Fabrizio Mejía Madrid
Hay un dolor crónico que puede ser físico y sobre todo social.
Quizás es con ese dolor crónico que los Estados Unidos está
tratando de lidiar.
Empiezo con un dato: en México hay 433 casos de adicción al
fentanilo mientras en los Estados Unidos hay 5.6 millones de
adictos. Interpreto el dato: lo que tiene EU es una epidemia de
dolor. Podemos hacer la historia de cómo las farmacéuticas como
Purdue Pharma, pero también Johnson & Johnson, Janssen y otras
usaron un marketing abusivo para convencer a los doctores y al
público de que productos como la oxicodona no eran adictivos.
Podemos hablar de cómo los vendedores de la Oxycodin anunciaron el
derecho de sus consumidores a “vivir sin dolor”. Cómo los médicos
comenzaron a recetar los opioides para dolores que podían menguar
con simples aspirinas o ibuprofeno. Podemos, también, contar la
historia del empleado público, Curtis Wright, quien dio la
autorización de parte de la FDA ---la Cofepris de allá--- en tiempo
récord para comercializar ese analgésico. Nomás aprobado el propio
Curtis Wright renunció a su cargo y aceptó un puesto de dirección en
la farmacéutica con un salario tres veces mayor al del Gobierno.
Podemos contar cómo Purdue recibió 3 mil demandas en 2007 y cómo
sacaron 10 mil millones de dólares de la empresa para poderse
declarar en bancarrota y no pagar. Cómo los nombres de la familia
dueña de Purdue, los Sackler, fue retirada del Museo de Arte
Moderno, el Louvre, y el Guggenheim por la vergüenza pública que
significaba estar financiados por los negociantes del dolor ajeno.
Podemos, digo, hacer toda esa historia y acaso también podemos
enfrentar dos datos: las 114 mil personas que en el pico de la
adicción a los opioides perdieron la vida en EU en 2021 mientras que
35 mil personas en México perdían también su vida, no por
sobredosis, sino por disparos de armas de fuego, que en un 80 por
ciento provienen de Arizona, Nuevo México, Texas y California. Se
trata del mismo problema: armas de fuego vendidas ilegalmente en
México por las compañías estadounidenses y las muertes por fentanilo
que han bajado ya a 58 mil personas, aunque Donald Trump siga
diciendo que son 300 mil al año. Podemos hablar del 86 por ciento de
los narcos detenidos son ciudadanos norteamericanos, no inmigrantes
ilegales: Podemos hablar de que estos narcos del fentanilo pasan la
frontera por los carriles de alta, en automóviles estadounidenses,
no por el desierto como afirman Trump, la DEA y el NYT. Incluso
podríamos hablar de cómo una mayoría de los detenidos en posesión de
las pastillas son blancos y con estudios de preparatoria. Podemos
hacer todas esas historias pero esta columna quiere poner la
atención en algo: EU tiene una crisis de dolor.
Déjenme comenzar con las esculturas de mármol que los griegos del
último tercio del siglo V antes de nuestra era le dedicaron a la
amapola. Ahí, donde se inventaron las palabras “clínica” y
“terapia”, en la cámara central del templo del culto de curación de
Asclepio en Epidauro, se despliegan las flores de donde se saca el
opio, como una especie de diosa del alivio del dolor. Al lado de las
flores está el que todavía funciona como nuestro símbolo de la
medicina: una serpiente entrelazada en un bastón. Los griegos y
romanos ---que llamaron Escolapio a ese dios--- tenían clínicas
gratuitas para atender los dolores y enfermedades. Todas estaban
inspiradas en ese mismo dios de la medicina que usaba la amapola
para aliviar.
Pero vayamos al dolor. Es tan obvio que hasta resulta tonto decirlo:
dolerse es sentir dolor. Finalmente, cada uno de nosotros somos
nuestra propia autoridad sobre si sentimos o no dolor. Si creo que
tengo dolor, entonces tengo dolor. No hay distinción entre
apariencia y realidad. Hay tres secuencias distintas cuando sentimos
dolor. La primera es cuando lo sientes por primera vez, esa
sensación desagradable y perturbadora que se acompaña de una
excitación como de adrenalina. La siguiente etapa es más compleja y
se basa en una reflexión más elaborada relacionada con aquello que
se recuerda o imagina como doloroso. Es la parte de la memoria del
malestar o de la aflicción. Son sobre las implicaciones: ¿qué tengo?
¿Será algo grave? ¿Qué hay debajo de la piel de mi propio cuerpo que
puede estarse incomodando? ¿Se quitará solo o habrá que recurrir a
un medicamento? ¿Ya lo he sentido antes? ¿Cómo me lo quité de encima
en ese entonces? Esa memoria de las dolencias la tenemos todos pero
se mueve, también, hacia el futuro. Son las consecuencias de tenerlo
y qué padecimiento está revelando.
Quienes fueron recetados en algún momento con un opiáceo como la
morfina, diacetilmorfina (heroína), hidromorfona, oxicodona,
fentanilo o la metadona, saben del tormento permanente que sólo es
aliviado por un breve tiempo y que les genera tolerancia a las dosis
y la necesidad de contar con más. Pensemos en la epidemia de consumo
de Oxycontin entre los mineros del carbón en Virginia Occidental,
Pensilvania, Wyoming. Trabajaban con fracturas en los hombros o las
piernas y empezaron a recurrir al opioide que los médicos les decían
que estaba aprobado como no-adictivo por la mismísima FDA. Luego,
pensemos en las amas de casa que fueron recetadas con opioides por
dolores de espalda o estrés. Pensemos finalmente en los jóvenes de
la pandemia que podían comprarlo ya en su faceta ilegal y adulterada
como fentanilo por medio del Whatsapp o el Facebook. Este fentanilo
se consumió por diversión y para no enterarse de nada: despiértenme
cuando haya pasado. Mineros, amas de casa, estudiantes por zoom,
todos son ahora parte de los 5.7 millones de adictos.
Hay que pensar, también, en que el fentanilo es una fuga de un
sistema como el estadounidense que les exige disolver los síntomas
del malestar cotidiano por el desempleo, la falta de salud, la
violencia, sin responsabilizar las causas sociales, políticas,
morales de éstos. No importa que EU se haya empobrecido material y
espiritualmente en estas últimas décadas de ocaso, el cambio no
puede venir más que de ti mismo, único responsable y culpable de tus
propias desgracias. Imagínense ese sistema que te ha dejado solo, tú
contra todos, para resolverlo. Un sistema donde todas tus relaciones
son instrumentales, donde todos los que te rodean deben obedecer a
la lógica del costo-beneficio. Un sistema que te define, ya no por
el empleo u oficio que desempeñas, sino por lo que consumes, donde
es la mirada externa la que define si eres o no exitoso, donde el
fracaso es dejar de ser valioso, dejar de existir. El fracaso como
estigma moral te lleva, en este sistema, a una guerra contra los
demás por sobresalir, por actuar más rápido, como si todo tu ser
fuera una demanda para adaptarse a las crisis. En este sistema
llega, entonces, una pandemia que agudiza la falta de sociabilidad,
que des territorializa tus acciones, que te hace un fantasma en una
pantalla. Lo que se hace, la suma de éxitos o fracasos es tu
verdadera naturaleza: tu potencial latente, nunca desarrollado
porque no te esfuerzas lo suficiente.
Imagínense un pobre cuerpo en ese sistema. Un cuerpo al que se le
exige silenciarlo porque un cuerpo enfermo o con dolor, una mente
con dudas, una reflexión más allá del instante, estorba para que
logres tus fines. Se elige ser rico y poderoso. Se elige ser pobre y
menesteroso. Todo depende de la calidad de los pensamientos que
determinan la calidad de tu vida. El cuerpo interfiere y habría que
anularlo, silenciarlo, desprenderse de él. Esa es la función del
analgésico usado para suspender un dolor que no es de un tejido
dañado, de un hueso roto, de una espalda sobre trabajada, sino que
proviene de la discordancia entre la apariencia y la estructura, de
cómo no coincide lo que se te exige con lo que el propio sistema te
brinda para lograrlo. Ahí es donde entra el relajante, el que te
desconecta del entorno y de ti mismo, el anestésico que te hace ir
por el mundo sin siquiera estar en él.
Dice el dicho que “la mayoría de las personas preferimos que nos
rompan un hueso a que nos rompan el corazón”. El rechazo social, la
exclusión o la pérdida son de las experiencias más “dolorosas” que
soportamos. Una investigación, en gran parte procedente del
laboratorio de Naomi Eisenberger en la UCLA, sugiere que los
sentimientos dolorosos producidos por la desconexión social
comparten los mismos sustratos neurobiológicos que las experiencias
de dolor físico. Ella ha planteado la hipótesis de que “las amenazas
a la conexión social pueden ser tan perjudiciales para la
supervivencia como las amenazas a la seguridad física básica y, por
lo tanto, pueden ser procesadas por algunos de los mismos circuitos
neuronales subyacentes”. Ella sugiere que en todos los primates
sociales, nosotros, entre ellos, “el sistema de apego social puede
haberse aprovechado de los sustratos opioides del sistema de dolor
físico, nuestras endorfinas, para mantener la proximidad con los
demás, provocando angustia tras la separación (a través de una baja
actividad de los receptores opioides) y consuelo al reunirse (a
través de una alta actividad de los receptores opioides que llamamos
endorfinas)”. Por eso, concluye el estudio de la doctora
Eisenberger, los tratamientos para el dolor físico sirven también
para el dolor social. ¿Qué más dolor social que la desconexión por
la pérdida del empleo, el desalojo de tu casa, la deuda impagable?
¿Qué más dolor social que ser considerado por tu propio país como un
sujeto sin valor mientras la televisión y las redes como Instagram
te muestran a gente exitosa, opulenta y poderosa en mansiones de oro
de 24 kilates, yates monumentales, islas privadas? ¿No es esa
desazón, ese ninguneo, el fondo de la crisis del fentanilo de los
estadounidenses?
Es este mismo sistema el que elige a Donald Trump que le restriega a
todos los demás su peculiar historia personal del privilegio: de ser
hijo de un magnate, de ser socio de los políticos, de ser el que
siempre se sale con la suya, a ser su Presidente por segunda vez. Él
emprende una denuncia igualmente cruel contra el tema del fentanilo
y el consumo descomunal de opiáceos, único en el planeta.
Criminaliza la droga como si la sustancia tuviera una maldad
intrínseca y no la relación que 5.7 millones estadounidenses tienen
con ella. Criminaliza a los inmigrantes porque, si evidencia alguna,
fantasea que las pastillas llegan en los hombros de personas que
pasan a pie por los desiertos mexicanos. Criminaliza a los adictos
porque no tiene empatía con su dolor, sea físico o emocional.
Finalmente, la utiliza como un arma para conseguir sus fines
políticos adjudicándole a México la autoría completa de la
perversidad de los tráficos ilícitos, sean de sustancias, personas,
o colores de piel. Todo a cambio de unas tarifas a la importación de
cosas.
La ideología de que las drogas son portadoras de la maldad social
trata a la adicción como algo individual, de falta de voluntad, de
exceso de diversión, de debilidad ante el apetito. Es la forma en
que los fanáticos religiosos tratan las adicciones que no son de las
personas, son de las sociedades. En los estudios de la DEA, por
ejemplo, leemos cómo se determina químicamente el trastorno, en
lugar de entenderlo como una adaptación desesperada a un entorno
social empobrecido y una falta de integración emocional y social.
Cuando las leyes se construyen únicamente a partir de una adicción
individualizada o asocial, pretenden disuadir al adicto individual o
al "adicto potencial" de establecer un contacto cercano con sus o su
sustancia preferida, todo se convierte en una cosa de policías y
jueces, de castigos y penas a quienes que faciliten la ingestión de
dichas sustancias o que las posean para su consumo posterior. Ya
sólo tratan el problema de las conductas adictivas, es decir, de
tratar por todos los medios de que la sustancia no llegue al
consumo.
Trump por supuesto se niega a tratar la adicción como un trastorno
de los vínculos sociales, porque hacerlo lo obligaría a reformular
toda su ideología neoliberal. Si se considerara, como en México,
ayudar a los usuarios problemáticos a conectarse a los servicios
sociales y de salud necesarios y asumiría la tarea de tener empatía
y hasta compasión con las personas que están sintiendo el dolor del
aislamiento social, que están desconectadas socialmente o
traumatizadas psicológicamente por las violencias estructurales y
cotidianas, en un país con casi 650 tiroteos masivos al año. Le
obligaría a Trump repensar un sistema público de salud que, hasta la
fecha, sólo atiende al 20 por ciento de los adictos al fentanilo. El
restante 80 por ciento anda en las calles buscando conectar unas
pastillas para su día. Imagínense la irresponsabilidad del Estado
norteamericano. Su crueldad y falta de empatía social.
Finalmente me gustaría hablarles de cómo el dolor, el físico y el
social, se comportan casi como cualquier otra de nuestras ideas. Me
refiero a que, en lo social, el dolor persistente puede
experimentarse como una grave amenaza a la libertad, al significado
de la vida y, en última instancia, a la autoestima. Mientras que el
malestar y la perturbación inmediatas se basan en el presente, las
emociones que le siguen al dolor se basan en la consideración del
pasado y del futuro. Así, así como uno puede sentirse inmediatamente
temeroso, angustiado o molesto durante la intrusión inmediata y la
perturbación del dolor, también puede sentirse ansioso o deprimido
por las implicaciones a largo plazo del dolor persistente. El dolor
a menudo se experimenta no sólo como una amenaza inmediata al
cuerpo, la comodidad o la actividad, sino también al bienestar y a
la vida en general. Son, entonces, los significados de cómo el dolor
influye en las actividades de la vida y el futuro los que alimentan
gran parte del sufrimiento. Hay depresión, ansiedad, frustración,
ira y miedo que interrumpen la vida, dificultan el soportarla, y
encubren angustias por lo que podría pasarnos en el futuro. Hay un
dolor crónico que puede ser físico y sobre todo social. Quizás es
con ese dolor crónico que los Estados Unidos está tratando de
lidiar. Ni Trump, ni la salud pública, ni el Congreso lo están
ayudando. De hecho, están solos los estadounidenses,. Nadie los está
ayudando.
13.2.25
El imperio del dolor
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