17.7.20

La visita de AMLO a Washington: razón de Estado e interés nacional

Arsinoé Orihuela Ochoa

Es curioso cómo funciona la opinión pública, particularmente cuando se trata de personajes históricos polivalentes: los opinadores acostumbran aislar o arrancar imágenes fragmentarias de una imagen de conjunto.

Pienso en Lázaro Cárdenas, Juan Domingo Perón o Luiz Inácio Lula da Silva. La catarata de opiniones que desencadenó la reciente visita del Presidente Andrés Manuel López Obrador a Estados Unidos es un muestrario de esa caprichosa compartimentalización de la totalidad: unos condenaron las innobles propiedades elitistas del protocolo; otros celebraron los atrevidos guiños populares del mismo; pocos –acaso muy pocos– repararon detenidamente en la alquimia del conjunto de elementos, el juego de equilibrios hábilmente consumado.

Y no, no estoy preparando el terreno para fastidiar al lector con otro de esos insulsos análisis que cómodamente se sitúan en el medio –o por encima– de posiciones inherentemente conflictivas. (Lecciones del sur: esa marrullera actitud engendra Macris, Bolsonaros o Jeanines). Dicho esto, sostengo que la gira de AMLO por Estados Unidos representa una hazaña de la diplomacia mexicana, con un valor intrínseco.

Llama la atención que casi ningún mexicano –de los dos lados de la frontera– se sustrajo del debate; y que el hecho en sí tuvo tal reverberación que hasta los incautos arriesgaron una opinión al respecto. Lo que confirma una verdad inexpugnable: que nuestro país atraviesa un proceso de ciudadanización. AMLO asegura que el pueblo de México es uno de los más politizados del mundo. Y confieso que me encantaría coincidir con él. Sin embargo, tras largas estancias en el exterior, pienso que tal afirmación es apenas una aspiración –legítima y asequible– como tantas otras que enuncia el presidente, y que los opinadores nacionales acostumbran interpretar torpemente como afirmaciones lapidarias (por ejemplo, que la corrupción o el neoliberalismo han sido desterrados de la vida pública). Para explicarlo con manzanas: AMLO habla en clave del “deber ser” (i.e. “México no es tierra de conquista”). Naturalmente que la porra adversa exclama: ¡demagogia! Pero como dice el clásico: el pueblo y la historia juzgarán.

Ahora bien, sospecho que ese juicio se antoja remoto. Por lo pronto podemos examinar, lejos de los modelos fragmentarios del análisis, las razones de la visita de AMLO a Washington, y el polémico encuentro con el incendiario y antimexicano mandatario estadunidense Donald Trump.

Por ello, y para evitar enfrascarse en las atrabiliarias narrativas estomacales, sugiero que se piense esta visita como una decisión estratégica que responde a una multitud y multiplicidad de razones que convergen simultáneamente en una sola: interés nacional. Al principio juzgué –como muchos coterráneos, e infectado por los relatos de la prensa hegemónica– que la visita a Washington respondía a una convocatoria de Donald Trump, y que el presidente mexicano asistía forzadamente. Sin embargo, tal conjetura no resiste un análisis riguroso. La evidencia sugiere que el acercamiento pudo haber sido una propuesta de México: la prácticamente nula cobertura de los medios estadounidenses; el exceso de formalidad protocolaria –sin los habituales aspavientos del esperpéntico Trump–; el timing calculadamente extraelectoral de la visita; y el comportamiento virulento de los multimedia que dirigieron unilateralmente los ataques al mandatario mexicano, sin arriesgar nunca una explicación acerca de las razones de la visita y tan sólo regurgitando la delirante hipótesis del “arrastre” del voto latino en favor de Trump.

El mantra del inquilino de la Casa Blanca es: “al débil lo aplasto; con el fuerte negocio”. En este sentido, la tesis del viaje forzado –propio de un homólogo débil– es insostenible en virtud del trato inusualmente cordial que recibió en Washington. El mantra del líder tabasqueño es: “lo que le convenga a México”. Y la lectura que deslizo es esa: que AMLO resolvió efectuar el viaje con base en el criterio del interés nacional.

Propongo, por lo tanto, abordar desde tres dimensiones tal interés: economía, política, y diplomacia.

Economía

Para nadie es un secreto que la economía global está atravesando la crisis más profunda desde la Gran Depresión de 1929. Las expectativas de recuperación/crecimiento se encuentran por debajo de las vaticinadas en 2009-2010 –la última caída aparatosa de la economía. La pandemia de Covid-19 precipitó una crisis que se cocinó a fuego alto durante el último decenio. Y México arrastra asimetrías monstruosas, provocadas/acentuadas por la vorágine narco-neoliberal. El deterioro de lo público en nuestro país no tiene parangón, ni siquiera en América Latina.

Muy infelizmente, la mayoría de los analistas se enfrascaron en el folclor de la visita a Washington, y ello eclipsó la discusión de lo central.

Con el ritual protocolar de lanzamiento del Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC) se cerró la pontificada grieta entre los dos liderazgos –el del norte y el del sur del Río Bravo– de signo ideológico antagónico. Así, AMLO invoca el arribo de inversiones a México, y refrenda el compromiso con Norteamérica, en el contexto de la peor crisis del capitalismo del último siglo.

A propósito de este contexto, la experiencia mexicana contrasta dramáticamente con la primera generación de gobiernos progresistas latinoamericanos, cuyo ciclo en el poder coincidió con una elevada demanda y precios de los commodities, y aliados políticamente afines en la región. No. México no tiene ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Por primera vez en la historia, el precio del barril del petróleo se derrumbó a cifras negativas (-37 dólares); el mundo se encuentra en una crisis sanitaria y humanitaria sin precedentes; las instituciones multilaterales están en estado de coma; y las dos potencias del continente americano, Estados Unidos y Brasil, están gobernadas por ultraconservadores. Y, para imprimirle más dramatismo a este escenario apocalíptico, no olvidemos que México está preso en una jaula geopolítica (tan lejos de Dios; tan cerca de Estados Unidos), y que los neoliberales trancaron con cerradura esa jaula –80 por ciento del total de las exportaciones mexicanas tienen como destino el vecino del norte–. Es cierto que las obras prioritarias del nuevo gobierno aspiran a transformar la matriz productiva, privilegiar la producción diversificada y con mayor valor agregado. No obstante, tal proyecto discurre en las condiciones más adversas e ingratas.

A propósito de ingratos, AMLO viajó con la comitiva de oligarcas mexicanos beneficiarios del tratado “anterior”. Y sí: es acaso lo más mas difícil de tragar de la gira. Pero está claro que el cálculo responde a la intensa presión que proviene desde ese sector –el empresarial–. Presión que arreció a partir de la pandemia, e intensificada por la negativa del gobierno de rescatar a los ricos y exigir, en cambio, el pago de los impuestos que nunca antes pagaron.

En términos del principio de realidad, es un desatino presentarlos públicamente como empresarios con “dimensión social”; ahora bien, en términos del “deber ser”, es una exhortación a cejar las hostilidades domésticas, y un sonoro recordatorio –en tribuna internacional– de que la condonación de impuestos ha quedado terminantemente prohibida.

Política

La dimensión política tiene múltiples ángulos que no pienso agotar. Destaco apenas dos.

Entre la multitud de presiones que posan sobre el actual gobierno, sin duda sobresalen las conspiraciones viperinas (BOA et. al.) de la oposición política. El progresismo mexicano se distingue tristemente por el avance acelerado de la furia golpista. Asistimos a una “venezolanización” vertiginosa de la derecha, potencializada por factores exógenos tales como el fantasma del fascismo continental y la pandemia de Covid-19.

Pese a los marcados contrastes ético-políticos, AMLO y Trump tienen adversarios políticos comunes. Y se especula que éste es el otro aspecto crucial –subterráneo– de la reunión: “la exhumación del fétido expediente Rápido y Furioso” (dixit Jalife-Rahme), que involucra a los expresidentes Barack Obama y Felipe Calderón, y cuyo desvelamiento podría sepultar políticamente al inverosímil líder de la oposición mexicana: el narcotraficante Calderón Hinojosa.

En este sentido, el objetivo de la reunión era posicionar la relación político-personal entre AMLO y Trump, y con ello lanzar un potente mensaje de soberanía política al “Deporter-In-Chief” y al “Carnicero de Michoacán”, ambos enemigos declarados de México.

El otro aspecto político tiene que ver con la elección federal en Estados Unidos. Y no, no estoy hablando del “argumento cavernícola… alucinación de tipo psiquiátrico” (dixit Jalife-Rahme) de la presunta “ofrenda” del voto hispano al actual inquilino de la Casa Blanca. Si se reelige o no se reelige eso es asunto del electorado estadounidense, y no de una intrascendente visita de un presidente cuyo nombre ni siquiera conocen. ¡Ni que fuéramos Rusia!

Ahora bien, lo que sí sabemos es que Trump ganó la elección presidencial de 2016 enarbolando un discurso antimexicano. También sabemos que es volátil e impredecible, y que es capaz de decir cualquier cosa con tal de arrastrar votos. En este sentido, estamos perfectamente conscientes que otra vez puede acudir a México y los mexicanos como saco de boxeo de su campaña. Al posicionar la relación personal con Trump, y extender la “mano franca” de “amistad”, AMLO aspira a aplanar la curva de la virulencia antimexicana de la campaña electoral en puerta. Ciertamente tratándose de un energúmeno racista, el resultado es incierto. Pero la lectura de coyuntura es oportunísima: además de las presiones internas que enfrenta el gobierno, una campaña antimexicana desde el exterior –difícil de neutralizar sencillamente por la aplastante asimetría de poder– resultaría a todas luces desfavorable para México, y altamente rentable para la oposición golpista.

Insisto, la lectura de AMLO es que lo racista e incontinente nadie se lo va a quitar a Trump; sin embargo, sí es posible intentar atenuar el antimexicanismo de la campaña, a través de acercamientos diplomáticos tales como la visita a Washington.

Diplomacia

En materia de relaciones internacionales, el lema obradorista es: “La mejor política exterior es la interior”. AMLO piensa en México y sólo en México. Ergo: si decidió ir a Washington es por las razones de Estado e interés nacional que ya expuse. La entrada en vigor del T-MEC era la excusa perfecta para efectuar la visita y refrendar una política de buena vecindad y mutuo beneficio con Estados Unidos, por oposición al injerencismo y el beneficio unilateral que profesa Washington. Todas las referencias evocadas en el viaje apuntan en esta dirección.

La visita a los monumentos de Benito Juárez y Abraham Lincoln; las reseñas históricas de los más notables episodios de la relación bilateral; la exhortación a suscribir la doctrina Washington en reemplazo de la doctrina Monroe; la evocación a las aportaciones de la comunidad mexicana en Estados Unidos; la redignificación del trabajador migrante; la caracterización de México como un “amigo” en contraposición al relato del “enemigo” invasor. Todos estos elementos simbólicos/discursivos constituyen una cátedra de relaciones diplomáticas-bilaterales que pondera decididamente la cooperación binacional por oposición a la crispación del monroísmo trumpista, y responden a la intención de cauterizar, si bien sólo provisoriamente, una herida que supura a chorros.

Otra vez el “deber ser” obradorista: las indigestas señales de “amistad” encierran una invitación a que la relación bilateral discurra por los canales de la cooperación y el respeto al derecho ajeno. ¡Juárez de cabo a rabo! Acierta el doctor Lorenzo Meyer cuando dice que el discurso de AMLO es la fiel representación de una doctrina anti-Monroe.

Alberto Fernández, el presidente de la Argentina, advirtió que una tarea de los progresismos de segunda generación era corregir los errores de la primera ola. Destacó la reorientación de las relaciones con Estados Unidos. Insistió que esa relación debía transitar por los caminos del diálogo, la negociación y el entendimiento recíproco.

Considero que tal es la primera gran aportación de AMLO al progresismo latinoamericano. La diplomacia mexicana, basada en la no-intervención, la autodeterminación de los pueblos y la solución pacífica de las controversias, cosecha triunfos tangibles: evitó la invasión militar a Venezuela; salvó la vida de Evo Morales; ayudó a renegociar la deuda argentina; contribuyó a reagrupar a los liderazgos latinoamericanos alrededor del Grupo de Puebla; estableció importantes acuerdos con el Gobierno de Cuba para la contratación de médicos; y arriesgó una visita al pantano washingtoniano sin manchar el plumaje.

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