Carlos Fazio
Fue un crimen de
Estado. Los hechos de Iguala, donde seis personas fueron asesinadas,
tres de ellas estudiantes, hubo 20 lesionados −uno con muerte cerebral− y
resultaron detenido-desaparecidos de manera forzosa 43 jóvenes de la
Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, configuran crímenes de
lesa humanidad.
Los ataques sucesivos de la policía municipal y
un grupo de civiles armados contra estudiantes, las ejecuciones
extrajudiciales, la desaparición forzada tumultuaria y la tortura,
desollamiento y muerte de Julio César Fuentes −a quien, con la modalidad
propia de la guerra sucia le vaciaron la cuenca de los ojos y le
arrancaron la piel de su rostro−, fue un acto de barbarie planificado,
ordenado y ejecutado de manera deliberada. No se debió a la ausencia del
Estado; tampoco fue un hecho aislado. Forma parte de la sistemática
persecución, asedio y estigmatización clasista y racista de los tres
niveles de gobierno (federal, estatal y municipal), hacia los
estudiantes normalistas.
En ejercicio de sus funciones −o con
motivo de ellas−, agentes estatales actuaron con total desprecio por los
derechos humanos, violando el derecho a la vida de tres de sus víctimas
y una fue antes torturada de manera salvaje. Asimismo, los 43
desaparecidos fueron detenidos con violencia física por agentes del
Estado y trasladados en patrullas oficiales, seguido de la negativa a
reconocer el acto y del ocultamiento de su paradero, lo que configura el
delito de desaparición forzosa.
De acuerdo con el artículo 149
bis del Código Penal Federal, también podría configurarse el delito de
genocidio, dado que se procedió a la destrucción parcial de un grupo
nacional (los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa), quienes han
sido sometidos a un hostigamiento sistemático, continuado y prolongado a
través de los medios de difusión masiva, con la participación directa
de funcionarios públicos en la planeación y perpetración de los hechos.
Al respecto, cabe recordar que el 12 de diciembre de 2011, dos
estudiantes de esa Normal Rural fueron ejecutados de manera sumaria
extrajudicial en la Autopista del Sol, en Chilpancingo, Guerrero; cuatro
más resultaron heridos y 24 fueron sometidos a torturas y tratos
crueles y degradantes por funcionarios policiales. Capturado en el lugar
de los hechos, el estudiante Gerardo Torres fue aislado, incomunicado y
trasladado a una casa abandonada en Zupango, donde lo desnudaron y
torturaron. Después, con la intención de fabricar un culpable o chivo
expiatorio, le sembraron un arma AK- 47 de las llamadas cuernos de chivo
y lo obligaron a disparar y tocar los casquillos percutidos para
impregnar sus manos de pólvora, con la intención de imputarle la muerte
de sus dos compañeros.
Entonces de determinó que hubo un uso
excesivo y desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado y de las
armas de fuego −es decir, se actuó al margen de los protocolos
antimotines y con armamento de alto poder−, con el objetivo de contener
una manifestación pública. Dos agentes policiales sindicados como
autores materiales de los homicidios están hoy en libertad.
A
dos años y medio de aquellos hechos, existen evidencias testimoniales de
que entre los policías, ministerios públicos y militares del estado de
Guerrero existe un desprecio y odio criminal contra los estudiantes de
Ayotzinapa. Y ahora como entonces, como tantas veces desde 1968 (cuando
la matanza de Tlatelolco en la Plaza de las Tres Culturas), asistimos a
una acción conjunta, coludida, de agentes del Estado y escuadrones de la
muerte, cuya “misión” es desaparecer lo disfuncional al actual régimen
de dominación.
Huelga decir que la figura de la desaparición
forzada, como instrumento y modalidad represiva del poder instituido, no
es un exceso de grupos fuera de control sino una tecnología represiva
adoptada racional y centralizadamente, que entre otras funciones
persigue la diseminación del terror.
Ante la gravedad de los
hechos y el escrutinio mundial −el gobierno de Enrique Peña Nieto vive
en la coyuntura una aguda crisis producto de las presiones a que está
siendo sometido por la ONU, la OEA, el Departamento de Estado de Estados
Unidos, la Comunidad Europea y distintas organizaciones humanitarias
que demandan la aparición con vida de los 43 muchachos
detenido-desaparecidos−, autoridades estatales y federales han venido
posicionando mediáticamente la hipótesis del “crimen organizado y las
fosas comunes”, coartada que de manera recurrente ha sido utilizada como
estrategia de desgaste, disolución de evidencias y garantía de
impunidad.
Se trata de una lógica perversa que, en el caso de
Iguala, busca difuminar responsabilidades y encubrir complicidades
oficiales, y juega con el dolor y la digna rabia de los familiares de
las víctimas y sus compañeros. Como dicen las madres y los padres de los
43 desaparecidos, “las autoridades andan buscando muertos, cuando lo
que queremos es encontrar a nuestros muchachos vivos”.
No es
creíble que los hechos hayan respondido a una acción inconsulta de un
grupo de efectivos policiales. Resulta en extremo sospechoso que desde
un principio no se contemplara la cadena de mando en el marco del
Operativo Guerrero Seguro donde participan diversas corporaciones de
seguridad (Ejército, Marina, Policía Federal, Procuraduría General de la
República), y que incluso se facilitaran las fugas del director de
seguridad pública de Iguala, Francisco Salgado Valladares y de su jefe,
el alcalde con licencia José Luis Abarca, de quien ahora todos dicen que
“sabían” que estaba vinculado al grupo delincuencial Guerreros Unidos.
Dieciséis de los 22 policías municipales procesados dieron positivo en
la prueba de rodizonato de sodio −es decir, dispararon sus armas− y
podrían ser los autores materiales de los asesinatos. Falta saber
quiénes son los responsables intelectuales y cuál fue el verdadero móvil
de los hechos, incluidas las 43 detenciones-desapariciones forzadas.
Según consignó Vidulfo Rosales, abogado del Centro de Derechos Humanos
de La Montaña Tlachinollan, las autoridades ministeriales no procedieron
a realizar un interrogatorio profesional y exhaustivo que diera
elementos para localizar con prontitud a los jóvenes
detenido-desaparecidos. Agentes del Ministerio Público actuaron con
negligencia e insensibilidad y podrían resultar cómplices en la acción
de manipular evidencias y enturbiar y enredar los hechos. Amnistía
Internacional calificó la investigación judicial como “caótica y hostil”
hacia los familiares y compañeros de las víctimas. Hostilidad que ha
sido extensiva a las peritas del equipo técnico de forenses argentinas,
en quien familiares y estudiantes han depositado su confianza y ven como
único mecanismo de certeza en el caso de una eventual aparición de
restos.
Cabe reiterar que una vez más hubo un uso
desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado. Y hay que insistir
en la cadena de mando. Los hechos ocurrieron en presencia de las
policías estatal y federal, y de los agentes del Centro de Investigación
y Seguridad Nacional (Cisen, la policía política del régimen). Pero
también de elementos del Batallón de Infantería Nro. 27, que depende de
la 35 Zona Militar. En particular, del denominado Tercer Batallón, una
unidad de fuerzas especiales a cargo, entre otras, de las tareas de
inteligencia. Ambos batallones tienen sus cuarteles en Iguala. Además de
que en ese estado existen Bases de Operación Mixtas (BOM), que suelen
ser coordinadas por las fuerzas armadas (Ejército o Marina de Guerra).
Además, si como declaró públicamente el gobernador de Guerrero, Ángel
Aguirre Rivero, había informado con anterioridad a los hechos del 26 y
27 de septiembre a la Secretaría de la Defensa Nacional, al Cisen y a la
Procuraduría General de la República, de los presuntos nexos del edil
de Iguala, José Luis Abarca, con el cártel de los Guerreros Unidos, se
supone que la Subprocuraduría Especializada en Investigación Organizada
(Seido) debía tener bajo la lupa ese municipio.
Entre las
inconsistencias o lagunas del caso, es necesario decir que entre la
primera y segunda balacera el Ejército dejó pasar tres horas. El por qué
sigue siendo una incógnita. Como denunció el joven Omar García,
representante del comité estudiantil de Ayotzinapa y quien estuvo esa
noche en el lugar de los hechos, luego de ser agredidos a balazos por la
policía municipal, “efectivos castrenses” sometieron a los normalistas.
García narró que al hospital Cristina −adonde llevaron al estudiante
Édgar Andrés Vargas herido con un balazo en la boca− “los soldados
llegaron en minutos, cortando cartucho, insultando. Nos trataron con
violencia y nos quitaron los celulares. Al médico de guardia le
prohibieron que atendiera a Édgar”.
En Guerrero, el control
territorial lo tiene el Ejército. Un Ejército que actúa bajo la lógica
de la contrainsurgencia −es decir, del “enemigo interno”− y vive
obsesionado con la presencia de la guerrilla (cuatro de las cuales, por
cierto, se han manifestado a raíz de los trágicos hechos: EPR, FAR-LP,
Milicias Populares y ERPI). Más allá de ello, y de los fines políticos
mezquinos de los partidos políticos con vista a los comicios intermedios
de 2015 y los presidenciales de 2018, resulta obvio que por acción u
omisión, los mandos castrenses de la zona tienen responsabilidad en los
hechos protagonizados por policías y paramilitares de Iguala, además de
que quedó demostrada, una vez más, la delegación parcial del monopolio
de la fuerza del Estado en un grupo paramilitar y/o delincuencial.
Existen indicios que sugieren el montaje de una gran provocación. Pudo
tratarse de un crimen mayor para ocultar otro: la ejecución
extrajudicial de 22 personas por el Ejército en Tlatlaya, estado de
México, y el encubrimiento de los responsables. Desde 2006 las fuerzas
armadas han venido exterminando “enemigos” en el marco de un Estado de
excepción permanente de facto. Los hechos de Iguala confirman la regla:
fue un crimen de Estado. La Secretaría de la Defensa Nacional mintió en
el caso Tlatlaya; todas las autoridades pueden estar mintiendo ahora.
En ese contexto, y en el de una conflictividad en aumento −los sucesos
del lunes 13, cuando resultaron incendiadas las sedes del gobierno y la
legislatura estatales y de la alcaldía de Chilpancingo−, cabe enfatizar
el sentir de los padres y los estudiantes de Ayotzinapa: búsqueda con
vida de los 43 estudiantes detenidos-desaparecidos; castigo a los
culpables, y apoyo a las normales rurales que quieren ser desaparecidas,
también, por el gobierno federal en el marco de la contrarreforma
educativa aprobada en 2013.
¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!
16.10.14
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