Unos blasfeman en su nombre; otros ascienden al paroxismo patriótico; no pocos trepan acomodaticiamente sus enaguas; ninguno es indiferente a sus venturas y desventuras. Parece tan elástico e inescrutable como los accidentados caminos del señor. Y tal cualidad es parcialmente tributaria de la figura a la que debe su inspiración. Dicen los que saben –y los que no también– que Andrés Manuel López Obrador recuerda al peronismo por su extraordinaria capacidad de agrupar a una serie de corrientes tan diversas, a veces antagónicas, sin sacrificar –a pesar de tal talante camaleónico– la coherencia programática y la competitividad electoral. Sin duda el liderazgo carismático es un aspecto común a los dos movimientos e ideologías políticas. Pero eso es apenas la punta del iceberg (aunque con frecuencia la única variable que consiguen “desentrañar” ciertas producciones analíticas mediocres). Por supuesto, difieren uno del otro por el peso histórico del sindicalismo, columna del peronismo y apenas un actor periférico del obradorismo –si bien es posible conjeturar que ello se debe a la debilidad del movimiento obrero mexicano y no tanto al capricho unipersonal del dirigente–. Pero más allá del improbable pelaje de la heterogénea militancia obradorista, y de las no menos intricadas indefiniciones del partido-movimiento, el obradorismo es el fenómeno político nacional más importante de nuestra época, y ello nos impone la obligatoriedad de una disección rigurosa. Lejos de los manuscritos de cabecera o los modelos de análisis convencionales, propongo 5 tesis políticas para pensar el obradorismo. Tales proposiciones se suman a las 10 tesis que sobre la elección de 2018 expuse en otro espacio (https://bit.ly/3tyVUlc). Y vendrán más en próximas entregas.
Tesis 1: Los Estados latinoamericanos son esencialmente conservadores: desde sus orígenes, la formación de tales unidades estatales respondió al imperativo de proteger los intereses de las metrópolis de turno, primero, y los privilegios de las clases tradicionales heredadas del coloniaje, después. Desde los insurgentes de la Guerra de Independencia Mexicana hasta Benito Juárez y Francisco I. Madero, el liberalismo asaltó la escena política nacional con altos contenidos de transgresión. En un sistema de castas como el mexicano, la consigna programática de “primero los pobres”, y la defensa de la igualdad ante la ley del individuo “sin distinción de raza o condición social” configuran, por sí solas, una subversión del status quo. En este sentido, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador se inscribe en aquellos paréntesis democratizadores de la historia de México en los que “la acción igualitaria […] desordena el reparto jerárquico de lugares, roles sociales y funciones, abriendo el campo de lo posible y ampliando las definiciones de la vida común” (Rancière).
Tesis 2: En cuanto “campo de lo posible”, el obradorismo naturalmente tiene alcances y limitaciones inmanentes. Por un lado, la relevancia política de ese movimiento radica en que ensancha el campo de la vida común: reconoce e integra a una franja de excluidos –ancianos, jóvenes, indígenas, mujeres–. Por otro, considera abstractamente al “pueblo de los pobres”. Excluye. Básicamente porque en la visión de subalternidad del Presidente (sí, a veces desactualizada), los reclamos sociales de última generación (feminismo, ambientalismo, autonomismo, etc.) no tienen un sitio asignado en la “verdadera lucha política”: la del pueblo. Vale decir: el obradorismo amplía restrictivamente las definiciones de la vida común. Allí ancla la ambivalencia que, desde ciertas trincheras, y legítimamente, le atribuyen al partido-movimiento.
Tesis 3: Ideológicamente, no es tan fácil de caracterizar al obradorismo. Desde la Revolución Francesa, la política ha gravitado alrededor de tres columnas ideológicas: conservadurismo (derecha), liberalismo (centro) y socialismo (izquierda). En el ocaso del siglo XX, Occidente registró la irrupción de un cuarto programa-ideología: a saber, los movimientos anti-sistémicos (izquierda autogestionaria) representado en México por los neozapatistas. El ascenso al poder del obradorismo significó el tránsito del conservadurismo al liberalismo, es decir, un deslizamiento de la derecha hacia el centro. Trátase, por consiguiente, de un corrimiento en dirección a la izquierda. Del Estado neoliberal al Welfare State. Sí, es cierto: apenas un modesto desplazamiento dentro del «andamiaje capitalista». Pero no por ello menos trascendente. La condición de posibilidad de un programa más radical pasa por la defensa del «cambio posible» que entraña el obradorismo. Liberalismo nacional-popular es la coordenada ideológica que mejor representa al movimiento. Y la historia enseña fehacientemente que tal programa es adverso a la naturaleza de nuestras élites políticas poscoloniales.
Tesis 4: El «cambio posible» que encierra el obradorismo –y que ciertos sectores de la izquierda menosprecian a veces muy livianamente– comporta tres momentos cruciales: (i) la repolitización de la política; (ii) la moralización de la política; y (iii) la territorialización de la política. El obradorismo(i) restaura la centralidad de la política frente a un trasfondo epocal que profetizaba el agotamiento o el destierro de la política (antipolítica); (ii) restaura la dimensión ética de la política en una época marcada a fuego por el realismo de los poderes fácticos, el cinismo, y una amplia gama de nihilismos pasivos; y (iii) restaura la dimensión territorial de la política bajando a ras de suelo al representante ante el auge de la digitalidad remota y la inmemorial brecha entre dirigentes y dirigidos. El «cambio posible» obradorista es la coronación de 50 años de resistencia política y social (del 68 al 2018), y condensa en esos tres momentos los más sonoros reclamos de la sociedad mexicana. Sí: apenas los más sonoros.
Tesis
5:
La gran aportación política del obradorismo
a la vida pública del país –y sobre la que casi nadie ha
reparado– es la transmutación radical del sistema político: acaso
muy tardíamente –en relación con nuestros pares latinoamericanos–
el obradorismo
selló en México el concepto de «oposición».
Hasta 1982, la transmisión de poder se rigió por el dedazo y la
elección de Estado. Ya en 1988 –más tarde admitiría el propio
Carlos Salinas de Gortari–, el partido único-hegemónico enfrentó
los primeros comicios verdaderamente competitivos. Y, aunque perdió
en las urnas, ganó espuriamente en el cómputo oficial. De allí en
adelante las elecciones se dirimieron por fraude, concesiones
oscuramente negociadas, y alianzas al más alto nivel, incluido el
maridaje con el partido de la derecha confesional y los cárteles del
narcotráfico. Todo con el propósito de contener la consolidación
de una auténtica «oposición».
La
insurrección electoral del obradorismo
en 2018 inaugura una era en la historia política del país: la de la
«competencia
electoral».
Binaria e insuficiente, sin duda. Pero competencia al fin. En
el medio de un océano conservador y minúsculos e invisibilizados
archipiélagos de resistencia, el obradorismo
trastocó el ecosistema político del país. Pulverizó el consenso
neoliberal. Afianzó a la «oposición»
ideológico-partidista.
Y
tales conquistas son irreversibles.
Más tesis políticas sobre el obradorismo en el epílogo de la gran elección
Tesis VI: Si la gran aportación política del obradorismo a la vida pública es el afianzamiento de una «oposición» y –su correlato– la «competencia electoral», tal conquista solo fue posible gracias a la construcción exitosa de una fórmula movilizadora e intrépida. Movilizadora e intrépida en el sentido de que condensa una vasta gama de reivindicaciones, y que tal condensación tiene eco entre las multitudes. Y exitosa porque gana elecciones con insospechada solvencia. ¡Y en el país del fraude electoral! Vale decir: redefine el horizonte del «cambio posible», y actualiza las posibilidades institucionales del cambio. La hazaña es acaso doblemente meritoria: la fórmula prosperó en el contexto de un reflujo del impulso progresista en la región y el mundo.
Tesis VII: Al actualizar las posibilidades institucionales del cambio, el obradorismo resignifica la noción de «crítica»: básicamente la integra al «orden político». La «crítica» deja de situarse «afuera» de la política o “tan evidentemente” en las antípodas del Estado. Expira la idea de que la crítica política es sólo acabada e incontaminada si comparece fuera de la política. La «crítica» desciende del más allá y ancla en el más acá. Agoniza el espejismo del «afuera». Y se produce un cisma en el campo intelectual en el momento en que la acostumbrada «unanimidad opositora» actualiza/resignifica posiciones. Dicho de otro modo, el obradorismo pluraliza la «crítica». E integra identidades políticas otrora inconexas.
Tesis VIII: Si el neoliberalismo consistió en ponerle límites al poder político, el obradorismo es la apuesta por ponerle límites al poder económico. No pretende abolirlo; ni siquiera obstruirlo. Si acaso aspira a establecer los contornos de cada «campo». Y, en este sentido, la radicalidad de los programas sociales descansa precisamente allí: no tanto en el efecto ecualizador o el carácter redistributivo –aunque tampoco cabe desconsiderar tales propiedades–, sino esencialmente porque engendran nuevas relaciones entre gobernantes-gobernados, sujetando el presupuesto público a la fiscalización y «participación» ciudadana –participación de los beneficios y no tan sólo de los costos–, y, por consiguiente, escalando el control que sobre la cosa pública ejerce el soberano. Al potenciar la presencia de intereses populares en las acciones de gobierno, el programa social obradorista decomisa a los dueños del dinero una columna neurálgica del Estado –el presupuesto público– otrora capturada ilícitamente por ellos. Excluye e integra. Establece fronteras.
Tesis IX: Los programas de bienestar del obradorismo también envuelven una función pedagógico-política. Si –como ya se ha dicho– un momento crucial del continuum obradorista es la repolitización de la política, este fenómeno no es producto de una circunstancia puramente inmaterial: reposa en resortes concretos. El programa social es uno de tales resortes. Así, la política concreta resuelve problemas concretos del ciudadano concreto. Y ello contribuye decisivamente a restaurar la confianza de las mayorías en la política. Si el neoliberalismo alentó la radical despolitización de los pueblos e individuos, profetizando el agotamiento de la política e inoculando artificialmente una repulsa por ella (antipolítica), los programas sociales desafían osadamente el espectro epocal. En este sentido, el obradorismo significó –significa– una inmunización colectiva contra el virus de la antipolítica, efectiva tanto para la cepa del apoliticismo burgués como para la variante más maligna del “odio por lo público-estatal”.
Tesis X: Incluso tales niveles de autonomía de la dimensión político-estatal no garantizan una «ruptura» con el «sistema de explotación». Y también es claro que el obradorismo no aspira al rompimiento radical de ese orden ni a suplantar la ruta revolucionaria del cambio. De hecho, la desavenencia que a menudo asoma entre las izquierdas, y en particular respecto al capítulo obradorista, radica esencialmente allí: unos creen que se trata de un reformismo fútil e intrascendente; otros consideran que es la condición de posibilidad del desencadenamiento de cambios más profundos o prometedores. La furia de las derechas mexicanas comporta un indicador de que el segundo razonamiento es plausible: el «cambio posible» obradorista no es una fuerza disuasoria sino un potencial catalizador de voluntades transformadoras. El obradorismo sembró expectativas de cambio. Ya nadie tiene control de la cosecha.
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