Carlos Fazio
Hoy, cuando la canalla mediática está desatada
en el mundo occidental, no está de más recordar que como otros términos
del discurso político, la palabra “democracia” tiene un significado
técnico orwelliano cuando se usa en exaltaciones retóricas o en el
“periodismo” habitual, para referirse a los esfuerzos de Estados Unidos y
de sus aliados para imponer la democracia liberal representativa a
Estados considerados “forajidos” como la Venezuela actual.
En ese
contexto, se ha convertido en un lugar común que cuando más democracia y
libertades se dice reconocer y defender, más se reprime la facultad de
pensar; sobre todo, la actividad de pensar a contracorriente. Con la
novedad de que en la persecución del pensamiento crítico ya no hay
fronteras. Pero sucede, además, que en el nuevo panóptico planetario y
en el marco de la guerra de espectro completo en curso, quienes
cuestionan el orden hegemónico o no se ajustan al marco del dogma
establecido por los amos del universo, pueden convertirse en un objetivo
político-militar.
Pensar entraña riesgos y trae consecuencias.
Ello ocurre en las ciencias sociales y las humanidades, pero también en
el periodismo. En la actual coyuntura, bien lo saben, entre otros,
Atilio Borón (Página 12, Rebelión.org,) y Luis Hernández (coordinador de Opinión de La Jornada),
quienes por practicar el ejercicio crítico de pensar con cabeza propia,
son objeto de mofa, presiones y campañas de estigmatización y
criminalización por un puñado de diletantes vigilantes del pensamiento
único neoliberal que responden a un mismo y nauseabundo guión de
Washington.
“Nicolás Maduro dictador” emite la voz del amo
desde las usinas del poder mundial, y el eco es amplificado urbi et orbi
por una cohorte de amanuenses subvencionados y tarifados. El esquema es
simple: para el periodismo mercenario, el “Maduro dictador” sustituye
hoy a “las armas de destrucción masivas” de Sadam Hussein, en 2003. El
saldo de la mentira del Pentágono como arma de guerra costó más de un
millón de muertos; pero eran iraquíes.
El modelo
“comunicacional” está bien engrasado. Permite debates, críticas y
discrepancias, en tanto se permanezca fielmente dentro del sistema de
presupuestos y principios que constituyen el consenso de la elite. Es un
sistema tan poderoso que puede ser interiorizado en su mayor parte, sin
tener conciencia de ello. En general, quien tiene ideas equivocadas o
intenta romper el molde es apartado o ignorado; pero en ocasiones puede
ser satanizado por los llamados intelectuales públicos, los pensadores
políticamente correctos, la gente que escribe editoriales y cosas así, y
es colocado frente al paredón de la “prensa libre”.
Recuerda
Marcos Roitman que los ideólogos del actual sistema de dominación han
reinterpretado los saberes y el conocimiento bajo una única
racionalidad: la del capital. El capital niega su carácter totalitario.
En su dimensión política, el capitalismo socializa la violencia y
deslastra la historia que le resulta incómoda. Bajo los criterios de la
“colonialidad del saber”, es capaz de eliminar al nazismo y al fascismo
−también al franquismo, al somocismo, al duvalierismo y el pinochetismo−
como fenómenos inherentes a su racionalidad.
W. Lippmann y la ingeniería del consenso
Hace más de un cuarto de siglo, en Los guardianes de la libertad
(Grijalbo Mondadori, 1990), Noam Chomsky y Edward S. Herman develaron
el uso operacional de los mecanismos de todo un modelo de propaganda al
servicio del “interés nacional” (de EU) y la dominación imperial. Nos
enseñaron a examinar la estructura de los medios (la riqueza del
propietario) y cómo se relacionan con otros sistemas de poder y de
autoridad. Por ejemplo, el gobierno (que les da publicidad, fuente
principal de ingresos), las corporaciones empresariales, las
universidades.
Asimismo, diseccionaron a los medios de elite (The New York Times, The Washington Post,
CBS y otros) que marcan “la agenda” de los gestores políticos,
empresariales y doctrinarios (profesores universitarios), pero también
la de otros periodistas, analistas y “expertos” de los medios de
difusión masiva que se ocupan de organizar el modo en que la gente debe
pensar y ver las cosas.
Demostraron, en síntesis, cómo mediante
la violencia psicológica o simbólica e indignantes campañas de
intoxicación lingüística (des)informativas y supresiones (“las peores
mentiras son las que niegan la existencia de lo que no se quiere que se
conozca”, nos alerta a su vez Emir Sader); manipulaciones, normas
doble-estándares y duplicidades; sesgos sistemáticos, matizaciones,
énfasis y tonos, y de la selección del contexto, las premisas y el orden
del día general, se lleva a cabo el control elitista de la sociedad
mediante lo que Walter Lippmann denominó “la ingeniería del consenso”.
Ese modelo de propaganda −por lo general dicotómico o maniqueo:
verbigracia “Maduro dictador vs. la oposición democrática de la MUD”;
las hordas chavistas vs. los luchadores de la libertad de D. Trump− deja
entrever que el “propósito social” de los medios es inculcar y defender
el orden del día económico, social y político de los grupos
privilegiados. Para ello, la fórmula es sencilla: los dueños de la
sociedad utilizan a una “clase especializada” −conformada por “hombres
responsables” y “expertos” que tienen acceso a la información y a la
comprensión, en particular, académicos, intelectuales y periodistas−
para que regule las formas de organización del rebaño desconcertado;
para manufacturar el consentimiento y mantener a la chusma a raya.
Todo el sistema de ideas políticas del imperialismo tiende a argumentar
su derecho a la dominación, a la supeditación del Estado a los
monopolios en todas las esferas de la vida; a la manipulación de las
masas y la desinformación de la “opinión pública. Según Lippmann, la
labor del público es limitada. El público no razona, no investiga, no
convence, no negocia o establece. Por ese motivo, “hay que poner al
público en su lugar”. La multitud aturdida, que da golpes con los pies y
ruge, “tiene su función: ser el espectador interesado de la acción”. No
el participante.
Medios domesticados: la mentira del silencio
Para
Chomsky, la tarea de los medios privados que responden a los intereses
de sus propietarios, consiste en crear un público pasivo y obediente, no
un participante en la toma de decisiones. Se trata de crear una
comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda organizarse y
ejercer sus potencialidades para convertirse en una fuerza poderosa e
independiente que pueda hacer saltar por los aires todo el tinglado de
la concentración del poder. ¿Ejemplo? Los 8.089.320 votantes que a
despecho de las amenazas imperiales y la ofensiva terrorista paramilitar
decidieron empoderar a los/as nuevos constituyentes.
Sólo que
para que el mecanismo funcione, es necesaria, también, la domesticación
de los medios; su adoctrinamiento. Es decir, generar una mentalidad de
manada. Hacer que los periodistas y columnistas huyan de todo imperativo
ético y caigan en las redes de la propaganda o el doble pensar. Es
decir, que se crean su propio cuento y lo justifiquen por
autocomplacencia, pragmatismo puro, individualismo exacerbado o regodeo
nihilista. Y que, disciplinados, escudados en la “razón de Estado” o el
“deber patriótico”, asuman –por intereses de clase o por conservar su
estabilidad laboral− la ideología del patrioterismo reaccionario. En
definitiva, el miedo a manifestar el desacuerdo termina trastocando la
prudencia en asimilación, sumisión y cobardía.
Moraleja: no se
vale discrepar con el consenso. Solo se debe pensar en una sola
dirección, la presentada por el sistema de dominación capitalista. Y si
para garantizar el consentimiento es necesario aplicar las herramientas
de la guerra psicológica para el control de las masas (como azuzar el
miedo, fomentar la sumisión y generar un pánico y terror paralizantes),
los comisarios del gran hermano entran en operación bajo el paraguas de
lo políticamente correcto, amparados por todo un sistema de dádivas y
premios que brindan un poco de confort y poder acomodaticio.
La no noticia y el Consenso de Lima
Ya
encarrerado, el pensamiento reaccionario se refuerza bajo un discurso
de desprecio y odio clasista, xenófobo y racista. Siete jóvenes han sido
quemados por parecer “chavistas” por los “demócratas” que defienden los
12 presidentes latinoamericanos del “Consenso de Lima”.
En
consecuencia, aduladores de los poderes fácticos que actúan en las zonas
de penumbra, los social-conformistas de los grandes medios –con el
periódico El País de Madrid como buque insignia de la prensa en
español− practican a diario el lenguaje operacional del orden sistémico,
reproduciendo la lógica de la dominación de manera expansiva.
Así, casi cada día durante los últimos cuatro meses, en Ciudad de
México, Madrid, Bogotá o Buenos Aires, el pensamiento reaccionario
apuntala la contrarrevolución en Venezuela. Y ello es así porque el
poder real ha creado un ejército de hombres y mujeres dedicados a
mantener y reproducir la ideología dominante y desarticular el
pensamiento crítico; dedicados a frenar el cambio social y democrático
de los de abajo mediante “la mentira del silencio” (Sader). Es decir,
negando la existencia de lo que no se quiere que se conozca, por
ejemplo, en la coyuntura, la formidable victoria del chavismo bravío y
los nuevos constituyentes antisistémicos (anticapitalistas y
antimperialistas). O, como señala Ángeles Díez, sustituyendo la
información principal por la “no noticia”: un atentado de los violentos
de la MUD se atribuyó mágicamente a la “represión” de Maduro (aderezado
con titulares que reforzaban una matriz de opinión con eje en el
autogolpe de Estado, la violencia, el caos y la emergencia humanitaria),
para difuminar la verdadera noticia: que el 30/J ocho millones
respaldaron la Constituyente.
El poder reclama una única
racionalidad, un solo orden, una sola intransigencia verdadera. Es por
eso, también, que a la manera de divisiones y/o francotiradores de un
ejército vasallo en el frente externo −y dado que toda intervención
militar es precedida por una campaña de intoxicación mediática con eje
en la guerra psicológica−, los paraperiodistas tienen la misión de
vigilar, hostigar y presionar a quienes, como Atilio Borón y Luis
Hernández, se apartan del consenso de la elite reaccionaria.
A
la biopolítica del cuerpo se suma hoy la psicopolítica de la mente
(Roitman). Y así, los saberes políticamente correctos forman parte del
modelo de dominación y marcan el ritmo de la pulsión del poder: quienes
levanten la voz y se aparten de la manada serán denigrados, hostigados
y/o castigados. En sentido contrario, y en el marco de la guerra no
convencional y asimétrica que libran el Pentágono y la Agencia Central
de Inteligencia (CIA) contra el gobierno constitucional y legítimo de
Nicolás Maduro y el pueblo de Venezuela, una agenda con la atención
constante hacia las víctimas de la represión de la “dictadura”
venezolana, ayuda a convencer al público de la maldad del enemigo y
prepara el terreno para justificar la subversión de la MUD y una
eventual intervención “humanitaria” del Pentágono.
Auschwitz, el trabajo sucio y los neomaccarthistas
El
genocidio de Hitler y la Alemania nazi fue un acto consentido por el
pueblo alemán; los hornos crematorios funcionaron a plena luz del día.
Con distintas modalidades, el horror de Auschwitz y Treblinka se replica
hoy en Afganistán, Irak, Libia, Siria, Colombia y en el México de las
fosas comunes. Las víctimas mortales de las guerras coloniales del
Pentágono y la OTAN en Afganistán, Pakistán e Irak ascienden a cuatro
millones. En general, la “buena prensa” de Occidente ha apoyado o
justificado todas esas atrocidades. Es fácil predecir qué ocurriría en
caso de estallar una intervención “humanitaria” o una guerra civil
auspiciada por Estados Unidos en Venezuela.
El uso de la
mentira con fines políticos es de vieja data. En 1950, el informe de la
Comisión Tydings sobre el senador Joseph McCarthy y el maccarthismo,
señaló: “Hemos visto utilizar aquí por primera vez en nuestra historia
la técnica de ‘la gran mentira’. Hemos visto cómo, mediante la
insistencia y la mezcla de falsedades (simples habladurías,
tergiversaciones, murmuraciones y mentiras deliberadas), es posible
engañar a un gran número de gente”.
Los periodistas, editores y
directores de la gran prensa estadunidense, que con frecuencia sabían
que McCarthy estaba mintiendo, escribían y divulgaron lo que él decía y
dejaban que el lector, que no tenía ningún medio de averiguarlo,
intentara deducir la verdad. Un día, el senador republicano John
Bricker, le dijo a McCarthy: “Joe, usted es realmente un hijo de puta.
Pero a veces es conveniente tener hijos de puta a nuestro alrededor para
que se encarguen de los trabajos sucios”.
El propósito del
maccarthismo fue revertir el pacto social keynesiano (el Estado
benefactor) que redistribuía parte de las ganancias del capital hacia
abajo. Ronald Reagan profundizó el proyecto conocido hoy como
neoliberalismo, con epicentro en la liquidación de los bienes y la
esfera pública y la mercantilización y privatización radical de todo. El
macartismo hizo escuela y lo practican ahora muchos periodistas en el
caso Venezuela (¡estúpidos, es el petróleo!), pero las madres no tienen
la culpa…
14.8.17
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