13.9.13

La guerra por los energéticos

Marcos Chávez *

Las autoridades afirman que la reprivatización del petróleo y la energía eléctrica es para “modernizar” las paraestatales, pero de esa cantaleta mediática no hay una sola evidencia. Ninguna privatización o reprivatización ha sido en beneficio de la sociedad. Ni siquiera un caso pueden exponer los porristas oficiales. Lo cierto es que los grandes empresarios vienen por los recursos energéticos de México y el gobierno se impacienta por entregárselos. Le apuestan a que la sociedad, atomizada o dormida, lo permitirá
Los tiranos se apoderan del mando y los dueños del dinero modifican las normas económicas mediante sus combinaciones entre unos y otros
John Dos Passos, El gran proyecto, 1949
El secreto de la vida es la honestidad y la honradez, si no entiendes esto vas por el buen camino
Groucho Marx

En las actuales circunstancias políticas, los grupos dominantes se encuentran ante la oportunidad histórica de dar un paso decisivo hacia la realización de uno de sus sueños más anhelados: arrancarle a la nación la industria petrolera y su renta, la última joya y la más preciada, que le queda a la corona. Será un despojo en toda regla: legalizado por el Congreso de la Unión; pontificado por la invidente y sordomuda Suprema Corte de Justicia de la Nación; aderezado con menores restricciones en el ramo eléctrico, para que las dentelladas empresariales sobre las piltrafas que les resta por devorar sean más eficaces.

La reforma peñista representa un paso adelante y dos atrás

Hacia adelante, lo que se exhibe como “modernización” energética, no es más que otro capítulo de una tediosa “modernización” más vieja iniciada por Miguel de la Madrid en 1983, “inconcebible” sin la reformulación de la intervención pública en la economía y “la modernización estructural de la empresa pública”, según Jacques Rogozinski (“personaje siniestro de las maniobras privatizadoras del salinismo”, como lo calificara el maestro Álvaro Cepeda), y que en buen castellano no quería decir más que el abandono deliberado del Estado de sus funciones rectoras en el desarrollo, porque “las realidades del país eran diferentes, no permitían que […] se colocara como la pieza fundamental de los procesos económicos; [y porque] tenía que abrir[se] espacios a la iniciativa privada”. Así, se procedió al retiro estatal de diversos sectores para concentrarse en lo que fue calificado como “estratégico y prioritario”, y la “desincorporación” de las entidades públicas “no estratégicas o no prioritarias”, que fueron extinguidas, liquidadas, fusionadas, transferidas y privatizadas. Las razones empleadas para justificar ese giro estratégico son las mismas que después emplearían los subsecuentes gobiernos priístas y panistas, hasta Enrique Peña Nieto: los problemas financieros del Estado y la necesidad del equilibrio fiscal, la “obsolescencia y el rezago tecnológico”, la “eficiencia y productividad poco satisfactorias” de las entidades públicas, “los déficits de un buen número” de ellas, “los cuantiosos recursos [requeridos] para subsanar[las], modernizarlas y colocarlas a niveles competitivos”, la imposibilidad de “seguirlas subsidiando”, de “inyectarles capital que el gobierno no poseía…”.

De esa manera, se decía, se fortalecerían las finanzas públicas, se acabarían los subsidios y se dispondría de ahorros para destinarlos a la atención de las demandas sociales y la inversión en las entidades y áreas estratégicas y prioritarias; que las empresas privatizadas “poseían gran potencial de crecimiento, lo cual las presentaba atractivas para los inversionistas” y ellos ampliarían las inversiones con “plena libertad”, realizarían el cambio tecnológico y mejorarían la calidad y la oferta de los bienes y servicios; que se evitaría la creación de monopolios y oligopolios, aunque, a regañadientes, se aceptaría su presencia temporal como un mal necesario; que crecería más la economía, el empleo y el bienestar, y otras tantas monadas (La privatización de las empresas paraestatales).

Un cambio de esa naturaleza requería modificar los artículos 25 y 28 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, entre otros; y eso fue lo que hicieron los priístas en febrero de 1983. Arbitrariamente reclasificaron como “áreas estratégicas” aquellas en las que el Estado debería tener una participación exclusiva por afectar de manera directa la soberanía de la nación: las relacionadas con los recursos no renovables, con los servicios públicos o con la infraestructura de otras actividades económicas. En las “prioritarias incluyeron a las que otorgan un amplio beneficio social” (servicios de salud, vivienda, educación, regulación y abasto de productos básicos) y que estarían sujetas a futuras modificaciones, debido a que, como dijo cínicamente Rogozinski, no estarán delimitadas constitucionalmente. Eso es lo que han hecho desde entonces los subsiguientes gobiernos: privatizarlas cuando les da un ataque de “libre mercado” con las reformas de segunda y tercera generación.

¿Cuál ha sido el resultado del delirium tremens reprivatizador?

Al repasar las de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, el economista Emilio Sacristán Roy anota que la venta de empresas que no fue transparente (Sosa Texcoco), prácticamente se regalaron (Sicartsa I, Sicartsa II, Altos Hornos de México) o se vendieron a bajos precios, comparado con su valor en libros (plantas de Fertimex); que varias de ellas después fueron quebradas; Compañía Mexicana de Aviación y Aeroméxico fueron rematadas a precios menores que sus pasivos absorbidos por el Estado y tuvieron que ser rescatadas; las utilidades de Teléfonos de México (Telmex) podrían indicar que el precio fue castigado; el rescate de la banca costó varias veces más que el dinero obtenido por su subasta. Las tropelías son incontables.

El balance de Sacristán de 2006 es: “la privatización no resultó ser la panacea que los tres gobiernos que la propiciaron esperaban”, y sus “apólogos tienen ahora en su mira al sector energético. Pemex [Petróleos Mexicanos], CFE [Comisión Federal de Electricidad] y la Compañía de Luz [y Fuerza del Centro]. Argumentando la necesidad de modernizar[las], pide[n] su privatización, o la entrada, bajo una forma u otra, del capital privado en sus actividades. La experiencia raramente exitosa en 2 décadas de privatizaciones debería ser razón bastante para no emprender estos nuevos procesos” (Las privatizaciones en México, Facultad de Economía, UNAM, número 9). La Compañía de Luz ya fue desaparecida. Siguen las otras empresas.

La liberación del “espíritu empresarial” rogozinskiano no fue más que un vulgar animal enloquecido, que salvajemente, en aras de un enriquecimiento rápido, ha destruido todo lo que toca: quiebra las empresas, arruina los sectores que le ceden, tiene que ser rescatado, se socializan sus pérdidas, opera suciamente con sus monopolios y oligopolios (Telmex, Televisa, etcétera), victimiza a la población y se impone a las elites políticas. Y las finanzas públicas siguen en problemas.

Rogozinski dijo que las privatizaciones fueron limpias, “sin amiguismos”. Pero el “mentiroso” –como lo calificó el maestro Álvaro Cepeda– reconoció en 1998, ante la periodista Dolia Estévez, que “en todos los países las personas que tienen dinero son amigos o conocidos de los que están en el poder”; y “que los amigos de Salinas, los amigos ricos, ganaron las privatizaciones”.

“El orden social surgido espontáneamente del mercado”, según Hayek, fue parido entre cieno y lodo. En el estercolero.

En el caso de la energía, sus segmentos convertidos de “estratégicos” a “prioritarios”, y la privatización anticonstitucional a golpes de leyes secundarias ubicadas por encima de la Constitución, han provocado la desarticulación y destrucción deliberada de la cadena productiva eléctrica y petrolera, el desmantelamiento de la industria que justifica la siguiente venta de cochera. Esa etapa fue inaugurada por Miguel de la Madrid, al reclasificar 36 productos petroquímicos básicos, de alrededor de 64, reservados exclusivamente al Estado, a secundarios, en 1986. La reprivatización fue justificada por las dificultades financieras de Pemex. Fueron cedidos a los empresarios que bramaban por el retiro de las manos sucias del Estado de la economía y que prometieron cuantiosas inversiones. Veintisiete años después, la petroquímica pública, surgida en 1960, y la privada, son un desastre. De 40 productos contabilizados, apenas siete registran un nivel de producción, medido en toneladas, superior al de 1986, y su saldo comercial pasó de un déficit por 403 millones de dólares a 8.5 mil millones en 2012; y cerrará 2013 con un desbalance similar.

La reprivatización no fue una idea genial de los tecnócratas mexicanos. El proceso mundial fue inaugurado por militares suramericanos en la década de 1970 y seguido por Margaret Thatcher. Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial la convirtieron en religión global. Desde 1983 pasó a ser en México una pieza de la reforma del Estado y del nuevo proyecto de nación, cuyas bases de la acumulación de capital se integran y se subordinan a la mundialización capitalista. En la lógica del nuevo coloniaje, la ideología nacionalista-revolucionaria estorbaba, por lo que fue sustituida por la retórica de la “globalización”. En esa matriz se insertan, 30 años después, las reformas peñistas: la laboral, la de las telecomunicaciones y la energética, y están infectadas con el bacilo de la peste neoliberal.

Enrique Peña Nieto quiere dar dos apuradas zancadas hacia atrás si las mayorías no logran frustrar sus ambiciones por cualquier medio. Y sólo le dejan la revuelta y el estallido social para barrer a los subastadores, salvaguardar y recuperar los recursos naturales y restaurar la soberanía nacional.

Con un paso aspira dejar atrás la nacionalización eléctrica y petrolera. Con el otro busca afianzar los pies en la época del “orden y progreso”, nostálgica para la derecha local y las empresas multinacionales.

Lo novedoso de la iniciativa de Enrique Peña es la delicada socarronería leguleya con la que anhela encubrir sus ímpetus reprivatizadores y desnacionalizadores:

1) Eliminar del Artículo 28 constitucional la letra que explicita al petróleo y los demás hidrocarburos, la petroquímica básica y la electricidad como áreas estratégicas bajo responsabilidad del Estado. No las reclasifica como “áreas prioritarias”. Deliberadamente las deja en el limbo de la ambigüedad constitucional para luego interpretar el texto a su gusto. Sin aclarar la cuestión, las palabras que se agregarían dicho Artículo remiten al Artículo 27.

2) En el cambio propuesto para el Artículo 27 aparece un cuerpo constitucional cercenado en partes vitales, digno del trabajo quirúrgico de Jack el Destripador: “Tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos […], no se otorgarán concesiones ni contratos, ni subsistirán los que en su caso se hayan otorgado y la Nación llevará a cabo la explotación de esos productos, en los términos que señale la Ley Reglamentaria respectiva”.

En compensación, Jack plantea que sea el Ejecutivo, sin otorgar concesiones, quien decida la forma en que se explotarán los hidrocarburos y la petroquímica básica. Apegado a lo que dicten las nuevas leyes secundarias que, por cierto, él mismo redactó. Desde luego, en beneficio de la nación. Lo hará por medio de “contratos”, palabra conservada en la reescritura del Artículo 27. Pero en la nueva redacción se le olvidó añadir “contratos de riesgo compartido”, como dicen los peñistas.

Ese “olvido” intrascendente permitirá agregar el apellido que se les ocurra a los convenios. Los priístas-panistas nos han mostrado que lo que no es negado constitucionalmente, no es ilegal. Corresponde a esas zonas grises jurídicas que son una delicia para quienes, apadrinados, se aventuran por esas procelosas aguas, las cuales arrojan jugosas ganancias, y que pueden escabullirse parsimoniosamente de las complacientes redes de la justicia. También nos han enseñado que aun cuando el texto constitucional sea la mar de transparente, de todos, les seducen los discretos encantos de los placeres prohibidos.

En lo que se refiere a la electricidad, su parte en el Artículo 28, desaparecerían las partes tachadas: “Corresponde exclusivamente a la nación generar, conducir, transformar, distribuir y abastecer energía eléctrica […] En esta materia no se otorgarán concesiones a los particulares…”

La nueva redacción sería más “amigable”…, pero con los empresarios. La generación y la transformación de electricidad ya no dependerían exclusivamente del Estado. Generoso, está dispuesto a compartir el negocio con el capital privado. Aunque se reservaría la transmisión y la distribución, no sería un Estado mezquino, según se desprende de un agregado peñista: “en dichas actividades no se otorgarán concesiones, sin perjuicio de que el Estado pueda celebrar contratos con particulares en los términos que establezcan las leyes, mismas que determinarán la forma en que podrán participar en las demás actividades de la industria eléctrica” (ver recuadro). Es el nuevo Estado de bienestar.

Es una mayor reprivatización encubierta. La promoción de venta que realizan los peñistas con sus reformas preludia una fiesta en grande.

Enrique Peña Nieto tiene casi todos los hilos en la mano para garantizar autoritariamente la aprobación de la reprivatización y trasnacionalización energética: 1) Las relaciones de fuerza en la disputa le favorecen: están amarrados los consensos y las alianzas entre quienes ejercen el dominio económico de México y la hegemonía política; 2) el maridaje entre el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional y los otros partidos mercenarios aseguran los votos necesarios en las cámaras para su aprobación; 3) la presencia militar durante la presentación de la iniciativa tiene su carga simbólica; 4) la claudicación y la traición del Partido de la Revolución Democrática, la risible convocatoria de Cuauhtémoc Cárdenas para un referéndum 2 años después de los acontecimientos, el tardío llamado de Andrés Manuel López Obrador en defensa de la energía, la fragmentación de otras organizaciones sociales y la parálisis de la población.

*Economista

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