Arsinoé Orihuela
No es la primera vez que alguien lo piensa o lo
dice públicamente. Los resultados de la guerra permiten hacer esta
conjetura basada en asideros documentales, testimoniales y empíricos. La
guerra contra el narcotráfico en México es la adaptación vernácula de
las juntas militares en Sudamérica. En enero de este año Estela de
Carlotto, presidenta de la organización argentina Abuelas de Plaza de
Mayo, sostuvo durante la presentación de un reporte de Amnistía
Internacional que “el narcotráfico es la dictadura de México”. Agregó:
“México nos duele, es el dolor de América Latina que aún tiene abierta
la herida de los años más sangrientos de nuestra historia reciente”.
La
advertencia es doblemente relevante en el presente latinoamericano,
especialmente para la Argentina (el país de Carlotto), cuyo actual
gobierno decidió “inflar” artificialmente el fenómeno de la inseguridad
como el preámbulo de una declaratoria formal de guerra contra el
narcotráfico. Este mismo gobierno, dirigido por el derechista Macri, tan
sólo unos días atrás decidió derogar la disposición que, en 1984, un
año después de la caída de la dictadura militar de Jorge Rafael Videla,
colocara a las Fuerzas Armadas bajo el control civil (La Jornada
1-VI-2016). La construcción de un enemigo sin fronteras definidas
(inseguridad), y la licencia de “autonomía de gestión” concedida a los
militares, es la pareja de políticas que por regla aspiran a configurar e
inaugurar un escenario bélico que abre la posibilidad de un ciclo de
violencia infernal. Ese infierno que en México tiene proporciones
genocidas, y que por cierto la prensa nunca atiende porque está muy
“ocupada” con la “crisis” de Venezuela. El macrismo apunta a la
reedición de la dictadura, pero ahora en la modalidad de “guerra contra
el narcotráfico”.
En este espacio también hemos argüido
reiteradamente que la guerra contra el narcotráfico en México es una
modalidad de guerra sucia o contrainsurgente, que reprime la
movilización, la protesta, criminaliza poblaciones, derechiza sectores
sociales tradicionalmente insumisos, y extermina grandes volúmenes de
civiles inocentes. La hipótesis de que el narcotráfico es la dictadura
en México se sostiene en indicadores que coincidentemente mostraron un
comportamiento análogo durante los regímenes militares en Sudamérica.
Por ejemplo: la militarización de las estructuras de seguridad, las
desapariciones forzadas, la tortura atribuida a efectivos militares, la
aniquilación de activistas-defensores de derechos humanos-periodistas, y
la multiplicación de ejecuciones sumarias extrajudiciales. En suma, un
conjunto de acciones que por definición constituyen una violencia de
Estado.
Al respecto, José Antonio Vergara dice que esta forma de
violencia (estatal) consiste básicamente en un “ejercicio sistemático de
diversas acciones violentas por parte de agentes del Estado, tales como
la tortura, las ejecuciones sumarias, la desaparición forzada de
personas, los homicidios arbitrarios y otros tratos crueles y
degradantes… [ejercicio que] ha constituido una práctica de represión
política y control social reconocible en diversos espacios y momentos
históricos, actualmente referida mediante el concepto de violencia
organizada. Cumpliendo un rol fundamental en la sustentación de
estructuras económico-sociales cruzadas por la injusticia y la
desigualdad, la violencia organizada como práctica de dominación ha sido
frecuente en varios países periféricos del llamado Tercer Mundo. En las
décadas de los 70 y 80, las dictaduras militares de Seguridad Nacional
existentes en América Latina emplearon amplia y estratégicamente formas
brutales de represión y amedrentamiento masivos, en el proceso de
imposición y consolidación de sus respectivos proyectos de refundación
capitalista. La actuación del Estado como sujeto de esta forma de
violencia, a través de sus funcionarios o de personas que cuentan con su
consentimiento o aquiescencia, le confiere extrema gravedad desde los
puntos de vista jurídico y ético, y la caracteriza como violación de los
derechos humanos” (José Antonio Vergara en el marco de un congreso en
Salvador de Bahía 24-IV-1995).
En el año 2007, cuando Calderón
arrancó la agenda de la guerra, salieron a la calle 45 mil militares. De
acuerdo con un informe del departamento de defensa de Estados Unidos,
en 2009 la cifra de militares en combate ascendió a 130 mil. Es
imposible ignorar el reporte de la Comisión Nacional de Derechos Humanos
(2013) con respecto a esta incursión de las corporaciones militares en
la guerra contra el narcotráfico:
“El involucramiento de las
Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública ha tenido un efecto
directo en el aumento (sic) a violaciones graves de derechos humanos.
Las quejas presentadas… por violaciones de derechos humanos por parte de
militares se han incrementado en un 1000%... Particularmente resulta
preocupante el incremento en la cifra de desapariciones forzadas desde
que dio inicio [la pasada administración federal]”.
Insistimos que
esta conjetura de la guerra como modalidad de dictadura al servicio de
una guerra contrainsurgente está acompañada de una amplia evidencia
empírica. Tan sólo entre 2007 y 2011 se registraron 71 asesinatos de
activistas, defensores de derechos humanos y líderes sociales, cerca de
30 asesinatos políticos, y más de 50 ejecuciones que involucran a
periodistas e informadores (Nancy Flores en La farsa de la guerra contra las drogas,
2012). En no pocos casos, los responsables de los crímenes son agentes
estatales o paramilitares que gozan de la protección del Estado, y los
métodos usados van desde la calcinación, decapitación, tortura letal,
hasta la violación física y asesinato brutal de mujeres. Se trata de
huellas criminológicas que prueban la presencia militar en la comisión
de esos delitos de lesa humanidad, y una administración del terror
semejante a la efectuada durante el periodo de la guerra sucia en México
o las juntas militares sudamericanas.
Acaso la novedad de la
guerra contra el narcotráfico es que esta “tajante descalificación” de
la naturaleza política de la disidencia se hace extensiva a la totalidad
de la población. Todos los ciudadanos son susceptibles de una acción
represiva de Estado, en un orden de excepción que exime a la autoridad
hasta de su responsabilidad formal más básica: la verdad jurídica. La
muerte en este México de guerra encierra una triple injusticia: la de la
criminalización, la de la humillación y la del olvido. La suspensión
general de garantías individuales y colectivas es el signo de una guerra
sucia subsidiaria de la guerra contra el narcotráfico. El inventario de
agresiones contra civiles es una prueba fehaciente de esta hipótesis.
Por
ejemplo, en materia de tortura, la incidencia es alarmante. En octubre
de 2015, Amnistía Internacional condenó la epidemia de ese delito en
México. Y advirtió que lo más preocupante es la rutinaria participación
de la fuerza pública en la violación de un derecho humano básico (i.e.
anulación de toda protección jurídica del detenido). Según datos de la
Procuraduría General de la República, el número de denuncias por tortura
a nivel federal aumentó más del doble entre 2012 y 2014, ya que
registró un aumento de 1.165 a 2.403.
La tendencia al alza de la
cifra de secuestros es notable desde el 2004. Según estimaciones del
Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, este
delito creció 689% entre 2004 y 2014 (Solís en Forbes 8-IV-2016).
En
suma, y con base en reportes de organizaciones no gubernamentales y de
derechos humanos, e incluso de algunas dependencias estadunidenses, el
saldo de terror de la guerra contra el narcotráfico en México asciende a
más de 150 mil muertos y más 30 mil desapariciones (algunos organismos
civiles señalan que la cifra supera los 60 mil). En relación con esta
última modalidad de crimen, se estima que cerca de 78% involucra a
agentes estatales, lo que configura desaparición forzada, y por
consiguiente crímenes de Estado.
La guerra contra el narcotráfico
es una criatura de la guerra sucia en México mezclada con el diseño
estadounidense de guerra contra las drogas.
Neutralización de la
sociedad, militarización, exterminio e impunidad son sus figuras más
conspicuas. La evidencia sugiere que Estela de Carlotto tiene razón: el
narcotráfico es la dictadura en México.
Colofón: Esta información
debe traducirse en movilización popular a gran escala. Y un primer acto
político en esa dirección es castigar a los partidos que contribuyeron a
configurar en México ese narcoestado que es dictadura. Las elecciones
en puerta representan una oportunidad (aun cuando su alcance es
francamente acotado) de desterrar a esos dos partidos que todos sabemos
que están estructuralmente acoplados con el narcotráfico.
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