Jose Romero
Uno de los rasgos más persistentes de la política mexicana es el temor
estructural de sus funcionarios a contradecir, incomodar o incluso
malinterpretar la voluntad de Estados Unidos. No es un miedo irracional
ni una cobardía individual, sino una conducta aprendida y normalizada.
Nace de la historia, se refuerza con la dependencia económica y se
reproduce en una élite formada bajo la lógica del poder dominante. Lo
que se dice, se calla o se decide frecuentemente se filtra según lo que
Washington puede tolerar.
La raíz es profunda. Tras la guerra de 1846-1848, México perdió más de
la mitad de su territorio y quedó marcado por una relación desigual con
su vecino del norte. En el siglo XX, esa subordinación se expresó desde
la ocupación de Veracruz en 1914 hasta las presiones tras la
expropiación petrolera de 1938. En los 80, la crisis de la deuda colocó
al país bajo la tutela del Tesoro estadunidense, el FMI y el Banco
Mundial. Fue el inicio de un condicionamiento sofisticado pero
limitante.
El TLCAN, firmado en 1994, profundizó esa lógica. Presentado como un
acuerdo entre iguales, en la práctica insertó a México en las cadenas de
valor de Norteamérica como proveedor de bajo costo. Hoy, más de 84 por
ciento de nuestras exportaciones va a Estados Unidos, las remesas
alcanzaron 63 mil 300 millones de dólares en 2023 –4.1 por ciento del
PIB–, y 95 por ciento provino de connacionales en Estados Unidos. Más de
50 por ciento de la inversión extranjera es estadunidense y más de 70
por ciento del sistema bancario opera con capital extranjero. Esta red
de vínculos configura dependencia: cualquier gesto de autonomía se
percibe como amenaza.
En ese contexto, las represalias comerciales o diplomáticas no necesitan
concretarse para surtir efecto. México se anticipa y se regula a sí
mismo. Basta con la expectativa. El país actúa como si ya hubiese sido
reprendido, incluso antes de decidir por sí mismo.
Pero el miedo no es sólo económico. También es expresado en lo simbólico
y cultural. Una gran parte de la élite política y técnica se formó en
universidades y organismos multilaterales moldeados por Estados Unidos.
Esto engendró un "colonialismo académico" que no impone dominio por la
fuerza, sino por legitimidad intelectual. Incluso quienes estudiaron en
instituciones nacionales lo hicieron bajo la tutela intelectual de
profesores formados en el extranjero, herederos de visiones ajenas. Si
algún funcionario o analista propone una postura que no encaja con lo
que Washington o los mercados esperan, se le considera ingenuo o poco
profesional. El alineamiento ya no se impone desde el exterior: se
introyecta, se normaliza y se convierte en sentido común. Así surge una
élite que no sólo teme contradecir a Washington, sino que ni siquiera
puede imaginar una alternativa.
En este marco, la política exterior mexicana ha sido reactiva. Se
practica una política de "no molestar": ni a Washington ni a los
mercados, tampoco a organismos internacionales. Las decisiones no se
toman por el bien de México, sino para no incomodar actores externos. Y
así, la soberanía se disuelve en los márgenes invisibles de la
prudencia.
Un caso revelador fue la amenaza de Trump en 2019 de imponer aranceles
de 5 por ciento si no se contenía la migración. En menos de 48 horas,
México desplegó a la Guardia Nacional y aceptó, de hecho, ser "tercer
país seguro". No hubo defensa jurídica ni consulta al Congreso: sólo
acatamiento automático.
Esta lógica persiste. Hoy el gobierno enfrenta nuevas formas de
coacción: amenazas arancelarias, exigencias en seguridad, presiones por
el fentanilo, restricciones agrícolas y reglas sobre aviación
internacional. Bajo el T-MEC, las decisiones internas se evalúan desde
el exterior por supuesto cumplimiento. Se exige cooperación, pero casi
nunca negociación. México sigue operando en el margen del miedo, no del
interés propio.
Sin embargo, sí existen márgenes para mayor autonomía. México no
pertenece a alianzas militares ni enfrenta sanciones y conserva posición
diplomática gracias a su neutralidad. Tiene ubicación geoestratégica,
acceso a dos océanos, frontera con la principal economía del mundo y
relaciones crecientes con América Latina, Asia y Europa. Existe
capacidad para diversificar alianzas y mercados. Lo que falta no es
permiso, sino voluntad política e instituciones capaces de sostener una
estrategia propia.
Hace falta una política industrial como auténtica estrategia de
transformación productiva nacional. Esto exige articular políticas
financieras, cambiarias, fiscales, comerciales, tecnológicas y de
formación de capacidades. En el centro deben estar las empresas
mexicanas, con la inversión extranjera en una posición periférica y
regulada. El objetivo es construir un aparato productivo nacional, con
valor agregado, empleo calificado y soberanía económica. Para ello, se
requiere un proceso de innovación acumulativa mediante el aprendizaje
del propio sector manufacturero. Las empresas mexicanas deben aprender a
producir por sí mismas, dominar tecnología y dejar la dependencia
externa. Eso es lo que ha faltado en los últimos 43 años: una estrategia
de largo plazo para fortalecer nuestras capacidades internas de
producción, innovación y autonomía tecnológica.
Persiste un temor paralizante: el de violar compromisos del T-MEC o
provocar represalias transitorias. ¿Para qué seguir cuidando normas de
un tratado que, en los hechos, ya está muerto? Fue presentado como entre
iguales, pero firmado entre países profundamente desiguales. Ha
funcionado como una arquitectura jurídica de subordinación más que como
marco de cooperación. Hoy opera como instrumento de presión unilateral.
Ese miedo inhibe cualquier intento serio de regulación o impulso al
capital nacional.
Ese miedo no se vence con discursos abstractos. Se supera con banca,
industria y ciencia nacionales; con universidades comprometidas con el
desarrollo y desvinculadas del tutelaje extranjero. Hace falta una élite
que piense desde México, con mirada crítica y compromiso con el bien
común. Hoy existen condiciones políticas, respaldo popular y legitimidad
institucional para dar ese paso. El cambio no será inmediato. Requerirá
años, quizá décadas, pero debe comenzar hoy. Hoy, ante un nuevo ciclo
político, esa decisión no puede seguir postergándose. La soberanía no se
decreta: se construye paso a paso, con visión y voluntad. Recuperarla
exige que rompamos los automatismos del miedo y nos atrevamos a pensar
con voz propia.
27.7.25
Ni iguales ni soberanos: la política del miedo
24.7.25
Reescribir el futuro: el nuevo orden económico global y la lucha ideológica
Óscar David Rojas Silva
I
El dominio del imperialismo capitalista tiene en la ideología una de sus
armas más poderosas. Recientemente hemos atestiguado la instalación de
la guerra cognitiva como una de las principales herramientas para
moldear y tergiversar la realidad, de modo que dificulta comprender los
fenómenos, llevando a desestimar la posibilidad de intervenir en ellos,
o, simplemente, a la indiferencia ante su significado. Cualquiera de
estas opciones produce una despolitización que beneficia al status quo.
La infodemia ha logrado en el mundo occidental un anesteciamiento frente
a horrores como las guerras, hambrunas y genocidios. Es una gran droga
mediático-militar que garantiza impunidad frente a la barbarie.
II
La captura ideológica se consigue, principalmente, a través de la
desarticulación de la memoria histórica. De pronto, fenómenos cruciales
de la historia desaparecen del imaginario colectivo, se impone una
narrativa cuyo objetivo es siempre mostrar que una realidad alternativa a
la dominante es simplemente imposible, que no tiene sentido. Esta
racionalización tiene que ver con la imposición del núcleo de la guerra
híbrida: la falsa universalización del proyecto de modernidad
occidental. Los fenómenos sin historia son difíciles de comprender
puesto que se ignoran sus raíces y su dinámica. Cancelar la historia es
una forma de cancelar la capacidad de plantear los mundos alternativos.
Por ello, la historia debe ser revisada a contrapelo, como bien
recomendaba Walter Benjamin –el filósofo místico de la Escuela de
Frankfurt– porque la historia contada por los vencedores siempre anulará
a los vencidos. Por tanto, la primera labor de liberación es recuperar y
amplificar la visión histórica más allá de la narrativa oficial de los
vencedores.
III
Actualmente vemos una lucha cruenta entre el bloque liderado por Estados
Unidos (G7) y el bloque asiático liderado por China (BRICS). Este es el
conflicto principal que detona todos los demás puntos de crisis en el
actual sistema internacional. Pero el contenido de la misma no se ha
enunciado, desde mi punto de vista, lo suficientemente claro: se trata
de una nueva edición de la lucha anticolonial, comenzada justo después
de la segunda guerra mundial. Es decir, si bien los BRICS comenzaron a
sonar ya en el siglo XXI, estos tienen antecedentes históricos, como es
el grupo de los 77 (G-77), que representa la organización de países del
sur global bajo el espíritu de liberación del mundo colonial (todavía
vigente a mediados del siglo XX, cosa que no debe perderse de vista)
proveniente de la Conferencia de Bandung, celebrada en Indonesia en 1955
para promover la cooperación como base para los países desde el sur
global.
Quizá el punto de mayor alcance político se logró con la resolución
3281, adoptada por la Asamblea General de la ONU en 1974, que dio paso a
la Declaración de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, cuyo
objetivo fue la fundación de un Nuevo Orden Económico Internacional
(NOEI). El centro de esta carta está en asegurar a los países el derecho
al desarrollo, la autonomía de sus políticas económicas y la soberanía
frente al poder de las empresas trasnacionales.
Obviamente este acontecimiento quedó borrado de la memoria pues
inmediatamente después de esta declaración comenzó el despliege del
neoliberalismo, ocultando todos esos esfuerzos bajo la narrativa
unilateral de la globalización occidental y la glorificación de los
“derechos” de la inversión extranjera directa (IED) por encima de los
Estados nacionales (EN). Los resultados de estos principios hoy se
pueden observar con claridad: un planeta con crisis climática, con
crisis humanitaria, estancamiento económico, con desigualdad estructural
y violencia esparcida por todos sus poros. Ni siquiera los supuestos
ganadores hoy se benefician de este proyecto: viven también bajo crisis
dentro de sus propias fronteras.
IV
La crisis hegemónica de EU es la crisis hegemónica de todo el modelo de
gobernanza global basado en la Organización de Naciones Unidas (ONU),
cuyo diseño es esencialmente anti-democrático, pues a través de la
votación ponderada y el derecho al veto permite la existencia de un
grupo que toma el control de las decisiones. Por ello, cuando ese grupo
liderado por Estados Unidos decide violar las normas internacionales de
manera abierta y sin pudor (recuérdese el reciente bombardeo a Irán) no
hay ninguna instancia que le pueda sancionar. Y si le sumamos que frente
a esta crisis, EUA ha decidido utilizar la guerra comercial arancelaria
a discreción, lo único que se ratifica es la existencia de una especie
de monarquía financiera global que revela las contradicciones de su
supuesto carácter democrático y se presenta como un sistema que, al
perder fuerza, revela su carácter neocolonial anacrónico.
Es un detalle paradójico para la historia del pensamiento económico que
la otrora potencia industrial busque ahora reindustrializarse a partir
de medidas comerciales al estilo del viejo mundo mercantilista. Cuando
los poderes de la modernidad pierden fuerza, muestran con claridad la
anacronía de su verdadero pelaje: la de la explotación sistemática de
una metrópoli con respecto a sus colonias. Este es el modelo que ya no
puede continuar más. El mundo construído a la sombra del hongo atómico
en 1945 hoy ya ha llegado a su límite histórico. Por ello es necesario
organizar un nuevo frente para retomar el multilateralismo bajo los
principios de la NOEI.
V
No es un detalle menor que los países del modelo occidentel estén
creciendo en un promedo de 1.5 por ciento, mientras que el promedio de
los BRICS se encuentra alrededor del 3.4 por ciento. Y si observamos al
G-77 del sur global, el promedio sube a 4.1 por ciento. Esto significa
que lejos de la narrativa de los países industriales que “jalan” a los
demás países, hoy el modelo económico occidental es una traba para la
potencialidad de los países del sur global. La vía para ordenar esta
nueva fase comienza por la recuperación de los principios de soberanía
sobre los recursos, el derecho al desarrollo y el control de los
capitales extranjeros, principios que fueron defendidos por la NOEI y
que vale la pena recuperar para orientar nuestras acciones.
VI
El retorcimiento ideológico del trumpismo ha sido colocarse como un país
víctima de todos los demás. El NOEI de 1974 fue borrado por el imperio
del dólar generando todo un proceso de succión de la riqueza mundial. La
violencia proveniente del modelo neoliberal todavía causa estragos en
todo el sur global. Por ello es que en el momento en el que EU se coloca
como víctima es, simplemente, una inversión radical de la historia. En
contraste, el multilateralismo aboga por una reestructuración bajo
principios del respeto a la soberanía de los países bajo relaciones de
coordinación y no de subordinación.
Los distintos países agraviados hoy por la presión arancelaria están
distinguiendo nítidamente las diferencias entre modelos. Mientras que EU
exige cambios políticos bajo el símbolo del injerencismo, China
proyecta colaboración en infraestructura sin meter en la ecuación la
esfera política de cada país. La forma de superación monárquica es la
reafirmación del carácter republicano bajo independencia económica
sustantiva, es decir, superando la modernidad colonial. Estos son los
términos de la batalla de cara a la entrada del segundo cuarto del siglo
XXI.
*Economista (UdeG) con estudios de maestría y
doctorado (UNAM) sobre la crítica de la economía política. Académico de
la FES Acatlán. Director del Centro de Estudios del Capitalismo
Contemporáneo y comunicador especializado en pensamiento crítico en
Radio del Azufre y Academia del Azufre.
12.7.25
¿Prosperidad compartida?
Raúl Romero
En 2013 el Banco Mundial (BM) integró entre sus objetivos un concepto
que desde la década de los 90 venía ganando adeptos: Prosperidad
compartida.
Junto con otras instituciones multinacionales como el Fondo Monetario
Internacional (FMI), el Banco Mundial se han encargado de orientar la
política económica del orbe, garantizando la expansión y primacía de los
intereses privados de Estados Unidos y sus aliados; encontró en la
prosperidad compartida una "idea fuerza" para acompañar otras metas que
se venían imponiendo décadas atrás, por ejemplo el crecimiento económico
sostenido.
Al igual que otros propósitos promovidos desde instituciones financieras
internacionales, la prosperidad compartida se plantea como finalidad
que los países que se han caracterizado por un crecimiento económico
impulsen el aumento de los ingresos de la población más pobre,
contribuyendo a reducir las grandes brechas de desigualdad; lo anterior,
sin atentar contra las clases dominantes y mucho menos contra el
sistema capitalista. Una ambición noble, pero irreal.
Jaime Saavedra-Chanduvi, quien en 2013 fuera director del Departamento
de Reducción de la Pobreza y Equidad del Banco Mundial, describió los
objetivos de la siguiente forma: “¿La prosperidad compartida implica la
reducción de la desigualdad mediante la redistribución de la riqueza?
No. Es necesario centrarse primero en aumentar lo más rápido posible el
bienestar de los menos favorecidos. Sin embargo, no estamos sugiriendo
que los países redistribuyan un "pastel económico" de cierto tamaño, o
le saquen a los ricos para darles a los pobres. Más bien, estamos
diciendo que si un país puede aumentar el tamaño de su pastel y, al
mismo tiempo, compartirlo de manera que aumenten los ingresos de 40 por
ciento de su población más pobre, entonces está avanzando hacia la
prosperidad compartida. De modo que el propósito combina los conceptos
de aumentar la prosperidad y la equidad”
Desde su campaña a la Presidencia de México, Claudia Sheinbaum abrazó el
concepto de prosperidad compartida, convirtiéndolo en uno de sus lemas
de gobierno. En lo que va de su gestión lo ha reforzado con otras ideas e
iniciativas que apuntan en la misma dirección. Tanto en el Plan México:
Estrategia de Desarrollo Económico Equitativo y Sustentable para la
Prosperidad Compartida, como en el Portafolio para la Prosperidad
Compartida se detallan proyectos que, bajo la promesa de aumentar
empleo, infraestructura y garantizar programas sociales, siguen
refrendando las ganancias de los mega-ricos que invierten en México.
Se impulsan grandes megaproyectos iniciados en el sexenio pasado y otros
nuevos en todo el país; se fomentan polos alternativos del bienestar,
al mismo tiempo que se busca generar la infraestructura necesaria para
atraer la relocalización empresarial ( near-shoring). Profundizar el
modelo capitalista y propiciarle la infraestructura para que se instale
en nuevas regiones donde no había llegado con toda su brutalidad, es lo
que eufemísticamente llaman ampliar el pastel.
La prosperidad compartida parece ser más bien una actualización de
aquellas teorías que prometían que en el capitalismo se generará tanta
riqueza que alcanzará para todos; promesa que la propia realidad se ha
encargado de desmentir.
El capitalismo no sólo es un sistema de explotación y dominación que
atenta contra pueblos y contra la naturaleza, es también un sistema que
genera, profundiza y hace negocio de las desigualdades, uno que genera o
refuerza dicotomías como centro –periferia o metrópoli– colonia. Para
que existan personas ricas, se necesita de una inmensa mayoría de
personas pobres distribuidas en un mismo país o en diferentes regiones
del mundo.
Ampliar el pastel para compartir la prosperidad, en los hechos,
con-lleva otros peligrosos riesgos, como mayores afectaciones
ambientales, incluso en aquellas zonas destinadas a la transición
energética, o el aumento de las desigualdades, principalmente para
trabajadores precarizados e informales.
La adopción de este modelo por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum
ha comenzado ya a mostrar los límites y contradicciones de su gestión.
Frente a la demanda de miles de maestros en todo México de echar abajo
la reforma neoliberal al sistema de pensiones de 2007, ella optó por
ponerse de lado de los bancos y las Afore que año con año generan
cuantiosas ganancias. Frente a la exigencia de miles de trabajadores de
reducir la jornada laboral, la respuesta fue llevar la discusión a foros
con vías a garantizar esa demanda hacia el final del sexenio. Sin
embargo, como bien lo ha denunciado el Frente Nacional por las 40 Horas
–que han sido reiteradamente excluidos de dichos foros–, esta es una
medida que no puede esperar. La negativa a implementar una reforma
fiscal que cobre mayores impuestos a quienes más tienen es parte,
igualmente, de esas contradicciones.
Por ahora y bajo este sistema, la "prosperidad" seguirá siendo para unos
cuantos. Al capitalismo, aunque le pongan por apellido Bienestar, no
oculta su origen ni su futuro: un crimen que se expande.