La historia es conocida. Comenzó en junio pasado, cuando el exagente de inteligencia Edward Snowden filtró documentos que demostraban que la Unión Americana espiaba a sus ciudadanos. El escándalo tocó directamente a México un mes después. El 9 de julio, el diario brasileño O Globo publicó que el gobierno de Barack Obama fisgaba las comunicaciones de ciudadanos y funcionarios mexicanos, brasileños y colombianos. En el caso de México no era para prevenirse de ataques terroristas: robaba información del sector energético y particularmente del petrolero.
La respuesta de Peña Nieto fue una oda a Catatonia: no hizo nada. Se calló lo más que pudo y, cuando despertó, el presidente todavía soltó la obviedad de que si el hecho se confirmaba sería grave. Que iban a pedir información a Estados Unidos.
Habrá quien argumente que Peña no podía hacer más. O que no era recomendable. Que los caminos de la diplomacia son inescrutables y que a veces hay que doblarse para no quebrarse.
Pero la reacción de otras naciones ya muestra quiénes tenían razón: Brasil y Colombia manifestaron repudio absoluto. Y lograron que Argentina y Perú los apoyaran.
A la postre, la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, canceló una entrevista que tenía con Obama. Porque estaba escandalizada.
El mutismo de Peña, en cambio, devino súbito ataque de reflujo verbal un mes después. Durante una gira en Gran Bretaña, el mandatario dio a conocer que ya iba a presentar su reforma energética. Sólo hasta que volvió a su tierra tuvo a bien informar a los mexicanos de sus planes. En ese momento Andrés Manuel López Obrador acusó que Peña filtraba información petrolera a potencias extranjeras.
Si algo quiso hacer Peña fue dar un carpetazo en lo oscurito y pian pianito. Este viernes 25 se dio a conocer un documento que el gobierno de EU preparó para Janet Napolitano (entonces secretaria del Departamento de Seguridad Nacional), previo a una junta con el presidente: “Los mexicanos han señalado que esperan tu reunión con Peña Nieto para ‘poner punto final’ a los asuntos relacionados con las filtraciones de Snowden, que están escalando en la prensa mexicana por separado, se te proveerán puntos clave desde la Casa Blanca para responder a este asunto”.
Todo empeoró el pasado lunes. El prestigioso semanario alemán Der Spiegel (que fue uno de los pocos que no se rindió al encanto de Peña tras su elección: lo llamó “intelectualmente débil”) publicó una nueva tanda de filtraciones de Snowden. Se revelaba que Estados Unidos había espiado, al menos, a 35 países.
Resulta ilustrador ver los comentarios que aparecen en el foro de expertos que el periódico estadunidense The New York Times abrió al respecto: “(También) Obama y su administración son blanco para los servicios de inteligencia de prácticamente todas las naciones del mundo, incluyendo los de aquellas que se quejan”, dice Stewart Baker, exfuncionario del Departamento de Estado de EU. “Los aliados siempre se han espiado unos a otros”, abunda el académico Rhodri Jeffreys-Jones.
Es cierto, pero eso no convalida el espionaje, que sigue siendo uno de los peores delitos que pueden cometerse en el derecho internacional. Sólo un caso: ¿qué hizo Estados Unidos con los cinco cubanos que, en 1998, documentaron que radicales de Miami planeaban atentar contra Cuba —y se lo informaron al FBI, para que tomara providencias—? Detenerlos. EU los aprehendió acusándolos de espionaje. Cuatro siguen presos.
Con este coctel, resultaba previsible que los países aludidos “en la nueva temporada” pusieran el grito en el cielo. La dirigente alemana, Angela Merkel, no se anduvo con rodeos: dijo que el espionaje había roto la confianza, que EU debía respetar las leyes alemanas y que era un abuso inaceptable. Francia se le unió. Y le exigieron a Obama un acuerdo antiespionaje antes de que acabe el año. Brasil e Italia volvieron a quejarse.
Peña, en cambio, siguió flotando entre la nadería. Es cierto que el canciller José Antonio Meade anunció que citaría al embajador Anthony Wayne y habló duro contra el fisgoneo ilegal. Pero se trata de un secretario. No de un presidente. Y obtendrá respuestas de un diplomático, no de un presidente. Esa es la importancia que Peña Nieto le asigna al problema.
El hecho —en sí mismo repudiable— se oscurece más al recordar que uno de los cinco ejes de gobierno de Peña Nieto es que México recobre su protagonismo en el mundo. Y más negro cuando se contrapone a su idea respecto de la protesta en el ámbito nacional: Dentro de México, Peña ha criminalizado la protesta social. Afuera, se somete al agresor.
La pregunta es, entonces, ¿por qué ponerse del lado del violador y no de los escandalizados? La respuesta evidente es el miedo a que EU tome represalias. Sin duda sería alta la probabilidad. Sin embargo, ¿el bloque Alemania-Francia-Brasil obtendrá beneficios de su indignación? Todo indica que sí, y en varios rubros. En términos ajedrecísticos ganan un tiempo en cualesquiera negociaciones que quieran emprender. Pueden obtener ventajas políticas y económicas como compensación. Obtienen protagonismo. Pueden fortalecer sus regímenes jurídicos e, incluso, su percepción ante los votantes. En política, ya se sabe, la forma es fondo.
En contraparte, ¿qué ganará México? Es probable que Peña (no México) obtenga el beneplácito e incluso apoyo de EU para sus reformas. Pero en términos de real politik igual podía haberlo logrado repudiando lo repudiable. Y tampoco es que la posición de México sea la de un indefenso protectorado. Mal que bien sigue siendo la decimocuarta economía del mundo, y muy ciego habría que ser para no observar las bazas con las que México puede presionar: la frontera, las inversiones, la propia apertura en la reforma energética…
El acto de escandalizarse tiene mal cartel. Parece delito en una sociedad que sueña con ser democrática y civilizada. Luce como un verbo de beatas, o cosa de intransigentes y viscerales.
Pero no es así. Es un verbo emparentado con la dignidad, que puede desatar tempestades, desnudar a los poderosos y desanudar mentiras. Significa exclamar: Esto no, o no conmigo.
Por eso. A escandalizarse.
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