- Marcos Chávez *
Las autoridades afirman que la reprivatización del petróleo y la energía eléctrica es para “modernizar” las paraestatales, pero de esa cantaleta mediática no hay una sola evidencia. Ninguna privatización o reprivatización ha sido en beneficio de la sociedad. Ni siquiera un caso pueden exponer los porristas oficiales. Lo cierto es que los grandes empresarios vienen por los recursos energéticos de México y el gobierno se impacienta por entregárselos. Le apuestan a que la sociedad, atomizada o dormida, lo permitirá
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Los tiranos se apoderan del mando y los dueños del dinero modifican las normas económicas mediante sus combinaciones entre unos y otros
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John Dos Passos, El gran proyecto, 1949
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El secreto de la vida es la honestidad y la honradez, si no entiendes esto vas por el buen camino
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Groucho Marx
En las actuales circunstancias políticas, los
grupos dominantes se encuentran ante la oportunidad histórica de dar un paso
decisivo hacia la realización de uno de sus sueños más anhelados: arrancarle a
la nación la industria petrolera y su renta, la última joya y la más
preciada, que le queda a la corona. Será un despojo en toda regla:
legalizado por el Congreso de la Unión; pontificado por la
invidente y sordomuda Suprema Corte de Justicia de la Nación;
aderezado con menores restricciones en el ramo eléctrico, para que las
dentelladas empresariales sobre las piltrafas que les resta por devorar sean más
eficaces.
La reforma peñista representa un paso adelante y dos atrás
Hacia adelante, lo que se exhibe como “modernización”
energética, no es más que otro capítulo de una tediosa “modernización” más vieja
iniciada por Miguel de la Madrid en 1983, “inconcebible” sin la reformulación de
la intervención pública en la economía y “la modernización estructural de la
empresa pública”, según Jacques Rogozinski (“personaje siniestro de las
maniobras privatizadoras del salinismo”, como lo calificara el maestro Álvaro
Cepeda), y que en buen castellano no quería decir más que el abandono deliberado
del Estado de sus funciones rectoras en el desarrollo, porque “las realidades
del país eran diferentes, no permitían que […] se colocara como la pieza
fundamental de los procesos económicos; [y porque] tenía que abrir[se] espacios
a la iniciativa privada”. Así, se procedió al retiro estatal de diversos
sectores para concentrarse en lo que fue calificado como “estratégico y
prioritario”, y la “desincorporación” de las entidades públicas “no estratégicas
o no prioritarias”, que fueron extinguidas, liquidadas, fusionadas, transferidas
y privatizadas. Las razones empleadas para justificar ese giro estratégico son
las mismas que después emplearían los subsecuentes gobiernos priístas y
panistas, hasta Enrique Peña Nieto: los problemas financieros del Estado y la
necesidad del equilibrio fiscal, la “obsolescencia y el rezago tecnológico”, la
“eficiencia y productividad poco satisfactorias” de las entidades públicas, “los
déficits de un buen número” de ellas, “los cuantiosos recursos [requeridos] para
subsanar[las], modernizarlas y colocarlas a niveles competitivos”, la
imposibilidad de “seguirlas subsidiando”, de “inyectarles capital que el
gobierno no poseía…”.
De esa manera, se decía, se fortalecerían las
finanzas públicas, se acabarían los subsidios y se dispondría de ahorros para
destinarlos a la atención de las demandas sociales y la inversión en las
entidades y áreas estratégicas y prioritarias; que las empresas privatizadas
“poseían gran potencial de crecimiento, lo cual las presentaba atractivas para
los inversionistas” y ellos ampliarían las inversiones con “plena libertad”,
realizarían el cambio tecnológico y mejorarían la calidad y la oferta de los
bienes y servicios; que se evitaría la creación de monopolios y oligopolios,
aunque, a regañadientes, se aceptaría su presencia temporal como un mal
necesario; que crecería más la economía, el empleo y el bienestar, y otras
tantas monadas (La privatización de las empresas paraestatales).
Un cambio de esa naturaleza requería modificar
los artículos 25 y 28 de la Constitución Política de los Estados Unidos
Mexicanos, entre otros; y eso fue lo que hicieron los priístas en febrero de
1983. Arbitrariamente reclasificaron como “áreas estratégicas” aquellas en las
que el Estado debería tener una participación exclusiva por afectar de manera
directa la soberanía de la nación: las relacionadas con los recursos no
renovables, con los servicios públicos o con la infraestructura de otras
actividades económicas. En las “prioritarias incluyeron a las que otorgan un
amplio beneficio social” (servicios de salud, vivienda, educación, regulación y
abasto de productos básicos) y que estarían sujetas a futuras modificaciones,
debido a que, como dijo cínicamente Rogozinski, no estarán delimitadas
constitucionalmente. Eso es lo que han hecho desde entonces los subsiguientes
gobiernos: privatizarlas cuando les da un ataque de “libre mercado” con
las reformas de segunda y tercera generación.
¿Cuál ha sido el resultado del delirium tremens reprivatizador?
Al repasar las de Miguel de la Madrid, Carlos
Salinas y Ernesto Zedillo, el economista Emilio Sacristán Roy anota que la venta
de empresas que no fue transparente (Sosa Texcoco), prácticamente se regalaron
(Sicartsa I, Sicartsa II, Altos Hornos de México) o se vendieron a bajos
precios, comparado con su valor en libros (plantas de Fertimex); que varias de
ellas después fueron quebradas; Compañía Mexicana de Aviación y Aeroméxico
fueron rematadas a precios menores que sus pasivos absorbidos por el Estado y
tuvieron que ser rescatadas; las utilidades de Teléfonos de México (Telmex)
podrían indicar que el precio fue castigado; el rescate de la banca costó varias
veces más que el dinero obtenido por su subasta. Las tropelías son
incontables.
El balance de Sacristán de 2006 es: “la
privatización no resultó ser la panacea que los tres gobiernos que la
propiciaron esperaban”, y sus “apólogos tienen ahora en su mira al
sector energético. Pemex [Petróleos Mexicanos], CFE [Comisión Federal de
Electricidad] y la Compañía de Luz [y Fuerza del Centro]. Argumentando la
necesidad de modernizar[las], pide[n] su privatización, o la entrada, bajo una
forma u otra, del capital privado en sus actividades. La experiencia raramente
exitosa en 2 décadas de privatizaciones debería ser razón bastante para no
emprender estos nuevos procesos” (Las privatizaciones en México,
Facultad de Economía, UNAM, número 9). La Compañía de Luz ya fue desaparecida.
Siguen las otras empresas.
La liberación del “espíritu empresarial”
rogozinskiano no fue más que un vulgar animal enloquecido, que
salvajemente, en aras de un enriquecimiento rápido, ha destruido todo lo que
toca: quiebra las empresas, arruina los sectores que le ceden, tiene que ser
rescatado, se socializan sus pérdidas, opera suciamente con sus monopolios y
oligopolios (Telmex, Televisa, etcétera), victimiza a la población y se impone a
las elites políticas. Y las finanzas públicas siguen en problemas.
Rogozinski dijo que las privatizaciones fueron
limpias, “sin amiguismos”. Pero el “mentiroso” –como lo calificó el maestro
Álvaro Cepeda– reconoció en 1998, ante la periodista Dolia Estévez, que “en
todos los países las personas que tienen dinero son amigos o conocidos de los
que están en el poder”; y “que los amigos de Salinas, los amigos ricos, ganaron
las privatizaciones”.
“El orden social surgido espontáneamente del
mercado”, según Hayek, fue parido entre cieno y lodo. En el
estercolero.
En el caso de la energía, sus segmentos
convertidos de “estratégicos” a “prioritarios”, y la privatización
anticonstitucional a golpes de leyes secundarias ubicadas por encima de
la Constitución, han provocado la desarticulación y destrucción deliberada de la
cadena productiva eléctrica y petrolera, el desmantelamiento de la industria que
justifica la siguiente venta de cochera. Esa etapa fue inaugurada por
Miguel de la Madrid, al reclasificar 36 productos petroquímicos básicos, de
alrededor de 64, reservados exclusivamente al Estado, a secundarios, en 1986. La
reprivatización fue justificada por las dificultades financieras de Pemex.
Fueron cedidos a los empresarios que bramaban por el retiro de las
manos sucias del Estado de la economía y que prometieron cuantiosas
inversiones. Veintisiete años después, la petroquímica pública, surgida en 1960,
y la privada, son un desastre. De 40 productos contabilizados, apenas siete
registran un nivel de producción, medido en toneladas, superior al de 1986, y su
saldo comercial pasó de un déficit por 403 millones de dólares a 8.5 mil
millones en 2012; y cerrará 2013 con un desbalance similar.
La reprivatización no fue una idea genial de los
tecnócratas mexicanos. El proceso mundial fue inaugurado por militares
suramericanos en la década de 1970 y seguido por Margaret Thatcher. Estados
Unidos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial la convirtieron en
religión global. Desde 1983 pasó a ser en México una pieza de la
reforma del Estado y del nuevo proyecto de nación, cuyas bases de la acumulación
de capital se integran y se subordinan a la mundialización capitalista. En la
lógica del nuevo coloniaje, la ideología nacionalista-revolucionaria estorbaba,
por lo que fue sustituida por la retórica de la “globalización”. En esa matriz
se insertan, 30 años después, las reformas peñistas: la laboral, la de las
telecomunicaciones y la energética, y están infectadas con el bacilo de la
peste neoliberal.
Enrique Peña Nieto quiere dar dos apuradas
zancadas hacia atrás si las mayorías no logran frustrar sus ambiciones
por cualquier medio. Y sólo le dejan la revuelta y el estallido social para
barrer a los subastadores, salvaguardar y recuperar los recursos naturales y
restaurar la soberanía nacional.
Con un paso aspira dejar atrás la nacionalización
eléctrica y petrolera. Con el otro busca afianzar los pies en la época
del “orden y progreso”, nostálgica para la derecha local y las empresas
multinacionales.
Lo novedoso de la iniciativa de Enrique Peña es
la delicada socarronería leguleya con la que anhela encubrir sus ímpetus
reprivatizadores y desnacionalizadores:
1) Eliminar del Artículo 28 constitucional la
letra que explicita al petróleo y los demás hidrocarburos, la petroquímica
básica y la electricidad como áreas estratégicas bajo responsabilidad del
Estado. No las reclasifica como “áreas prioritarias”. Deliberadamente las deja
en el limbo de la ambigüedad constitucional para luego interpretar el
texto a su gusto. Sin aclarar la cuestión, las palabras que se agregarían dicho
Artículo remiten al Artículo 27.
2) En el cambio propuesto para el Artículo 27
aparece un cuerpo constitucional cercenado en partes vitales, digno del trabajo
quirúrgico de Jack el Destripador: “Tratándose del petróleo y de los
carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos […], no se otorgarán
concesiones ni contratos, ni subsistirán los que en su caso se hayan otorgado
y la Nación llevará a cabo la explotación de esos productos, en los términos que
señale la Ley Reglamentaria respectiva”.
En compensación, Jack plantea que sea el
Ejecutivo, sin otorgar concesiones, quien decida la forma en que se explotarán
los hidrocarburos y la petroquímica básica. Apegado a lo que dicten las nuevas
leyes secundarias que, por cierto, él mismo redactó. Desde luego, en beneficio
de la nación. Lo hará por medio de “contratos”, palabra conservada en la
reescritura del Artículo 27. Pero en la nueva redacción se le olvidó añadir
“contratos de riesgo compartido”, como dicen los peñistas.
Ese “olvido” intrascendente permitirá agregar el
apellido que se les ocurra a los convenios. Los priístas-panistas nos han
mostrado que lo que no es negado constitucionalmente, no es ilegal. Corresponde
a esas zonas grises jurídicas que son una delicia para
quienes, apadrinados, se aventuran por esas procelosas aguas, las
cuales arrojan jugosas ganancias, y que pueden escabullirse parsimoniosamente de
las complacientes redes de la justicia. También nos han enseñado que aun cuando
el texto constitucional sea la mar de transparente, de todos, les
seducen los discretos encantos de los placeres prohibidos.
En lo que se refiere a la electricidad, su parte
en el Artículo 28, desaparecerían las partes tachadas: “Corresponde
exclusivamente a la nación generar, conducir, transformar,
distribuir y abastecer energía eléctrica […] En esta materia no se
otorgarán concesiones a los particulares…”
La nueva redacción sería más “amigable”…, pero
con los empresarios. La generación y la transformación de electricidad ya no
dependerían exclusivamente del Estado. Generoso, está dispuesto a compartir el
negocio con el capital privado. Aunque se reservaría la transmisión y la
distribución, no sería un Estado mezquino, según se desprende de un agregado
peñista: “en dichas actividades no se otorgarán concesiones, sin perjuicio de
que el Estado pueda celebrar contratos con particulares en los términos que
establezcan las leyes, mismas que determinarán la forma en que podrán participar
en las demás actividades de la industria eléctrica” (ver recuadro). Es el
nuevo Estado de bienestar.
Es una mayor reprivatización encubierta. La
promoción de venta que realizan los peñistas con sus reformas preludia una
fiesta en grande.
Enrique Peña Nieto tiene casi todos los hilos
en la mano para garantizar autoritariamente la aprobación de la
reprivatización y trasnacionalización energética: 1) Las relaciones de fuerza en
la disputa le favorecen: están amarrados los consensos y las alianzas entre
quienes ejercen el dominio económico de México y la hegemonía política; 2) el
maridaje entre el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción
Nacional y los otros partidos mercenarios aseguran los votos necesarios en las
cámaras para su aprobación; 3) la presencia militar durante la presentación de
la iniciativa tiene su carga simbólica; 4) la claudicación y la traición del
Partido de la Revolución Democrática, la risible convocatoria de Cuauhtémoc
Cárdenas para un referéndum 2 años después de los acontecimientos, el tardío
llamado de Andrés Manuel López Obrador en defensa de la energía, la
fragmentación de otras organizaciones sociales y la parálisis de la
población.
*Economista
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