17.12.17

La excepción permanente

 

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No se trata de una lucha entre el Estado legítimo y los criminales. Lo que hemos visto y permitido con nuestra servidumbre voluntaria ha sido una masacre de más de 120 mil sin que medie orden de aprehensión, juicios ni sentencias. Otros 300 mil desplazados e igual cantidad de familiares de masacrados, amenazados, desaparecidos, muertos por tiro de gracia en fuego cruzado, que deambulan los caminos sin protección de ley alguna. Lo que ha sucedido no es sólo un problema de seguridad sino un cambio en la forma en que vemos la política y hasta dónde hemos concedido que llegara el poder. Pero, ¿qué ocurrió? Que el poder militar y policiaco ha decidido qué vidas se pueden matar sin cometer un delito. Esta política no se ha articulado entre amigo-enemigo sino entre la vida desprovista de derechos y el poder de exterminarla. El poder se colocó fuera de la ley declarando todo el tiempo aquella cantaleta de que “nadie está fuera de la ley”. Por ello, el país no se ha convertido en un tribunal o en una cárcel, sino en un campo de exterminio: el espacio de una excepción que, a fuerza de repetir el asesinato sin sanción alguna, se hizo permanente. Ahora, los propios legisladores quieren que ese territorio sin derechos, se vuelva ley.

Hay un cuento de Franz Kafka, Ante la ley, en el que un campesino espera en una silla a que un guardia le permita pasar por una puerta para ver a la ley. La entrada está abierta pero el acceso, no. El guardia le dice simplemente: “Es posible, pero ahora, no”. El campesino va envejeciendo en su silla, haciéndose enjuto, y aprende a mirar al guardia, a las pulgas de su abrigo, su nariz, como si fuera el único obstáculo entre él y la ley. El guardia le ha advertido desde el inicio que él es sólo el primero de una serie infinita de vigilantes: “Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero”. Paciente, el campesino espera y, cuando ya está a punto de morir, se le ocurre preguntarle al custodio por qué, si la justicia es para todos, nadie más se ha presentado ante la puerta de la ley. El guardián le responde y con esto termina el cuento: “Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré”. No hay en el cuento una prohibición para entrar puesto que la puerta está siempre abierta. Lo que hay es un aplazamiento. El campesino decide no decidir entrar, y por eso sólo espera. En 1985, el filósofo Jacques Derrida hizo una conferencia sobre el cuento de Kafka donde establece el misterio de las leyes, “que no se tocan ni se entra en ellas, sino que sólo les descifra incesantemente”: los dos personajes sirven a la ley al quedarse uno frente al otro. La ley es lo que, entre ellos, “difiere su acceso a sí misma”. Su enigma es que existe sólo entre las caras detenidas, una ante otra, del campesino y el guardián.

El estado de excepción en el que hemos vivido en la última década implica que la ley rige sólo en la ficción de su propia disolución. Por lo tanto, se le suspende cuando se le considera diluida, y es el soberano –el militar o el ejecutivo civil– el que decide lo que es necesario hacer: suspender la ley quebrantada para ejercer un acto de violencia. Esta “necesidad” es la posibilidad no condicionada de cualquiera de nosotros de recibir la muerte, ahora incluida en el orden político, pero sin territorio legal alguno. Thomas Hobbes no consideraba que el “estado de naturaleza” fuera una etapa histórica, sino un principio de violencia dentro del Estado mismo. Ese “hombre-lobo del hombre” vivía dentro del soberano cuando decidía hacer indiferente la violencia de la ley.

Es por lo menos curioso que las historias de los hombres lobo se den en ese terreno de la indiferencia –la puerta abierta de la ley– entre violencia y derecho, naturaleza y cultura, bandidos y autoridad. En Platón, por ejemplo, la leyenda del Zeus Liceo en La República es la de cuando un soberano protector se transforma en tirano: “Quien prueba las vísceras humanas se transforma en lobo, de igual manera en que el jefe del demos, viendo la multitud devota y a sus órdenes, no sabe abstenerse de la sangre de los hombres de su tribu”. Plinio El Viejo ya había advertido que esa metamorfosis del soberano en lobo era temporal –como el estado de excepción– y que, si no retornaba a su ropaje humano, se aconsejaba asesinar al tirano. Su muerte violenta será, desde siempre, más que un homicidio, un “magnicidio”. Pero la del bandido, la del campesino ante la puerta abierta de la ley, menos, mucho menos que un crimen. Fue en la Roma que luchaba entre seguir siendo república o dictadura, donde se hizo extensivo el poder de la patria potestad a la ciudad. Cuenta Valeriano Máximo que Bruto ejerció su poder absoluto en el ámbito de su hogar matando a sus hijos y que, en compensación, “adoptó al pueblo romano”. El de Bruto es un poder que amenaza de muerte al resto de los ciudadanos sin cometer delito alguno. Nos hace pensar cómo el término “padre de la patria” tiene, en su origen, algo de siniestro. Bruto acabará, como se sabe, por ser parte de la conspiración para asesinar a Julio César, que se convirtió en dictador a partir de un estado de excepción justificado en una guerra civil contra Pompeyo. Fuera de cualquier jurisdicción, tanto Bruto como César no cumplen con una ley que está ya suspendida. Si se cometían atrocidades, éstas ya no dependían del derecho, sino de la ética personal de quien tenía ante sí la posibilidad o no de cometerlas.

Hay pues una nueva indiferencia en el estado de excepción: entre derecho y hecho. Lo que se hace se toma como ley. Todo puede considerarse un peligro y una amenaza a la “seguridad interior”. También cualquier acción puede ser justificable como “necesaria”. En 1933, Carl Schmitt, el filósofo del derecho nazi, hacía notar en Estado, movimiento, pueblo, que el Estado hitleriano no podría existir sin la introducción de la ambigüedad en la letra de las leyes. Resalta que términos como “motivo urgente”, “caso de necesidad”, “buenas costumbres”, “seguridad y orden público” y, por supuesto, “peligro inminente”, no remiten a una norma sino a una situación. Es, entonces, “una norma que decide sobre el hecho mismo que decide su aplicación”. Piénsese en el término “Schutzhaft” que, en la Alemania nazi, quería decir “custodia protectora”. Los judíos eran agrupados para protegerlos de “la amenaza” de los ataques raciales. Con los años, esa “protección” se transformó en los campos de exterminio. El hecho se transformó en derecho y éste en una zona de indiferencia entre la vida y la muerte, la política y la violencia, la libertad y la seguridad. Todo fue posible gracias a la redacción, en 1919, en la Constitución de la República de Weimar:

Art. 48. El Presidente del Reich puede, cuando la seguridad pública y el orden estén gravemente perturbados o amenazados, tomar las decisiones necesarias para el restablecimiento de la seguridad pública, en caso de necesidad, con el auxilio de las fuerzas armadas. Con esta finalidad puede suspender provisionalmente los derechos fundamentales consagrados en esta Constitución.

Pero, ¿qué pasa con nosotros, los campesinos de Kafka a las puertas de la ley? Vivimos una renovada ambigüedad entre la vida y la política. Nuestras existencias dependen de si se legaliza o prohíbe una sustancia, de si se considera “necesaria” la acción militar en donde vivimos, transitamos o protestamos. Las operaciones militares tienen esa confusión rentable entre vida y muerte: lo mismo ayudan a vacunar o a rescatar de una inundación que a asesinar sin cometer delito alguno. “Pueblo” es un término que nos designa tanto a los que nos constituimos como sujetos de derechos, como a quienes, de hecho, estamos excluidos de la política y, cada vez con más frecuencia, de los derechos. Somos los que no pertenecemos al conjunto en el que estamos incluidos. Somos la identidad que se define a partir de cómo se nos excluye. Hemos de morir, esperando en una silla, en el momento en que se cierre nuestra única puerta.

16.12.17

Estado de excepción... Disolución Social

 Ricardo Orozco

III

Siguiendo su tránsito legislativo en el constituyente permanente, el proyecto de Ley de Seguridad Interior avanzó, este jueves 14 de diciembre, hasta el trámite de discusión y votación plenaria, luego de su aprobación en las Comisiones Unidas de Gobernación, de Defensa Nacional, de Marina y de Estudios Legislativos Segunda. Llegada a este punto, y derivado de las manifestaciones de inconformidad que la sociedad civil ha mostrado de cara a las disposiciones del texto, el proyecto que la Cámara de Diputados había aprobado en días pasados ya no es el mismo que ahora el pleno del Senado se prepara a legislar. Pero no lo es sólo en la forma, pues las diversas disposiciones que se modificaron únicamente sustituyeron unos eufemismos por otros, manteniendo íntegro su contenido normativo.

La primera de estas alteraciones tiene que ver con la referencia explícita que se hacía en el texto al contenido del proyecto como materia de Seguridad Nacional. Y es que, lo que antes indicaba que: «Las disposiciones de la presente Ley son materia de Seguridad Nacional» , ahora manifiesta que: «Sus disposiciones [de la Ley] son materia de seguridad nacional en términos de lo dispuesto por la fracción XXIX-M del artículo 73 y la fracción VI del artículo 89 de la constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de seguridad interior» . La cuestión aquí es, no obstante, que pese a la nueva redacción el contenido de la Ley como derivación de la Ley de Seguridad Nacional no cambia en absoluto, ni siquiera acota su ámbito de acción y competencias .

Y es que, en estricto, las fracciones referidas remiten, por un lado, a las facultades del Congreso «para expedir leyes en materia de seguridad nacional, estableciendo los requisitos y límites a las investigaciones correspondientes»; y por el otro, a las del presidente de la república para «preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación». Es decir, que mediante un largo rodeo en el que una disposición remite a otra, pero siempre correlativa, normativa de la misma materia, se mantiene el objetivo de hacer de las cuestiones de seguridad pública, ciudadana, objeto de regulación de la Ley de Seguridad Nacional , afianzando el rol de las fuerzas armadas en la ejecución de dicha Ley.

El segundo cambio de redacción importante tiene que ver con las disposiciones del artículo séptimo de la Ley, uno de los que más han preocupado a la sociedad civil, en general, y a diversas instancias encargadas de velar por los derechos humanos en el país , en particular. En la redacción anterior, este artículo establecía, en su párrafo segundo, que: «En los casos de perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, y cuya atención requiera la suspensión de derechos, se estará a lo dispuesto en el artículo 29 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y leyes respectivas».

Y lo cierto es que se considera una de las disposiciones más sensibles y preocupantes del proyecto porque abre la puerta, de par en par, a la posibilidad de repetir la persecución política que en el siglo XX se justificaba a través del delito de Disolución Social ; empleado por el Gobierno Federal para perseguir, criminalizar, incriminar, desaparecer y asesinar a cualquier ciudadano que le fuera incómodo para el desarrollo de sus intereses —y fuente, también, de las protestas que condujeron al 68 mexicano, movimiento por el que se logró la derogación de los artículos que fundamentaban dicho delito, el 145 y 145 Bis del Código Penal.

Es decir, es una disposición en la que el contenido moral fundado en ella es tan sólido, tan hermético y conservador que, así como en el siglo XX cualquier acto ciudadano que el Gobierno considerara que ponía en peligro u obstaculizaba el funcionamiento de sus instituciones, o que simplemente se consideraba que propagaba el desacato a los deberes cívicos , así ahora cualquier evento que las instituciones del Gobierno Federal consideren, de manera arbitraria, como una perturbación grave de la paz pública , o que ponga en grave peligro o conflicto a la sociedad, pasa a justificar no sólo el empleo de las fuerzas armadas para disolver ese evento, sino que, además, legitima la suspensión de derechos en la población objetivo.

En la nueva redacción del proyecto, este párrafo fue eliminado, mientras que en el párrafo primero se introdujeron algunos términos que dan la impresión de reforzar los límites de acción de las fuerzas armadas, por medio del recurso a un amplio abanico de instrumentos garantes de los derechos humanos. De tal suerte que el artículo ahora queda con un solo párrafo que establece: «Los actos realizados por las autoridades con motivo de la aplicación de esta Ley deberán respetar, proteger y garantizar en todo momento y sin excepción, los derechos humanos y sus garantías, de conformidad con lo dispuesto por la Constitución y los tratados internacionales y los protocolos emitidos por las autoridades correspondientes».

El problema aquí es que, a pesar del énfasis que se hace en el respeto, la protección y garantía de los derechos humanos, en términos de lo dispuesto por el artículo primero de la Ley, y de diversas disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional, ese respeto, esa protección y garantía dejan de ser válidas en el momento en que el titular del Ejecutivo, con el aval del Congreso, considere que hay una amenaza , un peligro o apenas una perturbación grave a la sociedad, en general; o a la paz pública, en general. Y es así porque tales disposiciones están subordinadas al artículo 29 de la Constitución, mismo en el que se establece que la respuesta ante tales eventualidades será la de «restringir o suspender en todo el país o en lugar determinado el ejercicio de los derechos y las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación» .

Y si bien es cierto que en el siguiente párrafo del art. 29 constitucional (modificado en los términos aquí expuestos el diez de febrero de 2014) se hace mención de los derechos y las garantías que no se podrán suspender, también lo es que las líneas citadas arriba anulan esas excepciones, pues expresamente se establece que se deberán suspender los derechos y las garantías que fuesen obstáculo. Da manera tal que cuando la libre circulación de las personas, el derecho de asociación o de libre expresión, por mencionar algunos ejemplos, constituyan —de conformidad con los estándares morales y de gobernabilidad de la administración en turno—, un peligro, una amenaza o una perturbación deberán suspenderse para hacer frente a la situación de manera rápida y fácil (sí, la Constitución también cuenta con contradicciones importantes).

Es aquí, quizá, en donde se concentran las mayores incomprensiones de la sociedad civil, en favor del proyecto de Ley, sobre los peligros que éste representa para el conjunto poblacional. Y es que, en última instancia, lo que parece estarse olvidando al observar este punto (si es que se lo observa en absoluto), es que la construcción social de los enemigos, la invención de las amenazas, los peligros y las perturbaciones, además de ser asuntos por entero discrecionales, relativos a la moral y a los intereses imperantes en las personas al frente de las instituciones gubernamentales cada sexenio, no precisan de su tipificación en algún código o ley para ser efectivos.

¿Acaso no es la historia de la guerra sucia, de la represión y el despojo de las comunidades originarias la historia de individuos y comunidades que representan un peligro para los intereses económicos en turno? ¿No es la historia de los movimientos obreros la historia de cómo un trabajador reclamando sus derechos sociales es motivo de represión gubernamental, de desaparición, de asesinato o, en el mejor de los casos, de despido? ¿No es la historia de los movimientos estudiantiles la historia de cómo un adolescente inscrito en una institución de educación pública pasa a representar un guerrillero en potencia o un anarquista en las narrativas de la administración pública federal? ¿Y no es la historia de la sexualidad la historia de hombres y mujeres que por sus preferencias afectivas constituían una aberración para los valores cristianos imperantes en el tejido social?

Los ejemplos son muchos, y cada uno de ellos es tan arbitrario como los demás. El que hoy algunos sectores de la población ya no constituyan un peligro para el orden, la paz y la estabilidad públicos no garantiza que en un futuro, próximo o lejano, no lo vuelvan a ser, con las mismas estrategias discursivas o con otras. ¿Qué pasa cuando las manifestaciones por cuarenta y tres estudiantes desaparecidos por las fuerzas armadas se convierte en motivo de expresiones de repudio y resistencia a nivel nacional? ¿Qué pasa cuando el asesinato anual de miles de mujeres se convierte en motivo de protestas sociales frente a la inacción del gobierno? ¿Qué pasa cuando una agenda de reformas estructurales se convierte en motivo de rechazo por sendos sectores poblacionales en todo el territorio nacional?

Entre los cambios al proyecto de Ley realizados por el senado, de la redacción del artículo octavo se eliminó la adjetivación «pacíficamente» «Las movilizaciones de protesta social o las que tengan un motivo político-electoral que se realicen de conformidad con la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, bajo ninguna circunstancia serán consideradas como Amenazas a la Seguridad Interior, ni podrán ser materia de Declaratoria de Protección a la Seguridad Interior» .

Pero lo cierto es, no obstante, que pese a haber eliminado esa condicionante, la latencia de incluir en la constitución aún más candados de los que ya existen para la libre manifestación de las inconformidades sociales no se suprime, sólo se la disimula, bajo la pretensión de que al apelar a la Constitución todas las garantías están salvaguardadas —aunque sea en la propia constitución en donde se fundamentan las condiciones del estado de excepción.

Estado de excepción que se edifica, justo, sobre diversas eventualidades que en tiempos y espacios específico, de acuerdo con necesidades gubernamentales definidas en su particularidad histórica, constituyen excepciones por sí mismas. Es decir, u n estado de excepción en el que la regla de dicha excepcionalidad se funda en la posibilidad de hacer de cada individuo, de cada comunidad y de cada situación una excepción a la justicia. Y es que si bien es cierto que los márgenes de acción del ejército, hasta el momento, no se dan en un ámbito de sistematicidad generalizada, en donde el grueso de la población ya cuente con alguna experiencia de abusos por parte de las instancias castrenses del Estado, también lo es que no por ello debe obviarse, excluirse, olvidarse, invalidarse o invisibilizar toda una historia de abusos.

Y abusos, por supuesto, que no es que hayan ocurrido porque las fuerzas armadas no contaban con un marco normativo para regular sus actividades. ¿Si no contaban con un marco normativo para realizar tareas de seguridad pública, por qué, en principio, no se esperó a contar con tal marco antes de sacar a los efectivos de sus cuarteles? La guerra sucia en México, aún vigente en todas aquellas comunidades que se resisten al despojo de sus recursos naturales, es el claro ejemplo de que los enemigos del Estado, son muchos, aunque estos tiendan a ser tradicionalmente los mismos, y es, también, la historia de cómo aún en la ilegalidad, en la carencia total de marcos regulatorios que legalicen su actividad, esa excepción a la norma constituye, de facto, una normalidad de la excepción.

Q ue no se requiera experimentar en carne propia, en la historia de vida de uno mismo, los abusos del ejército para caer en la cuesta de que esos abusos ya fueron cometidos y se continúan cometiendo en otros espacios, en contra de otros individuos y otras poblaciones. Y es que, en el momento en que se llegue a ese nivel de generalidad la Ley que regule la militarización será la menor de las preocupaciones, como las leyes vigentes lo fueron en los regímenes militares de toda América en el siglo XX.

12.12.17

Estado de excepción... Seguridad Nacional: última ratio

Ricardo Orozco

II
Si se parte de comprender, por un lado, que el elemento sobre el cual se funda la militarización de cualquier sociedad es el de introducir a los individuos que la componen en un marco relacional dominado por una racionalidad, una lógica, de tipo castrense; y por el otro, que todo corpus normativo, legal, es una síntesis de una particular manera de razonar la realidad, de organizarla, construirla y comprenderla; la primera consecuencia analítica que se obtiene es que si bien los procesos de militarización de la vida en sociedad no requieren de leyes o constituciones a modo, una vez que éstas existen —ya como mandatos constitucionales, como leyes generales o reglamentarias—, el desplazamiento que se produce no es el de una simple sustitución de lo fáctico por lo legal y lo legítimo, sino el de la fundación de un estado de excepción permanente.

En este sentido, a lo que se punta con denominar a un cuerpo social como sociedad militarizada —teniendo como fundamento de dicha militarización el despliegue, en distintas escalas espaciales y temporales, y a través de diferentes dispositivos de poder, una racionalidad específica, privativa, de las fuerzas armadas—, es al reconocimiento de que la forma y el sentido organizativos de las relaciones sociales, de las pautas de convivencia cotidianas entre sujetos individuales y colectivos se encuentran dominados, colonizados, por rasgos que, como generalidad (abstracta) no se encuentran en el desarrollo civil de dicha socialidad.

Es decir, así como la organización y el sentido de las relaciones sociales en una población en la que se privilegian la equidad entre los géneros y la aceptación de la diversidad en el ejercicio de la sexualidad de los individuos no son los mismos que en aquellas colectividades en las que un género se subordina a otro y el desarrollo de la sexualidad se da en términos estrictamente hetero; así también el sentido y la forma organizacional de una sociedad en la que las nociones de seguridad se encuentran articuladas a la idea de construir y eliminar enemigos no son los mismos que los de aquellas en las que los objetivos de la seguridad no constituyen Otredades. Y es que no únicamente las maneras de comprender la problemática en cada uno de los polos son divergentes, sino que, además, sus procesos de construcción, las corrientes discursivas que los estructuran, los canales de poder que se emplean para abordarlo y los medios por los cuales circulan no son los mismos.

Ahora bien, identificar estas diferencias entre las distintas lógicas, racionalidades, que determinan la organización y el desarrollo de las relaciones de convivencia entre individuos y colectividades es imprescindible para mostrar por qué la Ley de Seguridad Interior, en trámite legislativo en el Congreso mexicano, sí constituye, tanto en su generalidad como en sus disposiciones particulares, la cristalización de una profunda y sostenida dinámica de militarización de la vida en sociedad, en el marco del despliegue y mantenimiento de una guerra en contra del narcotráfico.

Así pues, el primer rasgo que no se debe perder de vista es que, a pesar de los esfuerzos realizados por el Gobierno Federal —y sus ideólogos— para mostrar a la Ley como un cuadro normativo destinado a la reglamentación de las fuerzas armadas nacionales en las tareas de seguridad pública, el contenido de la misma es, en realidad, materia de seguridad nacional. La denominación de la propia Ley y de la materia que se supone pretende regular, como dominio de Seguridad Interior, se deben, de hecho, a la pretensión de realizar una distinción efectiva entre tres ámbitos muy específicos en los términos de lo que se entiende por seguridad: a) pública, b) nacional, c) interior; mismos que, en la práctica, se rigen por lógicas relativamente diferenciadas justo por sus órdenes normativos.

El artículo primero del texto, por lo anterior, expresa que la Ley «tiene por objeto regular la función del Estado para preservar la Seguridad Interior, así como establecer las bases, los procedimientos y modalidades de coordinación entre los Poderes de la Unión, las entidades federativas y los municipios, en la materia». Porque la idea, aquí, es establecer que el campo de Seguridad Interior es una unidad en sí misma, diferente (aunque interconectada) con esas otras dos unidades, con mecanismos regulatorios y dispositivos de poder propios, que se refieren a la seguridad pública y a la seguridad nacional.

El problema es, no obstante, que en el párrafo segundo de la Ley se establece, de manera explícita, que «las disposiciones de la presente Ley son materia de Seguridad Nacional» , lo que significa que, para todos sus efectos, prácticos y normativos, la Seguridad Interior es apenas un subconjunto, una derivación o modalidad particular de aquella.

Y es que si bien es cierto que la Ley, en su artículo segundo, ofrece una definición de Seguridad Interior que busca distanciarla —aunque sea sólo en apariencia— de aquella que corresponde a la seguridad nacional, también lo es que, en estricto, ambas leyes se complementan, antes que fundar ordenes de acción diferenciados.

El artículo segundo de la Ley de Seguridad Interior, en este sentido, define a la misma como: «la condición que proporciona el Estado mexicano que permite salvaguardar la permanencia y continuidad de sus órdenes de gobierno e instituciones, así como el desarrollo nacional mediante el mantenimiento del orden constitucional, el Estado de Derecho y la gobernabilidad democrática en todo el territorio nacional. Comprende el conjunto de órganos, procedimientos y acciones destinados para dichos fines, respetando los derechos humanos en todo el territorio nacional, así como para prestar auxilio y protección a las entidades federativas y los municipios, frente a riesgos y amenazas que comprometan o afecten la seguridad nacional en los términos de la presente Ley».

En el artículo tercero de la Ley de Seguridad Nacional, por su lado, se entiende por ésta: «las acciones destinadas de manera inmediata y directa a mantener la integridad, estabilidad y permanencia del Estado Mexicano, que conlleven a: i) La protección de la nación mexicana frente a las amenazas y riesgos que enfrente nuestro país; ii) La preservación de la soberanía e independencia nacionales y la defensa del territorio; iii) El mantenimiento del orden constitucional y el fortalecimiento de las instituciones democráticas de gobierno; iv) El mantenimiento de la unidad de las partes integrantes de la Federación señaladas en el artículo 43 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; v) La defensa legítima del Estado Mexicano respecto de otros Estados o sujetos de derecho internacional; y, vi) La preservación de la democracia, fundada en el desarrollo económico social y político del país y sus habitantes».

Por su objetivo principal, el objeto general de su regulación, ambas Leyes están orientadas, estrictamente, al mantenimiento funcional y la permanencia del Estado mexicano tal y como éste existe en la actualidad; lo que, de entrada, implica que cualquier situación, sujeto y evento que sea susceptible de ser considerado —por el Estado mismo— como una amenaza que ponga en peligro su funcionamiento y existencia, ya es, de suyo, objeto de aplicación de ambas normatividades. Una y otra Ley se superponen, se refuerzan, se doblan, se comprimen sobre ellas mismas.

Y si se omiten, por el momento, las disposiciones referentes a las amenazas extranjeras y se diseccionan las redacciones de ambos cuerpos normativos, se tiene que la efectividad en mantener y asegurar la permanencia y la continuidad del Estado mexicano se encuentra determinada por, y subordinada a, la efectividad que se tenga en salvaguardar la permanencia y la continuidad, asimismo, de a) sus órdenes de gobierno e instituciones; b) el desarrollo nacional; c) el Estado de Derecho; d) la gobernabilidad democrática; e) la defensa del territorio; f) el mantenimiento del orden constitucional; g) el mantenimiento de la unidad de las partes integrantes de la federación; y, h) la preservación de la democracia, fundada en el desarrollo económico social y político del país y sus habitantes.

Los riesgos para la sociedad mexicana que supone el lograr dichos objetivos, por tanto, son varios, y todos igual de preocupantes.

En primer lugar, las disposiciones relativas a las territorialidades coloca como amenazas, tanto de Seguridad interior como nacional, a las autonomías indígenas, que aunque tienen su propia reglamentación que les confiere el estatus de autonomías integrantes de la unidad territorial nacional, cuando esa autonomía escapa a la subordinación en la que la mantiene la ley, respecto de las estructuras municipales y estatales —como en el caso de las poblaciones autogestivas, del tipo de las comunidades zapatistas—, aquellas son integradas, como ya lo están, a la Agenda Nacional de Riesgos, elaborada por los servicios de contrainsurgencia del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN).

La suspensión de garantías, el despliegue de efectivos militares, su intervención y su empleo en contra de poblaciones de este tipo, en tal sentido, pasa su justificación por estas nociones, como ya ocurre, de facto, en los casos en que es preciso que el Estado se apropie de sus territorios para insertarlos en las cadenas de producción internacionales.

En segunda instancia, las disposiciones en torno de la gobernabilidad, de la democrática y del desarrollo nacionales están articuladas, en términos de supeditación, al grado de estabilidad que se perciba en la actividad económica impulsada por el Estado mexicano. La propia noción de «preservación de la democracia», definida en la Ley se Seguridad Nacional como una condición fundada en el desarrollo económico del país refiere a la compresión de la democracia como un orden estrictamente económico, productivo/consuntivo, que, a su vez, con base en la experiencia histórica de los últimos seis sexenios, no tiene otra orientación que no sea de corte neoliberal.

De aquí que, en última instancia, Seguridad Interior y seguridad nacional terminen afirmando su campo de acción a través del objetivo de asegurar el despojo territorial, la privatización de la actividad productiva/consuntiva, la especulación financiera, el desmantelamiento de las prerrogativas de seguridad social, etc., cuando la política económica del gobierno en turno considere que el desarrollo del país se encuentra en peligro —lo que ya es tan arbitrario como la racionalidad detrás de la agenda de desarrollo del gobierno lo es. Intereses económicos en turno son identificados, así, con la estabilidad y la permanencia del Estado. Es el rubro en el que se inscriben las resistencias al modelo productivo neoliberal, a la apropiación de los medios de producción, al desarrollo de proyectos de infraestructura en poblaciones autónomas y al extractivismo de recursos naturales como amenazas al Estado en ambas nociones de seguridad.

En tercera instancia, se encuentran las disposiciones que tienen que ver con la institucionalidad y la legalidad del Estado, preceptos en los que la disidencia, la oposición y las políticas de las alternativas figuran como los fenómenos arquetípicos de las amenazas en contra de la racionalidad del Estado.  Pero una disidencia, una oposición y unas alternativas que no pasan por las formas de la corrección política que se constituyen en partidos políticos, o similares y derivados, sino que atraviesan la manera de hacer política, en general; y la organización de su órdenes y escalas, en particular.

Es decir, son disposiciones en las que no únicamente se pone en juego la legitimidad, como aceptación popular, de las distintas legalidades que el constituyente permanente funda en su accionar, sino que, además, cuestionan de manera aún más profunda la razón de ser y el telos, la finalidad, de su existencia. El énfasis que se hace en ambas leyes, por lo anterior, no es arbitrario ni azaroso: el objetivo es mantener el status quo, la vigencia actual de las estructuras, divisiones y jerarquías que permiten la reproducción del capitalismo moderno ; esto es, la vida en sociedad debe mantenerse, de acuerdo con estos imperativos, en un estado de coagulación permanente.

Así pues, se comprende que ya desde el primer artículo del proyecto de Ley de Seguridad Interior los asedios que se yerguen sobre la población civil mexicana son bastantes y reiterativas, redundantes —pero al mismo tiempo complementarias— de aquellas que ya en ese otro texto que compone a la Ley de Seguridad Nacional se prefiguran. De tal suerte que, en una primera aproximación, se obtiene que el proyecto de Ley en proceso se orienta en la tarea de desagregar las disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional a los campos específicos de la seguridad pública, subsumiendo a ésta en los objetivos de aquella a través del velo de una nueva nomenclatura.

El Estado, una vez más, se afirma a sí mismo como la ultima ratio de la vida en sociedad, el punto de culminación de la socialidad humana dentro de la cual —como lo mostró a la civilización entera el fascismo de mediados del siglo XX— queda todo, pues fuera de su racionalidad y en contra de la misma, queda la nada.

Estado de excepción... la militarización de México


Ricardo Orozco

I

Uno de los principales mitos del funcionamiento del sistema político mexicano menos cuestionado afirma que las instituciones militares nacionales (Ejército, Marina y Fuerza Aérea) son entidades por completo abstraídas del funcionamiento general de aquel; esto es, instancias real y verdaderamente aisladas de los causes de la política en sus órdenes federal, estatal y municipal. Gran parte de la naturaleza mítica de esta creencia, y de su incuestionable verdad, por supuesto, se debe al hecho de que una y otra tienen su origen en la historia del partido hegemónico (ya como Partido Revolucionario Institucional), y en las prácticas simbióticas de éste con el andamiaje estatal.

Y lo cierto es que aunque el 68 mexicano y la sistemática eliminación de las poblaciones originarias del país, por un lado; tanto como la guerra en contra del narcotráfico, en tiempos más recientes, por el otro; dan cuenta del poder efectivo que las corporaciones castrenses ejercen en la determinación del desarrollo de vida social cotidiana de los mexicanos; los recuerdos de la supresión del sector militar de la estructura interna del partido y de la consolidación del carácter civil de los funcionarios en cargos de elección popular, en conjunto con una narrativa estable construida alrededor de dichas instituciones como representativas de las glorias de la independencia nacional, del rechazo a la intervención extranjera, de la forja y la herencia de la revolución y de la ayuda ante contingencias humanitarias; son lo suficientemente sólidos como para objetivar al nacionalismo más dogmático e intransigente en el culto a la figura del marino y del militar como personificación de la lealtad, el honor, el valor y la gloria de una nación.

En este sentido, aunque gran parte del mito se articula alrededor de una lógica en la que si el ejército y la marina no tienen presencia pública, ni incide en los procesos de toma de decisiones (fuera de sus ámbitos de competencia en materias de seguridad y defensa) de manera institucional, es porque las instancias castrenses del Estado, en realidad, no cuentan con ningún poder real sobre la manera en la que se gobierna a la sociedad. Es decir, en esta manera de comprender el papel de las fuerzas armadas, éstas son relativas sólo en la medida en que, por un lado, tienen presencia pública; y por el otro, su participación a nivel gubernamental es cualitativa y, sobre todo, cuantitativamente, superior a los niveles que los asuntos de seguridad y defensa requieren. Por supuesto, comprender así a las instituciones militares —de México o de cualquier otro Estado— pierde de vista que de todas las instituciones formalmente constitutivas del andamiaje gubernamental, en particular; estatal, en general; son éstas las únicas que cuentan con las capacidades y las potencialidades estratégicas, tácticas y operativassuficientes como para derribar, ocupar, alterar, bloquear, cambiar y (re)fundar no sólo los órdenes institucionales vigentes, sino el conjunto de los elementos sobre los cuales se fundamenta la estatalidad en cuestión; sin la necesidad de contar con un mandato jurídico establecido o de la aceptación poblacional.

No es azaroso, por lo anterior, que ante cada renovación del andamiaje gubernamental, ya sea en periodo electoral o post-toma de posesión, uno de los primeros elementos de legitimidad y aceptación que se busca obtener o ratificar, sea el de la adhesión de las fuerzas armadas al proyecto de gobierno en cuestión. Y es que, en el fondo de esa aceptación por parte de las entidades castrenses, lo que los gobiernos civiles buscan es afianzarse para sí y su proyecto gubernamental la certeza de que su administración no se encontrará con ningún tipo de resistencia armada, pero no sólo, pues también es importante afirmar la idea de que luego de su investidura sus personas no serán agredidas y sus administraciones no serán depuestas por un Golpe de Estado —piénsese en la historia de América Latina, de la década de los años cuarenta hacia adelante, para ilustrar estas palabras.

Ahora bien, si se comprende que el ejercicio de poder de las fuerzas armadas, su capacidad de determinar políticas exteriores y públicas, programas de gobierno y agendas administrativas, etc., no se encuentra en la cobertura mediática que éstas reciben en el día a día, ni en su participación en eventos públicos y gubernamentales o en asuntos de otras instancias constitutivas del Estado, sino en sus probabilidades reales de tomar el control directo de esas otras instancias y de hacer valer su propia racionalidad sobre el funcionamiento del Estado-nacional en cuestión, se tiene que lo profundo de la participación de los efectivos militares en las tareas seguridad propias de las corporaciones civiles, así como el marco legal sobre el cual aquellos fundamenten su actuar incrementarán las potencialidades de la milicia por encima de los controles civiles.

Un sexenio de guerra en contra del narcotráfico: con un amplio y penetrante despliegue de gran parte de las capacidades estratégicas, tácticas y operativas del ejército, la fuerza aérea y la marina en el espacio público, sustituyendo a las corporaciones civiles en materia de seguridad, multiplicando el financiamiento que reciben año con año, mejorando su poder de fuego cuantitativa y cualitativamente, disponiendo de mayor infraestructura y recursos administrativos, etc.; por ejemplo, es uno de esos eventos por medio de los cuales las entidades castrenses tienden a exponenciar no sólo sus márgenes de maniobra en cuanto tales, sino la magnitud del ejercicio de poder que de manera efectiva ejercen sobre los órdenes de gobierno que ocupan.

Por este motivo, teniendo como marco contextual la continuidad que el gobierno de Enrique Peña Nieto dio a la política antinarcóticos de Felipe Calderón y Vicente Fox, los recientes eventos en torno de la aprobación de una Ley de Seguridad Interior no es un asunto menor, pero sí, un asunto de militarización legal, institucionalmente legitimada, de toda una sociedad. Porque aunque los intentos por discutir a dicha legislación como una antítesis de cualquier noción que se aproxime a las experiencias de Pinochet, en Chile; de Banzer, en Bolivia; de Stroessner, en Paraguay; de Videla, en Argentina; de Bordaberry, en Uruguay; de Castelo Branco, en Brasil, etc., habida cuenta de que la Ley otorgaría a las fuerzas armadas un marco normativo que legitime y garantice la legalidad de sus actos, lo cierto es que tanto por los actos hasta ahora cometidos por efectivos militares como por el contenido de la propia legislación lo que se está poniendo en juego es el grado de determinación que el fenómeno de la guerra contra el narco —y no la pura presencia de la milicia en las calles, per se— tendrá en la cotidianidad de la vida de los mexicanos.

En este sentido, la primera noción que se debe rechazar como sentido común explicativo del fenómeno que se encuentra en curso en el proceso de aprobación de la Ley es quemilitarización no es sinónimo de dictadura militar —entendiendo a esta última noción en los términos en que se usa para designar a los gobiernos latinoamericanos arriba mencionados. Es decir, para argumentar que en México se está instaurando un régimen militarizado no es preciso que en el gobierno federal se instaure a una personalidad como la de Pinochet o la de Stroessner, porque la realidad es que el elemento que funda y define a un régimen de militarización de la vida en sociedad no es tanto la personalidad a cargo de las principales magistraturas del Estado, sino el tipo de relaciones sociales que se introducen y sostienen a partir del despliegue sí de los efectivos castrenses, pero también, y sobre todo, de su particular racionalización.

Un dato que no se debe perder de vista, por lo anterior —y al margen del hecho de que desde 2012 cada entidad de la república mantiene, en algún grado, las estructuras propias de los operativos conjuntos (piedra de toque de la estrategia de despliegue militar de Felipe Calderón) como base de apoyo para las tareas de inteligencia, seguridad y defensa en contra de la delincuencia—, es que aunque las corporaciones estatales de policía de las treinta y dos entidades federativas se encuentran comandadas por efectivos militares (en activo o retirados de la milicia), no es la presencia del efectivo al frente de la institución lo que funda el régimen de militarización, sino la forma en la que los diversos actores del cuerpo social se relacionan entre sí a partir de un particular disciplinamiento territorial, espacial, temporal, social, administrativo, etc., de corte militar.

Y es que, a la comandancia de policías civiles por parte de efectivos castrenses se deben sumar, por lo menos, tres rasgos más para comprender el punto de la militarización en curso en México: a) que luego de la purga emprendida por Felipe Calderón en las policías estatales y municipales (continuada por Enrique Peña Nieto, también), los vacíos que se formaron fueron rellenados por la trasferencia de soldados y marinos a esas instancias para desempeñarse como policías estatales y municipales; b) el modelo de entrenamiento, en sus niveles estratégico, táctico y operativo, de las instituciones de seguridad pública, en general, se mantiene bajo el esquema de profesionalización militar; es decir, bajo los lineamientos dentro de los cuales entrenan las propias fuerzas armadas; c) hasta 2015, las treinta y dos legislaciones locales en la materia (así como la federal) se modificaron para sincronizarse con las demandas del combate directo y armado a la delincuencia organizada.

Es decir, tomando los tres elementos anteriores en su conjunto es posible observar que ya está en operaciones una racionalidad, una lógica y una legalidad propias de la manera de proceder de las milicias en materia de inteligencia, seguridad y defensa. Y aquí, aunque es cierto que la profundidad de estos cambios no es tan homogénea, generalizada ni profunda para cada uno de los casos en los que se despliegan, también lo es que este esquema es apenas una parte que se conjunta con una saturación conformada por la copresencia de marinos, soldados, gendarmes, policías federales, grupos paramilitares, sicarios, etc., esto es, la militarización del país no se está efectuando sólo por un frente, sino por varios.

Discutir si fue primero la delincuencia organizada en sicariato o si lo fue la salida de los militares de sus cuarteles rebasa la presente argumentación, sin embargo, lo que queda claro es que la relación que existe entre uno y otro lado de la ecuación es recíproca, y cada año se va profundizando y escalando en términos cualitativos y cuantitativos; toda vez que un incremento de elementos o una mejora en su potencia de fuego o en su organización operacional supone el imperativo de compensar y rebasar en el otro lado. De aquí que los niveles de violencia desplegados por el ejército siempre se corresponden con un incremento de parte de los sicarios, y viceversa. Ahora bien, ¿si la militarización del país ya se había echado a andar desde los sexenios panistas en la presidencia de la república, que diferencia o elemento nuevo se supone que introduce la legislación en proceso de aprobación? ¿No daría lo mismo que se apruebe o que todo se quede tal y como está si, después de todo, el contenido de la ley ya ocurre de facto? La cuestión con la Ley de Seguridad Interior es que su contenido potencia lo que ya se está dando en la cotidianidad, y sin que se cuente, en este momento, con un marco jurídico. El dictamen general de ciertos sectores de la sociedad, en tal línea de ideas, es, por tanto, el que aquí también se suscribe: el peligro es la legitimación del Estado de Excepción actual.

4.12.17

El huevo de la serpiente

Carlos Fazio

Finalmente, el poder militar terminó por doblegar a su mando civil. Por miedo o cobardía, Enrique Peña Nieto terminó cediendo de manera voluntaria el poder civil al castrense. Volvió legal lo que ningún presidente civil había permitido en el México posrevolucionario por los peligros que entraña. Aunque en rigor, con la imperiosa necesidad manifestada al impulsar una ley que busca amparar la actividad anticonstitucional de las fuerzas armadas en materia de seguridad pública, buscaba protegerse a sí mismo.

La hora es difícil y sombría. Después de dos años de un pertinaz activismo político-deliberativo salpicado de chantajes, mentiras y de una propaganda demagógica a contrapelo de la Constitución y los tratados internacionales suscritos por México, los mandos militares impusieron su ley. Seguirán afuera de los cuarteles de manera indefinida, sin contrapesos institucionales y sin transparentar o rendir cuentas a nadie, con lo que se profundizará la estrategia de (in)seguridad militarizada diseñada por el Pentágono en el marco de la Iniciativa Mérida, que ha derivado en una catástrofe humanitaria con su cauda de torturas, ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones forzadas de personas y desplazamiento de población.

En lo que podría configurar un virtual golpe de Estado técnico, la aprobación por el Senado de la llamada ley de seguridad interior convertiría lo que hace 11 años Felipe Calderón promovió falsamente como una medida excepcional de carácter emergente y temporal, en la “petrificación de un statu quo” (Jan Jarab, comisionado de Derechos Humanos de la ONU, dixit) signado por una violencia estatal sin límites. Y así como el régimen anterior vivió bajo una forma de emergencia de lo permanente, ahora, con la nueva ley, la excepción se volverá regla.

Ese es el quid de la cuestión: la ley de seguridad interior busca dar protección jurídica a aquello que los militares han venido haciendo de manera irregular y extralegal. La exigencia de los mandos de regular el uso de la fuerza de unas instituciones armadas preparadas para exterminar al enemigo, busca constitucionalizar esa práctica; sólo que ninguna ley permite torturar, matar o desaparecer personas. Pero además, ahora, bajo presión castrense, la aprobación senatorial de la iniciativa de un Presidente frívolo y pusilánime, darán al Ejército y a la Marina atribuciones que no deberían tener (máxime sin una declaración de guerra): tareas de investigación, persecución de delitos, control social o espionaje sobre la población y represión. Se legalizará, pues, la claudicación de los poderes civiles frente a la casta militar. Mala cosa.

Como en la metáfora del huevo de la serpiente del clásico filme de Bergman, a través de la membrana del actual régimen de dominación cualquiera puede ver el futuro: ante la agudización de la guerra de clases (Warren Buffett dixit) y la actual insurgencia plutocrática (Thomas Bunker) disciplinadora y depredadora; en la antesala de un año electoral y con la intención manifiesta de los poderes fácticos de imponer como sea al débil y dócil tecnoburócrata del bunker neoliberal José Antonio Meade, se incuba en México un bordaberrazo o fujimorazo. Un régimen arbitrario y despótico de corte cívico-militar, como los encarnados por Juan María Bordaberry y Alberto Fujimori en Uruguay y Perú, en décadas pasadas (ambos terminaron en la cárcel), donde la suspensión de garantías individuales podrá ser aplicada de manera discrecional por el presidente de turno con respaldo militar, y en el cual sus guardias pretorianas −al amparo de una renovada doctrina de seguridad nacional que define al enemigo interno− seguirán actuando por razones geopolíticas como un Ejército de ocupación (nativo) de su propio país, en acatamiento y tácita sumisión a las directivas emanadas desde Pentágono vía la Iniciativa Mérida.

Las ambigüedades de la ley, incluidas las imprecisiones conceptuales que surgen de mezclar la seguridad nacional con la seguridad interior, encarnan potenciales riesgos. En el contexto de la seguridad nacional −y con el artificioso truco legal de que sus acciones no serán de seguridad pública, sino de seguridad interior−, la imposición de una reserva de hasta por 20 años sobre la recolección de datos (de inteligencia) que se generen con motivo de la aplicación de la ley (que incluirán la intervención telefónica, de computadoras, correos electrónicos y correspondencia), hará nugatoria cualquier expectativa de transparencia y rendición de cuentas.

Asimismo, la ley va contra las víctimas y el acceso a la justicia, y está diseñada para dificultar litigar en instancias internacionales. Argumentando razones de seguridad nacional, la Sedena y la Semar van a negar cualquier información sobre sistemáticas prácticas ilegales (torturas) o despliegues castrenses que involucren violaciones a derechos humanos −con alto índice de letalidad o no−, que no se podrán documentar, perpetuándose así la actual impunidad y la repetición de crímenes de lesa humanidad de factura militar.

Desde 2006, al aplicar las directivas encubiertas de Estados Unidos, el Estado mexicano abandonó y obstaculizó de manera deliberada las tareas de seguridad pública o ciudadana, que en términos del artículo 21 Constitucional corresponden de manera exclusiva a las policías civiles. La militarización de la seguridad y la sociedad mexicana responde a la agenda geopolítica de Washington; no se trató de una estrategia fallida: era previsible que a mayor militarización, mayor violencia; 2017 fue un año trágico. Peña Nieto rompió récords históricos en materia de desapariciones y homicidios dolosos. Pero este año marcó también la mayor asociación clientelar y sumisa de los responsables de las fuerzas armadas locales al Pentágono y la administración Trump.

Un viejo apotegma dice que las bayonetas sirven para todo menos para sentarse sobre ellas. Peña Nieto debería saberlo; la manada legislativa también. Gedeón lo sabía: en la violencia prosperan y se consolidan los más fuertes…

2.12.17

El Congreso traicionó a México con la Ley de Seguridad, y ahora todos estamos en riesgo, critican

Efrén Flores

La iniciativa de Ley de Seguridad Interior llevaba años estancada en el Congreso de la Unión. En los últimos meses, tanto la Presidencia de la República como la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) han venido presionado al Poder Legislativo para que la aprobara. Ayer, los diputados apresuraron el aval. ¿Pero por qué ahora, cuando a Enrique Peña Nieto se le agota el sexenio y cuando estamos en vísperas de las elecciones de 2018?

Para analistas y representantes de la sociedad civil, las acciones del Congreso responden a un interés que se superpone al de la ciudadanía: el interés de los diferentes actores de Estado. Al Presidente, dicen, le conviene porque aumenta su potestad y control sobre la sociedad, el Ejército es la herramienta perfecta para meter en cintura a quienes considere como “amenazas”. A las Fuerzas Armadas les beneficia, pues amparadas bajo esta Ley, quedarían legitimadas para actuar en las calles -en medio de acusaciones por atropellos en materia de derechos humanos-. Y a la estructura priista del Primer Mandatario, le conviene por la posibilidad de suavizar asperezas electorales para el próximo año.

Ciudad de México, 1 de diciembre (SinEmbargo).- Noviembre fue un mes mediático para el Presidente Enrique Peña Nieto y para su Secretario de Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda. El primero salió a decir que la Ley de Seguridad Interior es una “imperiosa necesidad”, porque brinda mayor certeza a nuestra Fuerzas Armadas. El segundo promovió la iniciativa so pretexto de ser necesaria para trabajar, “hombro con hombro”, con el gobierno y la sociedad civil, para “garantizar el bienestar común y la seguridad de la ciudadanía”.

Un año antes, en diciembre de 2016, Cienfuegos instó a los diputados para que legislasen sobre la actuación de las Fuerzas Armadas. Entonces – al menos discursivamente- no era ajeno a regresar a los militares a los cuarteles para que pudieran efectuar “sus labores constitucionales”, pues “no estudiamos para perseguir delincuentes”. Hoy, el regreso a las barracas no lo menciona, aunque sí la necesidad de “legalizar una situación que ya se estaba dando prácticamente desde el sexenio de Felipe Calderón, que es la intervención de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública”, apuntó Ana Aguilar, directora de proyectos del Instituto de Justicia Procesal Penal (IJPP).

Este jueves, la Cámara de Diputados aprobó la Ley de Seguridad Interior. Ahora, la decisión de avalarla y pasarla al Presidente de la República, para su posterior publicación en el Diario Oficial de la Federación (DOF), queda en manos del Senado. Mientras sucede, el aval del Congreso es criticado por representantes de la sociedad civil, especialistas en materia política y de defensa de derechos humanos, quienes concuerdan que los legisladores actúan en favor de intereses privados: los del Presidente; los de las Fuerzas Armadas, e inclusive los del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en el marco de las elecciones de 2018.
La aprobación fast-track de la norma “tiene que ver con el periodo electoral”, pero antes responde a un “pacto de impunidad” por parte de las autoridades, comentó Aguilar. “Ante la perspectiva de que haya una alternancia política de nuevo en México [en 2018], parecería muy lógico dejar protegidas a las Fuerzas Armadas que han cometido muchos abusos de derechos humanos. Entonces, quizá, también en eso radica la prontitud con que se aprobó en este periodo”, mencionó.
Entre 2006 y 2017, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ha emitido al menos 151 recomendaciones a las instituciones relacionadas con las Fuerzas Armadas; entre ellas, dos dirigidas a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) por violaciones graves a las garantías individuales.

La capacidad del Ejecutivo y del Ejército para presionar la aprobación de una Ley también preocupa al activista Pablo Girault, consejero de la organización México Unido Contra la Delincuencia, por dar carta blanca a la posibilidad de una represión, por parte del gobierno, a la sociedad civil, como podría darse, ejemplificó, en 2018 en contra de manifestantes o en contra de los procesos democráticos. Este tipo de presión, dijo, “puede ser el final del Gobierno civil […]. Así se acaban las democracias; cuando se le da mucho poder a los militares por cualquier excusa”.
En su opinón, el Congreso incurrió en “un acto de gran traición hacia el Gobierno civil, [hacia] el Gobierno democrático de este país y al pacto federal, porque lo que están haciendo es dándole al Presidente la autorización de intervenir en cualquier estado, cuando él decida”.
La Ley de Seguridad Interior amplía, en efecto, la capacidad del Presidente de la República para utilizar a las Fuerzas Armadas a discreción, siempre y cuando haya la necesidad de contener un “grave peligro a la integridad colectiva”, que por la ambigüedad del concepto, puede ser cualquier acto: desde una marcha hasta un atentado terrorista, han dicho expertos; y que la situación supere “las capacidades efectivas de las autoridades competentes”. Asimismo, la Ley protege a las Fuerzas Armadas al amparar sus actos en las calles, cuando ejerzan labores de seguridad pública.

Con la aprobación, los analistas observan que el Gobierno federal pretende mantener la estrategia de combate frontal en contra del narcotráfico. Desde 2006, cuando el Presidente Felipe Calderón Hinojosa le declaró la guerra al crimen organizado, las Fuerzas Armadas han salido a las calles para combatir los índices de violencia y criminalidad. Sin embargo, este año, nuestro país alcanzó niveles históricos de homicidios.
De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), entre enero y octubre de este año, se registraron cuando menos 20 mil 878 homicidios dolosos; esto es ocho por ciento más que en el mismo periodo de 2011 -el año más violento del sexenio anterior- y 15.3 por ciento más que en 2012 -cuando inició funciones Enrique Peña Nieto-.
UN CONGRESO SOMETIDO A INTERESES POLÍTICOS

çPara los analistas, el Congreso de la Unión vota de manera parcial –por intereses- y a ciegas –sin saber lo que votan-.
El primer problema con respecto a la aprobación de la Ley de Seguridad Interior radica en que “puede más la presión política que una genuina atención a las necesidades de los gobernados”, según explicó a SinEmbargo Francisco Rivas, director general del Observatorio Nacional Ciudadano de Seguridad, Justicia y Legalidad.
En su opinión, “no puede haber una Ley de Seguridad Interior, sin antes haber un modelo claro de fortalecimiento de la seguridad y de la justicia en México”. Además, dijo, “nos están olvidando en la medida en que no se han movido para mejorar las condiciones de contrapeso, transparencia y rendición de cuentas en materia de seguridad y justicia”.
El segundo problema con la aprobación de la Ley, es que los diputados no conocen ni han leído la iniciativa, apuntó Pablo Girault refirió que “hay muchos senadores y diputados que están dispuestos a traicionar y usurpar esta Ley, que es una Ley que el Presidente quiere”, siendo que “ni siquiera la han leído”. Y Francisco Rivas, por su parte, sostuvo que existe “un desconocimiento de la materia ante la urgencia de presentar algún resultado”.
“Estamos a poco de la elección; hay un contexto social enrarecido; y los datos de seguridad apuntan a una debacle en las acciones que está llevando a cabo el actual gobierno [para combatir tanto la violencia como la incidencia delictiva]”, mencionó. Por ello, abundó, “no están teniendo resultados, y evidentemente, cuando se desconoce qué hacer, lo más fácil es retomar una iniciativa que lleva años en el Congreso […] y para la cual no hay un entendimiento claro de los alcances negativos que podría llegar a tener”.

Sobre este último punto, Pablo Montalvo Pérez, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), señaló que hay una presión ideológica y política para que el Congreso aprobara la Ley, no sólo para demostrar “que realmente se está haciendo algo” en materia de seguridad, sino también “por la premura de los tiempos políticos”.

Al final, esa necesidad de dar resultados antes de las elecciones hace evidente, según Rivas, que las acciones del Congreso responden “al interés de un partido que hoy no está mostrando resultados en materia de seguridad”. E inclusive algunos, como el maestro Santiago Corcuera, académico del Departamento de Derecho de la Universidad Iberoamericana, señalan que el comportamiento de la oposición fue “cobarde” por abstenerse de votar para “permitir que se obtuvieran los votos suficientes para la aprobación”.

26.11.17

Sistemas de seguridad y justicia colapsaron: General Gallardo; México vive “crisis humanitaria”

Juan Luis García Hernández

El General Francisco Gallardo Rodríguez considera que la administración del Presidente Enrique Peña Nieto será incapaz de cambiar el rumbo de la seguridad del país en el último año de su gestión, “debido a que colapsaron [el sistema de seguridad], al igual que el sistema de justicia”, por lo que hoy México atraviesa “una crisis humanitaria”.

El crítico militar advierte del peligro de la militarización de los cuerpo de seguridad civil y sostiene que ya es evidente el mismo: “Tienen una capacitación en dónde ven al infractor como un delincuente que hay que aniquilar. Ese es un pensamiento militar: ‘A mí me contrataron para aniquilar un enemigos que han de pisar nuestra Patria’, pero si con ese pensamiento y doctrina te sacan a las calles pues van a ver a cualquier persona que se pase un alto, como delincuente, y lo ejecutan, como ha pasado”.

Peña Nieto, quien incluyó concepto México en Paz” en el Plan Nacional de Desarrollo publicado el 20 de mayo del 2013, que entonces rezaba en su primera línea: “A pesar de la transformación que ha vivido México durante las últimas décadas, la seguridad pública es una asignatura pendiente”. Hoy a cinco años de su Gobierno, el país presenta las cifras más altas de homicidio doloso, de acuerdo con datos oficiales y las propuestas del Ejecutivo no abandonaron la vía castrense.

Ciudad de México, 26 de noviembre (SinEmbargo).- El Presidente Enrique Peña Nieto continuó el uso del Ejército en las calles violentando la Constitución, pese a que las tropas están entrenadas para “aniquilar” al enemigo y no para hacer funciones de seguridad pública, reclama el General Francisco Gallardo Rodríguez.
Un timonazo en el último año del sexenio en materia de seguridad será inviable debido a la falta de capacidad del Estado, sostiene el desencantado el General: “Ellos mismos lo colapsaron [el sistema de seguridad], al igual que el sistema de justicia”.
El pasado miércoles, el Secretario de Gobernación Miguel Ángel Osorio Chong expuso en su comparecencia en el Senado de la República que la Ley de Seguridad es para la seguridad de los ciudadanos, para “regular la actuación de las fuerzas armadas, no es para darles protección”.
La afirmación de Osorio Chong, critica el también doctor en administración por la UNAM, es un intento de evadir su responsabilidad en el tema. “Él es el Secretario de Seguridad Interior, aquí todo el mundo se avienta la pelotita, sin un diagnóstico sólido y claro”.
Los esfuerzos de militarización no han aminorado los problemas de los cárteles de drogas, ni la violencia que sacude al país. En el sexenio de Vicente Fox Quesada se presentaron mil 135 quejas ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) contra las fuerzas armadas. En 10 años que abarcan el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa y los primeros cuatro de Enrique Peña se presentaron más de 10 mil 751.

La violencia se agrava. El último mes de octubre continuó la tendencia al alza de homicidios dolosos en el país. Con 2 mil 371 carpetas por homicidio doloso en el fuero común- estados-, el último mes se colocó como el más violento desde que inició el conteo oficial en 1997 y coloca al año más cerca de ser el más violento de las últimas dos décadas.

En una entrevista a este medio, el General Gallardo expone que el Presidente Enrique Peña Nieto abandonó la tarea de dar seguridad a los mexicanos en el último sexenio y critica el manejo de las Fuerzas Armadas en las labores de seguridad interna.

***

—¿Piensa que esta administración ya tiró la toalla en el tema de seguridad?
—Por supuesto. Porque está colapsado el sistema de seguridad en México, ellos mismos lo colapsaron, al igual que el sistema de justicia. No puede ser que haya una impunidad del 99 por ciento en los delitos, no puede haber tantas masacres, muertos, todos los días vemos muertos asesinados, fosas que encuentran en todos lados.
—¿Hay base legal para que el Ejército realice tareas de seguridad pública en las calles?
—En primer lugar, si estamos hablando de seguridad, quien debe respetar primero la Ley es la autoridad. Y me refiero a lo que dice la Constitución en su Artículo 129, que el personal militar no puede realizar otras funciones que tengan conexión con la disciplina militar. Entonces, la autoridad inventó una jurisprudencia en colusión con la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCKN), es lo grave, y llegan a la conclusión de que cuando la autoridad solicita la intervención militar es legal. Pero, sigue siendo inconstitucional. El otro punto que tiene que ver es el artículo 21 que indica que la seguridad pública es una función exclusiva de la autoridad civil.

—Sin embargo, el Secretario de la Defensa Salvador Cienfuegos impulsa una Ley de Seguridad Interior…

—El Secretario de la Defensa dice que urge que se hagan los marcos normativos para que el Ejército mexicano tenga límites. Y yo le diría a Cienfuegos, ‘a ver los límites ya están en la Constitución’. Lo que ellos quieren es legalizar su actuación que es un actuación inconstitucional.

—De reglamentarse las operaciones del Ejército. ¿Se perpetuarían su presencia en estos operativos?

—La función presidencial tiene la facultad para utilizar la máxima fuerza del Estado, que es el Ejército en los asuntos del orden interno, lo debe hacer cómo lo marca la Constitución. El artículo 29 previene un estado de excepción, y ahí dice ese artículo que cuando la sociedad está en grave peligro o en una crisis, el Presidente de la República tiene que dictar un estado de excepción. Y en ese estado, a través de la participación de todos los actores sociales de los poderes públicos, llegan a la conclusión de que la única forma es utilizar a las Fuerzas Armadas. Y hay una temporalidad, cuánto tiempo va a durar las Fuerzas Armadas haciendo esa función, y en dónde van a actuar, cuánto se va ejercer del presupuesto y a eso le toca entrometerse a la Cámara de Diputados, porque es una facultad exclusiva. Ya en el asunto de operación, manejo de tropas, etcétera, ahí interviene el Senado.

—¿Hubo este consenso cuando inició la guerra contra las drogas?
—Absolutamente nada, fue una decisión unilateral de Felipe Calderón Hinojosa, en donde el dijo que le declaraba la guerra al narcotráfico. Y ya con esa orden todo mundo salió. Ese es uno de los puntos por los cuales estamos como estamos. La violación a la Constitución.
—¿Está sobredimensionada la violencia que provocan los cárteles en México?

—Aquí el asunto es el siguiente, estamos hablando de una función del Estado, el tema de seguridad. Por eso se creó el Estado. Pero, si hay una matanza, si hay una ejecución de 72 migrantes en Tamaulipas, el caso de Ayotzinapa, la autoridad muy cínicamente sale y dice que son ajuste de cuenta entre cárteles.

—Se ha vuelto una justificación dice…
—Aquí te van unas preguntas: ¿Qué hace el Estado?, ¿por qué hay una disputa de cárteles? y, ¿por qué hay cárteles? ¿Por qué hay territorios exclusivos de esos grupos delincuenciales? Pues yo te contesto: Hay vacíos de poder porque la autoridad no tiene la capacidad de respuesta para tutelar a la población civil, y todas las autoridades de procuración de justicia y espacios carcelarios no tienen capacidad. Entonces, lo que sucede es que la activa participación del Ejército hace un rompimiento del tejido institucional del Estado.
—¿En qué lugar queda la responsabilidad de los estados por la seguridad de sus entidades?
—¿Qué es lo que pasa con esta intromisión federal? Tienen todos los recursos del mundo y lo único que pueden es actuar en delitos que están catalogados como federales. De 100 delitos que se cometen a nivel nacional dos o tres son federales, pero le ponen toda la estructura y los recursos a lo federal. Y a lo local lo tienen desprotegido. Están violando el federalismo porque el sistema federal trata sobre una delegación de funciones de lo administrativo como el tema de la seguridad.
—En ese sentido, ¿ve en la propuesta de Mando Único una imposición federal?

—El Mando Único tiene por objeto romper el orden federal del Estado y sacarle a sus municipios la función exclusiva de seguridad. La seguridad debe venir desde la base hacia arriba, no desde la cúpula hacia abajo.

—Además de la salida del Ejército a las calles hay casos en los que las policías están recibiendo una capacitación militarizada.
—Por ejemplo, estuvo el asunto de Ayotzinapa. Dicen que actuó el Ejército, la policía estatal y la municipal. Y yo les digo: a ver, las fuerzas del estado de Guerrero son militares o tienen entrenamiento militar, o tienen los mandos militares. Por lo tanto, tienen una capacitación en dónde ven al infractor como un delincuente que hay que aniquilar. Ese es un pensamiento militar: ‘A mí me contrataron para aniquilar un enemigos que han de pisar nuestra Patria’, pero si con ese pensamiento y doctrina te sacan a las calles pues van a ver a cualquier persona que se pase un alto, como delincuente, y lo ejecutan, como ha pasado.
—¿Esto ha provocado una crisis?
Ha provocado una crisis humanitaria. Ahora bien un policía debe tener una preparación, física y de conocimiento de manejo de armas. Yo estoy de acuerdo. Hace como 30 años se retiró el Servicio Militar Nacional. Anteriormente cuando funcionaba el Servicio, todos los jóvenes de 18 años sabían manejar armas, tenían conocimiento de meter las manos y defenderse, hacer trampas, manejos de explosivos, orientación. Temas de carácter castrense.
—Qué disparó que Felipe Calderón lanzará una guerra contra el narco…

—Desde que Felipe Calderón firma la iniciativa Mérida, que trata sobre la ayuda y asistencia militar, lo hacen con la intromisión de las fuerzas armadas en los asuntos internos de los países.

—Es una injerencia de Estados Unidos lo que no permite cambiar la estrategia…
—Aquí esa percepción nosotros la tenemos que cambiar, pero no la podemos cambiar cuando estamos recibiendo adoctrinamiento a través de esas personas en donde se responde a otros intereses. Y los intereses que están subsumidos, debajo de todos estos tratados, son los intereses de Estados Unidos.
—¿Qué se puede hacer ante eso?

—En una reunión antier con un grupo de compañeros de Estados Unidos, que están haciendo un tribunal internacional para revisar este tema de la asistencia militar. Es decir, la política exterior de Estados Unidos en el tema militar. Hay una Ley llamada “Leahy”, que explica cómo una organización civil en cualquier parte del mundo puede increpar hasta el Congreso de Estados Unidos la ayuda y asistencia militar que está dando en México. Nosotros hemos hecho ese pronunciamiento pero les vale. Es vergonzoso que el Congreso mexicano teniendo en cuenta la violaciones de Derechos Humanos que vive México siga ayudando.

23.11.17

Peña Nieto, el bullying y los derechos humanos

Carlos Fazio

“Señoras y señores, quiero saludar en primer término al excelentísimo señor presidente de la República Oriental del Paraguay, al señor Tabaré Vázquez…” El craso error político-diplomático de Enrique Peña Nieto al recibir al mandatario uruguayo en Palacio Nacional el 14 de noviembre lo pinta de cuerpo entero. Pero tan burdo o más grave, aún, fue calificar, un día después, como rufianes, matones, crueles y déspotas (derivaciones todas de la definición convencional de bully), a quienes critican el accionar de los aparatos de seguridad del Estado.

Más allá de que es materialmente imposible que la sociedad civil haga bullying (es decir, hostigue, intimide, agreda o acose física o sicológicamente) a policías, soldados y marinos que desde hace 11 años son coprotagonistas de una violencia criminal sin límites y de la militarización y paramilitarización de México, el falso victimismo gubernamental exhibe el talante autoritario de quien hacia el final de su desgobierno sabe que una vez que deje el cargo podría ser enjuiciado por crímenes de lesa humanidad. Empezando por el caso de las torturas físicas, sicológicas y sexuales de agentes policiales a un grupo de mujeres en Atenco y el penal de Santiaguito, en mayo de 2006 −cuando Peña Nieto era gobernador del estado de México–, cuyos autores materiales e intelectuales permanecen impunes, ventilado la semana pasada en Costa Rica ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dada la proverbial ineficiencia de la justicia mexicana.

Las mujeres en Atenco forman parte de un paisaje crónico que exhibe un largo rosario de víctimas de la violencia criminal y estatal, que son revictimizadas después al ser tratadas con cinismo, desidia y desprecio por funcionarios y agentes del Estado. Un Estado cuyo nivel de barbarie quedó condensado en el caso Iguala/Ayotzinapa del 26 de septiembre de 2014, que desnudó aún más a ese reino de la impunidad que es el México de hoy −según describió el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) en la sentencia del Capítulo México en noviembre de ese año−, donde hay homicidios sin asesinos, tortura sin torturadores y violencia sexual sin abusadores, en una desviación permanente de responsabilidades en la que pareciera que los miles y miles de masacres, asesinatos y violaciones sistemáticas a los derechos de los pueblos son siempre hechos aislados o situaciones marginales y no verdaderos crímenes en los que tiene responsabilidad el Estado.

Pero la impunidad en México no es sólo ausencia de castigo sino un mecanismo que trata de evitar reconocer y asumir las responsabilidades de agentes policiales e integrantes de las fuerzas armadas en la práctica de torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones sumarias extrajudiciales, cometidas como parte de un mecanismo educativo y disciplinador del Estado, que busca imponer un sentido de impotencia a la sociedad mediante un terror paralizante; una violencia estatal y un miedo como parte de una estrategia contrainsurgente de control de población.

Ese mecanismo disciplinador responde a una lógica estructural, consustancial a un esquema de violencia institucional aplicada por el sistema político mexicano para imponer medidas económicas que responden al interés de la plutocracia. Es decir, de los megamillonarios marca Forbes. En general, los medios de difusión masiva silencian o invisibilizan que la actual catástrofe humanitaria en México es responsabilidad de un aparato estatal que actúa en absoluta colusión con los intereses del capital trasnacional, las políticas de Estados Unidos y organizaciones criminales, en lo que fue caracterizado por la fiscalía del TPP como un proceso de desvío de poder.

El desvío de poder es caracterizado como una transformación del aparato estatal que, a la vez que refuerza, terceriza y actualiza una tremenda capacidad punitiva, abandona definitivamente toda preocupación por el bienestar de la población, utilizando al poder público para la consecución de intereses particulares.

Dicho desvío de poder se realiza en todos los planos del funcionamiento estatal: político-legislativo (verbigracia, el Pacto por México); judicial (siguen impunes las matanzas de Ocosingo, San Cristóbal, Chicomuselo, Aguas Blancas, Acteal, El Charco, El Bosque, Ostula, Tlatlaya, Iguala, Tanhuato, etcétera), y económico (contrarreformas neoliberales, en particular la energética como vía para el despojo de tierras y recursos geoestratégicos), en tanto expropiación o secuestro del aparato público que, asaltado en su capacidad de decidir y usurpada su legitimidad, queda vaciado.

Definida como un ilícito atípico, la actitud más anómala de la desviación de poder en tanto mecanismo criminal, consiste en el uso de los gobiernos federal, estatal y municipal, representantes políticos y poderes fácticos, de las capacidades políticas, económicas, culturales y jurídico-institucionales del Estado, con el propósito de satisfacer o beneficiar los intereses de la clase capitalista trasnacional.

El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, ratificado por México en 2005, define en su artículo 7 los crímenes de lesa humanidad (ejecuciones extrajudiciales, exterminio, tortura, desaparición forzada de personas, violación, privación grave de libertad, esclavitud, etcétera), que adquieren dicha condición cuando se cometen como parte de un ataque generalizado o sistemático contra población civil.

En el contexto de una violencia sistemática, generalizada, endémica, de alcance nacional y con masacres de proporciones bélicas −como las señaladas en el informe que disparó la ira controlada de Peña Nieto−, hablar de bullying a las instituciones de seguridad del Estado exhibe el empaque autocrático de quien no admite la crítica de sus gobernados y, a la vez, indicios de que siente que ha entrado en la cuenta regresiva de la pérdida de poder político y teme por los crímenes de lesa humanidad que se le puedan imputar hacia el final de su mandato.

9.11.17

Socialismo y antiimperialismo

Claudio Katz

La relación entre el socialismo y antiimperialismo presentó varias certezas durante el siglo XX. La meta anticapitalista sería alcanzada a través de diversos caminos nacionales en una lucha contra la opresión imperialista. La radicalización de esas batallas determinaría el debut del socialismo en cada país de la periferia. ¿Cómo se procesó esa dinámica? ¿Cuál es su vigencia en el siglo XXI? 
ANTECEDENTES Y CONFIRMACIONES

Los primeros vínculos entre el socialismo y el antiimperialismo fueron establecidos por Marx en sus denuncias de la opresión colonial. Supuso que la transformación socialista se localizaría en Europa y que la periferia jugaría un rol secundario en esa mutación.

Posteriormente el autor de El Capital resaltó el efecto positivo de los grandes levantamientos en las regiones subdesarrolladas y elogió especialmente la sublevación de Irlanda. Destacó que su convergencia con las luchas sociales de Inglaterra favorecía la gestación de una conciencia solidaria en el proletariado.

El internacionalismo cosmopolita inicial de Marx evolucionó hacia un enfoque centrado en el empalme de los movimientos anticoloniales, con las acciones obreras en las metrópolis.

En el escenario de guerras inter-imperialistas de principios del siglo XX, Lenin transformó esa hipótesis en una estrategia integral. Rechazó las ideas socialdemócratas de padrinazgo sobre las colonias, denunció frontalmente al imperialismo y objetó la distinción entre modalidades regresivas y benévolas de esa dominación.

Con esa actitud postuló la retroalimentación de las luchas nacionales y sociales, en el complejo mosaico de Europa Oriental. Subrayó el derecho de los pueblos oprimidos a la auto-determinación y polemizó con los partidarios del internacionalismo puro, que cuestionaban las potencialidades progresivas de ese reclamo. Estas ideas contribuyeron a forjar la corriente comunista que lideró la insurrección bolchevique.

Cuando la expectativa revolucionaria decayó en Europa y se desplazó a Oriente, Lenin precisó su política antiimperialista. Distinguió el nacionalismo conservador de los capitalistas locales del nacionalismo revolucionario de los sectores oprimidos. Propició distintos puentes con esa vertiente para apuntalar desemboques socialistas .

Esta estrategia guió a los marxistas de posguerra durante el esplendor del antiimperialismo. Ese florecimiento acompañó a la descolonización de África y Asia y a los triunfos revolucionarios en China y Vietnam. Estas victorias indujeron, además, a percibir cómo el antiimperialismo contribuía a iniciar transiciones económicas socialistas para erradicar el subdesarrollo.

Para alcanzar esas metas la mayoría de los Partidos Comunistas promovía una etapa inicial de capitalismo nacional, en alianza con la burguesía. Los críticos de izquierda objetaban la viabilidad o conveniencia de ese periodo intermedio.

Esas corrientes postulaban estrategias de revolución permanente o ininterrumpida, enfatizando el protagonismo del Tercer Mundo o la confluencia con la clase obrera de las metrópolis. Todos coincidían en la prioridad de confrontar con el atropello estadounidense a los países que actuaban con independencia.

ÉXITOS Y FRUSTRACIONES

La estrecha conexión entre radicalización antiimperialista y desemboque socialista fue confirmada por la revolución cubana. Esa sublevación respondió a las agresiones yanquis con transformaciones anticapitalistas.

Ese curso demostró que era posible iniciar un proceso socialista a 90 millas de Miami. También aportó argumentos a los críticos de la estrategia de forjar alianzas con la burguesía y reforzó las propuestas de convergencias con el nacionalismo revolucionario.

La revolución cubana intentó una extensión continental a través de la gesta del Che. Postuló que el socialismo debía plasmarse a escala regional, en fuerte contrapunto con la Unión Soviética que apostaba a la coexistencia pacífica con Estados Unidos. Con este espíritu se forjó la OLAS y se convocaron las Conferencias Tricontinentales.

La revolución era el principal presupuesto de esa estrategia. Se esperaba desplazar por esa vía a las clases dominantes del manejo del Estado. Esa convicción sintonizaba con la preeminencia de dictaduras sostenidas por el Pentágono. La vía soviético-insurreccional y el camino guerrillero de guerra popular prolongada eran vistas como las principales opciones para la conquista del poder.

Una transición pacífica al socialismo era poco imaginable en el Tercer Mundo. Esos senderos eran promovidos en Europa Occidental, apostando a un efecto imitativo de los éxitos obtenidos por el bloque socialista.

Como todas las revoluciones irrumpían en la periferia para alcanzar alguna meta nacional, democrática o agraria, la idea de radicalizar esos procesos contaba con gran aceptación.

Ese período de esperanzas en un acelerado avance del proyecto socialista se cerró en América Latina en los años 80 con tres grandes frustraciones. La primera decepción fue la derrota de los movimientos guerrilleros, que generó balances muy críticos de la estrategia foquista.

El fracaso de la Unidad Popular en Chile fue el segundo shock. Como ese país arrastraba una larga tradición de continuidad institucional, algunos pensaban que allí era factible soslayar el eslabón revolucionario.

Salvador Allende intentó ese curso gradual mediante un acuerdo con la oposición. Pero quedó entrampado en la tolerancia suicida al golpe y no supo utilizar el respaldo popular para desbaratar al pinochetismo. Esa trágica experiencia confirmó la necesidad de la revolución en disyuntivas críticas.

La tercera frustración fue lo ocurrido en Nicaragua. El triunfo contra la dictadura y el acoso de bandas financiadas por el Pentágono parecían repetir al principio el camino cubano.

Pero los sandinistas sucumbieron ante el cerco militar, detuvieron las transformaciones sociales y pactaron con sus viejos adversarios. Al perder las elecciones precipitaron un clima de gran pesar en toda la izquierda regional.

Los resultados de esas experiencias no refutaron la centralidad de la radicalización antiimperialista para alcanzar la meta socialista. Más bien indicaron erróneos cursos para desenvolver esa estrategia. Pero la actualidad de esta política debe evaluarse a la luz de las enormes mutaciones de los últimos 30 años.

TRES CAMBIOS SUSTANCIALES

La primera modificación del periodo ha sido la etapa neoliberal, que empezó en los años 80 con la instauración de un modelo capitalista muy alejado del keynesianismo de posguerra.

El neoliberalismo es una práctica reaccionaria, un pensamiento conservador y un sistema de agresión contra trabajadores. Genera deterioro del salario y precarización laboral, mediante el desplazamiento de la industria a Oriente. Utiliza la informática para ampliar el desempleo, acentuar la marginalidad urbana y ensanchar la desigualdad.

Ese esquema opera al servicio de empresas transnacionales que promueven el libre-comercio para bajar aranceles y demoler competidores locales. Aprovechan la revolución digital para incrementar utilidades y facilitar la actividad especulativa de bancos mundiales que operan sin ningún control.

Ese modelo potencia los sufrimientos populares y precipita grandes crisis. Estas convulsiones irrumpen por la contracción de los ingresos populares, la sobreproducción y la expansión de las burbujas financieras.

El capitalismo neoliberal transmite ilusiones en la sabiduría de los mercados, la prosperidad espontánea y el derrame de beneficios. Pero también multiplica el miedo al desempleo y socava la legitimidad de los sistemas políticos. Si la izquierda no logra canalizar el descontento social, ese malestar es capturado por la derecha.

El segundo cambio del periodo derivó de la caída de la Unión Soviética. La relevancia de este acontecimiento fue corroborada por la periodización del siglo XX como una centuria corta (1917-1989), fechada en el surgimiento y desaparición de ese sistema.

El neoliberalismo se consolidó con ese desplome. La existencia de la URSS había aterrorizado a las clases dominantes que otorgaron concesiones sociales inéditas. El estado de bienestar, la gratuidad de ciertos servicios básicos, el objetivo del pleno empleo y el aumento del consumo popular surgieron por temor al comunismo. Con el fin de la URSS los capitalistas retomaron los mecanismos clásicos de la explotación.

Los problemas económicos no determinaron el derrumbe de ese sistema. La URSS superaba a sus equivalentes en PBI per cápita, calidad de vida o niveles de salud y educación.

El desplome del régimen fue consecuencia de un vaciamiento político. Los gobernantes apostaban a su propia conversión en burgueses. Cuando encontraron la oportunidad para consumar ese salto, abandonaron el incómodo maquillaje socialista.

La población toleró ese viraje al cabo de varias décadas de inmovilidad y despolitización. Con la frustración del último gran intento de renovación (Primavera de Praga) se extinguió la oportunidad de rehabilitar el socialismo.

El tercer cambio del período se localiza en la estructura del imperialismo. Ese dispositivo incluye mayor coordinación de las acciones de gendarme, para lidiar con la nueva integración mundial de los capitales.

Estas formas de gestión colectivas prevalecen frente a la extinción de las viejas guerras inter-imperialistas. Nadie vislumbra la repetición de conflictos armados entre Estados Unidos, Alemania o Japón. La ausencia de proporcionalidad entre la supremacía económica y la hegemonía político-militar de las distintas potencias, impide la reaparición de esas conflagraciones.

A pesar de su relativa pérdida de preeminencia económica Estados Unidos mantiene su función protectora del capitalismo. Preserva una preponderancia militar absoluta y una dirección de las operaciones internacionales más riesgosas.

Pero los imperios centrales ya no actúan como únicos protagonistas de la gobernanza mundial. Apéndices integrados a la estructura dominante (Israel, Australia, Canadá) tienen mayor relevancia y formaciones subimperiales autónomas (Turquía, India) son más gravitantes a escala regional. Cumplen un papel tan reaccionario como desestabilizador del orden global.

También los adversarios de largo plazo de Estados Unidos (Rusia, China) son más influyentes. Actúan en forma defensivas frente al imperialismo y de manera ofensiva hacia sus vecinos. Buscan forjar estructuras propias de dominación.

Estos convulsivos roles de las potencias centrales, los apéndices, los subimperios y los imperios en formación se verifican en escenarios de guerra permanente, como Medio Oriente.

¿En este contexto de neoliberalismo, desaparición de la URSS y remodelación de los dispositivos imperiales sigue gravitando el antiimperialismo?

OTRO PERFIL DEL MISMO DATO

Algunos analistas estiman que el antiimperialismo perdió incidencia con la globalización. Estiman que decayó junto al declive de los senderos nacionales, en el nuevo escenario de luchas anti-sistémicas a escala mundial.

Pero no brindan ejemplos de esas resistencias directamente globales. Es evidente que las tradiciones, organizaciones y programas nacionales continúan singularizando las movilizaciones de cada región.

Otros autores afirman el antiimperialismo es obsoleto. Consideran que se extinguió junto a los movimientos de liberación nacional, en un contexto de pocas colonias y muchos países soberanos.

Pero no registran cómo la opresión nacional ha resurgido con nuevas guerras, migraciones y rediseños de fronteras. Tampoco notan hasta qué punto la intervención imperial se ha intensificado con pretextos humanitarios. Basta observar la demolición de Medio Oriente o la desintegración de África para dimensionar las consecuencias de ese atropello.

Hay pensadores que reconocen la gravitación del antiimperialismo, pero lo observan como un dato negativo. Señalan que divide a los trabajadores, generando tensiones artificiales por las costumbres, idiomas o razas de cada grupo nacional.

Este cuestionamiento es ciertamente válido para el nacionalismo reaccionario de Trump o Le Pen. Pero no se aplica a Chávez-Maduro o Evo Morales. Ambas variantes están separadas por el mismo abismo que en el pasado oponía a un Mussolini con un Sandino.

Es absurdo clasificar a esa diversidad de liderazgos dentro de un paquete común de “populistas”. La nueva combinación de neoliberalismo con xenofobia -para restringir inmigración- se ubica en las antípodas del nacionalismo radical de Venezuela, Bolivia o Palestina.

Es también erróneo suponer que el antiimperialismo conduce al abandono de posturas anticapitalistas. La experiencia ha demostrado que las demandas nacionales y sociales no son antagónicas. Constituyen dos formas de reacción frente a la explotación padecida por los asalariados y la sujeción nacional, racial o religiosa sufrida por los oprimidos. Esa adversidad compartida conduce al empalme de resistencias comunes.

El antiimperialismo persiste como un dato central del siglo XXI. Esa gravitación ha sido confirmada por todos los procesos latinoamericanos de las últimas dos décadas.

En esa región se registraron significativos cambios en los levantamientos populares. Las clásicas revoluciones del siglo XX ( México en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979) fueron reemplazadas por rebeliones de otro alcance. Ya no irrumpieron formas de poder paralelo, ni organismos desafiantes del estado para coronar desenlaces militares.

Hubo importantes alzamientos populares en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina que superaron el alcance de cualquier revuelta, sin traspasar el umbral de las revoluciones. Esas sublevaciones modificaron los regímenes políticos, pero no demolieron al Estado, ni su ejército o instituciones.

Esos levantamientos mantuvieron un contenido antiimperialista mixturado con demandas contra neoliberalismo. En Bolivia las sucesivas “guerras del agua y del gas” (2000-03) confrontaron con las empresas extranjeras que lucraban con las privatizaciones. En Ecuador (1997-2000) se libraron batallas contra los bancos extranjeros, la entrega del petrolero y la presencia de bases militares estadounidenses.

En Argentina (2001) la lucha de los desocupados y la clase media confrontó con los ajustes del FMI. También en Venezuela (1989) las revueltas apuntaron contra el encarecimiento de la gasolina y las confiscaciones impuestas por el custodio de los bancos internacionales.

En todos los casos la deuda externa operó como un gran detonante. El pago de ese pasivo generó recortes de salarios que precipitaron movilizaciones por la auditoría y la moratoria. La masividad de esa demanda confirmó su centralidad en las economías dependientes. En todos los casos el antiimperialismo continuó operando como un eje articulador de la lucha popular.

VIGENCIA EN DISTINTOS GOBIERNOS

Es también llamativa la permanencia de la problemática antiimperialista en las distintas variantes de gobiernos latinoamericanos de las últimas décadas.

Esa centralidad se verificó en las administraciones de centroizquierda (Lula-Dilma, Kirchner, Correa), que introdujeron reformas en el sistema político e intentaron modelos económicos neo-desarrollistas. Ensayaron cierta autonomía frente a los Estados Unidos, tomaron distancia de la OEA y trataron de ampliar el margen de UNASUR.

Pero cuando declinaron los proyectos de integración regional abandonaron esas pretensiones. Fueron gobiernos autónomos pero no antiimperialistas y esa carencia explica su total adaptación a la agenda de las clases dominantes.

La segunda variante de mandatarios mantuvo un perfil derechista (México, Perú o Colombia), que se ha expandido con la restauración conservadora perpetrada a través de victorias electorales (Argentina) y golpes institucionales (Brasil, Honduras, Paraguay).

En estos casos se verifica la contracara del antiimperialismo, a través de una descarada asunción de políticas pro-estadounidenses. Como siempre ocurre en América Latina, los gobiernos ultra-liberales son fanáticamente afines a la preeminencia de su viejo tutor.

Todos apuntalan la política exterior de Trump, convalidan la agresión contra México, recomponen la OEA, participan en las conspiraciones propiciadas por la CIA y delegan soberanía en materia de espionaje. Si en los gobiernos de centroizquierda hubo carencia de antiimperialismo, en sus pares de derecha abruma el sometimiento a Washington.

La gravitación de la problemática imperial se verifica finalmente en los gobiernos radicales de Venezuela y Bolivia. Esas administraciones han implementado políticas de redistribución de la renta, en choque con las clases dominantes y el padrino estadounidense.

Venezuela se ha transformado actualmente en el epicentro de esos conflictos. Resiste las pretensiones estadounidenses de recuperar el control de la principal reserva continental de crudo. El Departamento de Estado trata de repetir los operativos de Irak o Libia, busca instaurar el modelo de privatización imperante en México e intenta expulsar a Rusia y China de su patio trasero.

Esos objetivos explican la escalada de violencia que genera la oposición, ensayando variantes golpistas que combinan el sabotaje de la economía con la virulencia callejera.

Esta confrontación definirá el próximo escenario de la región. Un triunfo derechista generalizaría la sensación de impotencia frente al imperio y un resultado inverso permitiría apuntalar la nueva oleada de luchas sociales.

El antiimperialismo continúa definiendo la dinámica política latinoamericana. Su gravitación aumenta frente el proyecto recolonizador de Trump, que complementa la agresión contra Venezuela con el reforzamiento del embargo a Cuba. Esos atropellos reavivan la gran memoria de rechazo al intervencionismo estadounidense.

SINGULARIDADES LATINOAMERICANAS

El caso latinoamericano también ilustra la especificidad regional de la relación entre emancipación nacional y social. En ese terreno no hay recetas comunes para todo el planeta. Sólo existe un enfoque general de objetivos socialistas contrapuestos a la opresión imperial, que se adaptan a las diferentes situaciones de cada lugar.

La singularidad latinoamericana está determinada por la resistencia histórica al imperialismo estadounidense. El Pentágono ya no ejerce su dominación a través de dictaduras e intervenciones abiertas. Pero mantiene una gran primacía geopolítica (que no comparte con las potencias europeas).
Trump intenta utilizar ese poderío para retomar la supremacía total de Estados Unidos, frente a la novedosa presencia de China. Percibe que esa llegada no ha desbordado aún el terreno económico.

La impactante incursión del gigante asiático reviva todos los debates sobre el antiimperialismo. Durante los años de bonanza de las exportaciones latinoamericanas, no se aprovechó la posibilidad de una asociación integral con China para contrapesar la subordinación a Estados Unidos.

En vez de negociar en bloque con la nueva potencia, los gobiernos mantuvieron el bilateralismo. Ahora China tiende a erigirse como un referente del libre-comercio frente a Trump y ambas potencias disputan la apropiación del botín latinoamericano.

Otra peculiaridad del antiimperialismo regional es su estrecha conexión con el anhelo de unidad. Ese objetivo constituye una asignatura histórica pendiente. En la última década hubo algunos esbozos de integración con UNASUR y varias iniciativas solidarias del ALBA, contrapuestas a los tratados neoliberales de libre-comercio y diferenciadas del regionalismo capitalista del MERCOSUR.

Pero la oportunidad para concretar esos proyectos se frustró y los gobiernos de derecha recrean nuevamente la balcanización. Congelan UNASUR y paralizan el MERCOSUR para facilitar los negocios excluyentes de cada burguesía.

Como ese vaciamiento empalma con la crisis del Tratado del Pacífico (que promovían Obama y Clinton) predomina un clima de indefiniciones. Esa incertidumbre facilita el relanzamiento de los planteos antiimperialistas.

CONTRASTES CON MEDIO ORIENTE Y EUROPA

Las singularidades del antiimperialismo se clarifican en los contrastes entre regiones. América Latina comparte con el mundo árabe una batalla común contra el saqueo. Ambas zonas han sido avasalladas y colonizadas por distintos imperios. Pero la reacción frente a esos atropellos transita por carriles diferentes.

En Medio Oriente las demandas antiimperialistas están entremezcladas con agudas tensiones regionales y globales, en escenarios bélicos. Como ya ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, en una misma confrontación se combinan choques entre potencias, batallas democráticas y resistencias antiimperialistas.

Las demandas nacionales en el mundo árabe están mixturadas con esos intrincados conflictos geopolíticos. Esa complejidad explica, por ejemplo, que triunfos del movimiento nacional kurdo (y su conquista de zonas autónomas) se logren bajo la coyuntural protección de Estados Unidos. Una sintonía de ese tipo es inconcebible en América Latina.

Otra peculiaridad son los yihadistas, que disputan con el Pentágono mediante acciones totalmente ajenas al antiimperialismo. Operan como movimientos reaccionarios que han sido tan enemigos de la primavera árabe, como las dictaduras de la región. Esta dualidad tampoco tiene parangón en América Latina.

Por distintas razones históricas -como el peso de la teocracia y la sofocación de los procesos de democratización secular- la relación entre emancipación nacional y social presenta en el mundo árabe, complejidades muy superiores a las imperantes en América Latina.

Las diferencias con Europa son también significativas. En el Viejo Continente conviven en un mismo radio geográfico opresores imperiales y naciones dependientes (Alemania con Grecia, Inglaterra con Irlanda). Comparten la misma integración a los organismos de la Unión Europea.

Esa estructura neoliberal afronta manifiestos rechazos populares cada vez que se vota. También suscita un fuerte despertar nacional contra la burocracia de Bruselas, al servicio de las empresas multinacionales. Esta tensión recuerda las resistencias nacionales de principios del siglo XX contra los viejos imperios.

En estos rechazos resurgen contradictorios sentimientos de soberanía y desintegración nacional. La gran variedad de culturas, tradiciones e idiomas que irrumpen en esos conflictos contrasta con la mayor homogeneidad de la configuración latinoamericana. Por esa razón el tipo de problemas creados con la fragmentación de Yugoslavia, la partición de Checoeslovaquia o los impulsos soberanistas de Cataluña y Escocia no se verifica en el Nuevo Mundo.

Sólo el ajuste impuesto por la Troika a Grecia presenta parecidos. Ahí se verifica el mismo catálogo de crueldades que padece América Latina. Alemania comandó la cirugía económica y Estados Unidos reforzó su primacía militar en las bases helenas de la OTAN.

En Grecia se procesó también una gran experiencia de resistencia popular. Esa lucha quedó abortada por el sometimiento a la Troika, generando frustraciones superiores a las experimentadas durante el ciclo progresista latinoamericano.

Los contrastes con el mundo árabe y con Europa ilustran la centralidad y las peculiaridades del antiimperialismo contemporáneo. ¿Pero su vigencia se extiende a la meta socialista?

PERSISTENCIA DE UN PROYECTO

Algunos pensadores retoman las viejas críticas al proyecto igualitario estimando que el socialismo perdió sentido. Señalan que es innecesario en los períodos de estabilidad y peligroso en las coyunturas de crisis.

Pero no explican cómo el capitalismo podría erradicar los sufrimientos populares, las guerras o la destrucción del medio ambiente. Tampoco han podido demostrar de qué manera podría ser reformado o humanizado un régimen que funciona acrecentando esas desgracias.

El neoliberalismo ha confirmado que el capitalismo se asienta en la explotación. También demuestra que la conquista de mayor democracia y logros sociales requiere implantar otro modelo de sociedad.

Es indudable que la caída de la URSS afectó seriamente la batalla por el socialismo, pero no generó la primera derrota sufrida por los oprimidos, ni ha implicado el fin de ese proyecto.

La historia de la humanidad incluye victorias inesperadas y amargas decepciones. La URSS fue un ensayo de socialismo que no logró eliminar la desigualdad. Pero conviene recordar que en otros casos (como la revolución francesa) los ideales de igualdad política se plasmaron en períodos muy posteriores.

Las ideas del socialismo no han perdido vigencia por su identificación con la Unión Soviética. Muchos conceptos sufrieron una deformación semejante y nunca fueron reemplazados. La bandera de la democracia ha sido utilizada para todo tipo de tropelías y esa usurpación no disoció ese concepto de la soberanía popular.

Al igual que otros principios de la acción política, el socialismo no tiene sustituto para batallar por el ideario pos-capitalista. La lucha por esa meta requiere nociones y estrategias que no se sustituyen con vaguedades sobre el pos-capitalismo .

El socialismo del siglo XXI recobra fuerza en su contraposición con el capitalismo, que es actualmente percibido como sinónimo de desempleo, pobreza y exclusión. El ideal comunista no es más utópico que el imaginario neoliberal del mercado, ni más irrealizable que las fantasías heterodoxas de intervención estatal. El socialismo ofrece un horizonte de emancipación real, a los jóvenes indignados que protestan en todo el mundo.

EXPERIENCIAS ESPECÍFICAS

En cada región el socialismo está asociado con ciertas experiencias. En América Latina está muy identificado con el proceso cubano, que aportó a varias generaciones el mayor ideario de transformación social.

Cuba también demostró cómo un esquema económico-social no capitalista permite evitar el hambre, la delincuencia generalizada y la deserción escolar en una economía con pocos recursos .

La isla ya no está en condiciones de continuar el camino precedente. Debió intentar una renovación luego del colapso de la URSS, mediante la expansión del turismo, la llegada de empresas extranjeras y los mercados de divisas. Este curso generó serios problemas de segmentación social entre los receptores y huérfanos de remesas.

Ahora el país necesita ampliar la gravitación del mercado, ahorrar divisas y reanimar la agricultura, sin consagrar el retorno al capitalismo y evitando la formación de una clase dominante. Ese curso requiere reforzar las cooperativas, superar los ahogos burocráticos, transformar las divisas atesoradas en inversión y facilitar la pequeña propiedad.

Esa estrategia permitiría lograr altas tasas de crecimiento, limitando al mismo tiempo la desigualdad social. Es un curso que exige ejemplaridad de los dirigentes y continuidad de los sistemas educativos y sanitarios públicos.

La epopeya cubana afronta los nuevos desafíos en condiciones regionales adversas. Pero mientras el ideal socialista persista en la isla, esa meta permanecerá abierta también para América Latina.

Es importante registrar el estrecho camino que existe en la actualidad para mantener el proyecto de emancipación. Lo más peligroso para Cuba sería volver al período especial. Las reformas son tan necesarias como impedir la restauración capitalista.

Con la misma óptica hay que evaluar a Venezuela. El proceso bolivariano se desenvolvió junto a un enunciado socialista, que alcanzó gran difusión en las misiones, los hospitales, las empresas y las comunas. También la crítica a la burguesía fue incorporada al lenguaje corriente de amplios sectores populares. Ese giro ideológico empezó con la rehabilitación que hizo Chávez del proyecto comunista.

Todo ese rumbo afronta actualmente una crisis de gran alcance. Pero en lugar de sepultar los logros alcanzados corresponde discutir dónde se localizan las fallas, en un país (que a diferencia de Cuba) no consumó un debut del socialismo.

En Venezuela existe un grave problema económico por la obstrucción que impone la renta a cualquier proyecto de desarrollo igualitario. El socialismo es incompatible con ese escollo.

Bajo el chavismo la renta fue redistribuida a favor de los sectores populares, pero no fue utilizada para gestar una economía productiva. Por eso la industrialización quedó bloqueada y se recreó la convivencia con la burguesía, olvidando que la condición de un proyecto socialista es privar a la clase dominante de su poder económico.

También falló la política económica por una errónea utilización de las divisas, que potenció el desabastecimiento y la inflación. No hubo expansión del empleo productivo y en lugar de apuntalar un esquema combinado de plan, mercado y desarrollo socialista, persistió el consumo irracional y la baja productividad.

Además, se soslayaron ciertas nacionalizaciones claves -como los bancos y el comercio exterior- y se abuso de otras, que se volvieron perniciosas. Estos errores recrearon una larga tradición rentista de ineficiencia, que impide utilizar los ingresos petroleros para el desenvolvimiento industrial. No se pudo (o no se quiso) generar una cultura pos-rentista de producción y responsabilidad .

La corrección de esos desaciertos depende del desenlace de la crisis actual. Si la derecha triunfa el ideal socialista quedara afectado por mucho tiempo. Una victoria del proceso bolivariano permitiría, por el contrario, encarar un programa de erradicación de la boliburguesía y la corrupción. El escenario es difícil, pero los grandes proyectos revolucionarios siempre despegaron en la adversidad.

La experiencia de Bolivia transita por carriles menos dramáticos. En el plano económico hubo un manejo austero de la macroeconomía y en el plano político se recuperó el orgullo nacional y la auto-estima.

El gobierno de Evo logró consolidar una nueva configuración plurinacional del estado para ejercer su autoridad sobre todo el territorio. Las tensiones han sido menores a partir de un piso de subdesarrollo mayor. El Altiplano tampoco afrontó una hostilidad estratégica equiparable a Venezuela por parte del imperialismo estadounidense

VIGENCIA DE UNA ESTRATEGIA

En la última década el socialismo volvió a discutirse en América Latina. Ese proyecto recobró vitalidad a partir de las nuevas experiencias de Cuba, Venezuela, Bolivia y el ALBA.

Resulta necesario debatir con seriedad las luces y sombras de esos procesos sin indulgencia, ni derrotismo. El desenlace de la crisis en Venezuela influirá sobre el alcance de la resistencia social, los procesos electorales y los resultados de la agresión imperial.

En estos turbulentos escenarios la meta socialista continúa tan vigente como la mediación antiimperialista para alcanzarla. La dinámica clásica de radicalización persiste pero con nuevos ritmos y formas. La combinación de lucha nacional y social asume inéditos contornos y transita por inesperados senderos.