Fernando Buen Abad Domínguez
¿Qué significa todo esto?
Desde nuestra mirada semiótica crítica, este documento no puede leerse
meramente como plan militar o diplomático, es una guerra cognitiva o
batalla cultural burguesa sobre el orden económico y simbólico mundial,
es una nueva gramática de dominación, un reordenamiento de sentidos
sobre patria, soberanía, amenaza, identidad, poder. Constituye una
operación de hegemonía simbólica: redefine lo que es normal, deseable,
legítimo; lo que es amenaza, inseguridad, decadencia; lo que merece
protección, intervención, coerción. Y en ese juego
simbólico‑estratégico, hay una apuesta por la domesticación del miedo,
por la militarización del imaginario social, por la naturalización de la
xenofobia, por la resemantización del nacionalismo como escudo contra
el caos. Se instituye una nueva semiótica del Estado‑gendarme, de la
frontera fortificada, del antagonismo perpetuo, de la soberanía cerrada,
de la identidad homogénea. Es un escenario irrenunciable para la disputa
por el sentido.
No es un documento neutro; es una operación de poder que respira
violencia simbólica, que construye realidades y legitima hegemonías.
Desde su primera línea, proclama la soberanía absoluta del Estado-nación
como principio irrenunciable, y en esa declaración se inscribe una
gramática de exclusión: América no debe compartir su destino, debe
defenderlo como un territorio sagrado, como un espacio delimitado por
fronteras invisibles y amenazas siempre acechantes. La fuerza no es
opción; es mandato, y la legitimidad de la violencia se convierte en
norma, en principio rector de la seguridad, en ley no escrita que
organiza el mundo y lo redefine. El texto no describe peligros, los
produce, los magnifica, los codifica en signos que la sociedad
interioriza, que el ciudadano acepta como inevitables. Cada enemigo
nombrado —migrantes, potencias extranjeras, actores no estatales— no es
simplemente una amenaza; es un significante cargado de miedo, un símbolo
que condensa caos, decadencia y peligro, una excusa para justificar el
control total y la intervención preventiva. Justificación perfecta para
la industria de las armas.
Convierte la historia en mito selectivo y su memoria en instrumento de
poder. Europa es decadencia, América Latina es subordinación, Asia es
competencia implacable, y cada espacio geopolítico recibe un valor moral
y estratégico, un signo que lo posiciona en el tablero de la
supremacía. Se establece así un código semiótico de aliados y enemigos
que no depende de hechos objetivos, sino de narrativas mercantiles
cuidadosamente elaboradas, Europa debe salvarse de sí misma, América
Latina debe obedecer, China debe ser contenida, y el orden internacional
queda redefinido por la prioridad absoluta del interés estadounidense.
La violencia se naturaliza como método, el miedo se normaliza como
estado, y la intervención se convierte en derecho inherente del poder
que se sabe superior.
En el corazón del documento late una obsesión con la identidad nacional
que trasciende la política y toca la cultura misma, lo americano es
virtud, lo otro es peligro; la diferencia no es diversidad, es amenaza;
la mezcla no es riqueza, es descomposición. Los signos de la alteridad
—idiomas, costumbres, migración, prácticas culturales— son
resignificados como vectores de inseguridad, y esa re-significación
opera sobre la percepción social con la fuerza de una máquina
disciplinaria: condiciona el imaginario, moldea comportamientos, genera
consenso y miedo a la vez. Cada palabra de la estrategia actúa sobre el
lector, sobre el ciudadano, sobre la comunidad, construyendo la
sensación de que sin control absoluto y vigilancia permanente la nación
sucumbiría.
Se despliega además como una coreografía de poder. La fuerza militar no
es instrumento, es lenguaje; la economía no es intercambio, es signo de
influencia; la diplomacia no es diálogo, es dispositivo de dominación.
Cada decisión, cada línea, cada categoría semántica comunica jerarquía y
orden: la seguridad se entiende como supremacía, y la supremacía como
necesidad moral. La retórica de urgencia y declive articula un crescendo
de peligro que legitima cualquier medida, desde la militarización de
fronteras hasta la presión económica y la manipulación diplomática. No
hay neutralidad; no hay pausa; todo está destinado a producir
consentimiento, obediencia, aceptación silenciosa del imperativo de
dominio.
Desde la perspectiva de nuestra semiótica crítica, el NSS 2025 es un
dispositivo de construcción de realidades, produce enemigos, inventa
riesgos, crea consenso mediante la normalización del miedo, y redefine
la idea misma de lo legítimo y lo ilegal, lo propio y lo extraño. No se
limita a describir la seguridad; la fabrica. No se limita a planear la
defensa; condiciona el deseo y la percepción. No se limita a identificar
aliados; establece categorías morales que ordenan el mundo y definen la
jerarquía de valores. La estrategia, en su esencia, es un acto
performativo, produce la realidad que proclama, instituye el orden que
anuncia, naturaliza la violencia que necesita para sostenerse.
Finalmente, el documento revela que la seguridad contemporánea no es
protección ni bienestar, sino hegemonía. La NSS 2025 nos muestra que la
nación se mantiene erguida sobre la exclusión, que la paz se alcanza
mediante la fuerza y que la moralidad se mide por la capacidad de
imponer un orden global unilateral. Cada signo del texto, cada
enunciado, cada construcción discursiva es una herramienta de poder que
disciplina cuerpos, moldea imaginarios, crea consentimiento y miedo
simultáneamente. Leerlo con semiótica crítica es ver más allá de la
estrategia, es reconocer un entramado simbólico que redefine la
política, la cultura y la subjetividad, y que revela que el arma del
Estadoy del sistema no es solamente el armamento, sino la capacidad de
dar sentido al mundo y al peligro, y de hacer que ese sentido se perciba
como inevitable.
Ese NSS 2025 es una operación semiótica que reinscribe al poder global
bajo nuevos códigos, redefine enemigos y aliados, reelige valores,
legitima estrategias de dominación y condiciona los imaginarios
colectivos. Como tal, debe leerse como discurso político‑estratégico
—una narrativa de seguridad, amenaza, identidad, soberanía y resguardo—
cuyo contenido revela mucho más allá de datos militares, diplomáticos o
económicos. La primera semántica sobre la que se levanta el texto es la
de la “soberanía nacional” y la “primacía del Estado-nación”. Al afirmar
que “los días en que Estados Unidos sostenía el orden mundial como
Atlas han terminado”, el NSS marca una ruptura con la pretensión de
universalismo exportador de valores —democracia, derechos humanos,
liberalismo global— y reivindica, en cambio, un realismo duro, orientado
a los intereses propios, al resguardo interno, al control de fronteras,
al dominio estratégico.
Esa declaración semiótica implica una reconfiguración simbólica del
papel de EE. UU. ya no como gendarme global idealista, sino como
potencia que prioriza su integridad cultural, económica, territorial. Se
legitima una ética del “nosotros primero”: identidad nacional, control
de migraciones, preservación de un imaginario homogéneo frente a lo
extraño o lo otro. Ese “nosotros” implica una construcción del otro como
amenaza simbólica y existencial. Las “migraciones masivas”, según el
NSS, no solamente se describen como un problema administrativo o
demográfico, sino como factor de ruptura social: erosionan la cohesión,
distorsionan mercados laborales, incrementan crimen, debilitan recursos
públicos, perturban la “identidad nacional”. Ese discurso no sólo
sataniza a los migrantes, los convierte en signos de desorden, de
declive de la nación, de crisis de comunidad. Los migrantes, la
movilidad transnacional, se resemantizan como amenazas simbólicas al
orden, al bienestar, a la continuidad del “pueblo‑nación”. Se instituye
un régimen semiótico‑político que vincula migración con inseguridad,
extranjería con peligro, diversidad con disolución.
Su premisa “paz a través de la fuerza” se convierte en fundamento
conceptual, la supremacía militar, la hegemonía económica, el control de
fronteras, las alianzas selectivas, la presión comercial —todo ello
como instrumentos simbólicos de poder. Su fuerza no aparece como última
ratio, sino como medio preferente de legitimación. Esto reconfigura el
significado de “seguridad”, ya no como garantía de vida, bienestar o
promiscuidad democrática, sino como mantenimiento del dominio,
preservación del statu quo, imposición del orden. La violencia —o su
mera posibilidad— se normaliza como parte constitutiva del régimen de
seguridad.
Advierte sobre una posible “desaparición civilizacional” de Europa,
ligada a migraciones, crisis demográficas, declive económico, pérdida de
identidad y dependencia de instituciones supranacionales. Esa retórica
no solo es estratégica: es simbólica: reconstruye Europa como espacio
decadente, impotente, en descomposición, en contraste con la vigorosa
identidad nacional‑estadounidense. Esa memoria histórica selectiva y esa
narrativa de declive funcionan como dispositivo de miedo, de rechazo,
de prohibición a la “mezcolanza”.
Simultáneamente, el documento promueve una re-latinización del dominio
estadounidense: bajo el paraguas de un “Corolario Trump” a la Doctrina
Monroe, el hemisferio occidental es reinstalado como esfera prioritaria
de influencia, como patio trasero geoestratégico, económico y militar.
Esta revalorización del “patio trasero” conlleva una carga simbólica
fuerte: América Latina es rehecha como zona de mampara, de recurso, de
control, de subordinación estratégica. Se legitima una hegemonía directa
basada en la proximidad geográfica, en la dependencia económica, en la
militarización. Esa narrativa reproduce viejos imaginarios
neocoloniales, condensados ahora en forma de política de seguridad
nacional. Apela al mito de la grandeza nacional, a la memoria de una
“América poderosa”, autónoma, soberana, autosuficiente; un pasado
imaginado de supremacía, vitalidad cultural, dominio económico y
militar. Esa nostalgia simbólica funciona como ethos nacionalista:
legitima la restauración del predominio, la recuperación del control, la
reafirmación de valores identitarios frente a la globalización, la
mezcla, la disolución. El miedo al otro —al inmigrante, al extranjero,
al distinto— se convierte en fundamento moral de la seguridad interna y
externa.
Los migrantes, por ejemplo, son resignificados como vectores de
inseguridad y desestabilización cultural. La amenaza ya no es solo
tangible o física, sino simbólica: se construye la idea de que la
alteridad, la diferencia y la movilidad social constituyen riesgos para
la continuidad del Estado-nación, generando un marco discursivo que
naturaliza políticas de exclusión y control. El documento también opera
mediante la retórica de la fuerza como medio legitimador. La supremacía
militar, la presión económica y la intervención selectiva se presentan
no como alternativas, sino como imperativos estratégicos para preservar
la integridad nacional. La normalización del uso de la fuerza, incluso
preventiva, constituye un signo semiótico que imponeestabilidad,
autoridad y dominio. En este sentido, la violencia se convierte en un
elemento constitutivo del orden, mientras la diplomacia y la cooperación
son relegadas a un plano secundario, subordinadas al imperativo de
seguridad entendido como monopolio del Estado sobre la protección de su
espacio y su identidad.
Contra la idea de comunidad internacional basada en cooperación y
consenso, el documento adopta una semántica de soberanías fragmentadas,
de bilateralismo selectivo y de proteccionismo económico. Se construye
una lógica en la que la interdependencia se percibe como vulnerabilidad,
y la autonomía estratégica se convierte en principio rector. Esta
operación simbólica es, en esencia, un reordenamiento del sentido de la
seguridad global, que legitima la reducción del multilateralismo y el
fortalecimiento del poder unilateral como norma de conducta. No sólo
describe un mundo amenazante, sino que lo configura, determina cómo se
perciben los enemigos, cómo se legitiman las políticas y cómo se
construye la idea misma de lo nacional frente a lo externo. La narrativa
simbólica del documento instituye jerarquías, impone categorías de
valor y amenaza, y produce una gramática de orden que condiciona la
acción y la percepción de la comunidad.
Cada enemigo nombrado en el texto —migrantes, potencias rivales, actores
no estatales— no es un problema abstracto; es signo, es símbolo de
caos, de decadencia, de peligro inminente. Los migrantes son más que
cuerpos en movimiento: son alteridad codificada como amenaza, vector de
desorden cultural, riesgo de erosión de la identidad nacional. China y
Rusia no son solo competidores estratégicos; son representaciones de
desafío, signos de contrariedad que la narrativa resemantiza para
justificar la supremacía estadounidense. El documento transforma la
percepción social: la amenaza no se encuentra en la realidad objetiva,
sino en la forma en que se construye discursivamente, en la cadencia de
sus frases, en la insistencia de sus imágenes de crisis y peligro
perpetuo.
Su superioridad militar no es instrumento; es lenguaje. La economía no
es intercambio; es poder que se impone y se reconoce. La diplomacia no
es negociación; es maniobra para consolidar la hegemonía. Cada oración
es performativa: produce consenso, disciplina imaginarios, legitima
decisiones que en otros contextos serían cuestionadas. La estrategia
convierte la violencia en norma y el miedo en herramienta, y en ese acto
de semiótica política, lo simbólico y lo material se confunden: lo que
se dice construye lo que se hace y condiciona lo que se percibe como
inevitable. El texto también manipula la historia y la memoria:
construye nostalgia, inventa grandeza, selecciona relatos de gloria y
derrota para consolidar un ethos nacionalista. La grandeza
estadounidense es ideal, mito y norma; lo otro es siempre riesgo,
declive y amenaza.
No es un documento, es un relámpago. Cada palabra fulmina certezas, cada
línea reconstruye la realidad bajo la tiranía de la soberanía. América
no se defiende: se erige. No protege: impone. Desde su inicio, proclama
que el mundo se organiza alrededor de su poder, que la identidad
nacional es escudo y espada, que lo otro, lo diferente, lo migrante, es
peligro, es amenaza, es fractura de un orden que se sabe absoluto. La
seguridad no es una política; es un acto de creación, una semiótica del
miedo, una coreografía de hegemonía que obliga a mirar, temer y aceptar.
Lo americano es virtud, lo otro es peligro; la diferencia no es riqueza,
es fractura; la alteridad no es pluralidad, es amenaza. Migración,
lengua, costumbre, cultura: signos codificados en pánico, vectores de
control. Cada palabra del documento es una operación semiótica:
disciplina cuerpos, condiciona deseos, convierte la percepción en
obediencia y el miedo en legitimidad. La seguridad deja de ser
protección y se convierte en espectáculo de dominio, en ritual de
imposición, en lógica de inevitabilidad. La estrategia no habla de
paz,habla de supremacía. No habla de cooperación, habla de dominio. No
habla de comunidad internacional: habla de jerarquía. Cada signo del
texto es una señal: obedecer o temer. Cada frase, un acto de poder:
producir consenso, fabricar enemigos, normalizar la fuerza, hacer que lo
inevitable parezca natural. La fuerza, el miedo, la identidad se
entrelazan en un solo código que atraviesa la política, la cultura y la
conciencia misma de quienes observan, temen y aceptan.
No organiza sólo ejércitos ni despliega estrategia, organiza
imaginarios, construye realidades, instala leyes invisibles de poder.
Cada palabra es un martillo, cada oración una tromba. La estrategia no
solo predice el mundo; lo fabrica. No sólo describe amenaza; la inventa.
No sólo llama a la acción; la impone, desde la percepción hasta la
obediencia, desde la identidad hasta la moralidad. La seguridad se
vuelve hegemonía, y la hegemonía se vuelve espectáculo, y el espectáculo
se convierte en verdad que todos reconocen y aceptan, mientras el mundo
gira bajo un código de miedo y poder que nadie osa cuestionar.
El documento arde en su propia cadencia, golpea con ritmo de relámpago,
deslumbra con la claridad del poder que se sabe absoluto. Leerlo con
semiótica crítica es ver la arquitectura de la dominación: cómo se
construyen enemigos, cómo se codifica la amenaza, cómo se fabrica la
obediencia, cómo el miedo se vuelve estética y la hegemonía se vuelve
belleza terrible y luminosa. Este documento no solo organiza seguridad:
organiza percepción, conciencia, imaginación, voluntad. Cada palabra es
un acto de fuerza, cada línea un rayo que corta, y cada párrafo es un
fuego que ilumina, ciega y obliga a mirar el poder en toda su desnudez.
Su narrativa no sólo construye amenaza; construye identidad. Lo
americano es virtud; lo otro es riesgo. La diferencia no es riqueza
cultural; es fractura. Cada palabra, cada enunciado, disciplina cuerpos,
moldea deseos y dirige la conciencia. La seguridad deja de ser
protección para convertirse en espectáculo de poder: un orden visible e
invisible, un código que atraviesa lo político, lo social y lo
subjetivo, un instrumento que convierte la inevitabilidad del dominio en
certeza moral.
Esa es la semiótica de la hegemonía contemporánea: no es suficiente
controlar fronteras, desplegar ejércitos o ejercer diplomacia. El poder
se ejerce sobre la percepción: cada palabra es arma, cada frase es
ritual, cada párrafo es acto performativo que disciplina, moldea y
organiza la realidad. La estrategia no predice el mundo; lo fabrica. No
describe riesgo; lo produce. No propone seguridad; impone orden y
consentimiento. La hegemonía se vuelve narrativa, y la narrativa se
vuelve experiencia colectiva: leer la NSS 2025 es observar cómo el poder
convierte miedo, identidad y fuerza en un solo código semiótico que
atraviesa todo, desde la percepción hasta la moralidad, desde la
política hasta la conciencia. En ese entramado se evidencia que la
verdadera fuerza de la estrategia no reside en sus recursos materiales,
sino en su capacidad de dar sentido al mundo y de hacer que ese sentido
se perciba como inevitable, justo y necesario. La geopolítica es
traducida a lenguaje moral: no organiza sólo ejércitos ni despliega sólo
tropas; organiza percepciones, códigos de miedo y obediencia que
atraviesan cultura, política y subjetividad. La historia es
seleccionada, el mito es instrumento, la memoria es construcción
estratégica: lo americano es virtud, lo otro es peligro. La diferencia
no es riqueza; es fractura; la alteridad no es pluralidad; es amenaza.
Su texto arde, golpea, deslumbra, indigna y ciega. La NSS 2025 no sólo
comunica; devasta y reconstituye, y quien lo lee no sólo comprende, se
enfrenta a un paisaje horrible del poder burgués en su forma más cruda,
al acto de creación simbólica que desfigura la identidad, amenaza,
obediencia y futuro. Cada signo es martillo, cada frase es chispa, cada
párrafo es relámpago que ilumina y quema la percepción, recordando que
la hegemonía no se sostiene solamente con recursos materiales, sino con
la fuerza de la narrativa, la fuerza del sentido y la fuerza de la
semiótica que atraviesa la conciencia colectiva y convierte miedo,
identidad y poder en una sola corriente indomable. Horrible.