Marcos Chávez
Los países del TLCAN han sido arrasados por China. Aunque los
neoliberales mexicanos decían que el desigual Tratado había permitido
que México se integrara a una región exitosa, para justificar la
entrega de la economía del país a Estados Unidos y Canadá, se han
quedado sin otra falacia. La balanza comercial entre China y cada país
del TLCAN o en bloque es descomunalmente a favor de la primera
Pese
al aumento espectacular de las exportaciones mexicanas hacia Estados
Unidos y del aparatoso superávit registrado a favor de México, el
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es un proceso
agotado. Dos décadas de experiencia han sido más que suficientes para
demostrar su inutilidad si se contrastan los resultados obtenidos con el
pletórico catálogo de buenos deseos que justificó su firma.
Mismos que no se alcanzarán en los siguientes 20 años, como elucubra
Ildefonso Guajardo, titular de la Secretaría de Economía, porque la
propuesta del gobierno peñista para tratar de renovar el ajado acuerdo trilateral sólo se limita a un simple ajuste cosmético,
el cual mantendría sin cambios el funcionamiento de la actual
estructura socioeconómica, comercial, financiera y política, que
reproducen la integración asimétrica, subordinada y satelital de México a
la región norteamericana que beneficia fundamentalmente a los
estadunidenses y sus corporaciones.
Pero incluso para las trasnacionales que
soñaron con el “megamercado de las Américas” como una zona de
explotación, depredación y acumulación exclusiva, jungla en donde
sobrevivirían las más fuertes protegidas por sus gobiernos, a
contrapelo del acuerdo y el librecambismo mundial el TLCAN ha sido
insatisfactorio para la lógica esperada de los vasos comunicantes
de la reproducción ampliada del capital regional y global. A un
crecimiento económico trinacional más alto debería corresponderle un
aumento de los consumidores voraces incluidos por el neoliberalismo y,
por añadidura, mayores ventas (locales, exportaciones e importaciones).
No obstante, la convergencia ha sido hacia un menor ritmo de expansión
real medio de Canadá (2.7 por ciento), Estados Unidos y México (2.6 por
ciento en ambos casos) durante 1994-2013, menor en alrededor de la mitad
al registrado durante la posguerra hasta principios de la década de
1970 en los dos primeros países, y en México hasta 1982. Las
exportaciones-importaciones en Norteamérica han sido fluctuantes,
determinadas por el ciclo económico de los tres países que, a su vez,
condicionan las variaciones cíclicas de la pobreza, debido a las crisis,
el nivel del empleo, los ingresos reales y la protección pública
social, que es más desventajosa en México.
Además, los peñistas tendrán que esperar
mejores tiempos para sugerirles nuevamente a sus “socios”
norteamericanos e intentar convencerlos de la necesidad de incorporar el
tema migratorio al Tratado, del cual ninguno se mostró interesado en
tomarlo en cuenta en la reunión de Toluca, Estado de México, ocurrida en
febrero pasado; de los tiempos políticos de los otros; del conservador
primer ministro canadiense Stephen Harper, cuyo mandato concluye en
2015, por lo que, dentro de poco, se encontrará ocupado en otros
menesteres domésticos más importantes; y de quien sustituya a Barack Obama en la presidencia imperial.
Difícilmente éste volverá a proponer su discusión en el Congreso
estadunidense, en virtud de los reveses sufridos, en el pasado reciente,
al escaso interés de los legisladores por volver a negociarlo y la
importancia migratoria en sus intereses de seguridad nacional.
La Cumbre de Líderes de Norteamérica en Toluca fue una especie de remedo de Alejandro Dumas. Veinte años después, D’Artagnan-Peña Nieto reunió a los sustitutos de Los tres mosqueteros del TLCAN y, al final de la comedia, éstos se separaron definitivamente. Nunca más volverán a reunirse para considerar el fastidioso tema de los migrantes.
La posteridad definirá el rumbo. Es decir, los caprichos de la Casa Blanca, alrededor de la cual gira absolutamente el satélite
mexicano y, en menor medida, el canadiense. O el eventual triunfo de un
candidato presidencial progresista en México en 2018, el cual esté
dispuesto a replantear unilateralmente los términos del TLCAN o a
terminar con el mismo. Aunque estas opciones son remotas, debido a que
los líderes conocidos son modestos en la materia: como al
neoliberalismo, sólo aspiran a limarle los colmillos. Ninguno de
ellos comparte una visión política del desarrollo similar a la del
extinto Hugo Chávez (Venezuela), o la de Cristina Fernández (Argentina),
Rafael Correa (Ecuador) o Evo Morales (Bolivia).
En realidad, lo interesante no es el
aumento en el intercambio trilateral con el TLCAN, ni la mayor
subordinación y dependencia de México de Estados Unidos, ni el
desmantelamiento del aparato productivo, ni la especialización
tradicional neocolonial, ni la pobreza y miseria generalizada; ésas y
otras secuelas ya habían sido advertidas por analistas serios, con
fundamentos rigurosos.
Era naturalmente esperado el aumento de
los flujos comerciales y financieros, merced a la eliminación de los
aranceles, las barreras a la inversión extranjera directa o al
movimiento de capitales por el trato de nación más favorecida otorgado,
entre otros aspectos.
A nadie debe sorprender, por tanto, que
las exportaciones de México hacia Estados Unidos pasaran de 43 mil
millones de dólares en 1993 a 300 mil millones en 2013; y a Canadá, de 2
mil millones a 11 mil millones. Es decir aumentaron 600 por ciento y
569 por ciento, en cada caso, ambas a una tasa media anual de 10 por
ciento. Las importaciones mexicanas de esos países subieron de 45 mil
millones de dólares a 187 mil millones, y de 1 mil millones a 10 mil
millones, lo que representa un aumento de 313 y 738 por ciento, a un
ritmo anual de 7 y 11 por ciento de manera respectiva.
Lo llamativo serían los balances
comerciales favorables a México en los años citados. Se esperaba que
fueran crecientemente negativos, debido a las diferencias productivas,
competitivas o tecnológicas entre un país subdesarrollado, que ahora se
codea con los más pobres del mundo, y dos desarrollados, cuyas glorias
se marchitan. Pero resulta que el déficit por 2.4 mil millones de
dólares con Estados Unidos se convirtió en un superávit por 101 mil
millones en los años citados; y con Canadá, el saldo positivo se amplió
de 388 millones a 602 millones. En apariencia, el traspatio le gana al patio. Lo curioso es que la situación no sorprenda ni inquiete a los vecinos norteños. Y no porque sean buenos perdedores.
La indiferencia con que miran el asunto se explica por otras razones oscurecidas
por el supuesto “éxito” mexicano. El déficit mercantil de Estados
Unidos y Canadá se explica en parte por el comercio intrafirmas, de las
inversiones que realizan empresas de sus propios países en México,
dentro del proceso de descentralización regional de la producción, con
el objeto de aprovechar la dotación de insumos y mano de obra barata o
la ubicación geográfica, para beneficiarse fiscalmente y recibir
subsidios y otras prebendas. El comercio intrafirmas es asiento contable
de compra-venta de un país a otro entre matrices extranjeras con sus
filiales ensambladoras mexicanas para beneficiarse de los costos
cruzados, para abatirlos o manipularlos, al igual que los precios
finales, y cuyos productos serán vendidos ventajosamente en el país
anfitrión y en los de origen, según los beneficios obtenidos por el
TLCAN, o en otras latitudes, bajo la fantasía de que son, en este caso,
“mexicanos” y así poder evadir, en el caso de que existan, las llamadas
reglas de origen –disposiciones que exigen que una mercancía tenga una
“transformación sustancial” para ser calificada como “mercadería
originaria” de un país, denominado “país de origen”–. El desequilibrio
también se debe a la importación de productos naturales y de escaso
valor agregado necesarios, que asimismo son controladas por las
trasnacionales (los minerales extraídos por empresas canadienses, por
ejemplo).
De cualquier manera, el control
estadunidense de México y Canadá es reforzado por lo que Giovanni
Arrighi llamó la dominación hegemónica monetaria y financiera (Arrighi, El largo siglo XX).
Estados Unidos es el principal promotor y usufructuario de la
“globalización” y la financiarización de la acumulación de capital.
Trabajo esclavo: casi gratuito
La desigualdad regional salarial ilustra
la importancia de la descentralización de la producción y su expresión
desequilibrada en los saldos comerciales. De acuerdo con el Departamento
del Trabajo estadunidense, entre 1992 y 2013 el salario mínimo real por
día de su país pasó de 22.25 dólares a 24.72, aumentando 3.48 por
ciento. En México pasó de 2.76 dólares a 2.09, cayendo en 24 por ciento.
En 1992, el salario mínimo de México equivalía al 12 por ciento del
estadunidense. En 2013, al 8 por ciento (ver gráfica 1).
Según algunos cálculos basados en datos
del Departamento del Trabajo, la remuneración directa real pagada por
hora en la industria manufacturera estadunidense pasó de 11.14 dólares
en 1996 a 11.58 en 2012. En Canadá, de 9.88 dólares a 12.49. En México,
de 1.25 dólares a 1.89; es decir, aumentó 52 por ciento una vez
descontada la inflación. El dato contrasta contra el alza del 4 por
ciento en Estados Unidos y del 26 por ciento en Canadá. Pero el aumento
mexicano es pírrico, una remuneración de hambre si se considera
que en 1996 equivalía al 11 por ciento de la estadunidense y al 13 por
ciento de la canadiense. En 2013 equivalía al 16 por ciento y 15 por
ciento, respectivamente (ver gráfica 2). Es la remuneración de la
miseria. El Departamento del Trabajo enlista esa clase de pagos en 34
países. Los más altos en 2012 correspondían a Noruega, Suiza y
Dinamarca: 22.51, 21.18 y 18.96 dólares reales. Los peores, a Filipinas,
México y Hungría, con 0.83, 1.92 y 2.96 dólares reales. Esos pagos son
estimulantes para quien quiera elevar la productividad y competitividad a
costa de la miseria asalariada (ver cuadro 1). ¿A quién le dan trabajadores casi esclavos y con salarios indigentes que llore?
La destrucción de las prestaciones sociales y la estabilidad en el empleo, digno o indigno, asociada a la contrarreforma laboral neoliberal peñista, agregan otro bocadillo irresistible al menú de los inversionistas: el moderno esclavo asalariado.
Los inversionistas sólo tendrán que
lidiar con la molesta delincuencia y el rencor social, e invertir más en
su seguridad personal, porque la inseguridad es cada vez más impetuosa
en la jungla mexicana. Algún precio tendrá que pagarse por la
reducción de los costos de producción y el aumento de la productividad y
competitividad a través de la salvaje sobreexplotación asalariada.
El comercio exterior mexicano refleja su
alto grado de dependencia de Estados Unidos, la limitada diversificación
de los productos de exportación y la importancia ganada por los bienes
de escaso valor agregado. En 2013, el 79 por ciento de las exportaciones
se destinaron a Estados Unidos y la mitad de las importaciones
provinieron de ese mercado.
El bruñido superávit comercial con Estados Unidos y el discreto con Canadá pierden su lustre hasta tornar renegrido el balance con el resto del mundo, cada vez más irrelevante.
Con América Latina, México pasó de un
déficit por 83 millones de dólares en 1993 a un superávit por casi 11
mil millones. Pero con Europa el saldo negativo se potenció de 6 mil
millones de dólares a 23 mil millones. Con Asia, el déficit es
sobrecogedor: aumentó exponencialmente de 6 mil millones a 93 mil
millones de dólares. Curiosamente, equivale al 92 por ciento del
superávit obtenido con los socios del TLCAN. África y Oceanía
prácticamente no existen en el radar mexicano (ver gráfica 3).
La bisutería como negocio
¿Qué vende México a Estados Unidos y al
mundo global? Cosas de poco monto. Nada para vanagloriarse y simular que
México es una potencia exportadora. Al contrario, esos bienes confirman
a una nación primario-exportadora, vendedora de manufacturas
ensambladas y de escaso valor agregado.
Recientemente, la Secretaría de Economía
informó que 50 productos aportaron el 54 por ciento del valor de las
exportaciones en 2012; siete, el 41 por ciento. El petróleo crudo y la
trasnacional industria automotriz contribuyen con el 28 por ciento (12.4
por ciento y 14.8 por ciento). La participación de dicha industria es
ligeramente mayor, pues sólo se consideran los bienes que participan con
más del 1 por ciento. Los otros cinco participan con el 1 por ciento y
el 4.4 por ciento: televisores de pantalla plana, máquinas de cómputo y
sus unidades; oro –incluido el platinado y en polvo– para uso no
monetario, lingotes de oro y demás formas en bruto, asientos, incluso
los transformables en cama y perlas finas o cultivadas, piedras
preciosas y semipreciosas, metales y chapados de metales preciosos (ver
cuadro 2). Entre los 50 destacan máquinas, aparatos eléctricos,
electrónicos y sus partes, combustóleo, cerveza de malta, legumbres,
hortalizas, instrumentos y aparatos de óptica, para recepción,
conversación, transmisión o regeneración de voz, imagen u otros datos,
incluidos los de conmutación y enrutamiento, prendas de vestir,
jeringas, catéteres y otros instrumentos similares, manufacturas y
materias plásticas.
El total de las exportaciones reproduce
la indigencia anterior. En 1980, la Comisión Económica para América
Latina y el Caribe registró que 10 productos aportaban el 80 por ciento.
El petróleo y sus derivados contribuían con el 67 por ciento. El resto
eran partes para vehículos, crustáceos y moluscos, café, algodón, frutas
y legumbres, plata, cobre y otros minerales.
En 2012, gracias al Tratado de Libre
Comercio con América del Norte y las reformas neoliberales, 10 bienes
participaban con el 48 por ciento. La industria automotriz (17 por
ciento) y el petróleo y sus derivados (13 por ciento), con el 30 por
ciento; máquinas de estadística que calculan con base en tarjetas
perforadas o cintas y aparatos receptores de televisión, con 5 por
ciento cada uno. El resto eran hilos y cables con aislante, motores de
combustión interna –excepto para aeronaves–, oro (platinado) no
monetario, en bruto semilabrado o en polvo y mecanismos eléctricos para
la conexión, corte o protección de circuitos eléctricos, como
conmutadores (ver cuadro 2).
Tierra baldía y las vacas flacas
Hace poco un azorado apologista del TLCAN y las reformas neoliberales casi se cae de la silla. Se suponía que las empresas deberían crecer como los hongos después de la lluvia; pero resulta que es época de vacas flacas. Perplejo,
el secretario Ildefonso Guajardo dijo: “Aunque parezca sorprendente,
casi el 50 por ciento de nuestras exportaciones las realizan sólo 44
grandes empresas; todavía, si vamos a una cifra más drástica, son 15
empresas multinacionales las responsables del 17 por ciento de las
exportaciones”.
El Perfil de las empresas manufactureras de exportación, elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía en diciembre de 2013, fue cruelmente lapidario.
En 2012 se contabilizaron 7 mil 13 empresas con operaciones de comercio
exterior, 354 menos que en 2009. De ellas, 468 son exportadoras (7 por
ciento), 1 mil 67 son importadoras y 5 mil 478 son mixtas. El 68 por
ciento del total de las unidades representan a pequeñas y medianas
compañías, y aportan el 9 por ciento del valor del comercio exterior
manufacturero; el 15 por ciento son unidades grandes y el 17 por ciento
son macro empresas. Cada una contribuye con el 9 por ciento y 82 por
ciento del valor citado. El valor de las importaciones y exportaciones,
de 428 mil millones dólares. Las empresas pequeñas, medianas y grandes
arrojaron un déficit comercial global por 9 mil millones de dólares. Las
macro empresas, en cambio, presentaron un superávit por 26 mil millones
de dólares.
El valor total de las exportaciones
asciende a 216 mil millones de dólares; el 87 por ciento (187 mil
millones) corresponde a las macro empresas; el 9.3 por ciento (20 mil
millones) a las grandes; el resto, a la chiquillería. Las macro
empresas destinan la mitad de su producción hacia afuera; las otras,
entre el 41 y el 42 por ciento. Cien empresas concentran el 50 por
ciento de las exportaciones, encabezadas por Petróleos Mexicanos,
Cementos Mexicanos, Fomento Económico Mexicano, Grupo Alfa y Volkswagen
(en el cuadro 3 pueden verse las más importantes); 500 cubren el 72 por
ciento; 1 mil, el 81 por ciento. Las macro empresas realizan el 80 por
ciento de exportaciones en Estados Unidos; las grandes, el 76 por
ciento; las medianas, el 74 por ciento, y las pequeñas, el 77 por
ciento. Las empresas exportadoras más importantes no requieren mayores
comentarios.
La novedad del peligro amarillo
Lo más novedoso del TLCAN, sin embargo,
no se debe a los fantasiosos resultados exaltados por los apologistas.
Se encuentra en la irrupción de un actor inesperado: China, que emerge
impetuosamente en la economía mundial y, como marea incontenible, arrasa
los mercados capitalistas con una lógica que cuestiona todos los
fundamentos del librecambismo neoliberal (de la mano del Estado y con
las regulaciones necesarias). Entre 1980 y 2013 ha crecido a una tasa
media real anual de 9.9 por ciento. En la era del TLCAN su ritmo fue de
9.8 por ciento, casi cuatro veces más que el de los socios
trinacionales.
De ser un irrelevante exportador en 1948
(apenas participaba con el 0.9 por ciento del total mundial, tasa
similar a la de México), con el tiempo China desplazó, una a una, a las
potencias del denominado Grupo de los Siete. En 2011, le arrebató a
Estados Unidos el primer lugar. En 2013, el valor de sus exportaciones
sumó casi 1.4 billones de dólares contra 1.3 billones de Estados Unidos.
Sus reservas internacionales ascienden a 3.8 billones de dólares y
tiene inversiones en bonos estadunidenses por 1.3 billones.
El país asiático ha desplazado a Canadá y
México en el mercado de Estados Unidos. En 2013, las importaciones de
China llegaron a 445 mil millones de dólares, de Canadá a 326 mil
millones y de México a 280 mil millones, equivalentes al 19 por ciento,
14 por ciento y 12 por ciento del total. Esa situación expresa un
fenómeno: la pérdida de la guerra de la productividad y competitividad.
Dice el Banco Interamericano de
Desarrollo que entre 1960 y 2005 la productividad de China se incrementó
en 219 por ciento con respecto de la registrada en Estados Unidos, en
tanto que Corea lo hizo en 40 por ciento. Para México, el resultado fue
un retroceso de 31 por ciento, similar a lo observado en países como
Argelia, Uganda, Kenia y Argentina. La competitividad de Canadá cayó 5.7
por ciento. De una lista de 75 países, México ocupa el lugar 60. En el
apartado correspondiente de 42 perdedores, se ubica en el sitio 27 (ver
gráfica 4).
Por desgracia, México también pierde la guerra en su propio gallinero.
Las exportaciones nacionales a China pasaron de 4.5 millones de dólares
en 1993 a 6.5 mil millones en 2013. Las importaciones, de 386 millones a
61 mil millones. Como es lógico suponer, ese intercambio desigual eleva
el saldo negativo para México de 242 millones a 50 mil millones, el
peor para un país, y equivalente a casi la mitad del superávit con
Estados Unidos y del déficit con Asia (ver gráfica 5).
La oferta de bienes en el mercado
mexicano es pacientemente asaltada por los productos chinos. O si se
prefiere, de trasnacionales disfrazadas de ojos rasgados.
Hasta el lugar del tradicional chile mexicano es ocupado por el chino.
Y eso mancilla el orgullo desnacionalizado.
Si las importaciones de América del Norte ayudaron a los neoliberales a arrasar la producción nacional, las chinas le aplican los santos oleos.