Para Noam Chomsky, la tarea de los corporativos
mediáticos consiste en crear un público pasivo y obediente, no
un participante activo en la toma de decisiones. Se busca crear
una comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda
organizarse y ejercer sus potencialidades para convertirse en
una fuerza poderosa e independiente que pueda hacer saltar por
los aires todo el tinglado de la concentración del poder. (Un
ejemplo de cómo ejercer la fuerza organizada en una democracia
participativa y protagónica, son los 8 millones 89 mil 320
votantes que el 30 de julio, a despecho de las amenazas
militaristas de D. Trump y la ofensiva terrorista paramilitar,
decidieron empoderar a las/os nuevos constituyentes
venezolanos).
Para que el mecanismo que genera un público sumiso y obsecuente
funcione, es necesario, también, el adoctrinamiento de los
medios. Su domesticación; generar una mentalidad de manada.
Hacer que los periodistas y la comentocracia huyan de todo
imperativo ético y caigan en las redes de la propaganda o el
doble pensar. Es decir, que se crean su propio cuento y lo
justifiquen por autocomplacencia, pragmatismo puro,
individualismo exacerbado o regodeo nihilista. Y que,
disciplinados, escudados en la razón de Estado, asuman
la ideología del patrioterismo reaccionario.
En definitiva, el miedo a manifestar el desacuerdo termina
trastocando la prudencia en asimilación, sometimiento y
cobardía. A su vez, el pensamiento reaccionario se refuerza bajo
un discurso de desprecio y odio xenófobo, racista y clasista:
siete jóvenes fueron quemados en Venezuela por parecer chavistas.
No se vale, pues, discrepar con el consenso. Sólo se debe
pensar en la dirección presentada por el sistema de dominación
capitalista. Y si para garantizar el consentimiento es necesario
aplicar las herramientas de la guerra sicológica para el control
de masas (azuzar el miedo y generar un terror paralizantes), los
vigilantes del Gran Hermano entran en operación bajo el paraguas
de lo políticamente correcto, amparados por todo un sistema de
dádivas y premios que brindan migajas de confort y poder
acomodaticio.
Aduladores de los poderes fácticos que actúan en zonas de
penumbra, los social-conformistas de los medios practican el
lenguaje operacional del orden sistémico, reproduciendo de forma
expansiva la lógica de la dominación de clase. Cada día en
Ciudad de México, Madrid, Bogotá o Buenos Aires, el pensamiento
reaccionario apuntala la contrarrevolución en Venezuela. Y ello
es así porque el poder real ha creado un ejército de paraperiodistas
dedicados a mantener y reproducir la ideología neoliberal y
desarticular el pensamiento crítico; a frenar el cambio social y
democrático de los de abajo mediante la mentira del silencio
(Sader). Es decir, negando la existencia de lo que no se quiere
que se conozca: por ejemplo, silenciando la formidable victoria
del chavismo bravío el 30/J.
Los saberes políticamente correctos forman parte del modelo de
dominación y marcan el ritmo de la pulsión del poder: quienes
levanten la voz y se aparten de la manada serán denigrados,
hostigados y/o castigados. El poder reclama una única
racionalidad. Por eso, como la división de un ejército vasallo
en el frente externo −y dado que toda intervención militar es
precedida por una campaña de intoxicación mediática con eje en
la guerra sicológica−, los paraperiodistas tienen la misión de
vigilar, hostigar y presionar a quienes, como Luis Hernández y
la línea editorial de La Jornada, se apartan del
consenso de la elite reaccionaria.
Los hornos crematorios del nazismo funcionaron a plena luz del
día; el genocidio de Hitler fue un acto consentido por el pueblo
alemán. Con distintas modalidades y ante un mundo pasivo, el
horror y la solución final de Auschwitz, Dachau y
Treblinka se replican hoy en Afganistán, Irak, Libia, Siria,
Colombia y el México de la necropolítica y las fosas clandestinas.
En pleno siglo XXI, las víctimas mortales de las aventuras
coloniales del Pentágono y la OTAN en Afganistán, Pakistán e Irak
ascienden a cuatro millones. Los escombros de Damasco y Palmira,
en Siria, exhiben los horrores de la guerra. La seguridad
democrática de Álvaro Uribe generó 6.5 millones de
desplazados internos. La prensa libre de Occidente ha
apoyado, distorsionado o justificado esas atrocidades. Es fácil
predecir qué ocurrirá en caso de estallar una intervención humanitaria
en Venezuela auspiciada por Estados Unidos.
El uso de la mentira, el fanatismo y la histeria de guerra, y los
ataques difamatorios con fines de explotación política son de
vieja data. En 1950, el informe de la Comisión Tydings sobre el
macartismo y el senador Joseph McCarthy, señaló: “Hemos visto
utilizar por primera vez en nuestra historia la técnica de ‘la
gran mentira’. Hemos visto cómo, mediante la insistencia y la
mezcla de falsedades (simples habladurías, tergiversaciones,
murmuraciones y mentiras deliberadas), es posible engañar a un
gran número de gente”. Los periodistas, editores y directores de
la prensa estadunidense sabían que McCarthy mentía y divulgaron
sus dichos, dejando que el lector, que no tenía ningún medio de
averiguarlo, intentara deducir la verdad. El senador republicano
John Bricker le dijo a McCarthy: Joe, usted es realmente un
hijo de puta. Pero a veces es conveniente tener hijos de puta a
nuestro alrededor para que se encarguen de los trabajos sucios.
El propósito del macartismo fue destruir las instituciones de
Estados Unidos, minar la Declaración de Derechos y revertir el
pacto social keynesiano (el Estado benefactor) que redistribuía
parte de las ganancias del capital hacia abajo. La revolución
conservadora de Ronald Reagan profundizó el proyecto neoliberal,
con epicentro en la liquidación de los bienes del Estado y la
esfera pública y la mercantilización y privatización radical de
todo. El macartismo hizo escuela y el trabajo sucio lo practican
hoy legiones de paraperiodistas en el caso Venezuela… pero sus
madres no tienen culpa.
En 1993, cuando se firmó el TLCAN, se prometía para México un
generoso crecimiento económico con una fuerte creación de empleos,
salarios mejor remunerados. Mayor bienestar social, en suma. Pero en más
de 23 años esos objetivos no se cumplieron. Y ahora que los
representantes de los tres países firmantes se reúnen en Washington para
actualizar, mejorar o modernizar ese espíritu original, llama la
atención que los negociadores mexicanos no lleven en sus documentos y
estrategias una propuesta para lograrlo.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En 1990 México, Estados Unidos y Canadá
anunciaron su decisión de iniciar pláticas formales, al año siguiente,
para establecer un tratado de libre comercio, que a la postre sería una
renovación y complemento del acuerdo que desde hacía años tenían los dos
segundos.
México, encabezado por un reformador e hiperactivo presidente Carlos
Salinas de Gortari –que devendría, por muchas razones, en uno de los
mandatarios más denostados en la historia del país–, no se quería quedar
fuera del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que
se convertiría en una poderosa región comercial, económica y financiera.
Con el TLCAN, aseguraba el gobierno, México no sólo será “potencia
exportadora, en el marco de la globalización económica” sino, por fin,
un país moderno, integrante del mayor bloque comercial del mundo, con
suficiente empleo, una industria dinámica y eficiente usufructuaria de
la tecnología de punta, con un crecimiento explosivo de las
exportaciones, mejores niveles de ingreso, una economía altamente
competitiva, sin fugas de mano de obra ni de capitales, el mejor de los
tratos con los colosos del norte.
Fueron tres años de arduas y complicadas negociaciones. Finalmente,
el TLCAN se firmó a finales de 1993 y entró en vigor el 1 de enero de
1994.
De ser una economía cerrada y poco competitiva a finales de los
ochenta, México es hoy una de las economías más abiertas al mundo.
Algunos aranceles se cancelaron al momento de entrada en vigor del
tratado, otros fueron sujetos a periodos de transición desde cinco y
hasta 15 años (el maíz, por ejemplo). Hoy en día no hay producto, al
menos de los que están incluidos en el tratado, que no esté libre de
aranceles.
Las pláticas entre los tres países que iniciaron en Washington el
pasado miércoles 16 para “renegociar” el TLCAN, “modernizarlo”,
“actualizarlo”, “mejorarlo”, se realizan bajo los peores augurios.
Pero los malos augurios vienen porque los negociadores estadunidenses
tienen la encomienda casi única de cumplir el capricho de su
presidente, Donald Trump, de reducir el déficit comercial que tiene
Estados Unidos con México, de más de 63 mil millones de dólares.
Déficit que –según su miopía y poco entendimiento de la economía y el
comercio internacional– le parece “injusto”, “abusivo”, de parte de
México, que le “roba” empleos a Estados Unidos y que sólo podrá reducir
obligando a México a comprarle más bienes a Estados Unidos o
imponiéndole aranceles a las exportaciones mexicanas que van a Estados
Unidos… aun a costa de que los consumidores estadunidenses compren
productos más caros.
Pero como fue una promesa de campaña y no quiere que se le caiga como
muchas otras y siga haciendo el ridículo ante su electorado –como el
impuesto de ajuste fronterizo, el tambaleante muro en la frontera o el
fracaso con el Obamacare y otros–, los negociadores pondrán toda la
carne en el asador para bajar el déficit comercial con México… y hacerle
ganar a Trump algunos puntos en su vapuleado nivel de aprobación
pública.
Las expectativas
Si bien las actuales negociaciones apenas se inician, no se sabe
realmente cuándo terminen ni en qué términos. La delegación mexicana,
independientemente de que lleva la consigna de levantarse de la mesa si
Estados Unidos insiste en imponer aranceles o cualquier tipo de
impuestos o trabas a las exportaciones mexicanas –medidas
proteccionistas, pues–, tienen el tiempo encima y saben que todo esto
debe terminar antes del proceso sucesorio de la Presidencia.
Lo que llama la atención de estas nuevas pláticas es que si bien son
muchos los temas por incluir, actualizar, mejorar o modernizar, los
negociadores mexicanos no llevan en sus carpetas, en sus estrategias, en
sus escenarios y mucho menos en sus mentes ni en sus propósitos un
TLCAN renovado que recupere el espíritu del tratado original, que
prometía para México un generoso crecimiento económico, con una fuerte
creación de empleos, salarios mejor remunerados y, en suma, mayor
bienestar social. Y que no se cumplieron.
Sí, el TLCAN le cambió el rostro al país, le dio una nueva imagen,
una nueva presencia… pero el alma se la dejó intacta. Con el tratado
México se volvió una potencia exportadora. Si antes lo fue de petróleo,
ahora es de manufacturas, principalmente en el sector automotriz. En
1993, el año previo a la entrada en vigor del TLCAN, México no aparecía
ni siquiera entre los primeros 30 países con el mayor comercio exterior.
Según el informe 2016 de la Organización Mundial de Comercio (OMC),
en 2015 México era el país número uno en exportaciones e importaciones
en América Latina; estaba en la posición 13 de los grandes exportadores
del mundo y en el 12 entre los importadores.
Ese mismo año, la OMC registró un valor total de las exportaciones
mexicanas por 381 mil millones de dólares, equivalentes a 2.3% del total
de exportaciones de todo el mundo, apenas abajo de 2.5% de Canadá, y
muy por debajo de Estados Unidos, que hizo exportaciones por 1 billón
505 mil millones de dólares (9.1% del total mundial) y muy lejos de los 2
billones 275 mil millones de dólares que exportó China en 2015 y que la
llevaron al primer lugar en exportaciones en el mundo, con 13.8% de las
exportaciones totales.
Arriba de México, entre los 12 que lo superaban por el monto de sus
exportaciones, estaban, en ese orden, China, Estados Unidos, Alemania,
Japón, Holanda, Hong Kong, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y
Bélgica. Pero debajo de México había, en la lista de la OMC en su
reporte de 2016, 37 países con menor capacidad exportadora, entre ellos
potencias como Rusia, Suiza, España, India, Emiratos Árabes Unidos,
Polonia, Brasil, entre otros.
En particular, las exportaciones manufactureras dieron un salto
espectacular. En el primer año del TLCAN se exportaron productos
manufacturados por 49 mil 84.2 millones de dólares. Casi 50 mil
millones. En 2016, ese monto ascendió a 336 mil 81 millones de dólares.
Un brinco, “nada más”, de casi 585%.
Y dentro de la industria manufacturera, que es el gran motor de la
economía mexicana, la joya de la corona es la industria automotriz, que
sin duda será uno de los temas de discusión más fuertes en las recién
iniciadas pláticas para la renegociación del TLCAN.
Una vez que ganó las elecciones presidenciales, Trump empezó a
presionar a las grandes armadoras automotrices para que abandonaran
México y regresaran a Estados Unidos.
Trump y sus negociadores tienen la mira puesta en la industria
automotriz mexicana que, gracias al tratado ha descollado. En 1994 dicha
industria representaba 1.9% del PIB nacional; hoy supera el 3%.
También, en el primer año del TLCAN, significaba 10.9% del PIB
manufacturero y ahora está más cerca de 20%.
Lo que no le gusta a Trump
Datos de la Asociación Mexicana de la Industria Automotriz (AMIA)
señalan que en 1994 México produjo poco más de 1 millón de vehículos,
sobre todo ligeros, y para 2015 la producción superó los 3 millones y
medio. Un brinco espectacular que permitió al país convertirse en el
séptimo productor mundial de vehículos y primero en América Latina
durante 2015, que son los datos consolidados más recientes.
Por delante de México están China, Estados Unidos, Japón, Alemania, Corea e India; y atrás, España, Brasil y Canadá.
También, dice la AMIA, de cada 100 vehículos producidos en el mundo,
en 2015, casi cuatro fueron ensamblados en México, y 80% de la
producción de vehículos está destinado a los mercados del exterior.
Es más, dice el organismo empresarial, la industria automotriz es el
principal generador de divisas netas para el país. En 2015 la balanza
comercial automotriz generó un superávit de 52 mil 503 millones de
dólares; el saldo de esa balanza duplica los ingresos por remesas y
contribuye con más de una cuarta parte del valor de las exportaciones
manufactureras.
Una industria automotriz mexicana, pues, cada vez más competitiva,
que no le gusta a Trump, a la que le quiere cambiar las reglas del
juego, para que las armadoras se instalen en su país y se lleven los
empleos que México le ha “robado”.
En el campo la historia no es muy diferente. Resulta que el TLCAN,
pese a los gritos y pataleos –justos en muchos casos– de las
organizaciones campesinas, ha significado una transformación que poco se
conoce.
Información de la compañía Grupo Consultor de Mercados Agrícolas, que
dirige el experto Juan Carlos Anaya Castellanos –asesor de organismos
empresariales, de empresas agropecuarias, dependencias federales y
gobiernos de los tres niveles–, señala que México es el décimo productor
agroalimentario en el mundo, después de Estados Unidos, China, la Unión
Europea, India, Brasil y otros.
Advierte que entre 1994 y 2017 han cambiado mucho las cosas. No tanto
la superficie cosechada, pues en el primer año del TLC había 18
millones 370 mil hectáreas cosechadas y en este 2017 son 20 millones 710
mil. No es mucha la diferencia. Pero sí la productividad: en 1994 hubo
154.5 millones de toneladas de productos agroalimentarios y este año van
273 millones. En 1994 el valor de la producción fue de 28 mil 177
millones de dólares y ahora es de 52 mil 212, un aumento nominal de
85.3% en el valor de la producción.
Entre enero y mayo de este año, el sector agroalimentario ocupó el
tercer lugar en las exportaciones totales del país; el primer lugar lo
ocupa el sector manufacturero, con 94 mil 237 millones de dólares; el
segundo, el sector automotriz, con 39 mil 10 millones de dólares; el
tercero, el sector agroalimentario, con 14 mil 346 millones de dólares, y
en cuarto lugar el sector petrolero, con 8 mil 326 millones de dólares.
Es decir, el sector agroalimentario exportó, entre enero y mayo de
2017, 72% más que el sector petrolero.
Además, según la información del Grupo Consultor en Mercados
Agrícolas, mientras que en los primeros 20 años del TLC la balanza
comercial agropecuaria siempre fue deficitaria, desde 2016 es
superavitaria. Entre enero y mayo de este año el comercio exterior
agroalimentario arrojó un saldo superavitario de 3 mil 979 millones de
dólares, producto de exportaciones por 14 mil 346 millones de dólares e
importaciones por 10 mil 367 millones.
Los desajustes
Lo que no se ve en el discurso del gobierno mexicano ni en las
estrategias del equipo negociador es cómo hacer para que el TLCAN y su
cauda de deslumbrantes éxitos lleguen al común de la gente. Porque de
poco ha servido que el comercio exterior, particularmente las
exportaciones, hayan crecido, en la era del tratado, a un ritmo promedio
anual de entre 10% y 12%, mientras que la economía apenas lo hizo en
2.5%, que lo único que dejó en claro es que la orientación exportadora
del modelo económico no creó los necesarios lazos y encadenamientos
productivos con el resto de la economía nacional.
Y eso quiere decir que no tenemos una industria nacional fuerte. Sí
una industria manufacturera exportadora potente pero muy concentrada.
Son pocas las que realizan la mayor parte de las exportaciones. Es una
industria exportadora excluyente, que prefiere tener en México a
proveedores extranjeros antes que mexicanos.
Y los indicadores socioeconómicos de hoy no son diferentes de los que
había antes del TLCAN. Por ejemplo, los salarios. De acuerdo con la
Comisión Nacional de los Salarios Mínimos, dependiente de la Secretaría
del Trabajo y Previsión Social, el salario mínimo real a mayo de 2017
(en pesos de la segunda quincena de diciembre de 2010) era de 63 pesos
con 69 centavos (63.69), mientras en enero de 1994, mes de entrada en
vigor del TLC, el salario mínimo real era de 81 pesos con 26 centavos
(81.26).
Es decir, con todo y que el salario mínimo nominal es 80.04 pesos, en
términos reales es de (en mayo pasado) 63.69 pesos, o 17.57 pesos menos
que en enero de 1994. O lo que es lo mismo, el salario mínimo real de
mayo de 2017 vale 22% menos que el de enero de 1994. O también, con un
salario de mayo de 2017 se podía comprar un 22% menos que con un salario
de 1994.
De los empleos ni qué decir. Apenas la semana pasada el Instituto
Nacional de Estadística y Geografía dio a conocer los indicadores
estratégicos de ocupación y empleo en el segundo trimestre de 2017. Sólo
por mencionar algunos datos dramáticos: 70% de quienes tienen un empleo
perciben entre cero pesos y tres salarios mínimos (240.12 pesos al
día).
De las 52.2 millones de personas ocupadas 19.6 millones (38%) tienen
acceso a instituciones de salud, pero la mayoría –32.4 millones (62%)–
no.
En materia de pobreza, muy a pesar del 25 aniversario de la Sedesol y
de los sexenales programas para abatirla, seguimos tablas. En 1992, en
plenas negociaciones del TLCAN original, había 46 millones de mexicanos
en condiciones de pobreza. En 2012 se llegó al extremo de 53.3 millones
de pobres, de los cuales 11.5 millones estaban en pobreza extrema. Y en
2014, según el último dato consolidado del Consejo Nacional de
Evaluación de la Política de Desarrollo Social, había 46.2 millones de
pobres, de los cuales 35.6 millones vivían en pobreza moderada y 9.8 en
pobreza extrema.
En suma, el espectacular desempeño del sector exportador parece haber
pasado de largo para el grueso de la población… y de la propia
economía, que no se vio impactada positivamente en más de 23 años de
TLCAN.
Hoy, cuando la canalla mediática está desatada
en el mundo occidental, no está de más recordar que como otros términos
del discurso político, la palabra “democracia” tiene un significado
técnico orwelliano cuando se usa en exaltaciones retóricas o en el
“periodismo” habitual, para referirse a los esfuerzos de Estados Unidos y
de sus aliados para imponer la democracia liberal representativa a
Estados considerados “forajidos” como la Venezuela actual.
En ese
contexto, se ha convertido en un lugar común que cuando más democracia y
libertades se dice reconocer y defender, más se reprime la facultad de
pensar; sobre todo, la actividad de pensar a contracorriente. Con la
novedad de que en la persecución del pensamiento crítico ya no hay
fronteras. Pero sucede, además, que en el nuevo panóptico planetario y
en el marco de la guerra de espectro completo en curso, quienes
cuestionan el orden hegemónico o no se ajustan al marco del dogma
establecido por los amos del universo, pueden convertirse en un objetivo
político-militar.
Pensar entraña riesgos y trae consecuencias.
Ello ocurre en las ciencias sociales y las humanidades, pero también en
el periodismo. En la actual coyuntura, bien lo saben, entre otros,
Atilio Borón (Página 12, Rebelión.org,) y Luis Hernández (coordinador de Opinión de La Jornada),
quienes por practicar el ejercicio crítico de pensar con cabeza propia,
son objeto de mofa, presiones y campañas de estigmatización y
criminalización por un puñado de diletantes vigilantes del pensamiento
único neoliberal que responden a un mismo y nauseabundo guión de
Washington.
“Nicolás Maduro dictador” emite la voz del amo
desde las usinas del poder mundial, y el eco es amplificado urbi et orbi
por una cohorte de amanuenses subvencionados y tarifados. El esquema es
simple: para el periodismo mercenario, el “Maduro dictador” sustituye
hoy a “las armas de destrucción masivas” de Sadam Hussein, en 2003. El
saldo de la mentira del Pentágono como arma de guerra costó más de un
millón de muertos; pero eran iraquíes.
El modelo
“comunicacional” está bien engrasado. Permite debates, críticas y
discrepancias, en tanto se permanezca fielmente dentro del sistema de
presupuestos y principios que constituyen el consenso de la elite. Es un
sistema tan poderoso que puede ser interiorizado en su mayor parte, sin
tener conciencia de ello. En general, quien tiene ideas equivocadas o
intenta romper el molde es apartado o ignorado; pero en ocasiones puede
ser satanizado por los llamados intelectuales públicos, los pensadores
políticamente correctos, la gente que escribe editoriales y cosas así, y
es colocado frente al paredón de la “prensa libre”.
Recuerda
Marcos Roitman que los ideólogos del actual sistema de dominación han
reinterpretado los saberes y el conocimiento bajo una única
racionalidad: la del capital. El capital niega su carácter totalitario.
En su dimensión política, el capitalismo socializa la violencia y
deslastra la historia que le resulta incómoda. Bajo los criterios de la
“colonialidad del saber”, es capaz de eliminar al nazismo y al fascismo
−también al franquismo, al somocismo, al duvalierismo y el pinochetismo−
como fenómenos inherentes a su racionalidad.
W. Lippmann y la ingeniería del consenso
Hace más de un cuarto de siglo, en Los guardianes de la libertad
(Grijalbo Mondadori, 1990), Noam Chomsky y Edward S. Herman develaron
el uso operacional de los mecanismos de todo un modelo de propaganda al
servicio del “interés nacional” (de EU) y la dominación imperial. Nos
enseñaron a examinar la estructura de los medios (la riqueza del
propietario) y cómo se relacionan con otros sistemas de poder y de
autoridad. Por ejemplo, el gobierno (que les da publicidad, fuente
principal de ingresos), las corporaciones empresariales, las
universidades.
Asimismo, diseccionaron a los medios de elite (The New York Times, The Washington Post,
CBS y otros) que marcan “la agenda” de los gestores políticos,
empresariales y doctrinarios (profesores universitarios), pero también
la de otros periodistas, analistas y “expertos” de los medios de
difusión masiva que se ocupan de organizar el modo en que la gente debe
pensar y ver las cosas.
Demostraron, en síntesis, cómo mediante
la violencia psicológica o simbólica e indignantes campañas de
intoxicación lingüística (des)informativas y supresiones (“las peores
mentiras son las que niegan la existencia de lo que no se quiere que se
conozca”, nos alerta a su vez Emir Sader); manipulaciones, normas
doble-estándares y duplicidades; sesgos sistemáticos, matizaciones,
énfasis y tonos, y de la selección del contexto, las premisas y el orden
del día general, se lleva a cabo el control elitista de la sociedad
mediante lo que Walter Lippmann denominó “la ingeniería del consenso”.
Ese modelo de propaganda −por lo general dicotómico o maniqueo:
verbigracia “Maduro dictador vs. la oposición democrática de la MUD”;
las hordas chavistas vs. los luchadores de la libertad de D. Trump− deja
entrever que el “propósito social” de los medios es inculcar y defender
el orden del día económico, social y político de los grupos
privilegiados. Para ello, la fórmula es sencilla: los dueños de la
sociedad utilizan a una “clase especializada” −conformada por “hombres
responsables” y “expertos” que tienen acceso a la información y a la
comprensión, en particular, académicos, intelectuales y periodistas−
para que regule las formas de organización del rebaño desconcertado;
para manufacturar el consentimiento y mantener a la chusma a raya.
Todo el sistema de ideas políticas del imperialismo tiende a argumentar
su derecho a la dominación, a la supeditación del Estado a los
monopolios en todas las esferas de la vida; a la manipulación de las
masas y la desinformación de la “opinión pública. Según Lippmann, la
labor del público es limitada. El público no razona, no investiga, no
convence, no negocia o establece. Por ese motivo, “hay que poner al
público en su lugar”. La multitud aturdida, que da golpes con los pies y
ruge, “tiene su función: ser el espectador interesado de la acción”. No
el participante.
Medios domesticados: la mentira del silencio
Para
Chomsky, la tarea de los medios privados que responden a los intereses
de sus propietarios, consiste en crear un público pasivo y obediente, no
un participante en la toma de decisiones. Se trata de crear una
comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda organizarse y
ejercer sus potencialidades para convertirse en una fuerza poderosa e
independiente que pueda hacer saltar por los aires todo el tinglado de
la concentración del poder. ¿Ejemplo? Los 8.089.320 votantes que a
despecho de las amenazas imperiales y la ofensiva terrorista paramilitar
decidieron empoderar a los/as nuevos constituyentes.
Sólo que
para que el mecanismo funcione, es necesaria, también, la domesticación
de los medios; su adoctrinamiento. Es decir, generar una mentalidad de
manada. Hacer que los periodistas y columnistas huyan de todo imperativo
ético y caigan en las redes de la propaganda o el doble pensar. Es
decir, que se crean su propio cuento y lo justifiquen por
autocomplacencia, pragmatismo puro, individualismo exacerbado o regodeo
nihilista. Y que, disciplinados, escudados en la “razón de Estado” o el
“deber patriótico”, asuman –por intereses de clase o por conservar su
estabilidad laboral− la ideología del patrioterismo reaccionario. En
definitiva, el miedo a manifestar el desacuerdo termina trastocando la
prudencia en asimilación, sumisión y cobardía.
Moraleja: no se
vale discrepar con el consenso. Solo se debe pensar en una sola
dirección, la presentada por el sistema de dominación capitalista. Y si
para garantizar el consentimiento es necesario aplicar las herramientas
de la guerra psicológica para el control de las masas (como azuzar el
miedo, fomentar la sumisión y generar un pánico y terror paralizantes),
los comisarios del gran hermano entran en operación bajo el paraguas de
lo políticamente correcto, amparados por todo un sistema de dádivas y
premios que brindan un poco de confort y poder acomodaticio.
La no noticia y el Consenso de Lima
Ya
encarrerado, el pensamiento reaccionario se refuerza bajo un discurso
de desprecio y odio clasista, xenófobo y racista. Siete jóvenes han sido
quemados por parecer “chavistas” por los “demócratas” que defienden los
12 presidentes latinoamericanos del “Consenso de Lima”.
En
consecuencia, aduladores de los poderes fácticos que actúan en las zonas
de penumbra, los social-conformistas de los grandes medios –con el
periódico El País de Madrid como buque insignia de la prensa en
español− practican a diario el lenguaje operacional del orden sistémico,
reproduciendo la lógica de la dominación de manera expansiva.
Así, casi cada día durante los últimos cuatro meses, en Ciudad de
México, Madrid, Bogotá o Buenos Aires, el pensamiento reaccionario
apuntala la contrarrevolución en Venezuela. Y ello es así porque el
poder real ha creado un ejército de hombres y mujeres dedicados a
mantener y reproducir la ideología dominante y desarticular el
pensamiento crítico; dedicados a frenar el cambio social y democrático
de los de abajo mediante “la mentira del silencio” (Sader). Es decir,
negando la existencia de lo que no se quiere que se conozca, por
ejemplo, en la coyuntura, la formidable victoria del chavismo bravío y
los nuevos constituyentes antisistémicos (anticapitalistas y
antimperialistas). O, como señala Ángeles Díez, sustituyendo la
información principal por la “no noticia”: un atentado de los violentos
de la MUD se atribuyó mágicamente a la “represión” de Maduro (aderezado
con titulares que reforzaban una matriz de opinión con eje en el
autogolpe de Estado, la violencia, el caos y la emergencia humanitaria),
para difuminar la verdadera noticia: que el 30/J ocho millones
respaldaron la Constituyente.
El poder reclama una única
racionalidad, un solo orden, una sola intransigencia verdadera. Es por
eso, también, que a la manera de divisiones y/o francotiradores de un
ejército vasallo en el frente externo −y dado que toda intervención
militar es precedida por una campaña de intoxicación mediática con eje
en la guerra psicológica−, los paraperiodistas tienen la misión de
vigilar, hostigar y presionar a quienes, como Atilio Borón y Luis
Hernández, se apartan del consenso de la elite reaccionaria.
A
la biopolítica del cuerpo se suma hoy la psicopolítica de la mente
(Roitman). Y así, los saberes políticamente correctos forman parte del
modelo de dominación y marcan el ritmo de la pulsión del poder: quienes
levanten la voz y se aparten de la manada serán denigrados, hostigados
y/o castigados. En sentido contrario, y en el marco de la guerra no
convencional y asimétrica que libran el Pentágono y la Agencia Central
de Inteligencia (CIA) contra el gobierno constitucional y legítimo de
Nicolás Maduro y el pueblo de Venezuela, una agenda con la atención
constante hacia las víctimas de la represión de la “dictadura”
venezolana, ayuda a convencer al público de la maldad del enemigo y
prepara el terreno para justificar la subversión de la MUD y una
eventual intervención “humanitaria” del Pentágono.
Auschwitz, el trabajo sucio y los neomaccarthistas
El
genocidio de Hitler y la Alemania nazi fue un acto consentido por el
pueblo alemán; los hornos crematorios funcionaron a plena luz del día.
Con distintas modalidades, el horror de Auschwitz y Treblinka se replica
hoy en Afganistán, Irak, Libia, Siria, Colombia y en el México de las
fosas comunes. Las víctimas mortales de las guerras coloniales del
Pentágono y la OTAN en Afganistán, Pakistán e Irak ascienden a cuatro
millones. En general, la “buena prensa” de Occidente ha apoyado o
justificado todas esas atrocidades. Es fácil predecir qué ocurriría en
caso de estallar una intervención “humanitaria” o una guerra civil
auspiciada por Estados Unidos en Venezuela.
El uso de la
mentira con fines políticos es de vieja data. En 1950, el informe de la
Comisión Tydings sobre el senador Joseph McCarthy y el maccarthismo,
señaló: “Hemos visto utilizar aquí por primera vez en nuestra historia
la técnica de ‘la gran mentira’. Hemos visto cómo, mediante la
insistencia y la mezcla de falsedades (simples habladurías,
tergiversaciones, murmuraciones y mentiras deliberadas), es posible
engañar a un gran número de gente”.
Los periodistas, editores y
directores de la gran prensa estadunidense, que con frecuencia sabían
que McCarthy estaba mintiendo, escribían y divulgaron lo que él decía y
dejaban que el lector, que no tenía ningún medio de averiguarlo,
intentara deducir la verdad. Un día, el senador republicano John
Bricker, le dijo a McCarthy: “Joe, usted es realmente un hijo de puta.
Pero a veces es conveniente tener hijos de puta a nuestro alrededor para
que se encarguen de los trabajos sucios”.
El propósito del
maccarthismo fue revertir el pacto social keynesiano (el Estado
benefactor) que redistribuía parte de las ganancias del capital hacia
abajo. Ronald Reagan profundizó el proyecto conocido hoy como
neoliberalismo, con epicentro en la liquidación de los bienes y la
esfera pública y la mercantilización y privatización radical de todo. El
macartismo hizo escuela y lo practican ahora muchos periodistas en el
caso Venezuela (¡estúpidos, es el petróleo!), pero las madres no tienen
la culpa…
El siglo XXI fue el escenario de una nueva oleada de
reformas curriculares neoliberales que secundaron a las de los
años 90, cuyo eje articulador continuó siendo el modelo
estandarizado basado en competencias; no obstante, éstas
hicieron un primer intento de quitarse el estigma empresarial.
Fue así que las competencias holísticas y para atender la
complejidad entraron en escena con un discurso renovador, para
sustentar la invasión mercantilista de la pedagogía; sin
embargo, uno a uno de los planteamientos (propiciar el diálogo
entre materias, aprendizajes que permitirían seguir obteniendo
otros aprendizajes, aprender por proyectos y la movilización
amplia de saberes, emociones, valores, aptitudes y no sólo
capacidades para el trabajo) fueron sepultados con la perversa
reducción del currículo a los contenidos de las pruebas
estandarizadas.
Un segundo intento viene con el nuevo modelo educativo del
actual sexenio, cuyos planes y programas de estudio tienen
ligeros cambios, pero sin modificar la orientación empresarial.
De la misma forma engañosa que el proceso anterior, aparenta
tener una concepción integradora del alumno, que consiste en
incorporar el desarrollo de su dimensión socioemocional; en
realidad, mantiene la misma matriz economicista que se propone
formar capital humano o, en otras palabras, que la escuela
pública siga siendo el espacio gratuito de la iniciativa privada
para la capacitación de fuerza física, intelectual y emocional
para el trabajo.
El nuevo modelo educativo es el producto de un set renovado de
competencias laborales que demandan los procesos reorganizativos
de las empresas del capitalismo del siglo XXI, las nuevas formas
de consumo personal y online, pero también de control
y dominación que han adquirido otras dimensiones relacionadas
con los avances científicos y tecnológicos. Por ejemplo, las
neurociencias han abierto un nuevo campo de colonización que
hasta hoy había sido impenetrable para el sistema de dominación:
el cerebro humano, pues han descubierto que es posible la
manipulación de sus funciones para hacer más eficientes las
dinámicas de producción y consumo de mercancías.
Hace varios años, antes incluso que en el ámbito educativo, el
mundo empresarial experimenta la estrecha relación que existe
entre el desarrollo emocional de sus empleados y el crecimiento
de las ganancias, entre la invención de identidades familiares
de los trabajadores con la empresa y el cumplimiento de altas
metas de productividad que arrastran hasta niveles inusitados de
superexplotación. Un manejo adecuado del estrés en
circunstancias de excesiva flexibilidad laboral ha sido esencial
para contener disfuncionalidades en estos procesos de
precarización del trabajo y esclavización emocional.
Lo que hay detrás de la reforma y su propuesta educativa es el
modelo coaching, desarrollado para la esfera de la
empresa, pero trasladado al ámbito escolar; en él juega un papel
muy importante la ilusión de ser un emprendedor, que tiene como
base la programación neurolingüística con el sí se puede.
El reforzamiento de la autoestima cotidiana y la actitud de
liderazgo autorregulan la condición opresiva en el trabajador
explotado, le crean la falsa expectativa de ser ejecutivo o de
llegar a serlo; las capacitaciones mediadas por la emocionalidad
le impiden reconocer con claridad la sutileza de estos
mecanismos de sometimiento, en los que las relaciones de
seguridad social y laboral son obviadas tras estas
interconexiones emocionales que le hacen sentirse un socio libre
y no trabajador explotado.
La inteligencia emocional, como la denomina Daniel Goleman en su
best seller del mismo nombre, ha sido también adoptada
con éxito por la mercadotecnia. Los estudios de las neurociencias
aplicadas a los patrones de consumo estiman que 70 por ciento de
las razones que motivan una compra están asociadas a cuestiones
emocionales y en menor porcentaje porque la gente realmente
necesita lo que adquiere, de suerte que la contaminación
propagandística empieza a utilizar de manera excesiva la
posibilidad de recrear la vivencia socioemocional mediante
consumo. El eslogan Destapa la felicidad ejemplifica muy
bien cómo una marca de bebidas azucaradas utiliza recursos
emotivos para incitar a consumir sin culpa ni raciocinio sobre las
implicaciones para la salud que tienen sus productos.
En nuestra sociedad, los patrones de consumo en lugares masivos
se han ido individualizando paulatinamente; entonces, cada sujeto
es visto como portador personal de mercancías que siguen siendo de
producción masiva, pero ofertadas de forma directa, por catálogo,
desde sus redes sociales y en sus dispositivos personales, por
teléfono o sin salir de casa. Por eso el nuevo modelo educativo se
propone formar vendedores de mercadurías capaces de conectarse
emocionalmente con los deseos, intimidades, empatías, vacíos,
estímulos, miedos y necesidades comunicativas y existenciales de
los consumidores.
Siguen viendo a los alumnos como potenciales portadores de
habilidades para producir, vender y consumir. Educar para el
desarrollo socioemocional resulta significativo para su propuesta
en la medida en que es parte de las nuevas competencias que las
empresas ya han incorporado a sus lógicas de producción y consumo,
de superexplotación y precarización laboral, de biopoder y
colonización sobre la mente humana. El humanismo que profesan es
sólo una máscara y detrás de ella se esconde el rostro demacrado
del mercado, la ganancia para los de arriba como fin superior de
la educación neoliberal.
México
y Venezuela atraviesan un período de intensa crisis política. Eso nadie
lo puede objetar. Lo que sí es objeto de discusión es la génesis o
causa de esa crisis. Y es allí donde el analista y el público deben
concentrar la atención.
Con frecuencia se dice que el problema
en México es de carácter extrainstitucional; es decir, que la causa de
la crisis es el narcotráfico (entendido como un agente extraño a las
instituciones). Esta consigna admite matices, y generalmente acaba
reconociendo que se trata de un problema que entraña “complejidad”, no
sin deslizar los argumentos hacia una neutralidad inocua. En el caso de
Venezuela, y sólo con escasas excepciones, las opiniones (sólo eso,
“opiniones” desprovistas del imperativo de la evidencia empírica)
profesan a ultranza la univocidad: todas coinciden en resaltar la
responsabilidad primordial de un “gobierno autoritario” que lacera al
país, dirigido por el “dictador” Nicolás Maduro. Esta consigna no admite
concesiones, e irreductiblemente acaba por alentar la primitiva idea de
que el problema es de una sola variable, cuya única solución es el
derrocamiento por la fuerza (para la “oposición” venezolana eso
significa “democracia”).
Y como el léxico es absolutamente
determinante en el campo de la lucha política, cabe hacer acá algunas
apreciaciones, sostenidas en hechos susceptibles de comprobación.
México es una dictadura a su modo. Una “nueva dictadura”, advierte el
poeta Javier Sicilia, líder del Movimiento por la Paz con Justicia y
Dignidad. Y no es la única ocasión que alguien lo dice públicamente. Los
resultados de la guerra contra el narcotráfico permiten hacer esta
conjetura; y más de una organización civil comulga con el testimonio de
Sicilia. En enero de 2016, Estela de Carlotto, presidenta de la
organización argentina Abuelas de Plaza de Mayo, declaró, durante la
presentación de un reporte de Amnistía Internacional, que “el
narcotráfico es la dictadura de México”. Y agregó: “México nos duele, es
el dolor de América Latina que aún tiene abierta la herida de los años
más sangrientos de nuestra historia reciente”.
La hipótesis de
que el narcotráfico es la dictadura en México se sostiene en indicadores
que reproducen el comportamiento de las dictaduras militares en
Sudamérica. Por ejemplo: las desapariciones forzadas, la tortura
atribuida a efectivos militares, el encarcelamiento de opositores
políticos, la eliminación física de estudiantes-defensores de derechos
humanos-periodistas, y la multiplicación de ejecuciones sumarias
extrajudiciales. En suma, un conjunto de acciones que por definición
perfilan y constituyen una dictadura. (Glosa marginal: en mayo del año
en curso, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de
Londres, presentó un informe que reporta que México es el segundo país
más violento del mundo, sólo detrás de Siria).
De acuerdo con
Amnistía Internacional, más de 30 mil personas han sido desaparecidas
desde 2006 en México. Organizaciones civiles estiman que se trata por lo
menos del doble (60 mil desapariciones). En relación con esta modalidad
de crimen, se calcula que cerca de 78 por ciento involucra a agentes
estatales, lo que configura desaparición forzada, y, por consiguiente,
crímenes de lesa humanidad. Amnistía Internacional destaca que “sólo se
han dictado siete condenas a escala federal por desaparición forzada,
todas ellas entre 2005 y 2010” ( La Jornada 25-II-2015). Prácticamente un 100 por ciento de impunidad.
Sobre Venezuela, la prensa hegemónica nunca acude a ese indicador,
acaso porque allí la estadística es incluso menor a la de algunos países
desarrollados. Cabe destacar que antes de la llegada de Hugo Chávez al
poder, en ese país se registraron más de 10 mil personas desaparecidas. Y
desde el inicio de la Revolución Bolivariana hasta 2013, la
organización Provea tan sólo recopiló 114 casos de desaparición ( El Universal
30-IV-2015), en las que, por cierto, no está probada la participación
de agentes estatales en la comisión de esos delitos. Por añadidura, cabe
recordar que, tras la promulgación de la Constitución Bolivariana en
1999, por iniciativa del comandante Hugo Chávez, “Venezuela se convirtió
en el primer país de América Latina en calificar la desaparición
forzada como un delito de lesa humanidad” ( Correo del Orinoco 21-I-2017).
También
en materia de tortura, la incidencia en México es alarmante. En octubre
de 2015, Amnistía Internacional condenó la virulencia de ese delito en
el país: “La epidemia de tortura en México ha alcanzado niveles
catastróficos”(La Jornada 23-X-2015). Y advirtió que lo
más preocupante es la rutinaria participación de la fuerza pública en la
violación de un derecho humano básico (i.e. anulación de toda
protección jurídica del detenido). Según datos de la Procuraduría
General de la República, el número de denuncias por tortura a nivel
federal aumentó más del doble entre 2012 y 2014, ya que registró un
aumentó de mil 165 a 2 mil 403.
Sobre los presuntos casos de
tortura contra “opositores” en Venezuela, Luis Hernández Navarro recoge
un episodio ilustrativo: “Durante meses, Lilian Tintori aseguró que su
esposo, Leopoldo López, estaba siendo torturado en prisión. Incluso
se dijo que había fallecido. Multitud de medios dieron por buena esta
versión sin corroborarla. Sin embargo, cuando el pasado 8 de julio López
pasó a prisión domiciliaria, parecía más un instructor de
fisicoculturismo que un reo martirizado” ( La Jornada
25-VII-2017). Por cierto, el pasado abril, la Corte Penal Internacional
(CPI) desechó la denuncia por supuestas torturas sufridas por los
hermanos Alejandro y José Sánchez, afiliados al partido derechista
Primero Justicia, y detenidos el jueves 13 de abril ( Telesur 19-IV-2017).
De acuerdo con cálculos del senador Alejandro Encinas, en México suman
alrededor de 800 presos políticos. Elena Arzaola, investigadora de l
Centro de Investigación y Estudios en Antropología Social (CIESAS)
estima que “cuatro de cada 10 presos en México están en la cárcel sin
sentencia” ( La Opinión 22-III-2016).
Hasta antes de la
escalada de violencia opositora en Venezuela en abril de este año, la
propia Organización de Estados Americanos (OEA) reconoció que en ese
país había 117 presos políticos, no pocos de ellos acusados por delitos
graves que tienen poca o nula relación con un quehacer político
legítimo. Entre ellos, el tristemente célebre Leopoldo López,
actualmente libre, pero inhabilitado políticamente por hechos de
corrupción, vinculado a instituciones financiadas por la Agencia Central
de Inteligencia de Estados Unidos (CIA), y responsable confeso de
acciones desestabilizadoras. El repunte del terror inoculado por la
derecha en las calles de Venezuela elevó la cifra de detenidos a 359 ( El Nacional 17-VI-2017). Pero difícilmente alguien puede argüir que se trate de “presos políticos”.
A propósito de persecuciones políticas, en México la desaparición
forzada de los 43 estudiantes normalistas sigue impune. La singularidad
de este delito de lesa humanidad es que involucró a la totalidad de las
instituciones de Estado: fuerza pública, corporaciones policiales,
instituciones de justicia, partidos políticos, y los tres niveles de
gobierno (municipal, estatal y federal). Toda una extraordinaria acción
concertada para la comisión material del crimen, y la ulterior operación
de ocultamiento, con el único propósito de proteger los negocios del
narcotráfico. Ayotzinapa encierra una verdad políticamente inconfesable:
que México es una narco dictadura.
También en Venezuela
persiguen y matan bestialmente a civiles. Pero no es exactamente el
gobierno el autor de esos crímenes. Otra vez Hernández Navarro relata un
incidente representativo de la violencia en ese país: “Carlos Eduardo
Ramírez salió a buscar empleo el jueves 18 de mayo. Alrededor de las 3
de la tarde caminaba por una de las calles cercanas a la estación del
Metro de Altamira, en Caracas, cuando un grupo de unos 20 opositores al
gobierno encapuchados lo abordó. De inmediato comenzaron a golpearlo con
palos y piedras. Uno llevaba una pistola. ‘¡Mátalo, mátalo, mátalo! ¡Se
tiene que morir ese chavista!’, le gritaron… Desde entonces, los
enemigos de la revolución bolivariana no han parado de quemar a seres
humanos por el delito de ser chavistas. Los fanáticos han prendido fuego
a 19 personas, en su inmensa mayoría negros, pobres o funcionarios
gubernamentales” ( Ibidem ).
México es uno de los peores
países en el mundo para ejercer el periodismo. Hasta la fecha, hay
registro de 123 periodistas asesinados desde el año 2000, y otros 25
están desaparecidos. “En la lista de los lugares más mortíferos para ser
reportero, México está ubicado entre Afganistán, un país devastado por
la guerra, y Somalia, categorizado como Estado fallido. El año pasado
[2016] fueron asesinados once periodistas mexicanos, la mayor cifra
durante este siglo” ( The New York Times 29-IV-2017). En México, “prevalece un 99.75 por ciento de impunidad en casos de violencia contra comunicadores” ( Telesur 3-V-2017).
De acuerdo con el balance cuatrimestral (enero-abril 2017) de la
Comisión Investigadora de Atentados a Periodistas de la Federación
Latinoamericana de Periodistas, catorce periodistas fueron asesinados en
cinco países de Latinoamérica: siete asesinatos ocurrieron en México,
dos en, Perú, dos en República Dominicana, uno en Guatemala, uno en
Honduras y uno más en Venezuela ( Resumen Latinoamericano I-IV-2017).
En el folio de Venezuela del sitio oficial de Reporteros Sin Frontera,
las estadísticas de los últimos años sobre el periodismo en ese país
registran: “cero periodistas muertos”; “cero periodistas ciudadanos
asesinados”; “cero colaboradores muertos” (https://rsf.org/es/venezuela).
Cuando se le preguntó acerca de la crisis venezolana en la Conferencia
de Seguridad de Aspen el pasado 20 de julio, el director de la CIA, Mike
Pompeo, contestó: "Cada vez que tienes un país tan grande, y con la
capacidad económica de un país como Venezuela, Estados Unidos tiene
profundos intereses… Basta señalar que estamos muy optimistas de que
puede haber una transición en Venezuela… Acabo de estar en Ciudad de
México en Bogotá, la semana antepasada, hablando sobre este tema
precisamente, intentando ayudarles a entender las cosas que podrían
hacer para lograr un mejor resultado para su rincón del mundo y nuestro
rincón del mundo (¡sic!)" ( El Nuevo Herald 26-VII-2017).
¿Está clara la diferencia entre una dictadura y una contrarrevolución?