17.9.21

Proceso: Las transiciones fallidas

Ricardo Ravelo


Leí con sentimiento la carta del periodista Alejandro Caballero tras despedirse de la revista Proceso, a la que dedicó más de 21 años de su vida como reportero, primero, y responsable de la página web, después.

Con lujo de detalles, denuncia una larga cadena de abusos, injusticias, excesos, yerros y desatinos que, dice, postraron a la revista en una crisis financiera pero, sobre todo, editorial tras el arribo de Jorge Carrasco a la dirección del semanario.

Para quienes fuimos parte del semanario quizá nada de lo que expone Caballero sea desconocido. Estos graves problemas en el trato laboral y humano se empezaron a notar tras la muerte de Don Julio Scherer García, en el año 2015. Antes de su deceso, él siempre estuvo atento a que ninguna injusticia se cometiera, aunque el caso de Francisco Ortiz Pinchetti, despedido injustamente en el año 2000, fue una excepción bastante cuestionable. Don Julio, quien siempre dijo admirar a Ortiz por su trabajo excepcional, lo abandonó a su suerte. Luego sobrevinieron las venganzas, inevitables tras el pleito que causó su despido.

En el año de 1996, fiel a un acuerdo establecido, dejaron la revista Julio Scherer, Vicente Leñero y Enrique Maza, los fundadores; ahí empezó a tejerse la desgracia que hoy enfrenta la revista. Scherer no quiso nombrar, de inmediato, un director que lo sustituyera. Dejó que brotara la crisis.

No se sabe si algún resorte emocional inconsciente hizo sentir a Scherer insustituible en la dirección de Proceso, pero en vez de nombrar a un director optó por crear un equipo editorial integrado por Carlos Puig, Gerardo Galarza, Salvador Corro y Francisco Ortiz que operaba en coordinación con Rodríguez Castañeda. Siempre llamó la atención que Scherer no hubiera nombrado un director editorial, preparado con anticipación.

El ensayo no funcionó. Pronto empezaron a notarse las deficiencias, no obstante la calidad periodística de sus miembros. El resultado: Bajó la calidad informativa, algunas portadas no se sostenían con la fuerza periodística necesaria y surgieron diferencias; el relajamiento en la cobertura de fuentes empezó a ser evidente y Rodríguez Castañeda, con frecuencia, se quejaba respecto de problemas para cerrar una edición contundente con una portada excepcional. Había un declive. Los lectores notaron este “bajón” en Proceso, aunque adentro de Proceso –como es costumbre –nunca se reconoció.

Esto tenía una explicación: Las piezas centrales de la revista ocupaban la mayor parte del tiempo en “grillar” para llegar a la dirección. Marín y Castañeda, enfrascados en esa pelea de poder, se dedicaban a buscar aliados en la redacción y a presionar a Scherer para que tomara una decisión para nombrar un director. En medio del trabajo editorial hubo decenas de reuniones para debatir la necesidad urgente de que el presidente del Consejo de Administración nombrara a su sustituto.

Cuando caminaba por la redacción y se le preguntaba cómo estaban las cosas, Rodríguez Castañeda siempre decía –y no estaba equivocado– que Proceso necesitaba un mínimo de dirección, ya que –decía– la revista no podía seguir en el desorden. La lucha por el poder fue desgastante en más de un sentido. La redacción se dividió. Unos reporteros estaban con Carlos Marín, otros con Rodríguez Castañeda. La pugna crecía cada vez más y una atmósfera de incertidumbre invadía a todos los reporteros, el barco a la deriva.

En marzo de 1999 –dos años y cuatro meses después de que Scherer se había “retirado” de Proceso– las cosas empezaron a definirse, después de una crisis que él mismo dejó crecer. Rafael Rodríguez Castañeda fue nombrado director, pero sobrevino el rompimiento: Carlos Marín renunció a su cargo, lo secundó Froylán López Narváez, quien, dolido por la decisión, dijo: “Yo renuncio y denuncio”. No dijo nada. Sólo fue amenaza. Ambos cobraron una liquidación cuantiosa, dejando a Proceso en crisis. Con Marín se fueron algunos reporteros aliados suyos que luego tuvieron cabida en Milenio, por suerte.

Todavía recuerdo la cara de felicidad de Rodríguez Castañeda y su frase minutos después de su nombramiento: “Será para bien”, dijo, mientras se paseaba por la redacción de la revista saludando y abrazando a los reporteros.

En estricto sentido, Julio Scherer nunca se retiró de la revista. Nombró a Rodríguez Castañeda pero se volvió una sombra para él. Frecuentemente visitaba las instalaciones de Proceso, saludaba a los reporteros y se reunía con Rodríguez Castañeda para delinear temas, hablar del país, sugerir enfoques, asuntos, entre otras cosas. Esto quizá incomodaba al nuevo director, pero también ayudaba en la buena marcha de la revista. Era una autoridad moral y se le veía como el padre de una familia que, él mismo, asumía porque, ante cualquier riesgo, acudíamos a Scherer.

Todas las portadas eran cuestionadas por Don Julio, implacable en la crítica, punzante en la crítica. Scherer hablaba con los reporteros, les preguntaba cómo se sentían, qué estaban haciendo, en qué asuntos estaban trabajando, en fin, nunca edificó murallas de silencio, jamás se negó a hablar con los reporteros que buscaban para aclarar dudas o comentar chismes con él. Fue un hombre abierto para todos.

Tras la muerte de Don Julio –que todos lamentamos todavía– las cosas empezaron a cambiar, pero para mal. Comenzaron las injusticias laborales, el mal trato en algunos casos, algunos despidos fueron calificados como injustos y, paulatinamente, la parte editorial empezó a mermar. El rigor se había relajado. La revista se sostenía sólo en los anclajes de su historia, pero ese recurso se agotó. El archivo –por cierto muy rico– también lo agotaron en publicaciones de números especiales y libros. Todo se ceñía a una historia de gloria, pero hacia adelante no había nuevos temas. La pasión estaba agotada, muerta la cabeza de una dirección sin ímpetu. Ya no se podía vivir del pasado.

Como director, Rafael Rodríguez Castañeda no aprendió de su pasado y repitió el error de Scherer. Él mismo sabe que cuando fue nombrado director la revista recobró el rumbo perdido en aquel 1999. Cuando tomó la dirección se dijo que las finanzas estaban en números rojos. Y salió adelante porque tuvo un acierto: se hizo de un equipo. Tenía a su alrededor a Antonio Jáquez Enríquez, un extraordinario periodista lagunero como asesor; luego nombró a Salvador Corro, leal en todo momento; contaba con grupo de reporteros que siempre le salvaban la portada de cada semana. Había uno que otro consentido y becados que le daban más dolores de cabeza que satisfacciones. Pero en lo general siempre tuvo la lluvia de ideas y las propuestas informativas necesarias para sacar adelante la edición semanal, algo indispensable para un director.

Luego vino la siguiente transición en medio de una crisis económica y editorial. Rodríguez Castañeda seguía al frente de Proceso. Más de una voz le insistió en que era tiempo de retirarse, a punto de cumplir dos décadas en la dirección. Desoyó la sugerencia. En algún momento había pensado en irse dejando finanzas sanas y un semanario firme en lo editorial, pero se tardó demasiado, a mi ver. Sería injusto decir que toda la culpa de este debacle es suya. Hay otras razones: Una serie de factores –nuevos medios digitales mejor dotados de recursos, el anclaje de Proceso a un romanticismo periodístico insostenible e inexistente, la resistencia a dar el paso a lo digital, entre otros– sumieron a la revista en la crisis editorial que actualmente padece.

Tengo la certeza de que Jorge Carrasco, el actual director de Proceso, no era la carta fuerte de Rodríguez Castañeda para suplirlo. A pesar de la situación crítica, se negó, en más de una ocasión, a dejar la dirección pese a que su posición ya era insostenible. Quizá también, como Scherer, se sintió insustituible.

Presionado por las circunstancias y por la familia Scherer, finalmente dejó la dirección y le pasaron la estafeta a Carrasco que, se asegura, había sido recomendado por Don Julio Scherer antes de morir. La familia quiso respetar esa decisión del fundador de Proceso, se ignoran las razones. ¿Se equivocó Don Julio Scherer como lo hizo en Excélsior con Regino Díaz Redondo? Ya veremos. ¿A quién hubiera nombrado Rodríguez Castañeda? A uno de sus exalumnos para él continuar al frente?

Lo que actualmente está ocurriendo en el semanario, con el respeto que en lo personal me merece la carta de Alejandro Caballero, no es culpa de Jorge Carrasco: es consecuencia de una larga cadena de yerros y desatinos que, actualmente, desembocan en una crisis muy grave.

Con respecto a ti, Caballero, gran periodista y la carta, opino: Coincido en buena parte con tu misiva. Admiro tu decisión de decirlo. Lo aplaudo. Ese fue el ejemplo del maestro Don Julio Scherer. Con esa libertad te digo: Las injusticias privan en todos los medios de comunicación. Hay luchas de poder, muertos y heridos. Pero cuando el reportero sabe lo que es ningún agravio daña. Lo que duele es el ego. Lo más profundo jamás duele. Se lastima la imagen que hemos construido, lo falso, lo que creemos que somos, nunca lo que somos.

Ahora, sí es muy cuestionable la posición de Jorge Carrasco, sobre todo cuando dijo que iba a honrar la historia de Proceso y a seguir el ejemplo de Julio Scherer. Creo que se equivoca. En esa historia de gloria hay cosas rescatables, pero no se pueden repetir los errores, que no fueron pocos.

El actual Proceso jamás podrá volver a ser lo que fue con Scherer ni con Rodríguez Castañeda, en su etapa previa a la muerte de Scherer. No se puede seguir viviendo del pasado. Aquello ya fue. Lo que continúa jamás se renueva. Algo debe morir para volver a surgir. Y este es el proceso que debe seguir Proceso: morir para ser otra cosa.

Lo que surja de esos escombros o lo que quede estará en la justa medida de lo que son sus actuales directivos en lo moral, ético y profesional. Es otra generación, otra visión de las cosas. Lo otro ha muerto. Ojalá lo entiendan algún día. No es posible ser el pasado y el presente al mismo tiempo.

En esta nueva etapa de Proceso seguramente se sumarán más errores. Los aprendizajes son dolorosos y cuestan muy caro. Carrasco y su equipo se tendrán que seguir equivocando una y otra vez para construirse. No hay otro camino. Es el costo histórico de no haber preparado a un director para tamaño reto. Y aquí los responsables son Julio Scherer y Rafael Rodríguez Castañeda. La soberbia está cobrando la factura y hay que pagarla. A Carrasco le entregaron una revista en crisis financiera y editorial, a la que se suma lo ético y moral. En esto hay que recomponer el camino. La apuesta es dejar de mirar al pasado –eso está muerto– y seguir adelante con lo que se disponga y hasta donde tope.

Siempre se dijo que Scherer se llevaría a Proceso a la tumba. Eso es retórica. Scherer está muerto. Ya fue. Proceso, pese a todo, tiene vida.

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Carta íntegra de la renuncia de Alejandro Caballero

Mi adiós a Proceso

Este día recibí mi finiquito conforme a la ley. Ni un centavo más ni un centavo menos. Termina así mi relación laboral con la revista Proceso a la que ingresé el uno de enero de 1995 en una primera y breve estancia de un año y siete meses y a la que regresé el uno de enero del 2000 para prolongar mi estadía en esta querida casa editorial por 21 años y 8 meses.

De mi paso por Proceso me llevo en el corazón el afecto y la confianza que desde el primer día que lo conocí depositó en mi don Julio Scherer García, así como las inolvidables e incontables lecciones profesionales y de vida que tuvo a bien compartir conmigo. Le correspondí, queriéndolo siempre, hasta donde mis capacidades dieron. Cómo se le extraña. Cómo hace falta.

Agradezco a Rafael Rodríguez Castañeda el apoyo que me brindó sin regateo alguno en todas las encomiendas laborales en las que sintió que mis conocimientos y experiencia podían ser útiles a la empresa. Fue mi maestro en tareas de edición y definición de portadas, al fin periodista cabal de los que no abundan.

Me voy, sin embargo, alarmado por el rumbo que ha tomado la empresa que edita Proceso desde que en enero del 2020 se definieron nuevos mandos. Un acelerado desprestigio, una derechización de su línea editorial y una crisis económica de la que no se informa a los trabajadores, tienen a Proceso en quizá la más delicada situación desde que se fundó en 1976.

La orientación periodística e ideológica impuesta por los actuales mandos al semanario y que se refleja también en la página web, ya tiene sus consecuencias: una dramática caída en la venta de ejemplares, un derrumbe en las suscripciones y una caída preocupante en las visitas al espacio digital.

Alerté a tiempo, a quienes tomaron la decisión de nombrar a Jorge Carrasco como el nuevo director, de los riesgos que implicaría esa designación. Un reportero gris, conservador, apenas conocido en las fuentes castrences y judiciales, sin mayor experiencia en tareas de dirección, en definición de portadas, cabeceo y línea editorial, ha logrado en apenas unos meses que a Proceso se le haya perdido el respeto y se le considere una especie de encarte dominical del periódico Reforma.

Su más reciente desatino: asociarse en defensa de la “libertad de expresión” y del gremio periodístico, entre otros, con medios tan desprestigiados como El Universal de Juan Francisco Healy Ortiz, los Soles y Grupo Imagen, propiedad de miembros de la familia Vázquez Raña, y el portal politico.mx, ligado a Ricardo Salinas Pliego, quien por cierto tiene demandado a Proceso.

Debo reconocer que el desastre que avizoré con el arribo de Carrasco a la dirección se quedó corto. No sólo se ha derechizado la línea editorial del semanario y su página web, sino que se ha perseguido y hostigado a quienes hemos criticado su arribo a la dirección. El actual es un Proceso opuesto al que nos legaron Don Julio y Rafael, pero a tono con el tamaño de sus nuevos mandos: hacia adentro maltrato laboral y hacia fuera alianza con medios que lo último que hacen es respetar a sus trabajadores.

Pero el error en la designación de Carrasco no ha sido el único. El autonombramiento de Santiago Igartúa como jefe de la página digital es igual de grave. Su historial laboral es un insulto para la revista. Ingresó a Proceso desplazando sin pudor alguno a quien cumplía las labores de corresponsal en Argentina y de ahí paso a la redacción nacional del semanario con el puesto de reportero, en donde se distinguió, no por sus textos, sino por cobrar sin trabajar. Con estos antecedentes, Igartúa se autoascendió a labores de mando en la página web de donde con el mayor de los desaseos e incluso de manera cobarde, mientras me encontraba de vacaciones, sin aviso alguno, se me desplazó de mis funciones.

La página que llegó a estar por meses en el top ten de Comscore, no ha podido recuperar la visibilidad que tuvo. Aún en tiempos de pandemia en que los ciudadanos se volcaron a los medios digitales, la página de Proceso no pudo repuntar. Por si fuera poco los números recientes de visitas señalan un declive preocupante.

Tanto el portal como la revista han perdido credibilidad y en el caso del primero hasta seriedad y no se diga oportunidad noticiosa, todo ello, responsabilidad única de quien opera bajo el autonombramiento de jefe. Con el caso de Santiago Igartúa se confirma que la honestidad y el talento no se heredan.

Los agravios que recibí desde la cúpula y que incluyeron marginarme de cualquier toma de decisiones y en el absurdo cambiar mi escritorio por uno más pequeño y borrarme del directorio por más de un año, lamentablemente no han sido los únicos. El Proceso que privilegiaba las relaciones humanas, factor que lo distinguía de cualquier otra empresa periodística, se esfumó con la llegada de Carrasco e Igartúa.

Me refiero, por ejemplo, a como sin consideración alguna se despidió a corresponsales en el extranjero y a colaboradores de la sección de análisis.

Imperdonable también fue el maltrato, incluso hasta horas antes de su muerte, que tuvieron para con Marco Antonio Cruz, en su calidad de coordinador de fotografía. Sólo doy dos datos, podría ofrecer más. Sin consultarlo, Carrasco contrató a la agencia  Cuartoscuro para nutrir de fotografías a Proceso, algo a lo que siempre se opuso don Julio; Igartúa, también sin consultarlo, designó a un integrante del cuerpo de fotógrafos para tareas en la página digital.

Tengo la certeza de que los nuevos mandos se enteraron de la estatura profesional del querido Marco cuando leyeron los entrañables textos póstumos que amigos y compañeros le dedicaron en Proceso. Desde los puestos de dirección, en vida se le ofendió, a su muerte se le elogió.

Carrasco también fue incapaz de retener a periodistas talentosos como Álvaro Delgado o al monero Hernández, quien junto con Helguera, había recuperado para Proceso el atractivo de su última página.

Las malhadadas decisiones en la empresa continuaron nombrando a José Gil Olmos como jefe de información. Lo peor que le puede pasar a un trabajador es que designen como su jefe a un inepto. Incapaz de argumentar una orden de trabajo, negado para idear un reportaje, torpe para redactar un párrafo sin incurrir en problemas de sintaxis y faltas de ortografía, se le dio una autoridad que, por obvias razones, no se respeta.

En las manos de este trío sin luces está el indigno presente y el nebuloso futuro del querido Proceso. Desprestigiado, inmerso en una crisis editorial y financiera, no se vislumbra mejora. Cómo estarán de podridas las aguas entre los nuevos mandos que las apuestas que corren es sobre cuánto tardará Igartúa en deshacerse de Carrasco.

Proceso, cuyas principales hazañas las dio desnudando corruptelas y enfrentando a gobiernos y empresarios censores, hoy se hunde por los desatinos de un trio que no se sabe la música.

Amigos y compañeros procesianos, cuando regresé a Fresas 13 en el año 2000 pensé que esta entrañable casa editorial sería mi última morada. Me despido con el aprecio y reconocimiento a su trabajo. Sin ustedes Proceso difícilmente sobrevivirá, con los actuales mandos el Proceso que edificó don Julio se evapora semana tras semana.

Ojalá estas líneas fueran producto de un arrebato, el guion de un mal sueño, las notas de una fallida melodía…

Los abrazo

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