28.5.12

La territorialidad de la dominación IV

Carlos Fazio
Cuando el 14 de abril, durante la sexta Cumbre de las Américas en Cartagena de Indias, Colombia, el presidente Felipe Calderón confesó en privado a su homólogo peruano, Ollanta Humala, que en algunas partes del territorio mexicano el narcotráfico había comenzado a remplazar funciones del Estado como la recaudación de impuestos, pareció avalar la matriz manufacturada en Washington tres años antes, que definía a México como Estado fallido. Y aunque era admitir el tácito fracaso de su guerra a las drogas después de cinco largos años de terror y muerte, Calderón volvió a redondear la idea en Puerto Vallarta, Jalisco, tres días después, en el Foro Económico Mundial para América Latina. Dijo allí: “Los cárteles de la droga han conformado un Estado paralelo al suplir funciones de gobierno […] Imponen su ley y cobran cuotas […] Estos señores tienen un comportamiento monopólico y no quieren que entre su competencia. En lugar de vencer con precio y calidad, se matan. Eso genera caos en algunas regiones (donde) buscan controlar ciudades y territorios”.

Para John P. Sullivan, experto en contrainsurgencia y contraterrorismo de la Asociación de Inteligencia del Cuerpo de Infantes de Marina de Estados Unidos, un área donde los traficantes han logrado establecer soberanías paralelas arrebatándole funciones al Estado es Tamaulipas. Según él, Tamaulipas es un ejemplo de Estado fracasado a escala subnacional o de un estado criminal liberado, donde el gobierno de Calderón ha perdido el control, lo que de seguir la tendencia podría derivar en un Estado criminal sustituto.

El aporte del académico de los marines es la hipótesis de que los grupos de traficantes mexicanos han devenido en insurgencias criminales beligerantes. A su juicio, la novedosa evolución difiere de la insurgencia convencional, ya que su única motivación política es ganar autonomía y control económico sobre el territorio, llenando el hueco que deja el Estado y creando enclaves criminales. Según Sullivan, en municipios como Ciudad Juárez (Chihuahua) y Nuevo Laredo (Tamaulipas) grupos delincuenciales dominan mediante una cuidadosa combinación de violencia simbólica, ataques a la policía y corrupción; recaudan impuestos, recogen información de inteligencia, amenazan a la prensa, hacen negocios e imponen una versión de orden que sirve a sus intereses, mientras fomentan la percepción de que son protectores de la comunidad. Símil de los señores de la guerra de Afganistán, han configurado zonas neofeudales en el marco de un Estado paralelo. México sería víctima de un poderoso narcoligopolio o un adversario parapolítico.

El término insurgencia criminal acuñado por Sullivan –cuyos trabajos se divulgan en Small Wars Journal, publicación cibernética fundada por ex marines– fue introducido al lenguaje del Pentágono y la doctrina de seguridad estadunidense a comienzos de la administración de Barack Obama por el subsecretario de Estado, James Steinberg, mano derecha de la titular del ramo, Hillary Clinton, sobre quien tendría gran influencia intelectual. Y la Clinton fue uno de los vehículos principales para posicionar mediáticamente la matriz de Sullivan; incluso llegó a comparar a México con la Colombia de hace 20 años.

En ese contexto se entenderían las coincidencias discursiva y conceptual de Felipe Calderón de finales de sexenio con las matrices de opinión contenidas en el nada inocente análisis académico de Sullivan. Aunque en un intento de control de daños con vistas al futuro, en 2010 Calderón cambió su guerra a las drogas por lucha por la seguridad pública, simplemente se estaría ajustando al guión que viene de Washington. La existencia de una insurgencia criminal en México justificaría la aplicación del manual de contrainsurgencia.

Un par de datos adicionales resultan sugerentes. En marzo de 2009 se divulgó un documento del Departamento de Defensa estadunidense, donde como parte de un paquete contraterrorista se asignaba una partida discrecional por casi 13 millones de dólares para liberar territorios en México, al margen de la Iniciativa Mérida. En marzo de 2010, Estados Unidos y México pactaron un plan binacional con sendos programas pilotos en las zonas fronterizas de Ciudad Juárez-El Paso y Tijuana-San Diego, para frenar las actividades criminales en esos corredores.

Pero, lejos de decrecer, la violencia aumentó. Y se registraron graves violaciones a los derechos humanos (detenciones ilegales, tortura, ejecuciones sumarias, desapariciones forzosas) atribuidas a mandos militares en Baja California y Chihuahua. Para entonces comenzaba a convulsionarse Tamaulipas con la ejecución del candidato del PRI a la gubernatura, Rodolfo Torre Cantú, y la aparición de fosas clandestinas. En la escalada de desestabilización seguirían otros tres estados fronterizos con Estados Unidos: Nuevo León, Coahuila y Sonora, a los que se sumaría más tarde Veracruz, sobre el Golfo de México.

En vísperas de los comicios presidenciales, la ejecución del general Mario Acosta Chaparro; el hallazgo de nueve cadáveres colgados de un puente en Nuevo Laredo, Tamaulipas, y de 49 cuerpos mutilados en Cadereyta, Nuevo León, así como la detención de tres generales por presuntos vínculos con el crimen organizado, son otros tantos ingredientes que se suman al caldo de cultivo que alimenta la matriz de México como un Estado fallido jaqueado por una insurgencia criminal, lo que daría pretexto ideológico y moral a la contrainsurgencia y encubriría la infiltración de altos organismos del Estado por parte del narcotráfico. En realidad, vía la guerra de Felipe Calderón, la administración Obama va camino a lograr la consolidación de otra plataforma militar en el área, al tiempo que a través de la estimulación de una violencia caótica avanza en sus planes para una cuadriculación y un reordenamiento territorial y espacial de México en función de los intereses del gran capital trasnacional.

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