MÉXICO, D.F. (apro).- La indolencia de Enrique Peña Nieto y
todo su equipo de seguridad nacional no tiene límites. Insensibilidad o
componenda pero a fin de cuentas un único resultado: impunidad que abona
a desapariciones forzadas, asesinatos, levantones, persecución y abusos, por decir lo menos.
Desde hace seis meses, justo el 29 de octubre, el presidente de
México, Peña Nieto; el titular de Sedena, Salvador Cienfuegos Zepeda, y
el comisionado nacional de seguridad, Monte Alejandro Rubido, sabían que
en Chilapa, Guerrero, iban a desaparecer jóvenes en contra de su
voluntad.
Lo supieron cuando don Clemente Rodríguez Moreno, padre del estudiante de 19 años, Cristian Alfonso Rodríguez Telumbre, les informó, primero, y reclamo después, que algunos de los desaparecidos de la Normal Rural de Ayotzinapa habían sido vistos por los rumbos de Chilapa.
Y debió pasar un mes de la desaparición forzada de los 43 estudiantes para que Peña Nieto se dignara a recibir a los padres en Los Pinos. Ahí, don Clemente Rodríguez le narró lo que apenas tres días antes le comentó una vieja conocida de la familia.
“Nosotros pensamos que ya había regresado tu hijo porque el otro día pasó una camioneta por acá, por Tuxtla, rumbo a Chilapa, una camioneta de redilas, y su hijo me dijo adiós”. “¿Lo vio solo o con quién?”, preguntó enseguida don Clemente.
La mujer aclaró: “No, iba llena de muchachos, y atrás de ellos iba otro carro grande”.
Don Clemente no pudo explicar en aquellas cinco horas de su encuentro con Peña Nieto quién pudo haber trasladado a los jóvenes hacia Chilapa, pero sí le exigió que buscaran por ahí, y lanzó como hipótesis la participación del grupo delictivo de Los Rojos, según publicó Proceso en su edición 1983, de noviembre pasado.
Transcurría apenas el primer mes de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
El gobierno federal y su comandante en jefe, Enrique Peña Nieto, no hicieron nada al respecto. Por lo menos oficialmente nada se supo de alguna búsqueda por la zona. Sí, en cambio, una semana después, el 7 de noviembre, el gobierno federal priista intentó convencer a padres y sociedad en general que los muchachos habían sido “quemados en una pila” con llantas y diesel.
En aquella ocasión nadie le creyó a Jesús Murillo Karam, entonces procurador general de la República y quien lo mismo tiene la capacidad de indagar la desaparición de jóvenes que de presentar un análisis sobre las nuevas viviendas que recibirán los afectados por el tornado en Ciudad Acuña, Coahuila.
Seis meses después de que los padres de Ayotzinapa alertaran a Peña Nieto y al equipo de seguridad nacional que algo grave sucedía en Chilapa, vino otro evento llenando nuevamente de indignación a los mexicanos: la desaparición de 30 jóvenes de entre 25 y 30 años en el municipio de Chilapa.
Durante cinco días, a partir del sábado 9 de mayo, un grupo delictivo local se dedicó a catear casas y levantar jóvenes, ante la mirada de elementos de Seguridad Pública, aparte de mofarse de los militares, quienes tienen retenes ahí, y todo ello como parte de la lucha que mantienen las bandas delictivas de Los Rojos y Los Ardillos por el control de la zona por ser un lugar de paso para el trasiego de la droga.
Lo ocurrido el 26 de septiembre de 2014 se pudo evitar lo mismo que lo sucedido el 9 de mayo en Chilapa. Sin embargo, la complicidad, inacción, omisión, indolencia e insensibilidad de algunas autoridades federales, estatales y/o municipales no hace sino abonar a que ello siga ocurriendo.
A Peña Nieto –un hombre que gusta de jugar golf tres veces por semana, que se levanta pasadas las diez de la mañana y que ahora, ante el temor de un ataque, ya no sólo tiene al edecán militar a sus espaldas en cada acto público, sino que además incluye a un elemento castrense camuflado en los presídium– no parece importarle lo que le suceda a los jóvenes. Su único fin parece ser el disfrute, actuar como un sibarita bien protegido.
Saber de su acceso a lo más caro mientras otros no pueden tener caso nada, parece ser el deleite de Peña Nieto y su equipo, incluyendo, por supuesto, el lujo de la seguridad y la evasión a la muerte.
Al sibarita de Peña Nieto don Clemente le narró ese 29 de octubre en Los Pinos cómo fue que ante su incredulidad por el dicho de su amiga, todavía le preguntó: “A lo mejor se equivocó”.
La mujer le respondió, “cómo cree, si yo conozco rebien a su hijo y él a mí, pues hasta me dijo adiós”.
Ese día don Clemente dijo en Los Pinos que termino creyéndole a su amiga. Y también expresó: “A mí me hace pensar que se lo llevaron por Chilapa porque allá hay muchos pueblos, y creo que por allá han de estar, porque ahí en Chilapa esta la mera plaza de Los Rojos. Es la base de ellos; como en Iguala, la de Guerreros Unidos. Los rumores de la gente que va para Chilapa es que ven gente armada y los militares a un lado, o sea, con ellos, haciéndose como que no ven. Yo no sé si están involucrados o están recibiendo dinero o alguna cuota”.
El 26 de octubre pasado, la amiga de don Clemente le dijo que hacía “dos semanas” había visto a su hijo camino a Chilapa, custodiado por otros vehículos. Es decir, 15 días después del 26 de septiembre.
Todo esto se narró a Peña Nieto, e incluso el padre de familia le reclamó: “¿Cómo es posible que no puedan entrar y que el Ejército está a un lado y los delincuentes, Los Rojos, estén ahí. ¡Voy a creer que no se den cuenta de que está el enemigo ahí!”.
A Peña Nieto le recriminaron, le pidieron que fueran a Chilapa pero no actuó. Sólo seis meses después, cuando de nueva cuenta desapareció una treintena de jóvenes de los cuales se sabe el nombre de 16, el sibarita del presidente decidió actuar… demasiado tarde.
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