Fabrizio Mejía Madrid
El maíz es anterior al país y, por eso, como cultura no sólo es
agrícola o gastronómica, sino que es la existencia misma de los
habitantes de México. Es el fundamento del sustento, hasta la fecha. Nos
comemos 27 millones de toneladas al año, 80 kilos por persona en el
campo y 57 kilos por persona en las ciudades.
Arrocillo, Cacahuacintle, Chalqueño, Cónico, Cónico Norteño, Dulce,
Elotes Cónicos, Mixteco, Mushito, Mushito de Michoacán, Negrito,
Palomero de Jalisco, Palomero Toluqueño y Uruapeño, Dzit-Bacal,
Comiteco, Coscomatepec, Motozinteco, Olotillo, Olotón, Tehua, Negro de
Chimaltenango, Quicheño, Serrano, Mixeño y Serrano Mixe, Apachito, Azul,
Complejo Serrano de Jalisco, Cristalino de Chihuahua, Gordo y Mountain
Yellow, Blando de ocho hileras, Onaveño, Harinoso de Ocho, Tabloncillo,
Tabloncillo Perla, Bofo, Elotes Occidentales, Tablilla de Ocho, Jala,
Zamorano Amarillo, Ancho y Bolita, Conejo, Nal-Tel, Ratón y Zapalote
Chico, Celaya, Tepecintle, Tuxpeño, Tuxpeño Norteño, Vandeño, Zapalote
Grande, Nal-Tel de Altura, Pepitilla, Chiquito, Choapaneco y Cubano
Amarillo, Chapalote, Dulcillo del Noroeste, Elotero de Sinaloa y
Reventador. Esos son los 64 nombres de nuestros tipos de maíz. De ellos,
59 son nativos y han dado lugar a una gastronomía de las más variadas
en el planeta. Por ejemplo, sin el maíz bolita, no hay tlayudas, así
como sin el cacahuazintle no habría pozole, sin el maíz dulce, tampoco
hay uchepos.
Mil 500 años antes de nuestra era, los olmecas representaron a la diosa
del maíz con la forma de una “U”, por la manera en cómo las hojas
enmarcan a una mazorca. Esa “U” la vemos por todas las culturas
originarias de México y Centroamérica en la frente de los jaguares
humanizados, porque son deidades de la lluvia. Así, si usted ve una “U”
en cualquier relieve, pintura, códice y escultura prehispánicas está
ante la imagen de una diosa que es nuestro maíz. El maíz es anterior al
país y, por eso, como cultura no sólo es agrícola o gastronómica, sino
que es la existencia misma de los habitantes de México. Es el fundamento
del sustento, hasta la fecha. Nos comemos 27 millones de toneladas al
año, 80 kilos por persona en el campo y 57 kilos por persona en las
ciudades. Nuestros maíces aportan el 38 por ciento de proteínas, el 45
por ciento de calorías y el 50 por ciento del calcio que consumimos los
mexicanos. No hay otro país en el mundo en el que el consumo sea tan
alto, por lo que los estudios comparativos en ese tema nunca son
concluyentes. Eso acaba de sucederle a México en el panel de los
acuerdos de comercio con EU y Canadá: no hay forma de medir el impacto
del maíz modificado genéticamente por las patentes corporativas en un
país como el nuestro en que se cultivan 64 razas de maíz en los 32
estados que lo componen, no importando climas, lluvias, altura, o
catástrofes naturales. No hay comprobación de que el maíz transgénico
haga daño a la salud, pero tampoco de que sea inocuo, es decir, que no
haga daño. Pero el problema real es que, si aceptáramos sembrarlo,
tendería a uniformar los maíces blancos que comemos, a contaminarlos con
trazas de genes manufacturados por la agroindustria de Estados Unidos.
El motivo de esta columna es doble. Por un lado, tratar de explicar qué
diablos es el maíz transgénico y, por el otro, argumentar cómo nuestros
maíces no son una simple mercancía, con un precio, y una forma de
cocinarse, sino que sustentan una veneración que todavía tiene en su
fundamento una traza de espiritualidad. Empecemos por el principio.
Los organismos genéticamente manipulados son los que cambian un gen de
su ADN por el de otro organismo. Por ejemplo, a un maíz le ponen un gen
de una bacteria o de un hongo. ¿Para qué lo hacen? Para hacer al maíz
inmune a una plaga o a una enfermedad o, incluso, a una sequía. En este
último caso, el de la sequía o las heladas, el CINVESTAV del Poli
desarrolló maíces resistentes para proteger a las cosechas de los
campesinos. Esta intervención en los genes se hace de distintas maneras:
hay una en que literalmente se les bombardea de partículas a alta
velocidad, otra en que se utiliza a un virus o una bacteria para que
sirvan de transporte para meterlo a las células. Luego, con un filtro
químico se separa a las células que recibieron el gen de las que no lo
aceptaron, y se pasa a cultivar sólo las modificadas. Así se crea una
nueva variedad resistente a lo que sea el problema que se quería
resolver. Hasta ahí, todo parece una tecnología benigna. El problema y
es esto para el maíz, viene cuando las abejas, moscas, colibríes, es
decir, los polinizadores, o el simple viento se llevan genes modificados
y los van insertando en otras variedades, a través del polen. Como
ustedes saben, el polen es la célula sexual masculina de las plantas con
flores. Lleva por lo tanto los genes del ADN de la planta. Por eso, con
la aparición del maíz transgénico se habla de “deriva del polen” ---no
de la autoritaria--- por la contaminación de una raza manufacturada en
un laboratorio hacia los maíces nativos, como los nuestros. Es decir,
que la raza manufacturada, más resistente, se fija como la dominante en
contra de las demás, tendiendo a que se haga un monocultivo.
Ahora hablemos del maíz como mercancía y de sus rasgos genéticos como
supuestos “derechos de autor”. Resulta que corporativos como Monsanto
patentan las secuencias del ADN que manipulan. De hecho, han logrado que
la segunda generación de sus semillas sean estériles, obligando a los
agricultores a comprarles nuevas semillas cada año. Esto es, por
supuesto, un abuso del supuesto “derecho de autor”. Pienso, para mis
adentros: imagínense que, habiendo leído el libro, ya no lo pudiera uno
releer y tuviera uno que comprarlo otra vez. O una película, como si
tuviera una caducidad, una obsolescencia programada como los focos. Pues
ese es el caso con las semillas de Monsanto que llevó a un grado de
abuso la llamada “privatización de la naturaleza”. Usar los “derechos de
autor” para monopolizar los alimentos humanos es acaso el más infame de
los atropellos contra la historia del planeta. Porque, Monsanto puede
haber modificado una planta de maíz para que sea insensible a una plaga
de hongos, pero no creó el maíz. El maíz se creó en el mundo, es una
cosa que sucedió, simplemente. Y hace unos ocho mil años, unos humanos
que vivían en lo que hoy es México, la cultivaron y la hicieron lo que
es hoy. Se trata, en breve, de todo el patrimonio alimenticio del
planeta en manos de un monopolio de secuencias genéticas privatizadas.
Es de locos, pero es, si nos descuidamos, el futuro que heredaremos a
las siguientes generaciones: monocultivos de una sola variedad, a
precios de monopolio para los campesinos y agricultores. Actualmente,
sólo cuatro corporativos biotecnológicos controlan el 60 por ciento de
las semillas que se siembran en el planeta: la propia Monsanto-Bayer,
Syngenta, Corteva (que es DuPont aliada con Dow), y ChemChina. El 80 por
ciento de las semillas de maíz en los Estados Unidos son de
Bayer-Monsanto. Es decir, es un monopolio. Pero los gobiernos de Estados
Unidos no solamente no han hecho nada contra él, sino que pretenden que
sus semillas se siembren en México, argumentando que es una mercancía
que protege el comercio de América del Norte. Y eso, sembrar maíz
transgénico, como ha dicho la Presidenta Claudia Sheinbaum, estará
prohibido en la Constitución. Si no lo hiciéramos, estaríamos mutilando
la herencia agricultural, el patrimonio alimenticio, la cultura del maíz
para las nuevas generaciones. Aceptarlo sería suicida.
Y aquí viene el segundo motivo de esta columna. Es nuestra relación con
el maíz. Para los antiguos mexicanos, era una diosa. Se le comparaba con
la abundancia, con las lluvias, y con el jaguar, en la tradición más
añeja, que es la Olmeca. Pero todas las civilizaciones que le siguieron
tienen al maíz, no sólo como una divinidad, sino como mito de la
fundación, el relato antes del tiempo, de donde venimos. Como dice
Alfredo López Austin en Los brotes de la milpa: “Los mitos se forman en
los descansos con el sudor refrescante de la sombra; se forman en los
encuentros con el gesto, con la charla, con la lección, con el cruce
indiferente; se forman con todos los enunciados del amor, y con los del
dolor, la duda, el sueño y el ensueño; con saberes y misterios; con las
pautas y con sus violaciones. Se forman, en suma, en las repeticiones y
repeticiones de lo cotidiano; esas repeticiones que se integran con
partículas novedosas, sorpresivas. Los verdaderos creadores de los mitos
nunca saben que siempre están ha- ciéndolos”.
Es en los mitos en que nos reconocemos como mexicanos. ¿Cómo explicarnos
que comamos tanto maíz, en tantísimas formas? Porque estamos hechos de
él, según el mito originario. No es que realmente lo creamos que estamos
hechos de él, sino que nos da una talla cósmica al ser lo que comemos
de la tierra. No es una explicación como tal, sino una sustancia, la
sustancia de la cultura. Así, los mayas en el Popol Vuh relatan que los
dioses en ese tiempo antes de la historia, crearon a los animales.
Cuando les pidieron que dijeran sus nombres, todo lo que obtuvieron
fueron graznidos, ladridos, chillidos, y rugidos. Así que los exiliaron a
los montes para servir de alimento. Entonces se propusieron crear algo
que pudiera decir su nombre. Primero, intentaron con barro, pero se
quebraba y no tenía alma. Luego, hicieron hombre y mujer de distintas
maderas, pero anduvieron por ahí sin destino, obnubilados por la falta
de entendimiento. Así que, finalmente, enviaron al ocelote, al coyote, a
la guacamaya, y al cuervo a traer las mazorcas amarillas y blancas de
Paxil y Cayalá. Molieron el maíz, hicieron con la masa nueve bebidas, y
con ellas crearon la carne y la sangre del primer varón y la primera
mujer, su fuerza y su vigor. Las maravillosas criaturas fueron la
primera madre y el primer padre, y tuvieron unos hijos y unos nietos que
alabaron y alimentaron con sus ofrendas a los dioses.
Así, también hay entre los nahuas, tepehuanes, purépechas, tzotziles y
huastecos una misma historia mítica. El personaje central es el maíz. Su
mamá queda preñada de un músico, un flautista, que la abandona y se va
al País de los Relámpagos. El niño nace, pero su madre, furibunda por el
abandono del músico, lo tira a un río. Cuando el niño nace, busca a la
madre y, al enterarse de su desdicha, decide ir tras el padre al País de
los Relámpagos. Al principio es atrapado por los rayos y torturado,
pero logra escapar. Enfrenta, entonces, al Rayo Mayor y, tras una
batalla, lo derrota. Con la victoria se le ofrecen dos regalos: uno, que
su papá volverá a vivir cada año y que, también cada año, habrá
lluvias. El hijo, entonces, toma la flauta del padre y la repara para
que vuelva a tocar. Es este un mito fundador que explica cómo la vida
debe regresar de la bodega debajo de la tierra, la de los muertos, cada
año, como la lluvia y los músicos itinerantes. Todavía nuestro
calendario de fiestas marca el inicio de las lluvias con la Santa Cruz
en mayo y el Día de Muertos en noviembre, cuando termina de llover.
Así, también, los mayas, mopanes, choles, tzeltales, tojolabales,
mochós, kekchíes, quichés, pokomames, cakchiqueles, mames, jacaltecos,
achíes, tzutujiles, chortíes, pipiles, huastecos, totonacos, nahuas,
mazatecos, cuicatecos, chinantecos, chatinos y chontales cuentan la
historia de cómo el mismo Quetzalcóatl, el dios-gobernante, es el que
descubre a una hormiga cargando una semilla de maíz y manda al mandamás
de la lluvia, Nanahuatzin, a sacar al maíz de una cueva a la que tiene
que entrar con el poder del relámpago. Lo acompañan sus cuatro hermanos,
los tlaloque, cada uno de un color distinto. Una vez descubierto el
tesoro del maíz, los tlaloque se lo roban y se los llevan a los cuatro
puntos cardinales del mundo. Por eso, los colores del maíz son distintos
en cada región de este país. Este es un mito que da cuenta de la
variedad, eso que hoy llamamos “biodiversidad” y que Monsanto
simplemente lo destruiría por vender sus semillas cada año.
La cultura es volver a contarse. Cuando tenemos un mito como el del maíz
que nos habla del tiempo cíclico de la vida y la muerte, de la
presencia y la ausencia, del brote de la milpa y su descenso a la bodega
de lo muerto, ahí tenemos un relato que nos da coherencia. Pero también
nos enorgullece de haber, no sólo domesticado a esta planta, sino de
haberla hecho fundamento de una cosmovisión que tuvo en la observación
astronómica la viabilidad de los cultivos en la tierra, esta tierra,
estas tierras. Sin grandes astrónomos, no se hubiera dado la intensidad
del cultivo de nuestros maíces. Sin conocimientos de las lluvias y su
relación con la órbita de Venus. Sin la pausada selección de granos para
la siguiente cosecha. Cada vez que comemos tortillas deberíamos de
celebrar, asombrados, de lo que hemos sido capaces. No “autores” como
los señores de Monsanto, sino victoriosos sobre el Rayo y la Muerte,
como el hijo del músico. Es una historia de resistencia, de ciclos, de
muerte y resurrección. Esta es la historia que encierra nuestro maíz
que, en efecto, fue anterior al mismo país. Pero ahora le toca al país
defender a su planta. Estoy seguro que triunfaremos.
25.12.24
Sin maíz no hay país
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