22.6.16

SEP: Vender el alma de la nación al Gran Dinero

Adolfo Gilly

La reforma educativa que a sangre, fuego y cárceles pretende imponer el gobierno federal va mucho más allá de sus fines declarados y de ser una reforma laboral, aun cuando ésta venga implícita en sus contenidos.

Se trata, como bien se dijo de la privatización del petróleo y de diversos servicios públicos, de una reforma en la estructura del Estado, es decir, de la relación históricamente establecida entre los gobernantes, el pueblo y los bienes materiales y simbólicos de la nación. Éstos se van traspasando de la propiedad estatal –según ley, herencia y patrimonio de todo el pueblo mexicano– a la propiedad privada o individual del capital financiero, mexicano y extranjero.

El caso de la educación es diferente y tal vez aún más insidioso. Sin necesidad de trasferir la educación a manos privadas –aunque en ciertos segmentos esta trasferencia está en curso desde hace tiempo–, de lo que se trata es de cambiar los contenidos, los objetivos y los fines de la educación del pueblo. De ahí la ofensiva, en curso desde hace ya tiempo, contra los portadores históricos y concretos de esos contenidos, los normalistas y los maestros de enseñanza primaria.

La reforma educativa es una mentira y un pretexto. La ofensiva del gobierno federal contra los maestros es en el fondo un ataque general contra los fundamentos de la educación republicana, que se ha convertido en una rémora y un obstáculo para sus fines, y contra quienes la llevan en sus vidas, sus conocimientos y sus modos de saber trasmitir a la infancia la educación de la República Mexicana, nuestra comunidad de historia, costumbres, vidas y destino en tanto empresa histórica nacional.

Qué se enseña, cómo se enseña, cuál es la relación en el aula con los niños y en el pueblo o el barrio con sus familias, cómo se hace para encender el afán de conocer y de estudiar y para ir dando desde la infancia los instrumentos intelectuales, el afán de saber y los sentimientos como nación y como pueblo: todo eso no se puede medir con exámenes de opción múltiple, además repletos de errores conceptuales y gramaticales.

Esos exámenes, y las formas e instalaciones donde tienen lugar, están concebidos como instrumentos de sumisión y humillación de la dignidad, el pensamiento y los sentimientos de los maestros y maestras, esos rasgos indispensables para la profesión magisterial. Antes que atender primero las condiciones materiales deplorables de tantas instalaciones escolares, la reforma educativa se propone doblegar la personalidad y la independencia de criterio de los educadores, dos condiciones indispensables para su oficio.

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La disputa por la educación, sus contenidos, sus conocimientos y sobre todo sus sentimientos, que se van formando desde la infancia y la escuela primaria, es un hilo conductor que recorre la historia nacional. Así lo vieron los grandes educadores y reformadores de los siglos XIX y XX. Ahora, en este siglo XXI, un poder ajeno a los sentimientos de la nación, el poder de las finanzas, el poder sin ley del dinero y de las armas, pretende sin discusión y sin consulta abrir las puertas para que, desde la maternal y la primaria, la adquisición de los conocimientos, el orden del pensamiento y la formación de los sentimientos de este pueblo mexicano –que de esto se trata la disputa por la educación, ayer con la Iglesia, hoy con el Gran Dinero– quede en manos de las necesidades del capital financiero y de sus exclusivos fines: la acumulación, la ganancia; y, para eso, la subordinación del trabajo manual e intelectual, de sus conocimientos y de sus vidas.

La televisión contribuye, pero no basta: controla la información, pero no alcanza a cambiar el ánimo y el sentir, que se forman en otros ámbitos humanos. Y de eso trata la empresa de la reforma educativa: quebrar la autonomía del pensamiento de los maestros, romper su relación intelectual y afectiva con el pueblo, las familias, sus sentimientos, alegrías y penalidades; e imponer que un programa de computadora, escrito por ineptos e ignorantes, les diga cómo enseñar y a quién obedecer.

Un rojo hilo de sangre y represión une a los estudiantes normalistas desaparecidos y a los muertos de la Escuela Normal de Ayotzinapa con los reprimidos, encarcelados y asesinados maestros de la CNTE, de Nochixtlán y de los pueblos y ciudades de Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Michoacán y otras geografías de este México sumido en la violencia de las finanzas, del crimen y de los poderes federal y de gobernadores y caciques.

La resistencia de los maestros y de sus pueblos es ejemplar. Pide, requiere y merece apoyo y protección de todo el universo educativo mexicano en sus diferentes niveles, y del pueblo de este país que, una vez más, acaba de dar su veredicto electoral sobre el gobierno federal y sus políticas.

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Este veredicto lo resumió en sus palabras (El País, México, 20 junio 2016), una señora de Nochixtlán, Patricia Sánchez Meza, a quien los federales le mataron al hijo de 19 años, Jesús Cadena Sánchez, estudiante de ingeniería y catequista, cuando iba a la parroquia del lugar para ayudar a atender a los heridos por las balas y los golpes de la Policía Federal. Patricia Sánchez se llama, le quedan cuatro hijas menores, es viuda y ella mantiene a toda la familia con su trabajo. En esos momentos están velando a su hijo en la sala contigua:

Yo pediría que esas personas que mandaron a acabar con nuestro pueblo, den la cara, por lo menos. Porque no fuimos nosotros los que iniciamos el pleito. No. Aquí fueron los federales y los que los mandaron fueron nuestro propio gobierno, nuestro Presidente, nuestros diputados. Nosotros no estamos peleando nada. Nosotros cómo vamos a tener armas de fuego, que no tenemos ni siquiera una pistola en la casa, solamente que salgamos con tizones para tener fuego, porque no tenemos armas de fuego. No es posible que nuestro propio gobierno nos esté entregando como pueblo, porque fue al pueblo al que agredió, no fue a los maestros. El tráiler que quemaron fueron los federales los que lo quemaron, no fueron los maestros. No había cantidades de maestros. Había padres de familia, que estaban apoyando.

Y cuando el reportero de El País, Pablo de Llano, le pregunta cuál es su conclusión y su sentimiento, la señora Patricia Sánchez responde con voz calma y pareja:

“Mi sentimiento es que en realidad estoy muy indignada contra el gobierno porque es el que nos está matando a nosotros como pueblo. Yo quisiera que el gobierno viera lo que nosotros estamos viviendo aquí, que den la cara, que nos ayuden, que nos apoyen, que nos digan por lo menos por qué nos están haciendo esto, por qué nos están tratando así después de que nos vienen a pedir su apoyo, casa por casa, cuando necesitan de nuestros votos. ¿Por qué nos hacen esto ahora? Somos mexicanos, hemos de ser tratados como tales. Que vean ellos a nosotros cómo nos tratan, nos están tratando como animales, a balazos. Quisiera yo que vinieran y tuviéramos un diálogo con ellos, para que así nos digan qué es lo que estamos peleando. Porque no sabemos ni por qué peleamos. Al final de cuentas ya no es tanto de la educación. Aquí está el pueblo que está indignadísimo contra el gobierno.

“Si ustedes quieren pasar a ver cómo está mi hijo, cómo me lo mataron, allí está…”

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