18.11.15

Los peores años del sexenio apenas comienzan

Marcos Chávez

Terapia de choque
, lo que tendrá la economía mexicana hasta el final del sexenio. La política abrazada a partir de 2015 no tendrá reversa: control de la demanda local a través del recorte del gasto público programable, la restricción monetaria, la contención de la inversión y de los salarios, el desmantelamiento del Estado. A todo esto le llaman “austeridad”, como al ajuste fiscal le dicen “consolidación”

Como si fuera una maldición bíblica, los neoliberales de la restauración conservadora priísta, encabezados por Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray, repiten el mismo sendero y el mismo destino fatalmente ineludible de sus predecesores, los de la derecha priísta neoliberal de la primera generación, los delamadridistas, los salinistas y los zedillistas, y la clerical-neoliberal del segundo ciclo, los teocráticos panistas.

Por razones similares, internas y externas, a todos se les desfondó prematuramente la economía durante su mandato, junto con sus promesas de crecimiento económico, empleo, bienestar (bajo el supuesto de que ellas fueran sinceras y realmente existentes, más allá de la retórica de la plaza pública). Porque endógenamente, el modelo neoliberal, criollo y global, desde su emergencia, hace 40 años, está estructurado para generar los efectos contrarios: el estancamiento crónico, el alto desempleo, la precariedad laboral, la miseria generalizada, costos necesarios para restaurar la tasa de ganancia –como señala el francés Michel Husson– y otros economistas que no comulgan con las doctrinas monetaristas.

Las únicas diferencias entre ellos son formales: la profundidad del hoyanco en que se han desplomado; el estrépito de la caída; las pinceladas en medidas empleadas para tratar de restaurar los equilibrios económicos.

Faltos de creatividad desde hace tiempo, esos fundamentalistas de las políticas ortodoxas de ajuste y estabilización macroeconómica siempre recurren a la misma estrategia anticrisis, de corto plazo y de largo aliento (reformas estructurales): las tradicionales terapias de choque fondomonetaristas. El control de la demanda local, a través del recorte del gasto público programable (excluye a los compromisos financieros, sagradamente pagados a costa de aquellos egresos), la restricción monetaria (altos réditos), la contención de la inversión y los salarios nominales y reales, el desmantelamiento del Estado.

Como esos programas están desacreditados, en virtud de sus onerosos costos económicos y sociopolíticos, desde hace algún tiempo se les ha maquillado de una manera más sexy. Ahora se le llama “austeridad”.

Tienen sobradas razones para hacerlo, pues su aspecto macabro no es presentable.

Su aplicación en México y el resto de América Latina, a partir de la década de 1970 –con excepción de los gobiernos democráticos que después desertaron del consenso neoliberal–, que han buscado restablecer el equilibrio fiscal (recorte del gasto y mayores impuestos al consumo) y de las cuentas externas (devaluaciones cambiarias), y el control de la inflación (contención de la demanda con los altos réditos y la represión salarial), sólo han arrojado una estela de precarización laboral, desempleo, pobreza, miseria y exclusión social; desmantelamiento del Estado y del aparato productivo; la privatización de empresas estatales y de sectores estratégicos; la entrega de la economía a los monopolios; la subordinación a las metrópolis como aportadores especializados de materias primas, manufacturas de bajo valor agregado y mano de obra barata para la reducción de costos dentro del proceso de acumulación y reproducción del capital a escala mundial; el despotismo y el autoritarismo disfrazado de democracia.

Como represalia a la decisión de los vietnamitas por defender su soberanía nacional por cualquier medio ante la criminal intervención estadunidense, el general Curtis LeMay dijo: “Bombardear hasta hacerlos regresar a la edad de piedra”.

Afortunadamente en México y otros países los gobernantes metropolitanos no han tenido que recurrir a esa barbaridad, ya que, salvo en algunos casos que han sido tratados con otra clase de guerras sutiles, generalmente los grupos de poder locales han entregado dócil e higiénicamente las plazas, debido a cuando menos un par de factores: porque generalmente solicitan el apoyo del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Casa Blanca cuando se encuentran en plena crisis financiera y sin márgenes de acción (a cambio, aceptan instrumentar los programas ortodoxos de estabilización y las reformas estructurales neoliberales que les son impuestos); y porque las elites comparten las directrices del neoliberalismo, las cuales, económica y políticamente, les resultan rentables, y les otorgan legitimidad y confianza ante los “mercados”.

Con sus contrarreformas estructurales, entre ellas la reprivatización petrolera y la eléctrica, y su política de “consolidación fiscal” de 2015-2018 –como ahora se le dice al ajuste fiscal por el lado del gasto no financiero y los gravámenes regresivos–, los peñistas reafirman la dominación y la continuidad neoliberal.

Tempranamente, en 1976, el economista marxista André Gunder Frank, en sus cartas abiertas dirigidas a los Chicago boys Milton Friedman y Arnold Harberger, padrinos del primer programa de choque en regla, parido en un baño de sangre, calificó a éste de “genocidio económico”.

Esa historia, originalmente diseñada para el mundo subdesarrollado, fue impuesta en la Unión Europea, la eurozona y, en menor medida, en Estados Unidos, a raíz de la segunda gran depresión (2007-…) que estalló en esos lugares.

En su trabajo Los límites del keynesianismo (enero de 2015), Husson señaló que “resulta chocante constatar que los países que han sufrido la austeridad presupuestaria (y salarial) más fuerte son también países en los que los beneficios se han restablecido de forma neta. Los países de la periferia (Grecia, España, Portugal e Irlanda) han recuperado la tasa marginal a pesar del hundimiento de su economía y de la explosión del paro [desempleo]”.

Pese a ese “cinismo hipócrita de las políticas de austeridad”, agrega Husson, éstas no deben analizarse “como políticas ‘absurdas’ o deficientes, sino como una terapia de choque que, más allá de sus efectos colaterales negativos, buscan alcanzar tres objetivos combinados: restablecer los beneficios, liquidar lo más posible las conquistas sociales y proteger las instituciones financieras y bancarias de una desvalorización de sus activos”.

Si bien la reducción salarial permitió restablecer la tasa de beneficio, no ha garantizado la reactivación capitalista, continúa Husson, que se pregunta: “¿Quién va a comprar las mercancías producidas por la clase asalariada cuyo poder de compra avanza a una velocidad inferior que la del valor producido?”.

Pero lo anterior es justamente lo que se busca con la contención salarial, del consumo, la inversión, la reducción del gasto público, el equilibrio fiscal y de las cuentas externas, que limitarán las necesidades de financiamiento internacional. Lo que se pretende es generar excedentes de bienes para orientarlos hacia el mercado internacional y generar las divisas necesarias que garanticen el pago del servicio de la deuda pública y privada.

Ése siempre ha sido el sentido de los programas de choque.

El problema es que los demás países aplican simultáneamente. Hay más vendedores que compradores, lo que ha frustrado el ritmo de la reactivación internacional.

A los perniciosos efectos recesivos del ajuste fiscal monetarista y del lento crecimiento internacional, debe añadirse otra medida ortodoxa que ha fracasado en su intento por tratar de reanimar a las economías: la política monetaria de tasas de interés nominales cercanas a cero por ciento (Zero Lower Bound) –de 0 por ciento-0.25 por ciento de la Reserva Federal estadunidense, 0.05 por ciento del Banco Central Europeo, 0.1 por ciento del Banco Central de Japón, de 3 por ciento del Banco de México–, negativas en términos reales. En los casos extremos, el Banco Nacional Suizo (BNS), desde el 18 de diciembre de 2014, aplica tasas negativas para la transferencia de activos (-0.75 por ciento), y el Banco Central de Dinamarca redujo sus tipos de depósito de referencia a -0.5 por ciento, en ambos casos para tratar de contener los furiosos ataques especulativos en contra de sus monedas.

Esa política monetaria expansiva ha sido inoperante para acelerar la reactivación económica y ha limitado la capacidad de acción de los bancos centrales.

El propio Banco de Pagos Internacionales y la Reserva Federal han admitido que ese tipo de política monetaria ha sido completamente incapaz de resolver la crisis financiera y relanzar el crecimiento.

Lo mismo ha sucedido con las masivas inyecciones de liquidez, conocidas como “estímulos monetarios (QE, sigla de quantitative easing), recursos que, en lugar de orientarse hacia las actividades productivas, sólo han servido para generar nuevas burbujas especulativas, sobre todo en los mercados financieros como los de México, los cuales actualmente se estremecen ante los movimientos de los capitales de corto plazo.

Adicionalmente, se ha suscitado otro fenómeno no menos nocivo: la llamada “trampa de la liquidez”. Es decir, esa situación en donde los tipos de interés se encuentran muy bajos, próximos a cero por ciento y, sin embargo, los recursos no son empleados para el consumo y la inversión, sino que las personas prefieren conservar el dinero antes que invertirlo.

Es obvio que a la población siempre le resultará digerible el discurso neoliberal que dice que los males económicos, el alza de impuestos y de precios de los bienes y servicios estatales, el endeudamiento y el déficit público, se deben al derroche, la corrupción o la ineficiencia, entre otras lindezas, de la elite política.

Sin duda esos calificativos son plenamente justificados por la elite político-empresarial mexicana. Sin embargo, existen otros factores económicos de mayor envergadura que ofrecen una mejor explicación de los problemas fiscales del Estado: la regresividad de la política tributaria; la baja recaudación asociada al bajo crecimiento y los problemas de empleo; el boquete ocasionado por la dependencia de los ingresos petroleros; los subsidios otorgados al sector privado.

El sentido común del despilfarro o la corrupción ofrecen la coartada para el recorte del gasto, tal y como quiere el gobierno peñista.

Pero como dice Marshall Auerback, economista del Roosevelt Institute: “Las elites que se escandalizan contra este gasto público vienen a ser como alguien que proporciona a otro cinco paquetes de cigarrillos al día para luego indignarse del hecho de que su beneficiario hubiera contraído irresponsablemente un cáncer de pulmón”.

Auerback añade que “hay pruebas empíricas abrumadoras de que esa hipótesis es falsa y de que la puesta en práctica de políticas fundadas en esa hipótesis causan daños –que afectan a generaciones enteras– en términos de caída en el volumen de producción, de ingresos, de empleos y de quiebras empresarias” (Alfredo Zaiat, Austeridad).

Por desgracia, los peñistas adaptaron esa estrategia desde 2015 y la mantendrán lo que resta de su mandato, con sus consecuentes efectos recesivos, de desempleo y pobreza, temas que veremos en la siguiente entrega.

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