27.7.25

Ni iguales ni soberanos: la política del miedo

Jose Romero


Uno de los rasgos más persistentes de la política mexicana es el temor estructural de sus funcionarios a contradecir, incomodar o incluso malinterpretar la voluntad de Estados Unidos. No es un miedo irracional ni una cobardía individual, sino una conducta aprendida y normalizada. Nace de la historia, se refuerza con la dependencia económica y se reproduce en una élite formada bajo la lógica del poder dominante. Lo que se dice, se calla o se decide frecuentemente se filtra según lo que Washington puede tolerar.

La raíz es profunda. Tras la guerra de 1846-1848, México perdió más de la mitad de su territorio y quedó marcado por una relación desigual con su vecino del norte. En el siglo XX, esa subordinación se expresó desde la ocupación de Veracruz en 1914 hasta las presiones tras la expropiación petrolera de 1938. En los 80, la crisis de la deuda colocó al país bajo la tutela del Tesoro estadunidense, el FMI y el Banco Mundial. Fue el inicio de un condicionamiento sofisticado pero limitante.

El TLCAN, firmado en 1994, profundizó esa lógica. Presentado como un acuerdo entre iguales, en la práctica insertó a México en las cadenas de valor de Norteamérica como proveedor de bajo costo. Hoy, más de 84 por ciento de nuestras exportaciones va a Estados Unidos, las remesas alcanzaron 63 mil 300 millones de dólares en 2023 –4.1 por ciento del PIB–, y 95 por ciento provino de connacionales en Estados Unidos. Más de 50 por ciento de la inversión extranjera es estadunidense y más de 70 por ciento del sistema bancario opera con capital extranjero. Esta red de vínculos configura dependencia: cualquier gesto de autonomía se percibe como amenaza.

En ese contexto, las represalias comerciales o diplomáticas no necesitan concretarse para surtir efecto. México se anticipa y se regula a sí mismo. Basta con la expectativa. El país actúa como si ya hubiese sido reprendido, incluso antes de decidir por sí mismo.

Pero el miedo no es sólo económico. También es expresado en lo simbólico y cultural. Una gran parte de la élite política y técnica se formó en universidades y organismos multilaterales moldeados por Estados Unidos. Esto engendró un "colonialismo académico" que no impone dominio por la fuerza, sino por legitimidad intelectual. Incluso quienes estudiaron en instituciones nacionales lo hicieron bajo la tutela intelectual de profesores formados en el extranjero, herederos de visiones ajenas. Si algún funcionario o analista propone una postura que no encaja con lo que Washington o los mercados esperan, se le considera ingenuo o poco profesional. El alineamiento ya no se impone desde el exterior: se introyecta, se normaliza y se convierte en sentido común. Así surge una élite que no sólo teme contradecir a Washington, sino que ni siquiera puede imaginar una alternativa.

En este marco, la política exterior mexicana ha sido reactiva. Se practica una política de "no molestar": ni a Washington ni a los mercados, tampoco a organismos internacionales. Las decisiones no se toman por el bien de México, sino para no incomodar actores externos. Y así, la soberanía se disuelve en los márgenes invisibles de la prudencia.

Un caso revelador fue la amenaza de Trump en 2019 de imponer aranceles de 5 por ciento si no se contenía la migración. En menos de 48 horas, México desplegó a la Guardia Nacional y aceptó, de hecho, ser "tercer país seguro". No hubo defensa jurídica ni consulta al Congreso: sólo acatamiento automático.

Esta lógica persiste. Hoy el gobierno enfrenta nuevas formas de coacción: amenazas arancelarias, exigencias en seguridad, presiones por el fentanilo, restricciones agrícolas y reglas sobre aviación internacional. Bajo el T-MEC, las decisiones internas se evalúan desde el exterior por supuesto cumplimiento. Se exige cooperación, pero casi nunca negociación. México sigue operando en el margen del miedo, no del interés propio.

Sin embargo, sí existen márgenes para mayor autonomía. México no pertenece a alianzas militares ni enfrenta sanciones y conserva posición diplomática gracias a su neutralidad. Tiene ubicación geoestratégica, acceso a dos océanos, frontera con la principal economía del mundo y relaciones crecientes con América Latina, Asia y Europa. Existe capacidad para diversificar alianzas y mercados. Lo que falta no es permiso, sino voluntad política e instituciones capaces de sostener una estrategia propia.

Hace falta una política industrial como auténtica estrategia de transformación productiva nacional. Esto exige articular políticas financieras, cambiarias, fiscales, comerciales, tecnológicas y de formación de capacidades. En el centro deben estar las empresas mexicanas, con la inversión extranjera en una posición periférica y regulada. El objetivo es construir un aparato productivo nacional, con valor agregado, empleo calificado y soberanía económica. Para ello, se requiere un proceso de innovación acumulativa mediante el aprendizaje del propio sector manufacturero. Las empresas mexicanas deben aprender a producir por sí mismas, dominar tecnología y dejar la dependencia externa. Eso es lo que ha faltado en los últimos 43 años: una estrategia de largo plazo para fortalecer nuestras capacidades internas de producción, innovación y autonomía tecnológica.

Persiste un temor paralizante: el de violar compromisos del T-MEC o provocar represalias transitorias. ¿Para qué seguir cuidando normas de un tratado que, en los hechos, ya está muerto? Fue presentado como entre iguales, pero firmado entre países profundamente desiguales. Ha funcionado como una arquitectura jurídica de subordinación más que como marco de cooperación. Hoy opera como instrumento de presión unilateral. Ese miedo inhibe cualquier intento serio de regulación o impulso al capital nacional.

Ese miedo no se vence con discursos abstractos. Se supera con banca, industria y ciencia nacionales; con universidades comprometidas con el desarrollo y desvinculadas del tutelaje extranjero. Hace falta una élite que piense desde México, con mirada crítica y compromiso con el bien común. Hoy existen condiciones políticas, respaldo popular y legitimidad institucional para dar ese paso. El cambio no será inmediato. Requerirá años, quizá décadas, pero debe comenzar hoy. Hoy, ante un nuevo ciclo político, esa decisión no puede seguir postergándose. La soberanía no se decreta: se construye paso a paso, con visión y voluntad. Recuperarla exige que rompamos los automatismos del miedo y nos atrevamos a pensar con voz propia.

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