El gobierno federal concluye un proyecto iniciado durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari: el desmantelamiento del México campesino. La llamada reforma fiscal confirma que la seguridad alimentaria del país se ha confiado a las trasnacionales, a los ganaderos y a los empresarios dueños de plantaciones. Los campesinos y pastores son orillados a dejar sus formas de vida, entregar sus bienes e incorporarse a los miles de desempleados o subempleados del país. El sector agropecuario, como en el porfiriato, controlado por un puñado de compañías
En México, un puñado de empresas
controlan el 88 por ciento de la comercialización de alimentos en el
país. Su voracidad por las máximas ganancias perjudica a productores y
consumidores, como denunció a principios de noviembre Alfonso Ramírez
Cuéllar, dirigente del movimiento El Barzón. Es por ello que
organizaciones campesinas demandan la restauración regulatoria del
Estado; la redistribución del gasto público sectorial, ya que éste sólo
beneficia a 3 mil agroproductoras, las cuales reciben el 96 por ciento
de los recursos del erario, mientras que, en el otro extremo, 4 millones
de unidades productivas sólo reciben 1.1 por ciento de los apoyos
asistencialistas, según Federico Ovalle, de la Central Independiente de
Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC); una estrategia de reactivación
del campo; la restauración de la seguridad alimentaria que asegure el
desarrollo sustentable de México, basada en la soberanía de la
producción interna y no en las indiscriminadas importaciones que han
agravado el desastre rural, sobre todo el de los productores
tradicionales.
Salvo los gerentes de la política
agropecuaria y alimentaria neoliberal, de Miguel de la Madrid a Enrique
Peña Nieto, y sus principales beneficiarios, los monopolios y
oligopolios locales y trasnacionales que controlan el destino de la
producción y la distribución de los bienes en el sector rural y el ramo
agroindustrial, difícilmente alguien más puede estar en contra de las
legítimas demandas de las organizaciones campesinas, que a principios de
noviembre salieron otra vez a las calles a ventilar su dilatado
descontento, exigir un cambio en la orientación de dicha política y
demandar “un precio justo por su trabajo”.
Y es que los apoyos recibidos por las 3
mil agroproductoras recuerdan un fenómeno registrado en 1910. Ese año,
menos de 2 mil familias eran propietarias del 87 ciento de la superficie
del país. Actualmente, 4 millones de unidades ejidales o de propiedad
mixta poseen el 72 por ciento del total, pero la mayor parte de las
ganancias se queda en manos de las agroproductoras y las empresas
distribuidoras.
Vistos serenamente los reclamos, éstos
pueden satisfacerse sin altos costos económicos y políticos, y sin
alterar la naturaleza neoliberal de la política económica, las contrarreformas estructurales
y el proyecto de nación. Esas concesiones, incluso, tendrían un par de
virtudes al menos. Atenuarían los conflictos sociales que, aislados, y
con diferentes grados de intensidad, irrumpen cotidianamente –o casi– en
el agro mexicano, así como el riesgo larvado de que éstos se desborden
y, eventualmente, estallen violentamente, en caso de que los organismos
campesinos, organizados, se movilicen nacionalmente como respuesta a la
indolencia oficial y sus programas antisociales. Y mejorarían la casi
nula credibilidad y legitimidad del sistema y del gobierno peñista.
Para ello es menester que Enrique Peña y
sus funcionarios económicos, comandados por Luis Videgaray, secretario
de Hacienda y Crédito Público, y Agustín Carstens, gobernador del Banco
de México, relejaren sus dogmas económicos, su creencia en los
simplismos fundamentalistas de los inexistentes “mercado libre” y
“modernización globalizadora”, así como su pacto con el diablo
–para usar la expresión de Joseph Stiglitz, premiado con el
desprestigiado Nóbel de Economía– de los intereses de los escasos
privilegiados que navegan viento en popa entre las aguas tumultuosas del neoliberalismo, a costa del naufragio de
las mayorías, e instrumenten una estrategia agropecuaria más razonable,
de acuerdo con las necesidades de un desarrollo menos excluyente, de
los consumidores, víctimas de las impunes formas de maximización de la
tasa de ganancia de las corporaciones y, en particular, de la población
rural, arrasada productivamente, en proceso de extinción, principalmente
los productores tradicionales –de temporal– por la salvaje acumulación
capitalista neoliberal y hundida en la anchurosa degradación social: 4
millones de unidades productivas precarias (ejidos y mixtas; sólo en 2
por ciento de ellas se dispone de una superficie, normalmente irrigada,
de más de 100 hectáreas); el 93.5 por ciento de sus habitantes en
condiciones de pobreza, sin considerar los acumulados durante el primer
año peñista: 25.4 millones de personas; 5.8 millones, en la miseria;
10.9 millones, en pobreza moderada; y 8.5 millones, con carencias
sociales o 28 millones de pobres con dificultades en la alimentación,
capacidades y patrimonio debido a sus escuálidos ingresos, según la florida nomenclatura del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
Hace tiempo que los campesinos dejaron de ser los hijos predilectos, y pasaron a mendigos apestados del régimen.
Un pensamiento menos fanático y unos compromisos menos facciosos y clasistas (Joseph Schumpeter, en su libro Capitalismo, socialismo y democracia,
1942, constataba lo que había atisbado Benjamin Constant a principios
del siglo XIX: cómo el poder político se transforma en subsidiario del
poder económico) les permitirían comprender a los neoliberales peñistas
que los “mercados sin restricciones no sólo no alcanzan justicia social y
ni siquiera producen resultados eficientes” que “algunas personas se
vuelven más ricas, las estadísticas del PIB [producto interno bruto] se
ven mejor, pero las formas de vida” de las mayorías “y los valores
básicos son amenazados”. Ello explica que el Consenso de Washington,
concebido en el seno neoliberal, haya suscitado otro curioso consenso en
su contra, integrado por la mayoría de los países latinoamericanos, al
igual que en otras regiones del mundo. La rebelión de las masas en la granja económica permitió, primero, arrojar al basurero de la historia
–al menos temporalmente, porque cíclicamente regresa– a la derecha
neoliberal gobernante, y luego, formalizar el Consenso de Buenos Aires,
en 2003, entre Luiz Inacio Lula da Silva y Néstor Kirchner, de
Brasil y Argentina. Ese bloque después se amplió a otros gobiernos
(Rafael Correa, Evo Morales, etcétera). Hugo Chávez fue el más activo en
contra de la internacional del “libre mercado”. En contraste, Peña
Nieto es uno de los últimos gobernantes aferrados a las despedazadas
doctrinas neoliberales y los escombros del modelo que justifican
ideológicamente, arrasados por el colapso sistémico de 2008.
Si “las personas no se comportan
racionalmente, ¿por qué los economistas ortodoxos aún se aferran a la
desacreditada teoría de las expectativas racionales?, se pregunta
Stiglitz (y la ortodoxia monetarista, agrego por mi parte) en su
artículo There is no invisible hand (“No hay ninguna mano invisible”).
El problema es que esa doctrina económica –y otras variantes escolásticas,
como la monetarista o la síntesis clásico-keynesiana, subsidiarias de
la neoclásica (1870-1920)– es, en realidad, una fábula cada vez menos
convincente y rentable para encubrir intereses terrenalmente lucrativos.
La petición campesina de “un precio justo por su trabajo” es una invocación a la justicia económica y social.
Pero la expresión es ambigua: ¿qué es “un precio justo”? ¿Cómo medirlo? ¿Existe esa posibilidad en el capitalismo?
En todo caso, lo que sí es claro es que
los productores rurales aspiran a un nivel de precios que –una vez
descontados los costos de producción y al considerar los cambios en el
tiempo en la relación capital fijo (equipo, tecnología, insumos,
etcétera) y variable (fuerza de trabajo)– les proporcione una tasa de
ganancia razonable, la cual les asegure la continuidad de la producción,
su existencia en el mercado, y un bienestar personal y familiar digno.
Desdichadamente, esto anterior está condicionado por las relaciones de la ley del más fuerte en la salvaje jungla capitalista. La “libre competencia” no tiene espacio en la racionalidad en esa relación económico-social. No es más que una rosácea y boba quimera
de los libros de texto de economía, y un recurso ideológico. También
está determinada por el sesgo de la relación Estado-mercado.
Asimismo, aún más claro que la dinámica
de las cotizaciones agropecuarios, durante el ciclo neoliberal
(1982-2013) respalda la desesperación, el descontento y las
movilizaciones de los productores rurales, así como la demanda de un
cambio en la política de precios, la regulación del mercado y el
funcionamiento económico. Porque los precios rurales han evolucionado en
sentido inverso a sus anhelos.
Por desgracia, sus desgastados métodos de lucha también cuestionan los alcances, sus resultados que puedan obtener.
El cuadro adjunto y las gráficas 1 y 2
muestran el comportamiento de varios precios medios acumulados entre
1982-2013, el del índice nacional de precios al consumidor, el de
productos agropecuarios y de los alimentos, comparados con la evolución
de los precios al productor del sector rural y el subsector agrícola,
los cuales incluyen el costo de los insumos primarios (salarios, capital
fijo, etcétera) e intermedios de la producción, el pago de impuestos y
otros gastos.
Como se observa, el aumento de los
precios acumulados al productor agropecuario (96.4 mil por ciento) y el
agrícola (103.2 mil por ciento) se ubican por encima del registrado por
el índice general (70 mil por ciento), el de los alimentos (75 mil por
ciento por el lado del gasto y 116 mil por su origen) y de los bienes
agrícolas, ganaderos y la pesca (77.5 mil por ciento).
¿Qué significa la brecha entre precios?
Ante todo, si los precios de los
productores son altos, éstos tendrían que reflejarse en un nivel mayor
de la inflación y, en particular, de los precios de los bienes
agrícolas, los agroindustriales y las materias provenientes del sector
rural. La lógica económica indica que la reacción natural de los
productores ante el alza de los costos de producción es trasladarlos al
precio final de sus bienes y servicios producidos ofrecidos para
compensar su encarecimiento, evitar la caída de sus ganancias, sus
eventuales pérdidas y su descapitalización que los llevaría a la
quiebra. Los consumidores y los fabricantes de alimentos procesados
tendrán que pagar más por ellos, aunque estos últimos también los
trasferirían a la población.
El límite al aumento de precios estará
dado por la competencia, las tarifas que apliquen otros oferentes para
los mismos productos y el riesgo de perder terreno en el mercado si las
alzas son excesivas; el poder de compra de la población, determinado por
sus ingresos; la sustitución de productos por otros similares o de
menor calidad; los cambios en el proceso productivo (operativos o
técnicos) para abatir relativamente los costos; la regulación estatal de
las cotizaciones, en caso de que exista.
No obstante, como se observa en el cuadro
2 y las gráficas 3 y 4, los precios reales pagados a los productores de
los principales granos y alimentos básicos presentan un desplome
acumulado de 40 por ciento en promedio entre 1980 y 2012. El precio de
la leche fresca cayó 59 por ciento; el de las aves (carne en canal), 57
por ciento; el del arroz, 49 por ciento; y el del maíz, el principal
grano básico, cuya actividad abarcó en 2012 la mitad de la superficie
programada y sembrada (7.7 millones de hectáreas y 7.4 millones), 33.5
por ciento. La caída de los precios en el mercado interno ha afectado
fundamentalmente a los productores tradicionales, los pequeños y los
medianos.
La divergencia entre las cotizaciones
pagadas a los productores, los precios del productor y los del consumo
final de los bienes agroindustriales por sector de origen, éstos
ubicados por arriba de la inflación, implica un intercambio desigual
entre aquellos y la industria alimenticia, hecho que poco o nada ha
beneficiado a los consumidores. Representa una transferencia
inequitativa intersectorial. El empobrecimiento de unos y
enriquecimiento de otros.
La reciente crisis aviar puso en
evidencia que no todos los productores padecen la misma suerte ni tienen
el mismo poder económico-político. El control que ejercen sobre la
avicultura los oligopolios –como Tyson, Bachoco o Pilgrim’s Pride, y
cuyos costos de producción se han estimado en un 40 por ciento menos que
el de los productores pequeños y medianos– les permitió aplicar una
salvaje especulación en los precios del huevo o de la carne de pollo, en
el primer caso hasta del 400 por ciento, lo que les reportó jugosas
ganancias. Todo con la complicidad del gobierno panista.
Lo anterior no es un fenómeno accidental. Es resultado de la contrarreforma
agropecuaria formalizada por los priístas liderados por Carlos Salinas
de Gortari, que en 1992 le apostaron a la política agraria
posrevolucionaria. Así, terminaron con el reparto de la tierra e
iniciaron su reprivatización, al “eliminar las prohibiciones a las
sociedades mercantiles” (así rezaba la iniciativa salinista), al
legalizar la asociación del “campesino con socios mercantiles” y la
venta de la propiedad, supuestamente para “promover la capitalización
del campo”, “atender” la libertad, la dignidad y el bienestar de los campesinos.
La caída de los precios se debe a su
contención como parte de las políticas de control de la inflación y del
abaratamiento de los salarios reales. La desaparición de la Conasupo
(Compañía Nacional de Subsistencias Populares) como organismo regulador
de las cotizaciones y la reserva de alimentos primarios básicos. Hasta
principios de este siglo, la desinflación fue reforzada por la entrada
masiva de bienes importados cuyos precios compiten deslealmente con los
de los productores locales debido a los subsidios que reciben en sus
países de origen; mientras que a los mexicanos se les reducen la
eliminación de las barreras arancelarias, la sobrevaluación cambiaria y
las prácticas desleales de los monopolios mundiales de los alimentos. La
seguridad nacional alimentaria no fue depositada en la autosuficiencia
interna, sino en las importaciones y las trasnacionales. Pero los
beneficios fueron efímeros. El alza de los precios de las materias
primas (commodities) en los mercados internacionales de futuros
por parte de los especuladores financieros, en el transcurso de este
siglo, ha encarecido las cotizaciones locales.
El retiro del Estado como regulador de la
producción y el mercado agropecuario entregó su control a las
corporaciones agroindustriales y a las comercializadoras, que han
impuesto su tiranía a los productores tradicionales. Ellas les aplican
sus condiciones leoninas en los precios y las cantidades, a través del
modelo de “agricultura por contratos”. Su potestad en el mercado
agroalimentario ya no requiere, como conditio sine qua non, la propiedad de la tierra. Entre esas empresas destacan Monsanto , Syngenta, PHI México, Dow Agro Sciences, Maseca, Minsa, Bachoco, Bimbo, Walmart y Nestlé, por citar a algunas.
En realidad, los funcionarios económicos
siguen o no los lineamientos neoliberales según las circunstancias, sus
intereses y compromisos políticos. Son ortodoxos hasta el fanatismo en
su crítica a los monopolios públicos, la política de administración de
los precios y las cotizaciones subsidiadas, como un instrumento social
distributivo, porque, supuestamente perturban el funcionamiento del
“mercado libre” y su ajuste automático a través del mecanismo de los
precios. Sin embargo, son heterodoxos ante los cárteles privados que
ejercen el control de la producción y los mercados, impiden el acceso de
nuevos competidores (recuérdese el pacto mafioso entre
Televisa, Tv Azteca, ejecutivos y legisladores en contra de Teléfonos de
México o Multivisión) y manipulan las tarifas. El laissez faire, laissez passer es para ellos.
Ante las corporaciones se les olvida el
concepto que dice que el “mercado libre” se equilibra por el juego de la
oferta y la demanda, el cual conlleva a la formación del mejor precio.
Las elites que controlan el Estado son
responsables del desastre del sector agropecuario al sacrificarlo a la
acumulación del capital oligárquico. En ese sentido, resulta paradójico
que los productores exijan protección y benevolencia a sus enemigos.
Sus demandas son incluso trágicas si se
considera que la propuesta fiscal peñista para 2014, parcialmente
modificada por el Congreso de la Unión, incluía el castigo presupuestal
agropecuario. La eliminación de exenciones fiscales para las sociedades
de producción rural –ejidos y cooperativas rurales– cuyos ingresos
anuales sean menores a 10 millones de pesos y del régimen simplificado.
La creación de los llamados impuestos “verdes” por el uso de herbicidas,
fungicidas y otros químicos. El alza de las tarifas del agua y
combustibles.
Al promotor de la política antisocial rural se le pide piedad social.
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