuos. 
Pero la vida de los hombres no puede ser sometida a la misma suerte. No 
es indispensable que yo pueda comprar tejidos brillantes, pero es 
preciso que sea bastante rico para comprar pan, para mí y para mis 
hijos. El comerciante puede guardar, en sus almacenes, las mercancías 
que el lujo y la vanidad codician, hasta que encuentre el momento de 
venderlas al precio más alto posible. Pero ningún hombre tiene el 
derecho a amontonar el trigo al lado de su semejante que muere de 
hambre.
¿Cuál es el primer objetivo de la 
sociedad? Es mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es
 el primero de estos derechos? El derecho a la existencia.
La
 primera ley social es pues la que garantiza a todos los miembros de la 
sociedad los medios de existir. Todos los demás están subordinados a 
este. La propiedad no ha sido instituida o garantizada para otra cosa 
que para cimentarlo. Se tienen propiedades, en primer lugar, para vivir.
 No es cierto que la propiedad pueda oponerse jamás a la subsistencia de
 los hombres.
Los alimentos necesarios para el 
hombre son tan sagrados como la propia vida. Todo cuanto resulte 
indispensable para conservarla es propiedad común de la sociedad entera;
 tan sólo el excedente puede ser propiedad individual, y puede ser 
abandonado a la industria de los comerciantes. Toda especulación 
mercantil que hago a expensas de la vida de mi semejante no es tráfico, 
es bandidaje y fratricidio.
Según este principio, 
¿cuál es el problema que hay que resolver en materia de legislación 
sobre las subsistencias? Pues es este: asegurar a todos los miembros de 
la sociedad el disfrute de la parte de los productos de la tierra que es
 necesaria para su existencia; a los propietarios o cultivadores el 
precio de su industria, y librar lo superfluo a la libertad de comercio.
Desafío
 al más escrupuloso defensor de la propiedad a contradecir estos 
principios, a menos que declare abiertamente que entiende por esa 
palabra el derecho a despojar y asesinar a sus semejantes. ¿Cómo, pues, 
se ha podido pretender que toda especie de molestia, o mejor dicho, que 
toda regla sobre la venta del trigo era un atentado a la propiedad, o 
disfrazar este sistema bárbaro bajo el nombre falsamente engañoso de 
libertad de comercio? ¿Los autores de este sistema no se percatan de que
 se contradicen a sí mismos necesariamente?
¿Por 
qué os veis forzados a aprobar la prohibición de la exportación de 
granos al extranjero cada vez que la abundancia no está asegurada en el 
interior? Fijáis vosotros mismos el precio del pan, ¿Fijáis el de las 
especies, o el de las brillantes producciones de la India? ¿Cuál es la 
causa de todas esas excepciones, sino la evidencia misma de los 
principios que acabo de desarrollar? ¿Qué digo? El gobierno incluso 
somete a veces el propio comercio de objetos de lujo a modificaciones 
que la sana política aconseja. ¿Por qué aquello que interesa a la 
subsistencia del pueblo habría de estar necesariamente exento de 
limitaciones?
Sin duda si todos los hombres fueran
 justos y virtuosos; si jamás la codicia estuviera tentada a devorar la 
substancia del pueblo; si dóciles a la voz de la razón y de la 
naturaleza, todos los ricos se considerasen los ecónomos de la sociedad,
 o los hermanos del pobre, no se podría reconocer otra ley que la 
libertad más ilimitada. Pero si es cierto que la avaricia puede 
especular con la miseria, y la tiranía misma puede hacerlo con el 
desespero del pueblo; si es cierto que todas estas pasiones declaran la 
guerra a la humanidad sufriente, ¿por qué no deben reprimir las leyes 
estos abusos? ¿Por qué no deben las leyes detener la mano homicida del 
monopolista, del mismo modo que lo hacen con el asesino ordinario? ¿Por 
qué no deben ocuparse de la existencia del pueblo, tras haberse ocupado 
durante tanto tiempo de los gozos de los grandes, y de la potencia de 
los déspotas?
Pero, ¿cuáles son los medios para 
reprimir estos abusos? Se pretende que son impracticables. Yo sostengo 
que son tan simples como infalibles. Se pretende que plantean un 
problema insoluble, incluso para un genio. Yo sostengo que no presentan 
ninguna dificultad al menos para el buen sentido y para la buena fe. 
Sostengo que no hieren ni el interés del comercio, ni los derechos de 
propiedad. Que la circulación a lo largo de toda la extensión de la 
república sea protegida, pero tomemos las precauciones necesarias para 
que la circulación tenga lugar. Precisamente me quejo de una falta de 
circulación. Pues el azote del pueblo, la fuente de la escasez, son los 
obstáculos puestos a la circulación, con el pretexto de hacerla 
ilimitada. ¿Circulan las subsistencias públicas cuando los ávidos 
especuladores las retienen amontonadas en sus graneros? ¿Circulan cuando
 se acumulan en las manos de un pequeño número de millonarios que las 
sustraen al comercio, para hacerlas más preciosas y más raras; que 
calculan fríamente cuántas familias deben perecer antes de que el 
alimento haya esperado el tiempo fijado por su atroz avaricia? ¿Circulan
 cuando no hacen sino atravesar las comarcas en que han sido producidas,
 ante los ojos de los ciudadanos indigentes sometidos al suplicio de 
Tántalo, para ser engullidas en algún desconocido pozo sin fondo de 
algún empresario de la escasez pública? ¿Circulan cuando al lado de las 
más abundantes cosechas languidece el ciudadano necesitado, a falta de 
poder entregar una pieza de oro, o un trozo de papel suficientemente 
precioso como para obtener una parcela?
La 
circulación es lo que pone los artículos de primera necesidad al alcance
 de todos los hombres y que lleva la abundancia y la vida a las cabañas.
 ¿Acaso circula la sangre cuando está obstruida en el cerebro o en el 
pecho? Circula cuando fluye libremente por todo el cuerpo. Las 
subsistencias son la sangre del pueblo, y su libre circulación no es 
menos necesaria para la salud del cuerpo social, que la de la sangre 
para el cuerpo humano. Favoreced pues la libre circulación de granos, 
impidiendo todas las obstrucciones funestas. ¿Cuál es el medio para 
conseguir este objetivo? Sustraer a la codicia el interés y la facilidad
 de crear estas obstrucciones. Ahora bien, tres causas las favorecen: el
 secreto, la libertad desenfrenada y la certeza de la impunidad.
El
 secreto, ya que cualquiera puede esconder la cantidad de subsistencias 
públicas de que priva a la sociedad entera, ya que cualquiera puede 
hacerlas desaparecer fraudulentamente y transportarlas, sea a países 
extranjeros, sea a almacenes del interior. Ahora bien, se proponen dos 
medios simples: el primero es tomar todas las precauciones para 
comprobar la cantidad de grano que ha producido cada región, y la que 
cada propietario o cultivador ha cosechado. El segundo consiste en 
forzar a los comerciantes de grano a venderlo en el mercado y en 
prohibir todo transporte de mercancías por la no che. No es la 
posibilidad ni la utilidad de esas precauciones lo que hay que probar, 
puesto que están todas fuera de discusión. ¿Es legítimo hacer esto? 
Pero, ¿cómo se pueden entender como un atentado a la propiedad unas 
reglas de policía general, ordenadas por el interés general de la 
sociedad? ¿Qué buen ciudadano puede quejarse de ser obligado a actuar 
con lealtad y a la luz del día? ¿Quién precisa de las tinieblas si no 
son los conspiradores y los bribones? Por otra parte, ¿no os he probado 
que la sociedad tenía el derecho de reclamar la porción necesaria para 
la subsistencia de sus ciudadanos? ¿Qué digo? Es el más sagrado de los 
deberes. ¿Cómo pueden ser injustas las leyes necesarias para asegurarla?
He
 dicho que las otras causas de las operaciones desastrosas del monopolio
 eran la libertad indefinida y la impunidad. ¿Qué otro medio sería más 
seguro para animar la codicia y para desprenderla de todo tipo de freno,
 que aceptar como principio que la ley no tiene el derecho de vigilarla,
 de imponerle las más mínimas trabas? ¿Que la única regla que se le 
prescriba sea la poder osarlo todo impunemente? ¿Qué digo? El grado de 
perfección al que ha llegado esta teoría es tal que casi está 
establecido que los acaparadores son intachables; que los monopolistas 
son los benefactores de la humanidad; que en las querellas que surgen 
entre ellos y el pueblo, siempre se equivoca el pueblo. O bien el crimen
 del monopolio es imposible o bien es real. Si es una quimera, ¿cómo 
puede ser que siempre se haya creído en esa quimera? ¿Por qué hemos 
experimentado sus estragos desde el inicio de nuestra revolución? ¿Por 
qué informes libres de toda sospecha y hechos incontestables nos 
denuncian sus culpables maniobras? ¿Si es real, por qué extraño 
privilegio sólo él obtiene el derecho a estar protegido? ¿Qué límites 
pondrían a sus atentados los vampiros despiadados que especulasen con la
 miseria pública, si a toda especie de reclamación se opusieran siempre 
las bayonetas y la orden absoluta de creer en la pureza y la bondad de 
todos los acaparadores? La libertad indefinida no es otra cosa que la 
excusa, la salvaguardia y la causa de este abuso. ¿Cómo puede 
considerarse entonces su remedio? ¿De que nos quejamos? Precisamente de 
los males que ha producido el sistema actual, o al menos de los males 
que no ha podido prevenir. ¿Y qué remedio se nos propone? El mismo 
sistema. Yo os denuncio a los enemigos del pueblo y me respondéis: 
dejadlos hacer. NT.3 En este sistema todo está contra la sociedad. Todo está a favor de los comerciantes de granos.
Es
 aquí donde se hace necesaria toda vuestra sabiduría y circunspección, 
legisladores. Un tema de este estilo siempre es difícil de tratar. Es 
peligroso redoblar las alarmas del pueblo, y dar a en tender que se 
autoriza su descontento. Aún más peligroso es callar la verdad y 
disimular los principios. Pero si queréis seguirlos, todos los 
inconvenientes desaparecen. Sólo los principios pueden agotar la fuente 
del mal.
Sé bien que cuando se examinan las 
circunstancias de un determinado motín, provocado por la escasez real o 
ficticia del trigo, suele señalarse muchas veces la influencia de causas
 extrañas. La ambición y la intriga tienen necesidad de provocar 
disturbios. Algunas veces son estos mismos hombres los que excitan al 
pueblo para encontrar el pretexto de degollarlo, y para hacer terrible 
la libertad ante los ojos de los hombres débiles y egoístas. Pero no es 
menos verdadero que el pueblo es naturalmente recto y apacible. Siempre 
está guiado por una intención pura. Los malvados no pueden alborotarlo a
 menos que le presenten un motivo poderoso y legítimo ante su vista. 
Ellos aprovechan su descontento, no lo crean. Y cuando lo inducen a 
cometer excesos so pretexto del abastecimiento, es porque está 
predispuesto por la opresión y por la miseria. Jamás un pueblo feliz fue
 un pueblo turbulento. Quien conozca a los hombres, quien conoce sobre 
todo al pueblo francés, sabe que no es posible para un insensato o para 
un mal ciudadano sublevarlo sin razón contra las leyes que ama y aún 
menos contra los mandatarios que ha elegido y contra la libertad que ha 
conquistado. Es tarea de sus representantes devolverle la confianza que 
él mismo les ha otorgado y desconcertar la malevolencia aristocrática, 
satisfaciendo sus necesidades y calmando sus alarmas.
Las
 propias alarmas de los ciudadanos deben ser respetadas. ¿Cómo calmarlas
 si permanecéis inactivos? Si las medidas que os proponemos no fueran 
tan necesarias como pensamos, bastaría que él las desease, es suficiente
 que éstas probaran ante sus ojos vuestra adhesión a sus intereses, para
 determinaros a adoptarlas. Ya he indicado cuál era la naturaleza y el 
espíritu de estas leyes. Me contentaré aquí con exigir la prioridad para
 los proyectos de decreto que proponen precauciones contra el monopolio,
 reservándome el derecho de proponer modificaciones, si es adoptada. Ya 
he probado que estas medidas y los principios sobre los que se fundan 
eran necesarias para el pueblo. Voy a probar que son útiles para los 
ricos y todos los propietarios.
No quiero 
arrebatarles ningún beneficio honesto, ninguna propiedad legítima. Sólo 
les quito el derecho de atentar contra el de otro. No destruyo el 
comercio sino el bandidaje del monopolista. Sólo les condeno a la pena 
de dejar vivir a sus semejantes. Sin embargo, nada podría serles más 
ventajoso. El mayor servicio que el legislador puede rendir a los 
hombres es el de forzarlos a ser gen te honesta. El mayor interés del 
hombre no es amasar tesoros y la más dulce propiedad no es devorar la 
subsistencia de cien familias infortunadas. El placer de aliviar a sus 
semejantes y la gloria de servir a su patria, bien valen esta deplorable
 ventaja. ¿Para qué les sirve a los especuladores más ávidos la libertad
 indefinida de su odioso tráfico? Para ser oprimidos u opresores. Este 
último destino, sobre todo, es horroroso. Ricos egoístas, sabed prever y
 prevenir por adelantado los resultados terribles de la lucha del 
orgullo y de las cobardes pasiones contra la justicia y la humanidad. 
Que el ejemplo de los nobles y de los reyes os instruya. Aprended a 
disfrutar de los encantos de la igualdad y de las delicias de la virtud.
 O, al menos, contentaos con las ventajas que la fortuna os da, y 
dejadle al pueblo pan, trabajo y sus costumbres. Se agitan en vano los 
enemigos de la libertad, para desgarrar el seno de su patria. Ellos no 
pararán el curso de la razón humana, como no pueden parar el curso del 
sol. La cobardía no triunfará sobre el valor. Es propio de la intriga 
huir ante la libertad. Y vosotros, legisladores, ¿os acordáis de que no 
sois los representantes de una casta privilegiada sino los del pueblo 
francés? No olvidéis que la fuente del orden es la justicia. Que la 
garantía más segura de la tranquilidad pública es la felicidad de los 
ciudadanos, y que las largas convulsiones que desgarran los estados no 
son otra cosa que el combate de los prejuicios contra los principios, 
del egoísmo contra el interés general, del orgullo y de las pasiones de 
los hombres poderosos contra los derechos y contra las necesidades de 
los más débiles.
El 8 de diciembre, la 
Convención, siguiendo a la Gironda, prorrogaba la política de libertad 
ilimitada del comercio, de defensa de los propietarios y de la ley 
marcial: en consecuencia, los motines de subsistencias prosiguieron. 
Esta fue una de las causas que condujeron a la Revolución de los días 31
 de mayo a 2 de junio de 1793. El 24 de junio, la ley marcial fue por 
fin abrogada, después, el 4 de septiembre la libertad ilimitada de 
comercio dejó sitio a la política del Maximum general.
Notas:
- 1. La oposición entre «economía política tiránica» y «economía política popular» ha sido expresada por Rousseau en «Economía Política», artículo de l’Enciclopédie, aparecido en 1755. Robespierre conocía bien también la crítica de la economía política de Turgot hecha por Mably, Du commerce des grains, escrito en 1775, publicación póstuma, París, 1790. Sobre la crítica de la economía política en el siglo XVIII ver F. Gauthier, GR. Ikni (ed.) La Guerre du blé au XVIIIè siècle, París, Éditions de la Passion, 1988.
 - 2. Se trata del ministro Turgot, cuya experiencia de libertad ilimitada del comercio de granos, acompañada por vez primera por la ley marcial, produjo la guerra de las harinas de 1775. La acción de Turgot fue criticada por Necker que le sucedió de 1777 a 1781, antes de que fuera vuelto a llamar en 1788. Ver la intervención de Robespierre contra la ley marcial, el 21 de octubre de 1789, en este mismo volumen.
 - 3. Laissez faire, laissez passer (dejad hacer, dejad pasar) era consigna de los fisiócratas. O sea de la economía política a la que Robespierre opondrá la economía popular. Esa mención al «dejar hacer» adquiere en este texto un tinte muy cargado.
 
    (1758-1794), fue uno de los más prominentes líderes de la Revolución
 francesa, diputado, presidente de la Convención Nacional en dos 
oportunidades, jefe indiscutible de la facción más radical de los 
jacobinos y miembro del Comité de Salvación Pública.  
    Robespierre, Maximilien (2005) Por la felicidad y la libertad, 
Discursos. Bosc, Yannick,; Gauthier, Florence; Wahnich, Sophie (eds), El
 Viejo Topo, Barcelona  
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