Abel Barrera Hernández
conviene dejar asentado que la efervescencia del estado de Guerrero tiene su proyección en situación militar (y que) el Ejército ha tenido que absorber los problemas para garantizar en la medida de sus posibilidades la tranquilidad del sector rural.
En 1960 Guerrero era el estado más pobre del país; más de 60 por ciento de analfabetismo y 74 por ciento de su población se distribuía en pequeños núcleos rurales, en condiciones deplorables y total aislamiento. Sólo Acapulco, Taxco, Zihuatanejo y la capital del estado contaban con carretera pavimentada.
La creación de la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) por los maestros Genaro Vázquez Rojas y Darío Vázquez Carmona despertó muchas expectativas entre pobladores del estado, para hacer frente al gobernador Raúl Caballero Aburto, quien reprimía a la oposición política, utilizando a policías y al Ejército. Se focalizó la persecución en maestros disidentes que eran expulsados de las escuelas por impulsar la organización de padres de familia en defensa de la educación gratuita.
Con la revuelta que enarboló la lucha por la autonomía de la universidad de Guerrero, el 30 de diciembre de 1960, el gobernador arremetió contra estudiantes y maestros en Chilpancingo, usando las tropas que asesinaron a 19 personas. Por ello el Senado decretó la desaparición de poderes en el estado. La lucha contra los cacicazgos políticos y los acaparadores de tierras desencadenó un movimiento campesino que puso en jaque al partido oficial. La ACG lanzó sus candidaturas para disputar la gubernatura, las diputaciones locales y las alcaldías. Esta acumulación de fuerza social alertó al cacicazgo priísta que pidió al gobierno federal el apoyo del Ejército para que controlara las instituciones e impidiera el triunfo de la oposición. Se intensificó la persecución contra la ACG que representaba una amenaza para el régimen represor.
Ante la cerrazón política y la represión, Genaro Vázquez creó la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR) como organización armada para declarar la guerra al Ejército Mexicano y los poderes establecidos en Guerrero. Fueron años sangrientos por la implantación de una estrategia de contrainsurgencia del Ejército, que impuso el toque de queda en las regiones convulsas. El secretario de la Defensa, Hermenegildo Cuenca Díaz, aplicó el Plan Telaraña, que se propuso eliminar a la guerrilla. El Ejército tomó el control de las regiones del Centro, Acapulco, Costa Grande y Costa Chica para reprimir a la población. Los detenidos eran trasladados a sedes militares o cárceles clandestinas para torturarlas y desaparecerlas.
Existen testimonios de que el Campo Militar número uno fue usado de centro de tortura para los guerrilleros y sus familiares. Un informe de la Dirección Federal de Seguridad reporta el traslado de varias personas detenidas a la 27 zona militar, en Atoyac de Álvarez. Perpetraba estas detenciones un grupo clandestino de policías y militares denominado Sangre. Tras ser torturados para arrancarles información sobre la guerrilla de Lucio Cabañas, los detenidos eran forzados a tomar gasolina para posteriormente prenderles fuego. Desfigurados, los cuerpos eran abandonados cerca de Acapulco.
Con el gobierno de Rubén Figueroa Figueroa la represión se recrudeció con más grupos de gavilleros para enfrentar a la guerrilla y aterrorizar al pueblo. Los generales Arturo Acosta Chaparro, Francisco Quiroz Hermosillo y el capitán Francisco Javier Barquín formaron grupos de policías judiciales y militares que detenían a sospechosos y los torturaban en los separos del Fraccionamiento de Costa Azul. Los asesinaban y trasladaban a la base aérea militar siete de Pie de la Cuesta.
De acuerdo con Gustavo Tarín, ex miembro de inteligencia de la Policía Militar, de 1974 a 1981 detuvieron a unas mil 500 personas que las interrogaban en las oficinas de policía y tránsito de Acapulco. Desde ahí las personas eran vendadas y atadas para trasladarlas a Pie de la Cuesta, donde se encontraba Acosta Chaparro, acompañado por Alfredo Mendiola, Alberto Aguirre y otros, quienes disparaban en la nuca a los detenidos con una pistola calibre 380, llamada la espada justiciera. Los ejecutados eran encostalados y trasladados al avión Arava del Ejército, que realizaba tres o cuatro vuelos nocturnos a la costa de Oaxaca.
La guerra sucia en Guerrero dejó más de 850 desaparecidos. Ningún gobierno se ha atrevido a indagar al Ejército; más bien en los últimos sexenios le han asignado la guerra contra el narcotráfico. Con los gobiernos caciquiles establecieron alianzas para impulsar la siembra de enervantes en regiones inhóspitas. Facilitaron el comercio ilegal de armas, pactaron con caciques regionales y grupos criminales para el trasiego internacional de mariguana y amapola. Acapulco devino en el centro de operaciones de los grandes narcos que abrieron rutas por mar y aire a Sudamérica.
El Ejército mantuvo su estrategia contrainsurgente, ocupando comunidades, violando mujeres, desapareciendo a líderes comunitarios y ejecutando a presuntos guerrilleros. En contrapartida, los negocios de la economía criminal se afianzaron en el estado con el apoyo de caciques. La guerra antinarco reposicionó al Ejército y a la Marina, dejando intacta la estructura criminal que opera en las instituciones de seguridad y justicia del Estado. La colusión entre agentes del Estado y crimen organizado ha aumentado la cifra de desaparecidos, en su mayoría jóvenes residentes en las periferias de las ciudades, mujeres jóvenes y estudiantes, madres de familia, pequeños comerciantes, líderes sociales y ecologistas, defensores comunitarios, maestros de la Ceteg y estudiantes de la normal de Ayotzinapa. Las desapariciones en Guerrero tienen el sello de impunidad, porque no se indaga a autoridades militares ni civiles que forman parte de las redes de la macrocriminalidad que imperan en México.