Eduardo Nava Hernández
Con la decisión de la
Secretaría de Educación de aplicar las pruebas de evaluación a los
maestros usando en muchos Estados la fuerza policiaca se dio un paso
más, sólo uno más pero muy significativo, en la ruptura ya de largo
madurada entre el gobierno y el magisterio y, en forma más general,
entre el gobierno y sus gobernados. La reforma que el peñismo ha
presentado propagandísticamente como más “prometedora” y “de consenso”
ha enfrentado una persistente resistencia de parte de quienes no se sabe
bien si son sus actores o sus objetos. Resistencia que ha tenido que
ser atacada con una costosa campaña propagandística, estímulos como la
promesa de “créditos hipotecarios” (muchos maestros preferirían, quizás,
ver reconstruidos o bien construidos sus centros de trabajo), amenazas
de despido que luego son desmentidas, cercos policíacos, toletazos,
lesiones y detenciones. Qué bonita reforma, qué bonita.
La tenacidad
de la oposición a la mal llamada reforma educativa por parte de quienes
deberían ser sus promotores y operadores ha sacado de balance al grupo
gobernante y a sus aliados o auspiciadores empresariales, que piden como
salida la abierta represión y la aplicación sin miramientos de “la
ley”. “Habrá suficientes policías”, había advertido el secretario de
Educación Aurelio Nuño, para garantizar que la evaluación fuera
aplicada. De eso se trata, como lo ha sido, en muchos aspectos de la
política nacional: de la sustitución del consenso y la acción política
por el empleo creciente de la fuerza policiaca e incluso militar. La
prueba no se aplicó, sin embargo, en los Estados considerados difíciles
para su ejecución: Oaxaca, Michoacán, Chiapas y Guerrero, a los cuales
se les asignaron fechas diferentes. Aun así, en varias entidades hubo
fuertes protestas contra la malhadada reforma y en algunos lugares se
impidió la aplicación de la prueba evaluativa, o simplemente las
autoridades no sacaron adelante las condiciones para su exitosa
aplicación. Basta ver la página de Facebook del investigador Manuel Gil
Antón, de El Colegio de México
(https://www.facebook.com/manuel.gilanton/?fref=ts), para asomarse a
algunos testimonios escritos, en fotografía o video, de lo que la
evaluación ha sido y el gobierno no dice. En todo el Estado de Morelos
los inconformes lograron frenar la operación de las pruebas, y
parcialmente en Zacatecas, Chihuahua y otros Estados.
La
represión no debería ser, se supone, un medio normal para aplicar las
políticas públicas en un régimen que se presume democrático. Sin
embargo, es el recurso crecientemente aplicado por el actual gobierno
para hacer frente a la movilización social. A las amenazas proferidas
por Nuño contra los docentes se suma la detención, con lujo de
violencia, de cuatro líderes del magisterio en Oaxaca, remitidos a un
penal de alta seguridad; las ochenta o más órdenes de aprehensión —según
el gobernador Aureoles— contra profesores disidentes y normalistas en
Michoacán; la aprehensión en Morelos y otras entidades de maestros que
se manifestaban contra la evaluación. Pero también el intento de
intervenir y censurar la Internet penalizando la crítica en las redes
sociales a través de la Ley (Omar) Fayad, fracasada por la presión
social y las expresiones masivas en las propias redes. Están ahí las
declaraciones de Miguel Ángel Osorio Chong contra el Grupo Internacional
de Expertos Independientes por sus revelaciones en el caso Iguala, y
las filtraciones que intentan relacionar a los normalistas de Ayotzinapa
con la delincuencia organizada para justificar una represión futura o
acciones de brutalidad como la realizada contra ellos en la carretera
Tixtla-Chilpancingo. El asesinato y desaparición de líderes, activistas
sociales y periodistas sigue en el orden del día, con plena impunidad.
Ha comenzado el segundo acto de la gestión peñista. Lo que empezó desde
su campaña, como un populismo desbordado —pero también delictivo— que
repartía monederos electrónicos de los supermercados Soriana y dinero a
través de tarjetas Monex, como ahora lo hace con los televisores
digitales, y que se inauguró como gobierno con la firma del Pacto por
México que permitió sacar adelante, con los partidos de colaboración PRD
y PAN, las reformas constitucionales anheladas por el capital
internacional y el sector empresarial mexicano, se ha agotado
definitivamente. El populismo no es más un recurso de legitimación para
un régimen que ha entrado desde el último cuarto de 2014, a una etapa de
profundo desgaste.
En cambio, se afirma el régimen como un
Estado burocrático-autoritario divorciado de las necesidades y sentires
sociales, e incluso contrapuesto a ellos. Retomo una formulación ya
consagrada de Guillermo O’Donell para caracterizar esta modalidad de
ejercicio del poder por un grupo muy selecto, ya no de dirigentes de los
sectores mayoritarios y ni siquiera partidarios, sino de tecnócratas
con funciones meramente de administración de las instituciones públicas y
apoyado en las fuerzas armadas en beneficio de la oligarquía
financiera, para quien gobierna. Se trata de una dictadura inconfesa, un
gobierno militarizado sin ser directamente militar, enfrentado de
manera directa con las clases trabajadoras, a quienes empobrece y quita
derechos, mientras promueve activamente la concentración de la riqueza
social en manos de la plutocracia. Es la misma función que en los años
setenta cumplieron las dictaduras militares sudamericanas, pero sin
necesidad de recurrir a la toma directa de las instituciones civiles por
las fuerzas armadas.
Desde la desaparición de los 43 de
Ayotzinapa, que vino a derrumbar el discurso triunfalista gubernamental y
a visibilizar ante el mundo las graves violaciones a los derechos
humanos en las que se sustenta el régimen, y en medio de una crisis
fiscal (caída de los precios petroleros) que se profundiza, limitando o
cancelando la posibilidad de reactivar la economía por medio del gasto
público, los recursos políticos del gobierno peñista se han ido agotando
visiblemente. La corrupción no es ya sólo un mecanismo de cohesión
interna del grupo en el poder sino también un método de cooptación de
las elites antes opositoras, hoy plenamente integradas a la lógica
autoritaria y tecnocrática del régimen.
La exigencia del capital
financiero transnacional es culminar la obra de desarticulación de lo
poco que ha quedado de la economía de bienestar y de la capacidad
regulatoria del Estado, para dar paso a la dominancia del mercado. Lo
que viene en lo inmediato es el desmantelamiento del Pensionissste y la
privatización de sus fondos a través de una institución en todo similar a
las actuales afores, con financiarización y bursatilización de sus
recursos y, sobre todo, implicando la desaparición de la jubilación como
un derecho del trabajador.
Sin duda, lo que el peñismo
representa es el preeminencia de la tecnoburocracia no sólo por sobre el
añejo aparato corporativo sino aun con prescindencia de éste; una
burocracia que desconoce y aborrece a las masas populares, y además les
teme. Sus componentes, formados en centros educación de elite en el país
o en el extranjero, no muestran en sus trayectorias personales ninguna
cercanía con los sectores corporativos que en el pasado hacían la
columna vertebral del partido oficial y, en buena medida, del sistema
todo. Por eso, el manejo meramente utilitario de ese aparato
corporativo, como se vio recientemente en la entrega por el líder
petrolero Carlos Romero Deschamps del régimen de jubilaciones de sus
representados, se sustenta fundamentalmente en la corrupción y, cuando
este mecanismo es desbordado (magisterio), en la represión.
Pero
la obra no está todavía concluida. Aún está por representarse el tercer
acto, donde, invirtiendo los papeles, el protagonismo lo asumen las
masas populares que en la primera parte sólo han sido escenografía
manipulable o han tenido un papel secundario. La represión, como
mecanismo de legitimación de un régimen, es de corto vuelo, como el de
una gallina. Y no faltará mucho para que baje el telón del gobierno
peñanietista para dar lugar a un desenlace que quizás aun para sus
autores es inesperado.
20.11.15
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