Fabrizio Mejía Madrid
La referencia de la señora a los pies y al calzado no es, pues, ninguna innovación lingüística; es, en cambio, la repetición pública con aplausos y apoyo, del discurso de la blanquitud.“Es nuestra descendencia la que está en juego”, aseguró una señora vestida de blanco en la marcha que anunció la entrada de la oposición a la elección presidencial de 2024. Gritando, desaforada, describió lo que, para ella, es el Presidente López Obrador: “Indio de Macuspana: tienes unas patas rajadas que ni el mejor zapato que te pongas te quita lo naco, pendejo”. Sobre el Paseo de la Reforma, la señora recibió aplausos. En Twitter, los usuarios como Francisco Goytortúa la llamaron “gran mexicana” o, como Gloria Dávila, dijeron que “las representa”. Ambos retuitean con fruición a Felipe Calderón. La pregunta obligada es: ¿cómo un discurso de odio puede “representar” a alguien y qué tenía que ver el insulto racista hacia el Presidente con marchar supuestamente en defensa del órgano electoral más oneroso y omiso que hemos tenido desde 2006?
Pata rajada es un término del clasismo racializado que se utiliza en toda América Latina para discriminar a los indígenas sin zapatos, a los esclavos y los peones tanto de la colonia como del siglo XIX, que trabajaban descalzos y cuyas plantas de los pies se abrían con el polvo del camino. Se debe hacer notar que no se dice “pie” sino “pata”, porque se animaliza al insultado. Referirse a las heridas de la piel de los pies también hace alusión a que las comunidades indígenas fueron desplazadas geográficamente a las afueras de las ciudades criollas y, por ende, tenían que “bajar del cerro” cuando se les llamaba con tambores. De hecho, tan es un clasisimo racialializado el tipo de racismo mexicano, que no importaba si eran mestizos, se les seguía llamando “indios” a los que vivían en los linderos, en las afueras distantes y que tenían que desplazarse para tratar asuntos con “la gente de razón”. Los indios no sólo caminaban sino que cargaban cosas a cuestas y aun, personas. “Tiene el nopal en la frente”, dicen de alguien que corporalmente lleva el distintivo de una identidad ancestral que es la pobreza.
La referencia de la señora a los pies y al calzado no es, pues, ninguna innovación lingüística; es, en cambio, la repetición pública con aplausos y apoyo, del discurso de la blanquitud. Blanquitud no es un color de piel sino una actitud mental. La blanquitud cultural no es blancura racial —se puede enarbolar la blanquitud siendo moreno o negro—, sino una violencia sistemática contra un grupo que se siente que no está comportándose como debería. La violencia verbal de la señora de la marcha hace transparente a todo un sistema de apariencias, reglas de vestimenta y del lenguaje, códigos de comportamiento, construido para obligar, para someter a los demás a ser mercancías. Como la describió el filósofo Bolívar Echeverría, “la blanquitud arrasa con todo aquello que se le opone o que amenaza el poder del utilitarismo: las pulsiones de vida, las tendencias lúdicas y creativas, los momentos de ocio, disfrute y libertad, los arrebatos del deseo, las pasiones y la risa, los espacios de encuentro espontáneo y de reflexión crítica”. En el fondo de la blanquitud está el sometimiento de lo Otro que, si no se reprime, merece ser exterminado. La señora de la marcha, al igual que el magnate Claudio X. González o los líderes del PRIAN, reaccionan ante un país que ya no es la totalidad donde ellos creían vivir. Es un país con una mayoría del 80 por ciento que supo, en algún momento de 2006, que el neoliberalismo nunca la iba a beneficiar. Pero los que siguieron comportándose, sometidos a las reglas de ser mercancías —con la “actitud positiva” de la autoayuda, los gestos, la sonrisa perpetua, las formas presentarse como una mercancía que se ofrece para ser comprada—, reclaman ahora su desconcierto. Habría que decirles que no es la 4T la que no cumplió sus expectativas de someterse para lograr un mayor nivel de consumo, sino que esa promesa del neoliberalismo era una mentira. Que debían escuchar a los de abajo, a los pobres, que se dieron cuenta desde hace más de una década. Pero no los han escuchado porque el propio sometimiento a la blanquitud se los impide: ¿cómo los pobres van a saber más que yo? Los zapatos, nos dice la blanquitud, son una identidad espiritual que no se borra.
Pero ¿cuál es esa identidad? Bolívar —y antes Husserl—, aclaran que el “eurocentrismo” no es de los gitanos, los eslavos, o los polacos y españoles, o en el caso de Estados Unidos, los afroamericanos o los judíos. No es geográfico ni cultural, sino de una clase hegemónica, imaginada, fantaseada por los que, desafortunadamente, tuvieron que nacer en México, en la periferia polvorienta, improvisada, narcotraficante, y “horrorosa”, como dijo el excanciller de Vicente Fox del pueblo de Putla. Es la confusión de la universalidad abstracta con el anhelo de pertenecer al centro hegemónico concreto, los blancos de Europa y Estados Unidos. Así, la señora de la marcha siente que la desigualdad con los “indios de Macuspana” se justifica por la superioridad de “saber pensar”, ser útil, y someterse a una racionalidad de ser útil a un discurso de dominación que ella misma repite. La señora, al igual que muchos que de buena fe asistieron a marchar por los privilegios de la burocracia del órgano electoral y su tribunal, están sometidos, sin siquiera estar conscientes de ello, a una forma de juicios, valores, y comportamientos sin la cual no pueden ser “modernos”. Los zapatos serían la metáfora de esa servidumbre que les exige para ser aceptados en la civilización superior. Como ellos mismos se saben obedientes a las reglas de la blanquitud, también le exigen docilidad a los de abajo. Los que tienen trabajadoras domésticas les celebran su docilidad, su sumisión, y les atribuyen una bondad “natural”, que es encajar en su lugar inferior. Pero, cuando exigen sus derechos, vuelven a ser “indios pata rajada”.
Si eres “indio de Macuspana” cuando no reconoces tu lugar inferior en la escala de la blanquitud, eres comunista cuando politizas la desigualdad. Eso también se repitió en la marcha de Claudio X. González y el PRIAN. Un cartel que sostenía un señor maduro en pants y chamarra rosa así lo dejaba ver: “No somos pueblo, somos ciudadanos”. Muchos rechazaron la existencia misma de las clases sociales y prefirieron encubrir la desigualdad tan notoria en México con llamados a que “todos somos mexicanos” y a esta idea de una ciudadanía que son sujetos separados del resto que votan, no pendientes de la situación nacional, sino de sus propios intereses. Pero he ahí otra de sus contradicciones: tomaron una mentira como la desaparición del órgano electoral como parte de sus intereses trastocados. Ellos escuchan “pueblo” en su acepción del siglo XIX, cuando se reconocía la racionalidad de los hombres por separado pero que, a la hora en que se juntaban para protestar en público, se convertían en una masa irracional. ¿Cómo se operaba esa transformación del ciudadano razonable en pueblo impulsivo? Era una cosa diabólica que tenía que ver con la manipulación de un líder carismático. Era una cosa demencial que tenía que ver con el anonimato en una gran concentración de personas que llevaba a que se sintieran impunes en sus arrebatos escondidos en la indefinición. No reconocen las clases sociales sino lo que les han repetido hasta la saciedad: hay ganadores y fracasados. El signo distintivo entre el triunfo y la derrota es el dinero y, por ende, ser pobre es estar estigmatizado por la derrota y el fracaso. No serlo, aunque no se sea rico, es estar, por lo menos, en el camino al éxito. Por eso se han negado a sí mismos la oportunidad, tan humana y universal, de la derrota. Y la esconden con vergüenza o se repiten que es temporal y que debes aprender de ella, cuando todos sabemos que el infortunio es lo más generalizado y que ganar es la excepción. Pero se han sometido a esa otra esclavitud del ánimo: actuar como que es cierta esa gran mentira del neoliberalismo de que el esfuerzo y el talento eran suficientes para triunfar. Me conduelo de su soledad, de sus esfuerzos que no dejan frutos, de enterarse —porque tienen que haberlo escuchado ya— de que los millonarios consiguieron sus fortunas con contratos corruptos, que se les perdonaron los impuestos, que se les regalaron rescates cuando ellos mismos juraban que la valentía de ser empresarios es que existía un riesgo de perderlo todo. Nunca tuvieron riesgos porque los rescatábamos todos. Nunca arriesgaron nada porque se les daba trato de favoritos. Pero ahí siguen los esforzados de la superación personal reivindicando su derecho a esforzarse sin reclamar lo que los de arriba si han tenido: apoyos del Gobierno. Entre los ricos que nos endeudaron a todos con el Fobaproa y los programas sociales, la señora de la marcha cree que la pobreza se reparte, que se contagia, que se invoca si uno la nombra. La pobreza es como un conjuro, una maldición, un hechizo.
La manta dice: “Me gustan los lujos del capitalismo: comer tres veces al día y que mi perro sea mi mascota y no mi cena”. La marcha sostiene una idea que no tiene asideros en la realidad. El socialismo no existe pero se le llama así a recuperar un poco del Estado de Bienestar. La denominación a la mano es “Así empezó Venezuela”, pero no hay algo palpable a la mano sobre qué significa eso de ser Venezuela. Entonces se recurre a la idea de la dictadura que tampoco existe. Los últimos cuatro años la oposición ha planteado lo que puede ocurrirnos: que nadie tenga vacunas; que se devalúe el peso; que la violencia rebase al Gobierno; que AMLO se reelija e instaure el castrochavismo masónico. Pero no ocurre. Esta vez tampoco: nadie ha planteado la desaparición del órgano electoral, sino que amplíe sus funciones a las consultas populares. Aún así, se insiste en la dictadura porque la libertad sería la de las mercancías y de los hombres y mujeres que se venden como tales, que son medios para un fin, que es el dinero. Han creído durante tres décadas que ejercen su libertad cuando, en realidad, se sometían a un régimen que produce cada vez más pobres, devasta al planeta, somete a las mujeres. A un régimen que se dedicó a justificar con la auto-ayuda una nueva acumulación por despojo. Pero evaden ese resultado y se dedican a mitificar los relojes o los zapatos como objetos que significan valores humanos, que encarnan victorias, cuya posesión te distingue de los otros y te hace pertenecer a un grupo selecto. Por eso creen que no es compatible ser de izquierda y comprarte un vino en City Market. Porque los objetos y lugares ya no son objetos y lugares nada más, sino símbolos de identidad, de complicidad con el capitalismo. Apoyar a la derecha se ha convertido en otra marca más de distinción. Pero deben de alcanzar a notar que la historia ha variado y que lo moderno ya no es el lucro descarado sino que empieza a llegar a muchos países la redistribución de la riqueza. Que la modernidad se hace redistributiva y con responsabilidades de las que el Estado había abjurado. Deben de sentir que su modernidad ya cumplió su ciclo y, una vez más, han quedado fuera, se les traicionó, se les vio la cara, otra vez. Esa frustración se torna en odio y el insulto a los de abajo.
Al final, el orador, José Woldenberg, está franqueado por una Diputada local de Acción Nacional en Michoacán y un exdiputado del PRD. Habla de un progreso ahistórico y universalista de la democracia mexicana que avanza sin retrocesos, sin caídas, sin fraudes electorales, sin fiscalizaciones inexistentes, con burocracias abusivas. Delinea una relato de acumulación de certezas democráticas que nadie en el país ha vivido. Es un pasado donde reinaba la armonía, donde la pluralidad no era disputa política, sino tolerancia a las diferencias, donde las reglas democráticas existían fuera de la realidad social del país, solas en sus leyes intocables, sin expresar conflictos reales y, a veces, irreductibles. Es una armonía que ya sólo existe en la idealización de un pasado idílico en el que los pata rajadas no bajaban de sus cerros porque nadie hacía sonar sus tambores.
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