2.12.13

Dan la puntilla al sector agropecuario

Marcos Chávez


El gobierno federal concluye un proyecto iniciado durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari: el desmantelamiento del México campesino. La llamada reforma fiscal confirma que la seguridad alimentaria del país se ha confiado a las trasnacionales, a los ganaderos y a los empresarios dueños de plantaciones. Los campesinos y pastores son orillados a dejar sus formas de vida, entregar sus bienes e incorporarse a los miles de desempleados o subempleados del país. El sector agropecuario, como en el porfiriato, controlado por un puñado de compañías

En México, un puñado de empresas controlan el 88 por ciento de la comercialización de alimentos en el país. Su voracidad por las máximas ganancias perjudica a productores y consumidores, como denunció a principios de noviembre Alfonso Ramírez Cuéllar, dirigente del movimiento El Barzón. Es por ello que organizaciones campesinas demandan la restauración regulatoria del Estado; la redistribución del gasto público sectorial, ya que éste sólo beneficia a 3 mil agroproductoras, las cuales reciben el 96 por ciento de los recursos del erario, mientras que, en el otro extremo, 4 millones de unidades productivas sólo reciben 1.1 por ciento de los apoyos asistencialistas, según Federico Ovalle, de la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC); una estrategia de reactivación del campo; la restauración de la seguridad alimentaria que asegure el desarrollo sustentable de México, basada en la soberanía de la producción interna y no en las indiscriminadas importaciones que han agravado el desastre rural, sobre todo el de los productores tradicionales.

Salvo los gerentes de la política agropecuaria y alimentaria neoliberal, de Miguel de la Madrid a Enrique Peña Nieto, y sus principales beneficiarios, los monopolios y oligopolios locales y trasnacionales que controlan el destino de la producción y la distribución de los bienes en el sector rural y el ramo agroindustrial, difícilmente alguien más puede estar en contra de las legítimas demandas de las organizaciones campesinas, que a principios de noviembre salieron otra vez a las calles a ventilar su dilatado descontento, exigir un cambio en la orientación de dicha política y  demandar “un precio justo por su trabajo”.

Y es que los apoyos recibidos por las 3 mil agroproductoras recuerdan un fenómeno registrado en 1910. Ese año, menos de 2 mil familias eran propietarias del 87 ciento de la superficie del país. Actualmente, 4 millones de unidades ejidales o de propiedad mixta poseen el 72 por ciento del total, pero la mayor parte de las ganancias se queda en manos de las agroproductoras y las empresas distribuidoras.

Vistos serenamente los reclamos, éstos pueden satisfacerse sin altos costos económicos y políticos, y sin alterar la naturaleza neoliberal de la política económica, las contrarreformas estructurales y el proyecto de nación. Esas concesiones, incluso, tendrían un par de virtudes al menos. Atenuarían los conflictos sociales que, aislados, y con diferentes grados de intensidad, irrumpen cotidianamente –o casi– en el agro mexicano, así como el riesgo larvado de que éstos se desborden y, eventualmente, estallen violentamente, en caso de que los organismos campesinos, organizados, se movilicen nacionalmente como respuesta a la indolencia oficial y sus programas antisociales. Y mejorarían la casi nula credibilidad y legitimidad del sistema y del gobierno peñista.

Para ello es menester que Enrique Peña y sus funcionarios económicos, comandados por Luis Videgaray, secretario de Hacienda y Crédito Público, y Agustín Carstens, gobernador del Banco de México, relejaren sus dogmas económicos, su creencia en los simplismos fundamentalistas de los inexistentes “mercado libre” y “modernización globalizadora”, así como su pacto con el diablo –para usar la expresión de Joseph Stiglitz, premiado con el desprestigiado Nóbel de Economía– de los intereses de los escasos privilegiados que navegan viento en popa entre las aguas tumultuosas del neoliberalismo, a costa del naufragio de las mayorías, e instrumenten una estrategia agropecuaria más razonable, de acuerdo con las necesidades de un desarrollo menos excluyente, de los consumidores, víctimas de las impunes formas de maximización de la tasa de ganancia de las corporaciones y, en particular, de la población rural, arrasada productivamente, en proceso de extinción, principalmente los productores tradicionales –de temporal– por la salvaje acumulación capitalista neoliberal y hundida en la anchurosa degradación social: 4 millones de unidades productivas precarias (ejidos y mixtas; sólo en 2 por ciento de ellas se dispone de una superficie, normalmente irrigada, de más de 100 hectáreas); el 93.5 por ciento de sus habitantes en condiciones de pobreza, sin considerar los acumulados durante el primer año peñista: 25.4 millones de personas; 5.8 millones, en la miseria; 10.9 millones, en pobreza moderada; y 8.5 millones, con carencias sociales o 28 millones de pobres con dificultades en la alimentación, capacidades y patrimonio debido a sus escuálidos ingresos, según la florida nomenclatura del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).

Hace tiempo que los campesinos dejaron de ser los hijos predilectos, y pasaron a mendigos apestados del régimen.

Un pensamiento menos fanático y unos compromisos menos facciosos y clasistas (Joseph Schumpeter, en su libro Capitalismo, socialismo y democracia, 1942, constataba lo que había atisbado Benjamin Constant a principios del siglo XIX: cómo el poder político se transforma en subsidiario del poder económico) les permitirían comprender a los neoliberales peñistas que los “mercados sin restricciones no sólo no alcanzan justicia social y ni siquiera producen resultados eficientes” que “algunas personas se vuelven más ricas, las estadísticas del PIB [producto interno bruto] se ven mejor, pero las formas de vida” de las mayorías “y los valores básicos son amenazados”. Ello explica que el Consenso de Washington, concebido en el seno neoliberal, haya suscitado otro curioso consenso en su contra, integrado por la mayoría de los países latinoamericanos, al igual que en otras regiones del mundo. La rebelión de las masas en la granja económica permitió, primero, arrojar al basurero de la historia –al menos temporalmente, porque cíclicamente regresa– a la derecha neoliberal gobernante, y luego, formalizar el Consenso de Buenos Aires, en 2003, entre Luiz Inacio Lula da Silva y Néstor Kirchner, de Brasil y Argentina. Ese bloque después se amplió a otros gobiernos (Rafael Correa, Evo Morales, etcétera). Hugo Chávez fue el más activo en contra de la internacional del “libre mercado”. En contraste, Peña Nieto es uno de los últimos gobernantes aferrados a las despedazadas doctrinas neoliberales y los escombros del modelo que justifican ideológicamente, arrasados por el colapso sistémico de 2008.

Si “las personas no se comportan racionalmente, ¿por qué los economistas ortodoxos aún se aferran a la desacreditada teoría de las expectativas racionales?, se pregunta Stiglitz (y la ortodoxia monetarista, agrego por mi parte) en su artículo There is no invisible hand (“No hay ninguna mano invisible”).

El problema es que esa doctrina económica –y otras variantes escolásticas, como la monetarista o la síntesis clásico-keynesiana, subsidiarias de la neoclásica (1870-1920)– es, en realidad, una fábula cada vez menos convincente y rentable para encubrir intereses terrenalmente lucrativos.

La petición campesina de “un precio justo por su trabajo” es una invocación a la justicia económica y social.

Pero la expresión es ambigua: ¿qué es “un precio justo”? ¿Cómo medirlo? ¿Existe esa posibilidad en el capitalismo?

En todo caso, lo que sí es claro es que los productores rurales aspiran a un nivel de precios que –una vez descontados los costos de producción y al considerar los cambios en el tiempo en la relación capital fijo (equipo, tecnología, insumos, etcétera) y variable (fuerza de trabajo)­– les proporcione una tasa de ganancia razonable, la cual les asegure la continuidad de la producción, su existencia en el mercado, y un bienestar personal y familiar digno.

Desdichadamente, esto anterior está condicionado por las relaciones de la ley del más fuerte en la salvaje jungla capitalista. La “libre competencia” no tiene espacio en la racionalidad en esa relación económico-social. No es más que una rosácea y boba quimera de los libros de texto de economía, y un recurso ideológico. También está determinada por el sesgo de la relación Estado-mercado.

Asimismo, aún más claro que la dinámica de las cotizaciones agropecuarios, durante el ciclo neoliberal (1982-2013) respalda la desesperación, el descontento y las movilizaciones de los productores rurales, así como la demanda de un cambio en la política de precios, la regulación del mercado y el funcionamiento económico. Porque los precios rurales han evolucionado en sentido inverso a sus anhelos.

Por desgracia, sus desgastados métodos de lucha también cuestionan los alcances, sus resultados que puedan obtener.

El cuadro adjunto y las gráficas 1 y 2 muestran el comportamiento de varios precios medios acumulados entre 1982-2013, el del índice nacional de precios al consumidor, el de productos agropecuarios y de los alimentos, comparados con la evolución de los precios al productor del sector rural y el subsector agrícola, los cuales incluyen el costo de los insumos primarios (salarios, capital fijo, etcétera) e intermedios de la producción, el pago de impuestos y otros gastos.



Como se observa, el aumento de los precios acumulados al productor agropecuario (96.4 mil por ciento) y el agrícola (103.2 mil por ciento) se ubican por encima del registrado por el índice general (70 mil por ciento), el de los alimentos (75 mil por ciento por el lado del gasto y 116 mil por su origen) y de los bienes agrícolas, ganaderos y la pesca (77.5 mil por ciento).

¿Qué significa la brecha entre precios?

Ante todo, si los precios de los productores son altos, éstos tendrían que reflejarse en un nivel mayor de la inflación y, en particular, de los precios de los bienes agrícolas, los agroindustriales y las materias provenientes del sector rural. La lógica económica indica que la reacción natural de los productores ante el alza de los costos de producción es trasladarlos al precio final de sus bienes y servicios producidos ofrecidos para compensar su encarecimiento, evitar la caída de sus ganancias, sus eventuales pérdidas y su descapitalización que los llevaría a la quiebra. Los consumidores y los fabricantes de alimentos procesados tendrán que pagar más por ellos, aunque estos últimos también los trasferirían a la población.

El límite al aumento de precios estará dado por la competencia, las tarifas que apliquen otros oferentes para los mismos productos y el riesgo de perder terreno en el mercado si las alzas son excesivas; el poder de compra de la población, determinado por sus ingresos; la sustitución de productos por otros similares o de menor calidad; los cambios en el proceso productivo (operativos o técnicos) para abatir relativamente los costos; la regulación estatal de las cotizaciones, en caso de que exista.

No obstante, como se observa en el cuadro 2 y las gráficas 3 y 4, los precios reales pagados a los productores de los principales granos y alimentos básicos presentan un desplome acumulado de 40 por ciento en promedio entre 1980 y 2012. El precio de la leche fresca cayó 59 por ciento; el de las aves (carne en canal), 57 por ciento; el del arroz, 49 por ciento; y el del maíz, el principal grano básico, cuya actividad abarcó en 2012 la mitad de la superficie programada y sembrada (7.7 millones de hectáreas y 7.4 millones), 33.5 por ciento. La caída de los precios en el mercado interno ha afectado fundamentalmente a los productores tradicionales, los pequeños y los medianos.
La divergencia entre las cotizaciones pagadas a los productores, los precios del productor y los del consumo final de los bienes agroindustriales por sector de origen, éstos ubicados por arriba de la inflación, implica un intercambio desigual entre aquellos y la industria alimenticia, hecho que poco o nada ha beneficiado a los consumidores. Representa una transferencia inequitativa intersectorial. El empobrecimiento de unos y enriquecimiento de otros.

La reciente crisis aviar puso en evidencia que no todos los productores padecen la misma suerte ni tienen el mismo poder económico-político. El control que ejercen sobre la avicultura los oligopolios –como Tyson, Bachoco o Pilgrim’s Pride, y cuyos costos de producción se han estimado en un 40 por ciento menos que el de los productores pequeños y medianos– les permitió aplicar una salvaje especulación en los precios del huevo o de la carne de pollo, en el primer caso hasta del 400 por ciento, lo que les reportó jugosas ganancias. Todo con la complicidad del gobierno panista.

Lo anterior no es un fenómeno accidental. Es resultado de la contrarreforma agropecuaria formalizada por los priístas liderados por Carlos Salinas de Gortari, que en 1992 le apostaron a la política agraria posrevolucionaria. Así, terminaron con el reparto de la tierra e iniciaron su reprivatización, al “eliminar las prohibiciones a las sociedades mercantiles” (así rezaba la iniciativa salinista), al legalizar la asociación del “campesino con socios mercantiles” y la venta de la propiedad, supuestamente para “promover la capitalización del campo”, “atender” la libertad, la dignidad y el bienestar de los campesinos.

La caída de los precios se debe a su contención como parte de las políticas de control de la inflación y del abaratamiento de los salarios reales. La desaparición de la Conasupo (Compañía Nacional de Subsistencias Populares) como organismo regulador de las cotizaciones y la reserva de alimentos primarios básicos. Hasta principios de este siglo, la desinflación fue reforzada por la entrada masiva de bienes importados cuyos precios compiten deslealmente con los de los productores locales debido a los subsidios que reciben en sus países de origen; mientras que a los mexicanos se les reducen la eliminación de las barreras arancelarias, la sobrevaluación cambiaria y las prácticas desleales de los monopolios mundiales de los alimentos. La seguridad nacional alimentaria no fue depositada en la autosuficiencia interna, sino en las importaciones y las trasnacionales. Pero los beneficios fueron efímeros. El alza de los precios de las materias primas (commodities) en los mercados internacionales de futuros por parte de los especuladores financieros, en el transcurso de este siglo, ha encarecido las cotizaciones locales.

El retiro del Estado como regulador de la producción y el mercado agropecuario entregó su control a las corporaciones agroindustriales y a las comercializadoras, que han impuesto su tiranía a los productores tradicionales. Ellas les aplican sus condiciones leoninas en los precios y las cantidades, a través del modelo de “agricultura por contratos”. Su potestad en el mercado agroalimentario ya no requiere, como conditio sine qua non, la propiedad de la tierra. Entre esas empresas destacan Monsanto , Syngenta, PHI México, Dow Agro Sciences, Maseca, Minsa, Bachoco, Bimbo, Walmart y Nestlé, por citar a algunas.

En realidad, los funcionarios económicos siguen o no los lineamientos neoliberales según las circunstancias, sus intereses y compromisos políticos. Son ortodoxos hasta el fanatismo en su crítica a los monopolios públicos, la política de administración de los precios y las cotizaciones subsidiadas, como un instrumento social distributivo, porque, supuestamente perturban el funcionamiento del “mercado libre” y su ajuste automático a través del mecanismo de los precios. Sin embargo, son heterodoxos ante los cárteles privados que ejercen el control de la producción y los mercados, impiden el acceso de nuevos competidores (recuérdese el pacto mafioso entre Televisa, Tv Azteca, ejecutivos y legisladores en contra de Teléfonos de México o Multivisión) y manipulan las tarifas. El laissez faire, laissez passer es para ellos.

Ante las corporaciones se les olvida el concepto que dice que el “mercado libre” se equilibra por el juego de la oferta y la demanda, el cual conlleva a la formación del mejor precio.

Las elites que controlan el Estado son responsables del desastre del sector agropecuario al sacrificarlo a la acumulación del capital oligárquico. En ese sentido, resulta paradójico que los productores exijan protección y benevolencia a sus enemigos.

Sus demandas son incluso trágicas si se considera que la propuesta fiscal peñista para 2014, parcialmente modificada por el Congreso de la Unión, incluía el castigo presupuestal agropecuario. La eliminación de exenciones fiscales para las sociedades de producción rural –ejidos y cooperativas rurales– cuyos ingresos anuales sean menores a 10 millones de pesos y del régimen simplificado. La creación de los llamados impuestos “verdes” por el uso de herbicidas, fungicidas y otros químicos. El alza de las tarifas del agua y combustibles.

Al promotor de la política antisocial rural se le pide piedad social.

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