- En
el siglo XVIII, los médicos no lograban curar la peste pero decían que
podían evitarla mediante el uso de máscaras y gafas que, según ellos,
los protegían del contagio. Lo mismo sucedió después, durante la
epidemia de gripe española, y el gobierno de Japón ordenó a
su población utilizar mascarillas quirúrgicas europeas para protegerse
del virus. Hoy vuelva a generalizarse el uso de la mascarilla, ahora
frente al Covid-19. Pero los estudios son prácticamente unánimes:
la generalización del uso de mascarillas no tiene ningún efecto sobre
la propagación de las enfermedades bacterianas o respiratorias.
La imposición del uso generalizado de la mascarilla quirúrgica se ha convertido en el símbolo de la gestión de la «pandemia».
Esta imposición no es de carácter sanitario y demuestra la existencia
de un razonamiento que no tiene nada que ver con el sentido común. Es
una orden que se presenta simultáneamente como una ley y como la
destrucción de la ley. Con esa orden se perpetra una separación del
orden político.
Las razones de la imposición del uso generalizado de la mascarilla
quirúrgica pueden resumirse de la siguiente manera: sin ella no habría
ninguna expresión clara de la «extrema» gravedad que
supuestamente tiene el Covid. La centralidad del uso de la mascarilla
reside en el hecho que, al recordarnos constantemente la «pandemia», esa imposición nos pone también constantemente bajo la mirada del poder, confiscando así nuestra intimidad.
Con esa medida la consciencia se reduce a un «sufrirse a sí mismo». «Experimentar el no poder salir de sí mismo» [1]» no es algo exterior, no ocupa una parte de nuestra existencia sino que se convierte en nuestra vida misma.
Lo que así se siente deja su huella en quien se enfrenta al Covid
ya que es un discurso sin palabras, que no puede inscribirse y así
tomar cuerpo. Es algo que impide el olvido y que no puede rechazarse.
Al reactivarse constantemente, la obligación del uso de la mascarilla
nos trae eternamente de regreso al trauma.
El discurso sobre la «pandemia» se opone a la cultura, nos encierra en «la vida desnuda».
Ese discurso amenaza la capacidad de todo ser humano de rechazar –para
no sentirse petrificado. La máscara-corona revela directamente lo Real
humano, más precisamente, su «ser para la muerte».
La obligación se convierte entonces en una ley suprema que condiciona nuestra «libertad»
e instituye una relación negativa consigo mismo y con el otro.
Nos conmina a renunciar a nuestra vida. Al no poder ser canalizada
a través de la cultura, lo real de la muerte abarca la totalidad de
nuestra existencia.
De esa manera, la máscara-corona no es la articulación de
lo simbólico y lo real. Por consiguiente, ya no es una máscara ya que
no hace el papel de velo. Al contrario de la máscara griega o romana,
la máscara-corona no oculta el rostro… lo hace desaparecer.
Portar una máscara cumplía una función de protección del cuerpo
simbólico. Ahora, la máscara-corona es una profanación del
cuerpo social e individual. Ya no es, como la máscara de la antigüedad
griega, una articulación entre lo visible y lo invisible y ya no permite
el posible acceso a algo real pero oculto tras un velo.
La máscara-corona es, al contrario, una provocación de lo Real, que
permite desencadenar la pulsión de muerte.
La pulsión de muerte es la estructura misma de la pandemia. Genérica y universal, «se basa en una angustia fisiológica y en la rabia impotente» [2] del infans [3],
de quien no puede hablar. Impide todo libre arbitrio e induce una
aceptación generalizada del uso de la máscara. Esa pulsión se convierte
en la reivindicación de un ideal consistente en escapar a la condición
humana y aceptar así el paso al transhumanismo.
Un «hacer ver»
Es, efectivamente, en el marco de un «hacer ver» que la OMS recomienda el uso de la mascarilla [4],
aunque reconoce que la mascarilla no permite detener el virus
ni proteger a quien la porta. La ventaja que ve la OMS en esa medida
reside en la modificación de los comportamientos de las poblaciones,
a las que se estimula a fabricar ellas mismas sus propias mascarillas y
a participar así activamente en su propia destrucción.
Para la OMS, la mascarilla se convierte también en «un medio de expresión corporal», adecuado para favorecer la aceptación global de las medidas de «protección» [5].
Aunque la actuación del poder tenga por efecto verdadero la
propagación de la enfermedad, usar la mascarilla se convierte en un
pedido de protección. La máscara-covid es así una forma de comunión con
la autoridad, una adhesión que muestra como aceptamos someternos a
conminaciones que nos impiden ser nosotros mismos.
El poder presenta la «pandemia» bajo el aspecto aterrador de una vida contaminada [6]. Su existencia se construye entonces como un hecho social «total, irreversible, imprevisible e irreparable» [7].
El uso permanente de la mascarilla se convierte entonces en el
paradigma de la catástrofe. Es la exhibición, por los portadores mismos
de la mascarilla, de las medidas que no sólo no los protegen sino que
los debilitan tanto física como psíquicamente. La adhesión al discurso
del poder es una fijación mortífera a lo que dice el poder, es
el resultado de una técnica de sumisión en la cual quienes llevan
el peso de la carga del sometimiento son los individuos mismos que
se someten.
Al portar la mascarilla, somos portadores de nuestra culpabilidad
–somos culpables de ser un vector de transmisión de la enfermedad,
pecado que debemos expiar exagerando nuestra propia sumisión. A pesar
de que la instrucción de portar la mascarilla es respetada por la
enorme mayoría de la población, constantemente siguen conminándonos a
llevarla. Presentada inicialmente como una medida temporal, hoy
nos dicen que, a pesar de la vacunación, el uso de la mascarilla
seguirá siendo necesario [8].
La máscara-corona se inscribe en la ideología de la transparencia.
El rostro que la máscara disimula desaparece como simple reflejo de
la mirada del otro [9].
Nos remite a una imagen abierta, de la cual el portador no puede
ausentarse. La máscara permite así una identificación con la mirada
hipnotizante. El resultado es una relación incestuosa, una fusión con
el disfrute del poder, que cae en la categoría de lo obsceno.
La máscara como técnica de encierro
En todas partes del mundo, el poder ha puesto en práctica técnicas de
aislamiento cada vez más sofisticadas, como las prisiones del tipo F [10]
que deben provocar en el preso un estado del privación sensorial.
El aislamiento caracteriza la modernidad. Está presente simultáneamente
en la sociedad y en la prisión. En la pandemia, la técnica de encierro
se vincula a la postmodernidad. El confinamiento, el uso de la máscara o
las medidas de “distanciamiento social” no tienen por único objetivo
aislar del cuerpo social el cuerpo de quien puede ser portador
del covid, también apunta a aislarlo de sí mismo.
El tratamiento que actualmente se da a nuestro cuerpo hace recordar
de inmediato la técnica de encierro utilizada en la prisión
[estadounidense] de Guantánamo. Ese campo de detención inaugura una
nueva exhibición, pero no del cuerpo, como en tiempos de los reyes
de Francia o la imposición del trabajo del inicio del capitalismo, sino
de su imagen, más precisamente de una negación de la imagen del
cuerpo.
[En Guantánamo] no sólo se cubría los ojos a los presos poniéndoles
antiparras opacas, la nariz y la boca también estaban recubiertos por
una mascarilla quirúrgica. De hecho, se confisca el cuerpo del preso,
no para someterlo sino para encerrarlo en sí mismo. Nada debe desviar
del encierro la mente de un preso ya que el preso debe ver el encierro
como algo que no tiene principio y, sobre todo, que tampoco tiene
final [11].
En el uso de la máscara-corona volvemos a encontrar las últimas
funciones de un encierro sin límite de tiempo. Cubrir las manos con
guantes y el uso permanente de la mascarilla médica no son los únicos
procedimientos similares al campo de detención de Guantánamo.
En ambos casos, el encarcelamiento es a la vez externo e interno.
Nos encierra en nuestra impotencia y nos lleva a un estado, más o menos
avanzado, de privación sensorial, elemento productor de sicosis.
Incomunicado de los demás y de sí mismo, el psicótico está «en comunicación»
sólo con el virus y con las conminaciones de las autoridades.
Los cuerpos enmascarados hacen visible la invisibilidad de la guerra
contra el coronavirus, actuando de la misma manera que las imágenes de
Guantánamo, que dieron existencia a la guerra contra el terrorismo.
La fábrica de psicosis
A través de las imágenes de Guantánamo el espectáculo mira al espectador por el «hueco de la mirada» [12].
El espectador se ve atrapado en la pulsión escópica, donde lo esencial
es mirarse ser mirado. Esa pasividad es participación en el
dejar hacer, en el dejar mostrar, en el dejar decir y gozar de ello.
Al igual que la recepción, sin condena explícita, de las imágenes de Guantánamo, el enrolamiento personal en la «guerra contra el coronavirus» es una etapa adicional en la renuncia a nuestra propia humanidad.
El consentimiento ante lo que se dice y se muestra no es sólo pasivo
sino también activo. La persona ya no está simplemente en estado de
sideración ante algo visible que puede considerar exterior sino que
tiene que rehacerse e integrar activamente la movilización que
se impone debido a la pandemia, tiene que estar «en marcha», participar en su propia destrucción como ser humano así como en su recomposición como «transhumano». En la «guerra contra el coronavirus»,
ya no hay distinción interior/exterior. Esta fusión de tipo psicótico
existe, no sólo a nivel individual sino también societal.
La fabricación de la sicosis es, desde hace tiempo, una ocupación de
nuestros dirigentes. Las técnicas de privación sensorial aplicadas
en Guantánamo permitían producir –en sólo 2 días– individuos psicóticos
en materia de comportamiento. Esas técnicas eran una aplicación directa
de las investigaciones de psicólogos dedicados al estudio del
comportamiento, como Donald O. Hebb, de la universidad Mac Gill,
en Quebec [13].
En el marco de la «guerra contra el coronavirus» y de
experimentos como los procedimientos de torturas aplicadas
en Guantánamo, el cuerpo es capturado, pero no para destrozarlo
como antes, tampoco para disciplinarlo como en la organización
capitalista del trabajo, sino para ser aniquilado. Se trata, en este
caso, de una condición previa, el objetivo es imponer una
reconstrucción en el marco del transhumanismo.
Una captura de lo Real
La «guerra contra el coronavirus» va más allá de la «lucha antiterrorista».
No está en conflicto contra una parte de la población sino contra una
categoría de la población, pero convoca lo Real, ataca la posibilidad
misma de lo viviente. El poder, a través de la tecnociencia, compite
con lo que se le escapa permanentemente.
El uso de la máscara es una anticipación de la captura de lo real
humano. Se inscribe en un procedimiento de evitación relacional que
hace que el otro deje de existir. Se captura algo de lo Real: el deseo
de relacionarse. A partir de ahí, la gente que se pone la máscara ya
no es portadora de la palabra sino del grito de quien se ha convertido
en nadie. Esa gente exhibe a la vez el rechazo al otro y lo que resulta
de ese rechazo, su propia aniquilación.
El uso de la máscara-corona produce una pérdida de «la apetencia simbólica»,
de ese deseo de relacionarse que se manifiesta más allá de la
satisfacción de las necesidades elementales de la supervivencia [14].
El «encuentro primordial» con el otro es un impulso pulsional,
el de la pulsión de la vida, esencial en la construcción de un vínculo
con el exterior. Ese don, destinado a actuar al nivel del conjunto de
la vida, hoy está siendo atacado por el uso de la máscara. Se convierte
en un rechazo al otro, en una destrucción de la «apetencia simbólica»,
o sea de la condición primordial llamada a garantizar la formación de
un vínculo social. Es la materialización de un rechazo al otro y
a sí mismo como persona. Es la exhibición de un contagio, ya no de una
enfermedad, sino de una concepción escatológica de la imposibilidad de
un porvenir humano.
La torre de Babel
La obligación generalizada de portar la máscara es el símbolo de un
derrumbe de las fronteras colectivas e individuales, de las fronteras
que delimitan los Estados así como de las fronteras que permiten,
al diferenciar lo que está afuera y lo que está adentro, la formación de
un sujeto individual y colectivo.
El uso generalizado de la máscara es una mordaza. Al suprimir toda singularidad e imponiendo «una ausencia de lengua, una imposibilidad de hablar» [15], el uso generalizado de la máscara construye una nueva torre de Babel. Ordena un «a puertas cerradas»
ya que se necesitan dos labios que se aparten uno del otro para poder
hablar. La máscara-corona impone así la instalación de una nueva
universalidad monádica de la condición humana, donde «nadie se distingue de los demás».
La frontera es constitutiva del imaginario individual y social. Es
lo que permite construir un sentido. En la pandemia, al abolirse su
función de mediación, las «instituciones imaginarias de la sociedad»,
las organizaciones de la sociedad civil, son desactivadas y
se convierten en lo contrario de sí mismas. En lugar de establecer un
límite ante la omnipotencia del poder, se convierten en una simple
correa de transmisión de las imposiciones de ese poder. Se reducen a un
acto voluntario de automutilación como expresión de un superyó (surmoi) arcaico que se puede calificar –como lo hace Lacan– de obsceno [16].
Sin que se identifique claramente un centro de decisión, el uso de la
máscara se presenta inmediatamente como una obligación mundial.
Al suprimir las fronteras políticas, elimina también toda demarcación
entre uno mismo y el otro. La globalización de la «pandemia»
borra toda diferencia, exhibe una cuasi desaparición del Estado-nación y
borra la persona como entidad jurídica y psíquica. Se opera así, en
todos los sentidos, una fusión entre el adentro y el afuera, o sea
se instala una sicosis generalizada, llevando a pueblos e individuos a
consentir su propia destrucción.
De esa manera, el uso de la máscara-corona provoca una
indiferenciación del yo y del no-yo, del sujeto y del objeto. Privado
de su capacidad de discernimiento, el individuo ya no puede nombrar
lo real. De esa indiferenciación resulta una fusión con las cosas
mismas. La máscara-corona permite así la instalación de una estructura
esquizofrénica, donde el individuo se identifica con los objetos del
discurso. Se convierte en su máscara.
«Dar cuerpo» a la pandemia
o dar sentido al «sin sentido»
En Los hermanos Karamazov, Dostoievski nos recordó que lo que caracteriza al ser humano es el abandono de su existencia [17] para entregarla como ofrenda al poder. Aquí, en el manejo de la «pandemia»,
la renuncia de las poblaciones resulta de la destrucción de las
instituciones imaginarias de la sociedad y de su vínculo con el orden
simbólico. Esas instancias –como el sindicato, la familia, la iglesia,
la prensa, el poder jurídico… organizaciones todas que constituyen una
defensa contra el poder absoluto y que son la base del vínculo social–
hoy se ven no sólo desactivadas sino invertidas. Ya no hacen cuerpo
sino que, al contrario, están impactadas por el proceso de
descorporización de la sociedad y movilizadas en la «guerra sanitaria». El cuerpo individual o social ya es sólo una carne marcada por el discurso del poder, por el encuentro del «goce absoluto» [18] característico de la estructura psicótica [19].
Estableciendo una ruptura con el otro y consigo mismo, la máscara-corona impone una doble división. Es ante todo un «hacer ver». De esa manera, los medios no deforman la realidad… la fabrican [20]. Instalan un proceso de sideración. El mundo es reducido entonces a un «hacer ver» que convoca al goce [21]. El goce limita y excluye el cuerpo que desea, no aporta sentido sino que es parte de lo impensable, del sin sentido.
El goce, sin sentido y fuera del cuerpo, se hace entonces adictivo.
El automatismo de la repetición se impone sobre el principio de
realidad. Instaura un goce del traumatismo que, como máquina de
repetición, tiene por afecto la liquidación de todo hecho de un sujeto,
sea individual o colectivo. Excluido del Otro, el cuerpo se reduce a su
realidad anatómica y se convierte en un simple soporte de la pulsión
de muerte.
A partir de ese momento, el uso de la máscara es un consentimiento de
las poblaciones a su propia destrucción, es la aceptación del gesto de
deponer nuestro cuerpo, como se deponen las armas. El cuerpo debe
desaparecer para que pueda aparecer la «pandemia».
Es también un «sí» a la muerte del sujeto parlante y es una
aceptación del hecho de verse capturado por el poder. La máscara actúa
como una marca que da cuerpo a la enfermedad. En esta situación,
los individuos ya no tienen un cuerpo sino que son el cuerpo de la «pandemia», como antes fueron el cuerpo de las víctimas de la masacre [perpetrada en París, en las oficinas de] Charlie Hebdo, al adoptar el eslogan «Je suis Charlie» (en español, “Yo soy Charlie” [22].
«La inseguridad sufrida»,
una voluntad de goce
La «guerra contra el coronavirus» es una máquina de procurar
goce. Basada en una supresión del derecho, fusiona la violencia con
lo sagrado. Nos confirma que la cuestión central en el ser humano, como
individuo sin comunicación con el Otro, no es el problema de
la libertad sino, más fundamental aún, el del goce. En este caso,
el goce ya no está articulado al cuerpo y gira sobre sí mismo, forma
lo que el psicoanálisis llama una compulsión de repetición. Se trata de
un goce mortífero donde la energía vital, convocada por la orden del
superyó, se vuelve contra sí misma.
Este goce constituye un imperativo categórico que rechaza todo lo que
puede limitarlo. A través del uso generalizado de la máscara, pone
en escena lo obsceno. Convertido en «el amo del tiempo» [23]»,
el virus encarna el Amo único y la única Ley, a los cuales
los individuos deben someterse voluntariamente. Los individuos
se convierten en soldados de la pandemia, actores de su propia
destrucción.
La inseguridad se hace general y obstaculiza la posibilidad de estar
con el otro. Ya no estamos en el plano del lenguaje sino de lo que
se siente [24], ya no como el «sentimiento de inseguridad», tal y como lo ha desarrollado la «lucha antiterrorista», sino en «la inseguridad que se siente». Así, el uso de la máscara-corona produce, a través del discurso del poder, un «sentimiento que alcanza un grado tal de intensidad… que ha generado en muchos… un verdadero “deseo de catástrofe”» [25].
Ese sentimiento se convierte en voluntad de goce, respaldando la
ofrenda de su cuerpo y de su vida a los imperativos de la potencia
estatal.
Con ello se opera una transformación al nivel de la conciencia. Esta
no es ya la de un objeto determinado sino la de quien sufre, de un «dado originario» que sustituye la percepción. El individuo se ve entonces desvinculado del lenguaje y se involucra «en la nada» [26]», en «la absoluta positividad cósica». Nos convertimos en la cosa de una máscara, en portador de la mirada del poder.
Cuando nos sufrimos, no podemos pensar ya que el lenguaje está
instrumentalizado, se convierte en un simple medio de comunicación, de «comunión» o de «contagio», como plantea Georges Bataille. Para Bataille, comunicar es «una idea de fusión», es salir de sí mismo y fundirse con el otro [27]. Aquí, la mónada, que se siente a través de la pandemia, comulga y fusiona con el poder.
Desenmascarar la pulsión de muerte
Confirmando que el principio de identidad reside esencialmente en
el rostro, el uso de la máscara se presenta como un dado originario,
portador de un desorden obsesivo compulsivo que impide toda inscripción
del otro. Se ve así que «deshacerse temporalmente [del rostro] mediante el uso de una máscara… es un acto donde el individuo… traspasa el umbral de una posible metamorfosis» [28].
Si bien el rostro esconde «el ser para la muerte» y hace posible el vínculo social, la máscara-corona es un desvelamiento que escamotea los trazos de su portador. «Abre el cerrojo del yo y libera la pulsión» [29]. El uso de la máscara-corona, como soporte del aparataje pulsional, es el corazón del dispositivo «sanitario». Su función es descomponer el cuerpo simbólico, aniquilar lo que nos hace humanos.
Este «des-vínculo» desencadena la pulsión de muerte,
productora de una automutilación de su portador. Debido a la obligación
de portar la máscara, esta pulsión insiste, se repite bajo la forma de
un trauma, rompiendo los cuerpos individual y social [30].
Al no poder articularse con el campo del otro, es una descorporización, un «flujo de lo vivido» [31]
que se convierte en una compulsión repetitiva. El uso de la máscara
impide toda ruptura con el discurso del poder y permite el eterno
regreso del trauma. Es un fetiche que sustituye cualquier
simbolización.
Sin embargo, el hecho de simbolizar ya es establecer una distancia
con respecto a la conminación del superyó y existir como un «nosotros», es rechazar que nos «asalten uno por uno» [32] en esta guerra contra el género humano y contrarrestar así un «ataque contra el colectivo a través de los individuos».
[1] Olivier Clain, «Fonder le symbolique? Sur la mort et la loi», Intervention au colloque du CNRS, Actualités du symbolique, 25 de octubre de 2004, p. 9.
[2] Martine Coeren, «Dansez sur moi, dansez surmoi», Le Bulletin freudien, n° 45, enero de 2005.
[3] Para los sicoanalistas, el término infas designa un bebé que todavía no tiene acceso al uso de la palabra. Nota de la Red Voltaire.
[4] OMS, «Conseils sur le port du masque dans le cadre de la COVID-19: orientations provisoires», 5 de junio de 2020.
[5] Alexandra Henrion-Caude, «On vous dit tout sur les masques», 26 de septiembre de 2020.
[6] Dictionnaire des risques, sous la direction de Ives Dupont, Armand Colin, 2006, Introduction.
[7] Dictionnaire des risques, Op.cit.
[8] «Malgré les vaccins, il va falloir continuer à porter le masque» [En español, “A pesar de la vacunación, habrá que seguir usando la máscara”], Courrier International, 9 de diciembre de 2020.
[9] Tülay Umay, «Transparence», Solidarités, 9 de junio de 2009.
[10] La prisión de «tipo F»
se basa en la concepción carcelaria de aislamiento del preso político,
lo cual quiere decir que la detención del preso político es repensada
de manera individual. Ese proyecto, de inspiración occidental, proviene
del modelo de tipo celular estadounidense.
[11] Jean-Claude Paye, L’Emprise de l’image, Editions Yves Michel, 2011, «Guantánamo comme réel de la lutte antiterroriste», pp.140 a 147.
[12] Antonio Quinet, Le plus de regard, Destins de la pulsion scopique, Editions du Champ lacanien, Paris, 2003.
[13] In Un taxi pour l’enfer, film documental estadounidense, realizado por Alex Gibney en 2007.
[14] Gracilia C. Crespin, «La vitalité rationnelle du bébé», Yacapa.be, p.9.
[15] Stéphane Zagdanski, «La tour de Babel».
[16] Martine Coenen, Op. Cit, p.88.
[17] Ver, Jean-Claude Paye, Tülay Umay, «Coronavirus: Une nouvelle inquisition» [En español, “Coronavirus: una nueva inquisición”], Mondialisation.ca, 9 de diciembre de 2010.
[18] El autor utiliza aquí el término francés «jouissance», corrientemente utilizado en el psicoanálisis lacaniano y traducido como «goce». Nota de la Red Voltaire.
[19] Didier Moulinier, Dictionnaire de la perversion, L’Harmattan 2002. p.76.
[20] Conférence de Philippe Meirieu, «Les enfants de cinéma» – Rencontre nationale École et cinéma- octubre de 2004.
[21] Jacques Lacan introdujo primeramente, en el campo del psicoanálisis, el término «goce»
en relación con su uso jurídico, o sea el goce de un bien como hecho
separado de su sola propiedad. Lacan aportaría después una redefinición
de esa pulsión de muerte freudiana como una pulsación de goce, y una
pulsación de goce que insiste mediante y en la cadena significante
inconsciente. Lacan resitúa por tanto todo el tema del goce en
el centro mismo del campo y de la función de la palabra y el lenguaje.
[22] Tülay Umay, «Je suis Bruxelles», Mondialisation.ca, 1º de abril de 2016.
[23] Según el ex primer ministro belga Elio di Rupo, «es el virus el amo del tiempo». Ver, Elio Di Rupo: «C’est le virus qui est le maître du temps», L’Avenir, 10 de marzo de 2021.
[24] Johannes Lohmann, «Le rapport de l’homme occidental au langage, conscience et forme inconsciente du discours», Revue Philosophique de Louvain, quatrième série, Tome 72, n° 16, 1974, pp. 721-766.
[25] Dictionnaire des risques, sous la direction de Ives Dupont ,Armand Colin, introduction, p. 7.
[26] Jean-François Courtine, «Réduction, construction et destruction. D’un dialogue à trois: Natorp, Husserl, Heidegger, Archéo-Logique, 2013.
[27] Candy Hoffmann, «Le sacré chez Georges Bataille», Communication, lettres et sciences du langage, Vol. 5, n° 1, agosto de 2011, p. 74, Universidad de Montreal y Universidad París IV-Sorbona.
[28] David Le Breton, «Masquer», presentación de Le Breton D., Des visages. Essai d’anthropologie, Métailié, París, 1992.
[29] Ibidem.
[30] Jean-Jacques Tyszler, «La pulsion de mort», EPhEP, Cours Histoire et Psychopathologie de J-J. Tyszler, 16 de octubre de 2014.
[31] Jean-François Courtine, Op. Cit., p. 574.
[32] Daniel Sibony, «La pandémie corona, petit journal d’idées», Sur et autour de Philippe Sollers, 28 de abril de 2020.