Dalia Ventura
Poco en esta crisis es sencillo, ni siquiera las preguntas. La de
nuestro título, por ejemplo, esconde realidades que hacen
imposible encontrar una respuesta correcta.
El primer instinto de la mayoría es que la vida es lo más importante
y, por ende, no hay siquiera razón para considerar otra cosa que no
sea tratar de salvar la de todos a toda costa.
Para hacerlo, decidimos poner en riesgo al personal sanitario, sin
darle mucho lugar a la duda, aunque sí al agradecimiento.
Y, bajo el postulado de que "la economía se recupera, los muertos,
no", en varios lugares se suspendió la primera, con altos niveles de
aprobación.
No obstante, al hablar de economía no todos están pensando en las
pérdidas en la bolsa, las bajas en los precios del petróleo o del
poder adquisitivo de los consumidores.
La economía también está ligada a la vida y la muerte de personas.
Las medidas de aislamiento impuestas en gran parte de los países del
mundo auguran una recesión, y las recesiones matan, no a decenas de
una vez, de una sola enfermedad, ni como parte de un evento
dramático que va siendo reportado a diario, sino que van acortándole
la vida a individuos, muchos de los cuales forman parte del mismo
grupo vulnerable al coronavirus.
Y en lugares como Latinoamérica, no es un riesgo a futuro: el
aislamiento no va a matar a gente por la escasez de recursos que
está por venir, sino por la de ya mismo.
Al final, podemos fácilmente terminar sacrificando a unos por otros,
o a los mismos, con distintas justificaciones.
Estamos en medio de una situación en la que no hay respuestas
correctas, lo único a lo que se puede aspirar es a encontrar la
mejor de las opciones, pues la pandemia se ajusta con precisión a la
definición real de un dilema.
Dilemas
No estamos hablando de esos "dilemas" que enfrentan las chicas en
las comedias románticas, en los que tienen que decidir entre un
guapo, inteligente, rico y convencional o un guapo, inteligente, no
tan rico y menos convencional.
"Esos no son dilemas; el uso común de 'dilema' le quita seriedad e
importancia", nos dijo la doctora en filosofía María Lucía Rivera,
profesora del Departamento de Bioética de la Universidad El Bosque
de Bogotá, Colombia.
La consultamos porque la pandemia nos ha enfrentado a todos a
problemas que suelen quitarle el sueño a quienes se dedican a
escudriñar la ética normativa, como ella, pues es parte de la Red de
Filósofas de América Latina y de la Red de Bioética de la UNESCO.
¿Será que podemos acudir a los filósofos en busca de respuestas?
No precisamente. La filosofía no nos da respuestas.
"La filosofía se distingue de otro tipo de ciencias en tanto que no
busca respuestas prácticas o concretas sino que busca ampliar el
campo de reflexión", explicó.
Y es por eso que hay quienes la califican de inútil.
"En algún sentido, en su inutilidad radica su valor. Justamente
porque no está orientada a dar soluciones, puede darse el tiempo de
pensar con mucha cautela y de manera muy crítica las soluciones que
se proponen rápidamente".
La filosofía nos ayuda a pensar, y eso es algo que necesitamos mucho
en un momento de profundos dilemas... de los de verdad.
"Un dilema es algo...
inevitable -es decir, en el momento en el que se presenta, es
imposible sacarle el cuerpo-.
trágico -no hay dilema sobre cosas buenas-; el dilema siempre se
presenta sobre opciones que uno no desearía o que no puede
justificar.
moralmente irresoluble -y eso es fundamental, pues a veces
confundimos la posibilidad práctica de resolverlo, de tomar una
decisión, con el hecho de que se resuelva éticamente- el punto de un
dilema es que no se resuelve éticamente, por eso es trágico, difícil
y complicado".
Estar conscientes de que estamos lidiando con dilemas nos puede
ayudar a entender por qué ninguna solución en esta situación nos
deja tranquilos, pero también que cualquier propuesta merece
consideración pues no tenemos a mano verdades absolutas.
"Una manera que a mí me parece bella para describir un dilema es
'estar sometido a una decisión imposible'", dice Rivera.
Yuval Noah Harari: Las decisiones que estamos tomando para le darán
forma a nuestro mundo en los años venideros
Y al participar en esa toma de decisiones, así sea desde un sillón
en tu casa, no sólo hay que pensar en cuál es la mejor opción sino
también en qué nos estamos convirtiendo al escogerlas.
Porque se vienen más dilemas, pues el coronavirus no es un hecho, es
un acontecimiento.
Acontecimiento
Así como el dilema, el acontecimiento es algo específico para los
filósofos y entenderlo nos prepara para lo que viene y nos recuerda
que la responsabilidad social y la solidaridad no van dejar de ser
necesarias cuando finalmente podamos estar a menos de dos metros de
distancia de otro ser humano.
Un acontecimiento se distingue de un hecho porque no admite una sola
visión.
"Un acontecimiento es algo que tiene una potencia siempre abierta,
que no se reduce, que no se deja atrapar bajo una descripción, bajo
una sola mirada.
"Fíjate que lo que pasa con el virus -no el virus como identidad,
esa capsulita rellena de ARN, sino el fenómeno-: ningún estudio
epidemiológico o estadístico te da la dimensión de lo que está
pasando.
"Cada día que va pasando, mientras más cuerpos infecta y más
fronteras transgrede, lo entendemos de manera distinta y la forma en
la que todos nos aproximamos al fenómeno se expande; nos asustamos
por otras razones, tenemos expectativas nuevas...".
"Entonces, es un acontecimiento en el sentido de que es algo que
excede nuestras capacidades interpretativas y él mismo va cambiando
lo que es y el mundo en el que habita".
Por eso, su potencia transformadora política, social y culturalmente
es algo que nos dará para pensar durante muchos años, pues para
algunas de las consecuencias de la pandemia tampoco hay vacunas.
Las preguntas seguirán flotando en el aire y permanecerán en las
superficies, a pesar del jabón y los desinfectantes...
¿Cómo distinguir entre lo bueno y lo malo en una terrible realidad
que no es culpa de nadie? ¿Qué podemos esperar de la sociedad y qué
puede la sociedad esperar de nosotros? ¿Cuáles sacrificios deben
hacer los otros por nosotros y viceversa?
¿Habrá algo que ofrezca respuestas preparadas de antemano para casos
de emergencia como este?
Deontología y utilitarismo
Conscientes o no de ello, las decisiones de algunos líderes, y las
nuestras, se alinean con alguno de los sistemas de ideas principales
que sustentan conceptos competitivos de lo correcto y lo incorrecto.
Entre las muchas dicotomías filosóficas, hay dos que a primera vista
nos podrían guiar: la deontología o el utilitarismo o
consecuencialismo.
A grandes rasgos, La primera, del idealista alemán Immanuel Kant,
nos dice que existen reglas objetivas e incondicionales -como no
matar- que debemos seguir sin importar los resultados en situaciones
particulares, mientras que los utilitarios postulan que se debe
asegurar el máximo bienestar para el máximo número de personas, lo
que significa, en un ejemplo extremo, que los pocos deben ser
sacrificados por el bien de muchos.
Pero, por supuesto, como ya habíamos dicho, nada es tan sencillo.
"Como muchas de las teorías de ética normativa comparten un interés
de formular principios universales sólidos, algo de lo cual uno se
pueda colgar ante la incertidumbre, no importa cuán adverso sea el
mundo".
Sin embargo, pronto tropiezas con obstáculos.
¿No matar es lo mismo que dejar morir, algo que podría decirse de la
decisión de no darle cuidados intensivos a quienes lo necesiten?
Y si abandonas las altas aspiraciones de los deontólogos y te
aferras a los utilitarios, ¿cómo calculas quiénes son los
sacrificados por el bien de la mayoría?
"Creo que parte de lo que está pasando con la pandemia es que
estamos haciendo cualquier cosa -leer compulsivamente, hacer yoga,
masticar hojas de guanábana- que nos dé una idea de que esto tiene
orden y sentido".
Pero las fuentes de sentido son múltiples y, como nos dice Rivera,
lo que le da sentido al mundo son cosas que siempre deben mantenerse
sujetas a revisión.
"Tanto la deontología como el utilitarismo ofrecen cosas
maravillosas pero tienen limitaciones".
¡Qué vida!
Pensar que la vida o el bienestar de la mayoría está por encima de
todo es muy loable, pero a qué nos referimos al hablar de vida y
bienestar: a la mera sobrevivencia o a nuestra forma de vida.
Aunque la suspensión de esta última parezca temporal, muchos temen
por su supervivencia después de la cuarentena. No se refieren a la
posibilidad de ir de compras etc., sino a esas libertades que
valoramos al punto que, para defenderlas, enviamos a jóvenes a
arriesgar sus vidas, en guerras o en lugares amenazados por
extremistas.
"La libertad ha sido a menudo una de las víctimas de las pandemias"
"El gran drama es que esto nos está poniendo a pensar no sólo en qué
vale la pena conservar de lo que había -la vida, la economía, los
sistemas políticos, la organización social-, sino que nos plantea
una pregunta que es mucho más difícil: qué vale la pena construir".
"Esa requiere imaginación: las decisiones que estamos tomando van a
tener impacto profundo".
Esa es una de las razones por las que, aunque sintamos que nuestra
opinión no cuenta, reflexionar sobre lo que está pasando es tan
importante.
¿Cuál es tu valor social?
Los dilemas como los que se enfrentan tras las puertas de los
hospitales, por ejemplo, también se pasean por nuestras calles, y
resolverlos, ahora y cuando termine la cuarentena, será obra de
todos, así sea por omisión.
Piensa en los protocolos éticos, una herramienta para alivianarle la
carga a los profesionales de salud.
"Hemos notado -comenta Rivera- que es muy común que se acuda a una
noción muy problemática que es la de 'valor social', que asume que
hay personas con más valor social que otras y que tienen prioridades
en términos de tratamiento".
¿Y no es así? Ante, por ejemplo, la escasez de ventiladores, ¿no es
imperativo tener un criterio claro basado en algo como eso?
"La cosa es que hay una serie de presupuestos complicados que hay
que revisar. Toma el escenario aquel de que tienes un anciano de 85
años y a un joven de 20, y escoges al de 20 porque el anciano ya
vivió".
Una decisión seguida por un silencio que evidencia el vacío que dejó
en el alma.
Ahora piénsala a futuro, bajo la óptica del mundo que queremos
construir, y probablemente harás al menos una pausa antes de asumir
como regla que es mejor sacrificar a quienes tienen el tesoro de la
experiencia.
Uno más complejo
¿Qué pasa si se trata de un profesor de medicina brillante de 65
años de edad que puede educar a mucha gente y una persona joven?
Cualquier respuesta es mala, por más necesaria que sea.
Y, para ponernos entre la espada y la pared, como se pone gente como
ella al participar en esas discusiones bioéticas que ahora se han
vuelto tan relevantes y urgentes, Rivera nos invita a cualificar
también a esa persona joven.
"Piensa, por ejemplo, en una persona de la comunidad indígena que no
contribuye al capital financiero, a la productividad de un país.
Entonces tienes frente a ti a una mujer indígena y a un profesor
universitario. Hay que tener mucho cuidado al hacer ese cálculo de
valor social, porque con mucha frecuencia lo que se mide es quien
aporta más a la sociedad bajo un criterio muy reduccionista de la
humanidad a su capacidad productiva".
"Cuando uno se pone a analizar lo que significa el criterio de valor
social como toma de decisiones, se da cuenta de que se nos tienen
que disparar las alarmas"
¿Vamos a dejar morir a las personas con discapacidad, a las
comunidades originarias o a aquellos con un estilo de vida
alternativo? De ser así, ¿qué sociedad estaríamos construyendo y qué
seríamos nosotros en esa sociedad? ¿Cuánto valor social tendríamos?
Los interrogantes llueven pero, bajándonos al piso, preguntamos si,
realmente, hay alguna manera de evitar que las decisiones se tomen
así.
"Para eso es que sirve la teoría. Porque lo que pasa cuando lo
cuestionas es que, por ejemplo, Rita Laura Segato, que es una
antropóloga maravillosa (profesora de antropología y bioética de la
Cátedra UNESCO de la Universidad de Brasilia), escribió muy
fuertemente en medio de esas discusiones diciendo: '¡Ojo con esto!
No se nos puede pasar por alto que son personas que por el sesgo
implícito se piensa que valen menos'".
"Si la apuesta política y la apuesta moral a futuro es construir una
sociedad de cuidado, de justicia, humanizada, el criterio no puede
ser simplemente la productividad y el capital".
"EE.UU. tiene una tradición individualista... Es posible que allí se
tomen las primeras decisiones de profundo calado ético y que
dividirán a la humanidad"
Recuerda que partimos del supuesto de que estas decisiones son
imposibles de tomar.
"Lo único que uno hace -y esto es muy importante- es recomendar:
todos los protocolos son recomendaciones y los comités de bioética
no dan órdenes.
"Pero parte de lo que uno está recomendando tiene que ir un poco
allá. Y vale la pena dar la pelea para que la gente que está
desprotegida cuente. Lo mínimo a lo que debemos aspirar es que esas
decisiones no sean fáciles, que no sea tan evidente que se salva
siempre al profesor de universidad y no a la indígena".
*Fuente: BBC Mundo
Abordamos aquí una de las apuestas mayores del periodo. La Revolución del 10 de agosto de 1792 había, entre otras cosas, puesto en entredicho la política de la libertad ilimitada del comercio y su medio de aplicación, la ley marcial. Las últimas jacqueries de primavera y del otoño de 1792, acompañadas de «motines de subsistencias» de una amplitud in sólita, demostraban el fracaso de esta política. En relación a este tema, se abrió un importante debate a partir de septiembre y Robespierre intervino en el mismo durante los últimos días. Partiendo del fin de la sociedad que es «mantener los derechos del hombre», definió «el primero de esos derechos» como el derecho a la existencia y a los medios para conservarla: este derecho es una «propiedad común de la sociedad», que debe serle garantizada a sus miembros. Robespierre invierte la prioridad acordada exclusivamente hasta aquí a la propiedad privada de los bienes materiales (aristocracia de los propietarios).NT.1
Hablar
a los representantes del pueblo sobre los medios de subvenir a su
subsistencia, no es solamente hablarles del más sagrado de sus deberes,
sino del más precioso de sus intereses. Puesto que, sin duda, ellos se
confunden con el pueblo.
No quiero defender solamente la causa de los ciudadanos indigentes, sino la de los propios propietarios y comerciantes.
Me
limitaré a recordar principios evidentes pero que parecen olvidados.
Indicaré únicamente medidas simples que ya han sido propuestas, puesto
que se trata de retornar a las primeras nociones del buen sentido, más
que de crear brillantes teorías.
En todo país en
que la naturaleza abastece con prodigalidad las necesidades de los
hombres, la escasez sólo puede ser imputada a los vicios de la
administración o de las propias leyes. Las malas leyes y la mala
administración tienen su fuente en los falsos principios y en las malas
costumbres.
Es un hecho generalmente reconocido
que el suelo de Francia produce mucho más de lo que es preciso para
alimentar a sus habitantes, y la escasez actual es una hambruna
artificial. La consecuencia de este hecho y del principio antes
establecido quizás pueda ser molesta, pero no es el momento de
halagarnos. Ciudadanos, os está reservada a vosotros la gloria de hacer
triunfar los principios verdaderos y de dar leyes justas al mundo. No
estáis hechos para arrastraros servilmente por el camino trillado de los
prejuicios tiránicos, trazado por vuestros antecesores. O mejor dicho,
vosotros comenzáis un nuevo curso en el que nadie os ha antecedido.
Debéis someter por lo menos a un examen severo todas las leyes hechas
bajo el despotismo real, y bajo los auspicios de la aristocracia
nobiliaria, eclesiástica o burguesa y hasta aquí no existen otras leyes.
La autoridad más importante que se nos cita es la de un ministro de
Luis XVI, combatida por otro ministro del mismo tirano. NT.2
He visto nacer la legislación de la Asamblea constituyente sobre el
comercio de granos. Era la misma que la del tiempo que le precedía. No
ha cambiado hasta ahora porque los intereses y los prejuicios que la
sustentaban tampoco han cambiado. He visto, durante el tiempo de dicha
Asamblea, los mismos acontecimientos que se renuevan en esta época. He
visto a la aristocracia acusar al pueblo. He visto a los intrigantes
hipócritas imputar sus propios crímenes a los defensores de la libertad,
a los que llamaban agitadores y anarquistas. He visto a un ministro
impúdico de cuya virtud estaba prohibido dudar, exigir adorar a Francia,
mientras la arruinaba, y surgir a la tiranía del seno de esas
criminales intrigas, armada con la ley marcial, para bañarse legalmente
en la sangre de los ciudadanos hambrientos. Millones para el ministro al
que estaba prohibido pedir cuentas, primas que se convertían en
provecho para las sanguijuelas del pueblo, la libertad indefinida de
comercio, y bayonetas para calmar la alarma o para oprimir el hambre.
Tal fue la política alabada por nuestros primeros legisladores.
Las
primas pueden ser discutidas. La libertad del comercio es necesaria
hasta el límite en que la codicia homicida empieza a abusar de ella. El
uso de las bayonetas es una atrocidad. El sistema es esencialmente
incompleto porque no añade nada al verdadero principio.
Lo errores en que se ha caído a este respecto provienen, en mi opinión, de dos causas principales.
1ª
Los autores de la teoría no han considerado los artículos de primera
necesidad más que como una mercancía ordinaria, y no han establecido
diferencia alguna entre el comercio del trigo, por ejemplo, y el del
añil. Han disertado más sobre el comercio de granos que sobre la
subsistencia del pueblo. Y al omitir este dato en sus cálculos, han
hecho una falsa aplicación de principios evidentes para la mayoría; esta
mezcla de verdades y falsedades ha dado un aspecto engañoso a un
sistema erróneo.
2ª Y aún menos lo han adaptado a
las circunstancias tempestuosas que comportan las revoluciones. En su
vaga teoría, aunque fuera buena para los tiempos ordinarios, no se
encontraría ninguna aplicación ante las medidas urgentes que los
momentos de crisis pueden exigir de nosotros. Ellos se han preocupado
mucho de los beneficios de los negociantes y de los propietarios y casi
nada de la vida de los hombres. ¡Y por qué! Porque eran los grandes, los
ministros, los ricos quienes escribían, quienes gobernaban. ¡Si hubiera
sido el pueblo, es probable que este sistema hubiera sido modificado!
El
sentido común, por ejemplo, indica que la afirmación de que los
artículos que no son de primera necesidad para la vida pueden ser
abandonados a las especulaciones más ilimitadas del comerciante. La
escasez momentánea que pueda sobrevenir siempre es un inconveniente
soportable. Es suficiente que, en general, la libertad indefinida de ese
negocio redunde en el mayor beneficio del estado y de los individuos.
Pero la vida de los hombres no puede ser sometida a la misma suerte. No
es indispensable que yo pueda comprar tejidos brillantes, pero es
preciso que sea bastante rico para comprar pan, para mí y para mis
hijos. El comerciante puede guardar, en sus almacenes, las mercancías
que el lujo y la vanidad codician, hasta que encuentre el momento de
venderlas al precio más alto posible. Pero ningún hombre tiene el
derecho a amontonar el trigo al lado de su semejante que muere de
hambre.
¿Cuál es el primer objetivo de la
sociedad? Es mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es
el primero de estos derechos? El derecho a la existencia.
La
primera ley social es pues la que garantiza a todos los miembros de la
sociedad los medios de existir. Todos los demás están subordinados a
este. La propiedad no ha sido instituida o garantizada para otra cosa
que para cimentarlo. Se tienen propiedades, en primer lugar, para vivir.
No es cierto que la propiedad pueda oponerse jamás a la subsistencia de
los hombres.
Los alimentos necesarios para el
hombre son tan sagrados como la propia vida. Todo cuanto resulte
indispensable para conservarla es propiedad común de la sociedad entera;
tan sólo el excedente puede ser propiedad individual, y puede ser
abandonado a la industria de los comerciantes. Toda especulación
mercantil que hago a expensas de la vida de mi semejante no es tráfico,
es bandidaje y fratricidio.
Según este principio,
¿cuál es el problema que hay que resolver en materia de legislación
sobre las subsistencias? Pues es este: asegurar a todos los miembros de
la sociedad el disfrute de la parte de los productos de la tierra que es
necesaria para su existencia; a los propietarios o cultivadores el
precio de su industria, y librar lo superfluo a la libertad de comercio.
Desafío
al más escrupuloso defensor de la propiedad a contradecir estos
principios, a menos que declare abiertamente que entiende por esa
palabra el derecho a despojar y asesinar a sus semejantes. ¿Cómo, pues,
se ha podido pretender que toda especie de molestia, o mejor dicho, que
toda regla sobre la venta del trigo era un atentado a la propiedad, o
disfrazar este sistema bárbaro bajo el nombre falsamente engañoso de
libertad de comercio? ¿Los autores de este sistema no se percatan de que
se contradicen a sí mismos necesariamente?
¿Por
qué os veis forzados a aprobar la prohibición de la exportación de
granos al extranjero cada vez que la abundancia no está asegurada en el
interior? Fijáis vosotros mismos el precio del pan, ¿Fijáis el de las
especies, o el de las brillantes producciones de la India? ¿Cuál es la
causa de todas esas excepciones, sino la evidencia misma de los
principios que acabo de desarrollar? ¿Qué digo? El gobierno incluso
somete a veces el propio comercio de objetos de lujo a modificaciones
que la sana política aconseja. ¿Por qué aquello que interesa a la
subsistencia del pueblo habría de estar necesariamente exento de
limitaciones?
Sin duda si todos los hombres fueran
justos y virtuosos; si jamás la codicia estuviera tentada a devorar la
substancia del pueblo; si dóciles a la voz de la razón y de la
naturaleza, todos los ricos se considerasen los ecónomos de la sociedad,
o los hermanos del pobre, no se podría reconocer otra ley que la
libertad más ilimitada. Pero si es cierto que la avaricia puede
especular con la miseria, y la tiranía misma puede hacerlo con el
desespero del pueblo; si es cierto que todas estas pasiones declaran la
guerra a la humanidad sufriente, ¿por qué no deben reprimir las leyes
estos abusos? ¿Por qué no deben las leyes detener la mano homicida del
monopolista, del mismo modo que lo hacen con el asesino ordinario? ¿Por
qué no deben ocuparse de la existencia del pueblo, tras haberse ocupado
durante tanto tiempo de los gozos de los grandes, y de la potencia de
los déspotas?
Pero, ¿cuáles son los medios para
reprimir estos abusos? Se pretende que son impracticables. Yo sostengo
que son tan simples como infalibles. Se pretende que plantean un
problema insoluble, incluso para un genio. Yo sostengo que no presentan
ninguna dificultad al menos para el buen sentido y para la buena fe.
Sostengo que no hieren ni el interés del comercio, ni los derechos de
propiedad. Que la circulación a lo largo de toda la extensión de la
república sea protegida, pero tomemos las precauciones necesarias para
que la circulación tenga lugar. Precisamente me quejo de una falta de
circulación. Pues el azote del pueblo, la fuente de la escasez, son los
obstáculos puestos a la circulación, con el pretexto de hacerla
ilimitada. ¿Circulan las subsistencias públicas cuando los ávidos
especuladores las retienen amontonadas en sus graneros? ¿Circulan cuando
se acumulan en las manos de un pequeño número de millonarios que las
sustraen al comercio, para hacerlas más preciosas y más raras; que
calculan fríamente cuántas familias deben perecer antes de que el
alimento haya esperado el tiempo fijado por su atroz avaricia? ¿Circulan
cuando no hacen sino atravesar las comarcas en que han sido producidas,
ante los ojos de los ciudadanos indigentes sometidos al suplicio de
Tántalo, para ser engullidas en algún desconocido pozo sin fondo de
algún empresario de la escasez pública? ¿Circulan cuando al lado de las
más abundantes cosechas languidece el ciudadano necesitado, a falta de
poder entregar una pieza de oro, o un trozo de papel suficientemente
precioso como para obtener una parcela?
La
circulación es lo que pone los artículos de primera necesidad al alcance
de todos los hombres y que lleva la abundancia y la vida a las cabañas.
¿Acaso circula la sangre cuando está obstruida en el cerebro o en el
pecho? Circula cuando fluye libremente por todo el cuerpo. Las
subsistencias son la sangre del pueblo, y su libre circulación no es
menos necesaria para la salud del cuerpo social, que la de la sangre
para el cuerpo humano. Favoreced pues la libre circulación de granos,
impidiendo todas las obstrucciones funestas. ¿Cuál es el medio para
conseguir este objetivo? Sustraer a la codicia el interés y la facilidad
de crear estas obstrucciones. Ahora bien, tres causas las favorecen: el
secreto, la libertad desenfrenada y la certeza de la impunidad.
El
secreto, ya que cualquiera puede esconder la cantidad de subsistencias
públicas de que priva a la sociedad entera, ya que cualquiera puede
hacerlas desaparecer fraudulentamente y transportarlas, sea a países
extranjeros, sea a almacenes del interior. Ahora bien, se proponen dos
medios simples: el primero es tomar todas las precauciones para
comprobar la cantidad de grano que ha producido cada región, y la que
cada propietario o cultivador ha cosechado. El segundo consiste en
forzar a los comerciantes de grano a venderlo en el mercado y en
prohibir todo transporte de mercancías por la no che. No es la
posibilidad ni la utilidad de esas precauciones lo que hay que probar,
puesto que están todas fuera de discusión. ¿Es legítimo hacer esto?
Pero, ¿cómo se pueden entender como un atentado a la propiedad unas
reglas de policía general, ordenadas por el interés general de la
sociedad? ¿Qué buen ciudadano puede quejarse de ser obligado a actuar
con lealtad y a la luz del día? ¿Quién precisa de las tinieblas si no
son los conspiradores y los bribones? Por otra parte, ¿no os he probado
que la sociedad tenía el derecho de reclamar la porción necesaria para
la subsistencia de sus ciudadanos? ¿Qué digo? Es el más sagrado de los
deberes. ¿Cómo pueden ser injustas las leyes necesarias para asegurarla?
He
dicho que las otras causas de las operaciones desastrosas del monopolio
eran la libertad indefinida y la impunidad. ¿Qué otro medio sería más
seguro para animar la codicia y para desprenderla de todo tipo de freno,
que aceptar como principio que la ley no tiene el derecho de vigilarla,
de imponerle las más mínimas trabas? ¿Que la única regla que se le
prescriba sea la poder osarlo todo impunemente? ¿Qué digo? El grado de
perfección al que ha llegado esta teoría es tal que casi está
establecido que los acaparadores son intachables; que los monopolistas
son los benefactores de la humanidad; que en las querellas que surgen
entre ellos y el pueblo, siempre se equivoca el pueblo. O bien el crimen
del monopolio es imposible o bien es real. Si es una quimera, ¿cómo
puede ser que siempre se haya creído en esa quimera? ¿Por qué hemos
experimentado sus estragos desde el inicio de nuestra revolución? ¿Por
qué informes libres de toda sospecha y hechos incontestables nos
denuncian sus culpables maniobras? ¿Si es real, por qué extraño
privilegio sólo él obtiene el derecho a estar protegido? ¿Qué límites
pondrían a sus atentados los vampiros despiadados que especulasen con la
miseria pública, si a toda especie de reclamación se opusieran siempre
las bayonetas y la orden absoluta de creer en la pureza y la bondad de
todos los acaparadores? La libertad indefinida no es otra cosa que la
excusa, la salvaguardia y la causa de este abuso. ¿Cómo puede
considerarse entonces su remedio? ¿De que nos quejamos? Precisamente de
los males que ha producido el sistema actual, o al menos de los males
que no ha podido prevenir. ¿Y qué remedio se nos propone? El mismo
sistema. Yo os denuncio a los enemigos del pueblo y me respondéis:
dejadlos hacer. NT.3 En este sistema todo está contra la sociedad. Todo está a favor de los comerciantes de granos.
Es
aquí donde se hace necesaria toda vuestra sabiduría y circunspección,
legisladores. Un tema de este estilo siempre es difícil de tratar. Es
peligroso redoblar las alarmas del pueblo, y dar a en tender que se
autoriza su descontento. Aún más peligroso es callar la verdad y
disimular los principios. Pero si queréis seguirlos, todos los
inconvenientes desaparecen. Sólo los principios pueden agotar la fuente
del mal.
Sé bien que cuando se examinan las
circunstancias de un determinado motín, provocado por la escasez real o
ficticia del trigo, suele señalarse muchas veces la influencia de causas
extrañas. La ambición y la intriga tienen necesidad de provocar
disturbios. Algunas veces son estos mismos hombres los que excitan al
pueblo para encontrar el pretexto de degollarlo, y para hacer terrible
la libertad ante los ojos de los hombres débiles y egoístas. Pero no es
menos verdadero que el pueblo es naturalmente recto y apacible. Siempre
está guiado por una intención pura. Los malvados no pueden alborotarlo a
menos que le presenten un motivo poderoso y legítimo ante su vista.
Ellos aprovechan su descontento, no lo crean. Y cuando lo inducen a
cometer excesos so pretexto del abastecimiento, es porque está
predispuesto por la opresión y por la miseria. Jamás un pueblo feliz fue
un pueblo turbulento. Quien conozca a los hombres, quien conoce sobre
todo al pueblo francés, sabe que no es posible para un insensato o para
un mal ciudadano sublevarlo sin razón contra las leyes que ama y aún
menos contra los mandatarios que ha elegido y contra la libertad que ha
conquistado. Es tarea de sus representantes devolverle la confianza que
él mismo les ha otorgado y desconcertar la malevolencia aristocrática,
satisfaciendo sus necesidades y calmando sus alarmas.
Las
propias alarmas de los ciudadanos deben ser respetadas. ¿Cómo calmarlas
si permanecéis inactivos? Si las medidas que os proponemos no fueran
tan necesarias como pensamos, bastaría que él las desease, es suficiente
que éstas probaran ante sus ojos vuestra adhesión a sus intereses, para
determinaros a adoptarlas. Ya he indicado cuál era la naturaleza y el
espíritu de estas leyes. Me contentaré aquí con exigir la prioridad para
los proyectos de decreto que proponen precauciones contra el monopolio,
reservándome el derecho de proponer modificaciones, si es adoptada. Ya
he probado que estas medidas y los principios sobre los que se fundan
eran necesarias para el pueblo. Voy a probar que son útiles para los
ricos y todos los propietarios.
No quiero
arrebatarles ningún beneficio honesto, ninguna propiedad legítima. Sólo
les quito el derecho de atentar contra el de otro. No destruyo el
comercio sino el bandidaje del monopolista. Sólo les condeno a la pena
de dejar vivir a sus semejantes. Sin embargo, nada podría serles más
ventajoso. El mayor servicio que el legislador puede rendir a los
hombres es el de forzarlos a ser gen te honesta. El mayor interés del
hombre no es amasar tesoros y la más dulce propiedad no es devorar la
subsistencia de cien familias infortunadas. El placer de aliviar a sus
semejantes y la gloria de servir a su patria, bien valen esta deplorable
ventaja. ¿Para qué les sirve a los especuladores más ávidos la libertad
indefinida de su odioso tráfico? Para ser oprimidos u opresores. Este
último destino, sobre todo, es horroroso. Ricos egoístas, sabed prever y
prevenir por adelantado los resultados terribles de la lucha del
orgullo y de las cobardes pasiones contra la justicia y la humanidad.
Que el ejemplo de los nobles y de los reyes os instruya. Aprended a
disfrutar de los encantos de la igualdad y de las delicias de la virtud.
O, al menos, contentaos con las ventajas que la fortuna os da, y
dejadle al pueblo pan, trabajo y sus costumbres. Se agitan en vano los
enemigos de la libertad, para desgarrar el seno de su patria. Ellos no
pararán el curso de la razón humana, como no pueden parar el curso del
sol. La cobardía no triunfará sobre el valor. Es propio de la intriga
huir ante la libertad. Y vosotros, legisladores, ¿os acordáis de que no
sois los representantes de una casta privilegiada sino los del pueblo
francés? No olvidéis que la fuente del orden es la justicia. Que la
garantía más segura de la tranquilidad pública es la felicidad de los
ciudadanos, y que las largas convulsiones que desgarran los estados no
son otra cosa que el combate de los prejuicios contra los principios,
del egoísmo contra el interés general, del orgullo y de las pasiones de
los hombres poderosos contra los derechos y contra las necesidades de
los más débiles.
El 8 de diciembre, la
Convención, siguiendo a la Gironda, prorrogaba la política de libertad
ilimitada del comercio, de defensa de los propietarios y de la ley
marcial: en consecuencia, los motines de subsistencias prosiguieron.
Esta fue una de las causas que condujeron a la Revolución de los días 31
de mayo a 2 de junio de 1793. El 24 de junio, la ley marcial fue por
fin abrogada, después, el 4 de septiembre la libertad ilimitada de
comercio dejó sitio a la política del Maximum general.
Notas:
- 1. La oposición entre «economía política tiránica» y «economía política popular» ha sido expresada por Rousseau en «Economía Política», artículo de l’Enciclopédie, aparecido en 1755. Robespierre conocía bien también la crítica de la economía política de Turgot hecha por Mably, Du commerce des grains, escrito en 1775, publicación póstuma, París, 1790. Sobre la crítica de la economía política en el siglo XVIII ver F. Gauthier, GR. Ikni (ed.) La Guerre du blé au XVIIIè siècle, París, Éditions de la Passion, 1988.
- 2. Se trata del ministro Turgot, cuya experiencia de libertad ilimitada del comercio de granos, acompañada por vez primera por la ley marcial, produjo la guerra de las harinas de 1775. La acción de Turgot fue criticada por Necker que le sucedió de 1777 a 1781, antes de que fuera vuelto a llamar en 1788. Ver la intervención de Robespierre contra la ley marcial, el 21 de octubre de 1789, en este mismo volumen.
- 3. Laissez faire, laissez passer (dejad hacer, dejad pasar) era consigna de los fisiócratas. O sea de la economía política a la que Robespierre opondrá la economía popular. Esa mención al «dejar hacer» adquiere en este texto un tinte muy cargado.