Marcos Chávez
De aquí a 2018
quedarán fuera del mercado laboral formal 1 millón 200 mil personas
que busquen por primera vez un empleo; y los salarios mínimo y
contractual mantendrán la pérdida respectiva de su poder de compra:
76 y 50 por ciento, respectivamente. En todo el sexenio, el
crecimiento medio real anual difícilmente llegará al 2 por ciento
Austeridad: ¿una
salida de crisis? ¡Es absurdo! Más austeridad fiscal [genera] más
deuda [y] una espiral de recesión, más desempleo y desesperación
en los pueblos. Sin embargo, estas políticas son racionales desde el
punto de vista de las clases dominantes. Son una manera brutal –una
terapia de choque– de restablecer los beneficios, garantizar las
rentas financieras e imponer las contrarreformas neoliberales. Lo que
está ocurriendo es que los Estados están convalidando las demandas
financieras sobre la producción futura.
Michel Husson,
economista marxista francés, Los salarios ¿responsables de la
crisis?, 2013
La respuesta es el
triunfo de las malas ideas. Resulta tentador sostener que los
fracasos económicos de los últimos años prueban que los
economistas no tienen las respuestas. Pero, la verdad es peor: en
realidad, la economía estándar aportó buenas respuestas, pero los
gobernantes –y muchísimos economistas, demasiados– prefirieron
ignorar u olvidar lo que deberían haber sabido. Se suponía que a
esta altura ya íbamos a estar hablando de reactivación. Si no
sucede es, básicamente, porque triunfaron las ideas inadecuadas.
Paul Krugman, Premio
Nobel de Economía 2008, ¿En qué fallaron los economistas?, 2013
En abril de 2012,
Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001, dijo lo siguiente:
“Europa se dirige al suicidio. No ha habido ningún programa de
austeridad exitoso en ningún gran país. El crecimiento decreciente
está causando el déficit [fiscal], y no al revés. La idea de la
austeridad va a llevar a niveles elevados de desempleo que serán
políticamente inaceptables y empeorarían los déficits. La
austeridad fracasó en Asia, [e] Indonesia; Corea del Sur o Tailandia
pasaban de la recesión a la depresión”. Fracasó “en
Latinoamérica y, hoy, en Europa hunde más a los países cuanto más
ciegamente la abrazan”.
Otro Nobel, Paul
Krugman (2008), ha repetido hasta la náusea que la política de
austeridad es un “terrible error”, “una mala idea”.
En enero del año de
referencia, Krugman escribió sobre El desastre de la austeridad, en
donde señaló a “tres de las cinco grandes economías europeas, el
Reino Unido, Italia y España como miembros del club de los ‘peores
que’”; y agregó: “esto constituye un asombroso fracaso de la
política, y es un fracaso, concretamente, de la doctrina de
austeridad. Se creía que el Reino Unido, en concreto, era un modelo
de ‘austeridad expansionista’, la idea de que, en vez de aumentar
el gasto del gobierno para luchar contra las recesiones, hay que
recortarlo, y que esto induciría un crecimiento económico más
rápido”. Y se preguntaba Krugman: “¿Cómo podía prosperar la
economía cuando el desempleo ya era elevado y las políticas del
gobierno estaban reduciendo directamente el empleo más todavía?”
Remataba Krugman:
“Lo más exasperante de esta tragedia es que era totalmente
innecesaria. Hace 1 siglo, cualquier economista –o, de hecho,
cualquier estudiante universitario que hubiese leído el libro de
texto Economía, de Paul Samuelson– les podría haber dicho que la
austeridad frente a una depresión era una idea muy mala. Pero los
que elaboran las políticas, los expertos y, siento decirlo, muchos
economistas decidieron, en gran parte por razones políticas, olvidar
lo que solían saber. Y millones de trabajadores están pagando el
precio de su amnesia deliberada”.
Las críticas a los
efectos recesivos y antisociales de los tradicionales programas de
austeridad no se limitan a los analistas fuera del consenso
neoliberal. De vez en cuando, desde la las filas del partido
“austeriano” se manifiestan algunas dudas sobre la eficacia de
tales políticas.
Como se sabe, el
Fondo Monetario Internacional (FMI) tiene como pasatiempos una sádica
pasión. A los gobiernos que recurren a su auxilio financiero siempre
les “recomienda”, para tener derecho a las líneas de crédito,
que mutilen y conviertan en autista al Estado, a través de políticas
de estabilización y ajuste estructural.
Sin desertar de sus
obsesiones ortodoxas por la astringencia fiscal, Olivier Blanchard,
economista en jefe del FMI, y Daniel Leigh, han mostrado la
contradicción existente entre los resultados esperados y los
alcanzados por la “consolidación fiscal” ortodoxa. La
“consolidación” no es más que un eufemismo que busca ocultar la
eliminación de déficit público por medio del recorte del gasto no
financiero del Estado (excluye el servicio de su deuda) y el alza de
impuestos y de los precios de bienes gubernamentales.
Según el FMI, el
ajuste fiscal contribuye a restaurar la estabilidad económica y
reducir la deuda estatal sin afectar seriamente al crecimiento y el
empleo. Pero en los documentos Perspectivas de la economía mundial
(octubre de 2012) y Errores en las previsiones de crecimiento y
multiplicadores fiscales (Growth Forecast Errors and Fiscal
Multipliers, Working Paper 13, 2013), Blanchard y Leigh llegaron a la
conclusión opuesta.
El “multiplicador”
es el que mide los efectos del aumento o la baja del gasto público
sobre la actividad económica. Si el multiplicador fiscal es mayor
que 1, un aumento en el gasto público mejorará la actividad
económica porque estimulará la demanda, la producción, el
crecimiento y el empleo. Si el multiplicador y el gasto estatal son
menores, tendrán el efecto contrario sobre las variables citadas.
Los programas de
austeridad fiscal recetados en 28 países europeos en 2010-2012, en
especial a Grecia, Portugal o España, fueron supuestamente
graduales, en varios años. Por esa razón se decía que “cuanto
menores sean los multiplicadores, menos costoso será el proceso de
consolidación fiscal”. La reducción del gasto público no sería
traumática para la economía y, a cambio, sanearía las finanzas
públicas y reduciría sus deudas.
El desastre, sin
embargo, fue tan obvio que los economistas del FMI se vieron
obligados a reconocer que “hemos encontrado que los pronósticos
del Fondo subestimaron significativamente el incremento en el
desempleo, la caída en el consumo privado y la inversión asociados
a la consolidación fiscal”. “La actividad económica ha sido
decepcionante en varias economías que adoptaron medidas de
consolidación fiscal. Así pues, es lógico preguntarse si los
efectos negativos a corto plazo de los recortes presupuestarios han
sido mayores de lo esperado debido a una subestimación de los
multiplicadores fiscales”.
Se estimaba
optimistamente una contracción de 0.5 euros del multiplicador por
cada euro de ajuste; es decir, el costo sería de una destrucción de
0.5 euros de la riqueza. Pero los datos revisados por Blanchard y
Leigh –que no desaconsejan los ajustes fiscales– les “sugieren
que los multiplicadores se han situado efectivamente entre 0.9 y
1.7euros”, por lo que “el efecto de los ajustes [en el gasto
público fue] tres veces mayor [300 por ciento más], y la economía
se estaría achicando 1.5 euros por cada euro de ajuste”. Ello
explica que las “medidas de austeridad [provocaron] un mayor
frenazo a la economía, como se pudo ver más tarde en la economía
griega”.
Lo más llamativo
son las dificultades para equilibrar las finanzas públicas y reducir
la deuda estatal, la cual, por el contrario, se ha incrementado.
En su artículo
“Errores que llevan al sufrimiento”, de 2013, el economista
español Joaquín Estefanía destaca esa crítica demoledora de las
recetas de austeridad del FMI: su “historia es, en buena parte, la
historia del sufrimiento generado por sus recetas de rigor mortis,
aplicadas en cualquier circunstancia a los ciudadanos de numerosos
países” (El País, 7 de enero de 2013).
A propósito, el
economista argentino Alfredo Zaiat dice: “El pronóstico fallido
sobre el impacto del ajuste por parte del FMI en las economías
europeas está en línea con sus habituales equivocaciones en las
estimaciones de crecimiento de la economía” (Pagina 12, 12 de
enero de 2013).
Por su parte,
Estefanía se pregunta: “¿Quién se hace responsable de este error
que ha conducido a la doble recesión europea, con los resultados
conocidos en materia de desempleo, empobrecimiento masivo y mortandad
de centenares de miles de empresas?” (El País, 10 de junio de
2013).
El interrogante es,
desde luego, retórico, porque esos “errores” no son novedosos.
Se han repetido sistemáticamente desde la década de 1980 en América
Latina, Asia y África. A partir de 2010 le tocó el turno a Europa.
El crecimiento cero del sexenio de Miguel de la Madrid se explica en
parte al sobreajuste fiscal fondomonetarista aplicado en esos años.
Pero aún cuando los
programas de consolidación fiscal se instrumentaran eficientemente,
de todos modos sus efectos recesivos con desempleo son inevitables,
merced a la interconexión entre el consumo y la inversión pública
con la privada. La magnitud y la duración de sus secuelas dependerán
del momento en que se llevará a cabo la corrección, del tamaño del
déficit público, del tiempo en que se pretenda eliminar y sobre las
variables en las que recaerá el costo, aunque normalmente implica
una combinación de ellas (el ingreso, el gasto, la estructura del
Estado).
“La expansión, no
la recesión, es el momento idóneo para la austeridad fiscal”, le
dijo John M Keynes a Franklin D Roosevelt en 1937, recuerda Krugman
en su nota “Keynes tenía razón”. Krugman agrega: “Recortar el
gasto público cuando la economía está deprimida deprime la
economía todavía más; la austeridad debe esperar hasta que se haya
puesto en marcha una fuerte recuperación” (El País, 3 de enero de
2012).
Grecia e Irlanda se
vieron obligados a imponer una austeridad fiscal atroz como condición
para recibir préstamos de emergencia, y han sufrido recesiones
económicas equiparables a la Depresión, con un descenso del
producto interno bruto real en ambos países de más del 10 por
ciento.
Más allá de los
problemas en la instrumentación de la austeridad, Michel Husson
recuerda la razón de fondo de los brutales programas de choque
neoliberales: el restablecimiento de la tasa de ganancia y de las
rentas financieras.
Matar al paciente
Enrique Peña Nieto,
Luis Videgaray y Agustín Carstens no son alumnos de Keynes. El
primero quizá no lo es de nadie, dado su desinterés por el
conocimiento. Los gurús de los otros son Friedman y sus secuaces de
Chicago.
Carentes de ideas
novedosas, ante un escenario descompuesto, prefirieron retornar
precipitadamente al fondo de la caverna neoliberal.
Lejos quedó el
remedo del verano del gasto público expansionista de 2014. Cuando se
hacían cuentas alegres con los capitales esperados con la
reprivatización energética, ingresaban masivamente los capitales
especulativos y se recibían las cuantiosas divisas e ingresos
fiscales petroleros.
La propuesta sexenal
peñista original guardaba las siguientes rasgos: 1) una inflación
anual estable (3 por ciento anual), apoyada por la contención de la
demanda interna (salarios), el atraso cambiario (tasa anual de
devaluación ligeramente menor a la variación de los precios), que
abarata las importaciones, y una tasa de interés de referencia real
de cero por ciento (cuyos efectos son obstaculizados por el alto
costo del crédito de la banca comercial); 2) una tasa de crecimiento
ascendente: 3.9 por ciento en 2014, 4.7 por ciento en 2015, 4.9 por
ciento en 2016, 5.2 por ciento en 2017 y 5.3 por ciento en 2018; su
dinámica sería apoyada por una lenta recuperación de la economía
estadunidense; 3) la creación de alrededor de 600-700 mil nuevos
empleos anuales; 4) un déficit público moderado y apoyado en los
ingresos fiscales petroleros (1-1.5 por ciento del producto interno
bruto; 5) un desequilibro en las cuentas externas creciente (de 9 mil
millones de dólares en 2012 a 28 mil millones de dólares en 2015;
de 0.8 a 2 por ciento del producto interno bruto), compensado
parcialmente por los altos precios y divisas generadas por las
exportaciones de petróleo crudo, y financiado por el endeudamiento
foráneo y los flujos de capital de corto y largo plazos.
Sin embargo, el
primer año peñista fue perdido, debido a que Videgaray, que dedicó
su tiempo a presionar a los legisladores para que aprobaran las
contrarreformas estructurales, ejerció mal, tardía y
precipitadamente, y sin efecto positivos, el gasto público
programable, y en menor cantidad respecto de 2102. En especial la
inversión directa del sector público y la física del gobierno
federal acumularon 2 años de retroceso real: -2.2 por ciento y -3.8
por ciento, y -24.7 por ciento y -15.3 por ciento, en cada caso,
según datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
Ese año se proyectó
un crecimiento de 3.5 por ciento y apenas se alcanzó una tasa de 1.4
por ciento, la más baja desde la recesión de 2009 (-4.7 por ciento)
y el peor inicio de un gobierno desde 2001, el foxista, cuando el
país entró en recesión (-0.6 por ciento).
Para 2014 se
esperaba el despegue económico, basado en un alegre gasto
programable expansivo, los altos precios del petróleo, las
exportaciones, el ingreso de capitales estimulados por la
privatización petrolera y el acceso al crédito financiero foráneo.
A mitad de 2014,
empero, el piso se le hundió a los peñistas y el crecimiento
programado, apoyado en las reformas, se disolvió súbitamente en el
aire. El desplome de los precios internacionales del crudo afectó
las divisas e ingresos fiscales generados (en realidad, ambos
empezaron a caer desde marzo de 2012), hecho que, de paso, arruinó
las expectativas de la avalancha de inversión extranjera esperada
con la privatización de la industria en cuestión.
Asimismo, la amenaza
latente del aumento en la tasa de referencia de la Reserva Federal y
de los bonos del Tesoro estadunidense deterioró el flujo netos de
capitales (la diferencia entre ingresos y egresos del endeudamiento y
la inversión extranjera directa y financiera), que provocó las
burbujas especulativas y la devaluación cambiaria
Ese año el gasto
programable real del sector público y del gobierno federal
aumentaron 3.4 por ciento y 4.6 por ciento, y la inversión de cada
uno creció 8.2 por ciento y 20.6 por ciento.
Pero la tasa de
crecimiento se desinfló a 2.1 por ciento desde un nivel estimado de
3.9 por ciento.
En 2015 sucedió lo
mismo. Con las reformas aprobadas se programó un crecimiento de 4.7
por ciento. Después se revaluó a 3.7 por ciento. Hacienda acaba de
reducir la meta a 2.0-2.8 por ciento. El Banco de México a 1.9-2.4
por ciento. El Fondo Monetario Internacional, la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económicos y los analistas del
sector privado a 2.3 por ciento. La Comisión Económica para América
Latina y el Caribe, en 2.2 por ciento.
Así, en la primera
mitad del peñismo, el crecimiento medio real anual será de 2 por
ciento, ubicándose por debajo del producto interno bruto (PIB)
potencial registrado durante el neoliberalismo en 1983-2012: 2.4 por
ciento. En 1950-1982 el crecimiento anual fue de 6.3 por ciento. Con
el neoliberalismo la economía muestra una tendencia declinante en el
largo plazo. Su mejor momento fue con Carlos Salinas, cuando la
expansión media anual fue de 4 por ciento, aunque el país terminó
en el precipicio. Con Vicente Fox y Felipe Calderón bajó a 2.2 por
ciento, en cada caso.
Aun cuando se
cumplieran las optimistas metas de Videgaray para la segunda mitad
del peñismo (1.7-2.5 por ciento en 2016; 3.5-4.5 por ciento en 2017;
4-4.5 por ciento en 2018), el crecimiento sólo promediaría una tasa
media anual sexenal de 2.6-3.2 por ciento. Menor a la propuesta
original (3.9 por ciento), a la estimada para 2018 (5.3 por ciento) y
la registrada durante el salinismo.
Existen razones, sin
embargo, para esperar que el crecimiento medio anual del peñismo sea
del orden de 2 por ciento.
De esa manera,
anualmente, en 2016-2018 quedarán fuera del mercado laboral formal
unas 400 mil personas que busquen por primera vez un empleo; y el
aumento de los salarios mínimo y contractual, como ocurre hasta la
fecha, seguirá atado a la meta anual, por lo que mantendrán la
pérdida respectiva de su poder de compra: 76 por ciento y 50 por
ciento. La pobreza, la miseria y la delincuencia serán los signos
sociales que marcarán lo que resta del peñismo.
La imposibilidad de
los neoliberales por superar su propio crecimiento potencial revela
un fenómeno central: la incapacidad estructural del modelo, basado
en el sector exportador, para impulsarlo, ya que su demanda depende
del mercado internacional y no del local; por su escasa integración
con la cadena productiva nacional; porque sus efectos multiplicadores
se trasladan hacia afuera por la vía de las importaciones; porque la
generación de excedentes y el control de la inflación requiere del
castigo de la demanda interna. El sector exportador no pudo lograr un
alto crecimiento mientras la demanda externa y los precios
internacionales se mantuvieron favorables. Ahora se sufre el
escenario adverso.
México sufre el
síndrome que Lawrence Summers –que fue economista en jefe del
Banco Mundial (1991-1993), secretario del Tesoro (1999-2001) con
Clinton y director del Consejo Nacional de Economía (2009-2010) con
Obama–: calificó como secular stagnation, un estancamiento
permanente. Es decir, un potencial de crecimiento tan endeble que es
incapaz de sostener tasas de expansión altas y sostenidas que
generen los empleos requeridos. Ni las políticas fiscal y monetaria
expansivas, cuando se han presentado, logran sacar a la economía de
su letargo.
Pero no debe
olvidarse que, como dice Husson, la cuestión fundamental del
capitalismo es “la tasa de beneficio. Lo que destruye a las
sociedades es la búsqueda a todo precio del restablecimiento de la
tasa de beneficio” (Estancamiento secular: ¿un capitalismo
empantanado?). Lo demás no importa.
Enturbiado el
panorama económico, a los peñistas sólo se les ocurrió aferrarse
al clavo ardiente del fundamentalismo fiscal (recorte del gasto
programable) y monetario (alza de las tasas de interés). A esa
terapia que, como dijera Stiglitz, representan “un tratamiento que
pretende curar la enfermedad y terminan matando al paciente”.
Krugman: “La
austeridad y los tres chiflados”
Dice Krugman: “Las
ciencias económicas elementales decían que la austeridad en una
economía ya deprimida profundizaría la depresión, pero los
‘austeros’ –como muchos empezamos a llamarlos– insistían en
que los recortes en gastos conducirían a la expansión económica,
porque mejorarían la confianza de los empresarios. Bueno, la
correlación está muy clara: cuanto más rigurosa la austeridad,
tanto peor el desempeño del crecimiento”.
Para 2016, 2017 y
2018 nuestros tres chiflados proponen una sobredosis de austeridad.
La preocupación no
será el crecimiento, sino el control de la inflación (3 por ciento
anual) y la reducción del déficit fiscal: el llamado pomposamente
“balance con inversión en proyectos de alto impacto” deberá
bajar de -3 por ciento del PIB en 2015 a 3 por ciento en 2016, y a 2
por ciento en 2018; sin ella, o “balance tradicional”, de -1 por
ciento a cero por ciento del PIB a -0.5 por ciento, a un equilibrio
en 2017-2018.
Como se espera una
contracción real de los ingresos presupuestarios entre 2016 y 2018
(en 2016 caerán 0.2 por ciento con relación a 2015; respecto del
PIB, bajarán de 22.3 por ciento en 2015 a 21.1 por ciento en 2018),
debido a la caída de la recaudación petrolera (en 2016 los
presupuestarios se reducirán en 333 mil millones de pesos, 30 por
ciento reales; los del gobierno federal en 284 mil millones de pesos,
39.4 por ciento), la “consolidación fiscal para enfrentar las
presiones de finanzas públicas tendrá que descansar en reducciones
del gasto programable”, dijo Hacienda.
Reaparición del
Doctor Tijeras
En 2015 Videgaray
redujo dicho gasto en 124.3 mil millones de pesos. En 2016 le dará
otro tijeretazo por 134 mil millones de pesos. En términos reales
caerá 5.9 por ciento. Su peor desplome desde 1995, cuando se
derrumbó 24 por ciento. Entre 2015 y 2018 bajará de 20.3 por ciento
a 17.1 por ciento del PIB. En esos años la inversión física se
reducirá de 4.7 por ciento a 3.1 por ciento del PIB.
El crecimiento, por
tanto, no dependerá de Videgaray.
Tampoco de Carstens.
La tasa objetivo nominal de 3 por ciento en 2015 (cero, descontando
la inflación) no sirvió de nada. La nominal subirá gradualmente a
4 por ciento en 2016 hasta 5.8 por ciento en 2018. La real de 1.1 por
ciento a 2.8 por ciento. La política monetaria encarecerá el costo
del crédito.
El “motor”
externo está atascado. En julio pasado las exportaciones totales
apenas habían crecido 2.2 por ciento; las petroleras se desplomaron
43 por ciento; las no petroleras sólo avanzaron 3.2 por ciento. En
2010 cada una creció 30 por ciento, 35 por ciento y 29 por ciento. A
partir de ese año empezaron a desacelerarse.
Se estima que, en
promedio anual, Estados Unidos sólo crecerá 2.7 por ciento en
2016-2018. No “arrastrará” al cadáver de la economía mexicana.
El “motor” está
desvielado. En 2012 el consumo total real creció 4.7 por ciento y en
lo que va de 2015 en 3 por ciento; la inversión fue de 4.8 por
ciento y 5.4 por ciento. No sostendrá el crecimiento.
En épocas inciertas
–tampoco en las boyantes– los empresarios internos y externos no
suelen mostrarse entusiasmados en asumir la responsabilidad
abandonada por el Estado.
¿Quién, entonces?
De la divinidad.
De “la fe del
pueblo de México”, de su “fe en sí mismo”, como dijera
Enrique Peña ante Patricia.