“Todos son culpables menos yo”
Javier Sicilia
MÉXICO, D.F., 23 de marzo.- Con estas palabras, Louis-Ferdinand Céline, el creador de Viaje al final de la noche, no sólo definía su condición de víctima absoluta de la Primera Guerra Mundial, sino la realidad de nuestra época: la irresponsabilidad. Si en el mundo griego un hombre conquistaba la gloria en la ciudad o se condenaba en ella era por sus actos, en el nuestro –como nos lo mostraron el cúmulo de acusaciones que los responsables de firmar acuerdos que dañan la vida de los mexicanos se lanzaron unos a otros en San Lázaro– los seres humanos parecen vivir en una inocencia perpetua. Culpables todos, desde el yo acusador, al final todos terminan por mostrarse como víctimas inocentes que hay que reivindicar.
La disputa de San Lázaro reveló, con un arte del más puro sofisma, toda la corriente del relativismo moderno: si lo único que cuenta es la autenticidad, cada cual, en nombre de sí mismo, se habilita para no someterse a las leyes comunes que lo desposeerían de ese sí mismo individual y distinto, en su incapacidad para el mal, de los demás: “¡No me juzguen –gritaban y continúan gritando cada uno de ellos–, los otros son los responsables y los traidores. Yo obré de buena fe, por el bien del país!”.
Desde hace mucho (el asunto de San Lázaro es sólo su escándalo mediático), el presidente, los gobernadores, los alcaldes, los jefes de partido, los hombres y mujeres de las Cámaras, con un infantilismo atroz, se han convertido en excepciones a las que la ley y la moral tienen que adaptarse. Mirando “la paja en el ojo ajeno”, nuestros “representantes” han hecho que la ley, en vez de servir para contener los apetitos y las desmesuras del ego, se esgrima para beneficiarlos en cualquier circunstancia.
Esta candidez, con la que nuestros políticos se defienden, pretende hacernos creer que en ellos no sólo hay ausencia de mal, sino –como si fueran entes puros, seres ontológicamente inocentes– una absoluta imposibilidad de maldad y de villanía. Ningún acto emanado de ellos –jamás de los otros– puede ser malo, puesto que de ellos, que son esencias cuasi angélicas, procede, y en consecuencia queda santificado.
En este sentido, la victimización –esa calidad de sentirse juzgados por los verdaderos malvados, que a su vez se sienten también víctimas de los verdaderos malvados– es la versión fraudulenta del privilegio. Ella grita, en su defensa, que la ley debe aplicarse a todos salvo a ellos, y al hacerlo, como lo señala Pascal Bruckner, “esboza una sociedad de castas invertida donde el hecho (de ser acusado por algo que se cometió) reemplaza las ventajas de la cuna”: la mala conducta que los demás tienen para con ellos es un crimen; en cambio, los actos criminales que cometieron son pecados veniales, gestos ingenuos, futilezas, que es falta de tacto, arrogancia, señalar.
Con estas actitudes, nuestros políticos parecen decirnos que a final de cuentas la democracia se resume en la autorización para hacer lo que se quiera (siempre y cuando se presente uno como un expoliado) y en el encumbramiento del derecho, ya no como protección de los débiles y de los ciudadanos, sino de los hábiles, es decir, de quienes disponen de las relaciones, del dinero y del poder para esgrimir su inocencia en cualquier circunstancia, aun en la más absurda, evidente y criminal.
En la postura de la víctima que nuestros políticos asumen cuando se les pone en evidencia, en ese arte de la impostura con la que en su rostro colocan la máscara de la dignidad herida, en esa sofisticada forma en la que se vive el estado de derecho, reaparecen como nunca la arbitrariedad y el reforzamiento perverso de los fuertes que gritan a los cuatro vientos su condición de víctimas, de seres traicionados e incomprendidos.
Tomemos –para ejemplificar mejor lo que quiero decir y volver al escándalo mediático de San Lázaro, que en realidad es el pan nuestro de la política– el gesto de protección de Calderón a Gómez Mont cuando se supo de esos acuerdos que el propio secretario de Gobernación negoció con el PRI y que el presidente –otro inocente que se siente víctima de los ataques a sus malas políticas– ignoraba.
El objeto del espaldarazo fue confirmar una práctica común entre los partidos y los gobiernos que de ellos emanan: que los políticos, en nombre de cualquier tipo de interés, tienen que estar siempre por encima de la ley y de la moral, y que ningún político en ejercicio debe ser molestado, ni siquiera por errores graves o crímenes. Cuando esto sucede o, para decirlo con Bruckner, “cuando las élites se pretenden más allá del bien y del mal y rechazan cualquier tipo de sanción por sus actos, el conjunto del cuerpo social se ve inducido a repudiar la idea misma de responsabilidad (ése es exactamente el peligro de la corrupción: ridiculizar la honradez, convertirla en una excepción tan vana como trasnochada)”, y a generar una actitud de irresponsable victimización.
Así, para nuestra desgracia, hay que entender los patéticos alegatos de nuestros políticos que pretenden liberarse de los rigores de la responsabilidad y de la ley; así, también, por desgracia, se va edificando la infantilización de una época que se hunde lentamente en las nefastas consecuencias de sus irresponsabilidades.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Desde hace mucho (el asunto de San Lázaro es sólo su escándalo mediático), el presidente, los gobernadores, los alcaldes, los jefes de partido, los hombres y mujeres de las Cámaras, con un infantilismo atroz, se han convertido en excepciones a las que la ley y la moral tienen que adaptarse. Mirando “la paja en el ojo ajeno”, nuestros “representantes” han hecho que la ley, en vez de servir para contener los apetitos y las desmesuras del ego, se esgrima para beneficiarlos en cualquier circunstancia.
Esta candidez, con la que nuestros políticos se defienden, pretende hacernos creer que en ellos no sólo hay ausencia de mal, sino –como si fueran entes puros, seres ontológicamente inocentes– una absoluta imposibilidad de maldad y de villanía. Ningún acto emanado de ellos –jamás de los otros– puede ser malo, puesto que de ellos, que son esencias cuasi angélicas, procede, y en consecuencia queda santificado.
En este sentido, la victimización –esa calidad de sentirse juzgados por los verdaderos malvados, que a su vez se sienten también víctimas de los verdaderos malvados– es la versión fraudulenta del privilegio. Ella grita, en su defensa, que la ley debe aplicarse a todos salvo a ellos, y al hacerlo, como lo señala Pascal Bruckner, “esboza una sociedad de castas invertida donde el hecho (de ser acusado por algo que se cometió) reemplaza las ventajas de la cuna”: la mala conducta que los demás tienen para con ellos es un crimen; en cambio, los actos criminales que cometieron son pecados veniales, gestos ingenuos, futilezas, que es falta de tacto, arrogancia, señalar.
Con estas actitudes, nuestros políticos parecen decirnos que a final de cuentas la democracia se resume en la autorización para hacer lo que se quiera (siempre y cuando se presente uno como un expoliado) y en el encumbramiento del derecho, ya no como protección de los débiles y de los ciudadanos, sino de los hábiles, es decir, de quienes disponen de las relaciones, del dinero y del poder para esgrimir su inocencia en cualquier circunstancia, aun en la más absurda, evidente y criminal.
En la postura de la víctima que nuestros políticos asumen cuando se les pone en evidencia, en ese arte de la impostura con la que en su rostro colocan la máscara de la dignidad herida, en esa sofisticada forma en la que se vive el estado de derecho, reaparecen como nunca la arbitrariedad y el reforzamiento perverso de los fuertes que gritan a los cuatro vientos su condición de víctimas, de seres traicionados e incomprendidos.
Tomemos –para ejemplificar mejor lo que quiero decir y volver al escándalo mediático de San Lázaro, que en realidad es el pan nuestro de la política– el gesto de protección de Calderón a Gómez Mont cuando se supo de esos acuerdos que el propio secretario de Gobernación negoció con el PRI y que el presidente –otro inocente que se siente víctima de los ataques a sus malas políticas– ignoraba.
El objeto del espaldarazo fue confirmar una práctica común entre los partidos y los gobiernos que de ellos emanan: que los políticos, en nombre de cualquier tipo de interés, tienen que estar siempre por encima de la ley y de la moral, y que ningún político en ejercicio debe ser molestado, ni siquiera por errores graves o crímenes. Cuando esto sucede o, para decirlo con Bruckner, “cuando las élites se pretenden más allá del bien y del mal y rechazan cualquier tipo de sanción por sus actos, el conjunto del cuerpo social se ve inducido a repudiar la idea misma de responsabilidad (ése es exactamente el peligro de la corrupción: ridiculizar la honradez, convertirla en una excepción tan vana como trasnochada)”, y a generar una actitud de irresponsable victimización.
Así, para nuestra desgracia, hay que entender los patéticos alegatos de nuestros políticos que pretenden liberarse de los rigores de la responsabilidad y de la ley; así, también, por desgracia, se va edificando la infantilización de una época que se hunde lentamente en las nefastas consecuencias de sus irresponsabilidades.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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