4.10.10

La Cantaleta imperial

Carlos Fazio
 
Las poco serias (Felipe Calderón dixit) declaraciones de la secretaria de Estado estadunidense, Hillary Clinton, en las que aseveró que los cárteles de la economía criminal mexicanos se han transformado en una suerte de insurgencia que asedia al Estado bueno y le disputa el control de territorios, ha ido permeando a la clase política en el Capitolio. En clave de narcoinsurgencia, la fórmula fue recuperada por el influyente senador republicano Richard Lugar. Pero no se trata de una percepción; responde a una matriz de opinión sembrada con fines de propaganda de guerra en un documento del Pentágono, donde se asienta que en México se observa una transición del gansterismo tradicional de asesinos a sueldo al terrorismo paramilitar con tácticas de guerrilla.
En un aparente contrasentido, la señora Clinton ha venido insistiendo en la necesidad de un Plan Colombia para México. Pero pocos como ella saben en Washington que la vigente Iniciativa Mérida, símil del Plan Colombia, le fue impuesta a Calderón antes de su llegada a Los Pinos en diciembre de 2006. Ergo, por alguna razón oculta, la Clinton y el Pentágono buscan modificar el esquema, en la línea de una mayor intensificación de la dominación y la injerencia política y militar de Estados Unidos en México, y en beneficio de las corporaciones privadas vinculadas a los rubros de seguridad y defensa.
No es muy conocido que el lanzamiento de la guerra a las drogas de Calderón en los primeros días de su administración, y su presunta paternidad después sobre la Iniciativa Mérida (septiembre de 2007), responden a un plan elaborado durante una reunión en Cuernavaca, Morelos, en octubre de 2006, en la que participaron la administradora general de la DEA, Karen Tandy; el director general para América del Norte y Centroamérica de la agencia antidrogas, David Gaddis; el entonces secretario de Seguridad Pública federal, Eduardo Medina Mora, y Genaro García Luna, quien fungía como director de la Agencia Federal de Investigación (AFI).
Gaddis, uno de los operadores del Plan Colombia, fue trasladado a México en junio de 2006. Y al asumir Calderón, Medina Mora fue nombrado procurador general de la República, mientras García Luna asumió la titularidad de la SSP. Ambos participaron en las sesiones del Consejo de Seguridad Nacional donde se definió la estrategia militar a seguir a partir del 11 de diciembre de 2006, cuando, con el objetivo de recuperar territorios a los malos, fue lanzado el Operativo Conjunto Michoacán. Con el michoacanazo arrancaba la militarización de la política, una estrategia que se repitió en 18 estados de la República y que recurrió a la paramilitarización y mercenarización del conflicto, como instrumentos de una guerra sucia que a la fecha recoge un saldo de más de 30 mil muertos y violaciones masivas a los derechos humanos por integrantes del Ejército, la Marina y las distintas policías.
Las actuales equivalencias con el fallido Estado colombiano de hace 20 años buscan asentar la premisa de que México ha entrado en una fase de colombianización. Ante ese escenario, la respuesta impulsada por Estados Unidos es profundizar los actuales niveles de contrainsurgencia y terrorismo de Estado (verbigracia, la tortura sistemática y las desapariciones forzosas y ejecuciones sumarias extrajudiciales de tipo paramilitar), reproduciendo la experiencia de campo adquirida antes en Colombia e Irak y perfeccionada en Afganistán contra el talibán.
Ciudad Juárez, en Chihuahua, ha sido el laboratorio de la nueva guerra urbana en México, que desde la Oficina Bilateral de Seguimiento a la Iniciativa Mérida (OBS), bajo control del embajador Carlos Pascual en el Distrito Federal, se busca extender ahora a otras urbes mexicanas. A ese objetivo responde, también, la repetición de una matriz de opinión dirigida a imponer en la agenda pública mediática la idea de que existe una narcoinsurgencia y/o una narcoguerrilla en México.
Más allá de la distorsión informativa con fines de propaganda que busca encubrir las diferencias entre un movimiento insurgente y los cárteles de la economía criminal (causas estructurales, razones ideológico-políticas, objetivos estratégicos, etcétera), no asistimos a una guerra caricaturesca entre despiadados malhechores que buscan asaltar al Estado bueno versus un presidente valiente y unas fuerzas del orden justicieras y patrióticas que los repelen, sino al despliegue oficial de una violencia reguladora, mediante la cual –como ocurría durante el régimen de partido de Estado casi único– se busca controlar, restructurar y administrar los territorios, las mejores plazas (mercados) del millonario negocio de la ilegalidad y sus rutas de tráfico.
Con algunos matices respecto al caso colombiano. Cuando aludimos a la actual fase de colombianización del país, nos referimos a la paramilitarización y mercenarización del Estado, y al aumento de los niveles de violencia y caos en el marco de una pugna de malos contra malos. Pero estas características de la coyuntura anidaron en un caldo de cultivo generado por el viejo régimen autoritario priísta, que dio paso a un Estado cleptocrático, de tipo delincuencial y mafioso, producto de articuladas redes de corrupción-impunidad-simulación sistémicas prexistentes, cuyos orígenes habría que rastrear desde comienzos de la administración de Miguel de la Madrid.
Redes delincuenciales que desde entonces han venido capturando y reconfigurando las distintas estructuras del Estado mexicano: sus ramas ejecutiva, legislativa y judicial; sus organismos de seguridad; las instituciones electorales y paraestatales. Pero también las empresas privadas, legales e ilegales; los medios y las corporaciones de la industria del entretenimiento, que a diario refuerzan la cultura de la ilegalidad criminal. Por algo, la guerra de Calderón no ataca al negocio y las estructuras financieras trasnacionales que lo soportan.

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