Ante la irrupción de los neorreaccionarios que, por años, se han empeñado en debilitar al Estado en sus funciones sustanciales, es necesario volver la mirada sobre la vida y obra de Benito Juárez. Frente a los enemigos de la democracia y el laicismo, la alternativa es avanzar con la Constitución, no contra ella
Dice Robin G Collingwood que “la
autobiografía de un hombre cuyo oficio es pensar debería ser la historia
de su pensamiento”[1] y, con ese hilo conductor, la de Benito Juárez
debe ser la biografía del estadista y no tanto la anecdótica de quien
fue hijo de Brígida García y Marcelino Juárez, y que nació el 21 de
marzo de 1806. De sus padres, decía: “A quienes tuve la desgracia de no
haber conocido… Indios de la raza primitiva del país, porque apenas
tenía yo 3 años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanos María
Josefa y Rosa, al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y
Justa López, indios también de la nación zapoteca”[2].
Se ha hecho lugar común hablar de la muy
ciertamente virtud de la férrea voluntad del indio originario de San
Pablo Guelatao. Y de la que fue dejando testimonios iniciados con un
suceso contando por él mismo, cuidando un pequeño rebaño de ovejas, una
de las cuales le fue robada por unos arrieros (ladrones que en lugar de
hacer un daño patrimonial a su tío y un inmenso bien a la nación),
lograron que fuera finalmente la “gota de agua” para decidirse a llevar a
cabo la idea que fue madurando de aprender el español: “Procurarme mi
educación”, por lo que “a los 12 años de edad, me fugué de mi casa y
marché a pie a la Ciudad de Oaxaca, donde llegué la noche del mismo
día”. Hay varias historias que cuentan, con lujo de detalles y hasta
exageraciones, lo que Juárez, sin dramatizar, liquida en unas cuantas
líneas. Una de esas biografías es la de Ralph Roeder[3].
Y si bien una persona nace y muere en un
espacio y tiempo determinados que son necesarios hasta para el más
común de los mortales, es difícil fijar esas coordenadas en el caso de
un hombre singular, convertido en históricamente in-mor-tal, como es el
caso de Juárez. No obstante, debemos agregar que su muerte tuvo lugar el
18 de julio de 1872, cuando ya había cumplido 66 años.
Oaxaqueño-zapoteco, Juárez fue aceptado
por el franciscano y encuadernador Antonio Salanueva, quien a cambio de
su trabajo de ayudante le enseñó el castellano, a leer, escribir, algo
de aritmética y hasta gramática. Se inscribió en el Seminario Conciliar
de Oaxaca, avalado por su protector y pronto lo abandonó para no
continuar estudios metafísicos que no lo convencían. No obstante,
concluyó una especie de licenciatura literaria. Se le hizo tarde para
ingresar a estudiar la carrera de derecho, de la que obtuvo el título en
1834.
Ya para entonces se conocía algo del
pensamiento del liberalismo político y económico, llegado de viva voz
por quienes venían a nuestro país en calidad de visitantes y residentes
que hicieron de ésta su segunda patria y/o lugar para hacer negocios;
además, por folletos, libros y demás medios de información. Juárez, para
entonces, tenía bastante conocimiento del doble liberalismo y, sobre
todo, de la corriente llegada de España, si atendemos que como investigó
José Luis Abellán, en su libro Liberalismo y Romanticismo 1808-1874,
es en ese país, cuya conquista y coloniaje le impuso al nuestro durante
más de 4 siglos, donde son de “origen español las palabras liberal y
liberalismo y, de hecho, sabemos que la palabra liberal aparece en la
literatura castellana hacia 1280, con el sentido que ha tenido
tradicionalmente de tolerante, generoso, desprendido, etcétera. Y que es
en Cadiz, durante las cortes celebradas en aquella ciudad entre 1810 y
1813, donde adquiere por primera vez el sentido político con que pasaría
a la historia… De la palabra liberal arranca la formación del vocablo
liberalismo como doctrina política compartida por los liberales, en la
que se defiende el principio constitucional frente al absolutismo y la
soberanía nacional frente a la real, poniendo al individuo como eje de
la política en cuanto la personalidad humana es fuente de derechos y
libertades inviolables”[4].
Dos
datos más confirman la llegada, por las playas mexicanas (por Acapulco y
Veracruz), de información sobre el liberalismo político: la llegada a
México del comerciante español Juan Antonio Lerdo de Tejada –padre de
Miguel y Sebastián–, quien traía consigo una concepción del liberalismo
económico, como puede constatarse en su libro Cartas de un comerciante español 1811-1817.
Sobre todo fue su hijo Miguel Lerdo de Tejada, el coautor de las Leyes
de Reforma, una inteligencia poderosísima e ilustrada sobre el
liberalismo, ciertamente, en lo económico, pero muy peculiarmente en lo
político.
Lo anterior, como puntos de referencia
sobre cómo Juárez pudo enterarse de esas ideas modernas que también
provenían de los estadunidenses, quienes para esas fechas ya habían
adquirido su mayoría de edad política con base en la doctrina
del liberalismo en su doble vertiente: económico y político. Tan es así
que con las corrientes de información europea, Juárez ya era reputado de
liberal: “uno de los sostenedores más ardientes de las ideas liberales”
en su estado natal, donde –de 1831 a finales de 1845– participó
activamente de la vida política para después ser electo diputado federal
del Congreso que el déspota Antonio López de Santa Anna disolvió en ese
mismo año. Por eso Juárez regresó a la tierra donde se hizo adolescente
y adulto para, al término de un periodo de caos, ser electo gobernador
constitucional y después reelecto, con lo cual ocupó el poder Ejecutivo
estatal casi de 1847 a 1852.
De ese periodo nació lo que después se
conoció, a nivel nacional, como buen gobierno republicano. No concluyó
su gestión, porque “el general Ignacio Comonfort, presidente de la
República, nombró a D. Benito Juárez –siendo gobernador de Oaxaca, el 19
de octubre de 1857– secretario de Estado y del despacho de
Gobernación”[5].
Existe un libro magistralmente
excepcional con la biografía de Juárez y precisamente del Juárez
gobernante, donde se investigan las semillas que dieron origen al
estadista: Exposiciones. Cómo se gobierna. Benito Juárez,
trabajo biográfico de Anastasio Zerecero, con notas de Ángel Pola. En él
se encuentra la biografía, más que personal, la que en sentido crítico
hemos apuntado al inicio, o sea el rastreo de la obra de Juárez como un
político consumado, en los términos que tan certeramente expuso el
talentoso historiador Daniel Cosío Villegas.
“Juárez, por ejemplo, no era como lo
pintan sus enemigos, un hombre con la sola virtud del temple; tampoco
era, como lo quieren sus apologistas, sólo un gran estadista; menos
todavía era un visionario, sino un hombre de principios, que no es lo
mismo y es mejor; era, además, un estupendo, un consumado político.
Tenía los ingredientes que hacen al gran político: una pasión devoradora
por la política, como que ella, al fin, lo consumió y una capacidad de
lucha tal, que engendra placer y hace innecesario el reposo (muy pocas
horas antes de morir se alegra de la noticia de que el paquete americano
retrase su salida un día, pues así –dice– llevará al mundo la noticia
de la ocupación de Monterrey). Y Juárez tenía también otro ingrediente
del político, sólo que la leyenda y el lugar común lo han desfigurado
tanto al pobre, que han acabado por arrebatárselo: era flexible y
conciliador”[6].
Según Cosío Villegas, Juárez conocía la
naturaleza humana en sus miserias y grandezas. “Todo eso lo sabía
Juárez, y porque lo sabía, jamás tuvo la actitud suicida de querer
purificar al hombre sometiéndolo a la desagradable prueba del fuego, ni
recrear al país con una varita mágica de virtud. Rara vez atacó de
frente una gran reforma; tenía una noción clara y fina, que quizás sólo
una vez se empañó, de cuáles metas pueden alcanzarse en el primer
esfuerzo y cuáles metas en el segundo. Por eso Juárez tenía otro de los
ingredientes necesarios al político: la percepción del principio, y su
aplicación cotidiana, de que en política son pocas las batallas y muchas
las escaramuzas, y de que deben ganarse todas éstas para vencer en
alguna de aquéllas”.
Ese
retrato biográfico de Juárez pinta al estadista que, formado en el
Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, después de su casi
autoeducación, empezó a tomar “notas después de 1836 de obras de
Virgilio y de Tácito; Humboldt, Prescott y Chateubriand, entre otros
textos”[7]. En el Archivo General de la Nación, como escribió Leticia
Mendoza Toro, se encuentra el cuaderno de notas de Benito Juárez,
hallado por Los Amigos de los Archivos y Bibliotecas de Oaxaca, AC.
Juárez fue un animal político con una
clarísima concepción del naciente republicanismo y del incipiente
presidencialismo democrático, por vía electoral, que parió el
federalismo estadunidense, si nos asomamos al proceso de la
descolonización e independencia de ese país en las páginas de, cuando
menos, dos trabajos que nos informan sobre esa experiencia[8] y que,
adelantándose a la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano del 1789 de la Revolución Francesa fue, en “la proclamación de
Independencia de Estados Unidos del 4 de julio 1776, la primera
exposición de una serie de Derechos del Hombre”; como lo fundamenta
Georg Jellinek en su deslumbrante ensayo La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano[9].
Perseguido político de Santa Anna,
Juárez fue encarcelado en los calabozos de San Juan de Ulúa y después
enviado al ostracismo a Nueva Orleans, donde sobrevivió con otros
connotados liberales y opositores de la dictadura del Quince uñas[10].
Como simple obrero de una cigarrera y conspirando para derrocar al
déspota que usó las primeras botas de charol durante los 22 años que
asaltó la Presidencia del país[11], fue lector de los periódicos, con
sus compañeros de destino, donde aparecían –durante su exilio de 1853 a
1855, aproximadamente– las informaciones de la formación federalista,
republicana y democrática de esa nación.
La formación de Juárez seguía siendo
sobre la marcha de su vida en la experiencia que le tocó vivir,
compartir y finalmente construir en su patria, a partir de cuando la
triunfante Revolución Democrática de Ayutla fue nombrado ministro de
Justicia y Negocios Eclesiásticos por el entonces presidente de la
República y uno de los padres fundadores de la Generación de la Reforma,
don Juan Álvarez. A partir de ese nombramiento, del 4 de octubre de
1855 hasta el 18 de julio de 1872, Juárez fue el centro de gravedad
política e histórica para convertirse en el Hidalgo continuador por la Independencia de la nación mexicana, iniciada por Miguel Hidalgo y José María Morelos en 1810.
Es la biografía del estadista la
relevante para precisamente describir la vida de Juárez, con cuya obra
republicana se engrana para ser una y la misma durante casi 17 años. En
ese lapso, fue presidente interino (1858-1861). Esto, porque tras la
renuncia de Ignacio Comonfort –según el artículo 79 de la Constitución
de 1857–, a Juárez, entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia,
le correspondía ejercer el cargo interinamente[12] y de manera legal,
con la legitimidad de su trabajo político como la de haber constituido,
con Juan Álvarez y los liberales, los combatientes de nuestra gloriosa
Revolución de Ayutla.
Ni limitada ni reglamentada y menos
prohibida la reelección, al término de su interinato Juárez se presentó
como candidato a las elecciones para obtener la victoria electoral que
lo hace presidente de la República para el periodo de 1861-1865.
Entonces el presidente duraba en su cargo 4 años. Esa Presidencia
juarista fue el escenario de la perversa invasión francesa, porque el
gobierno mexicano no resolvía las reclamaciones de Inglaterra, España y
la misma Francia (de Napoleón) por pago de la deuda externa. Esos
países, alentados por los conservadores y el clero-político, no
aceptaron el arreglo pacífico que proponía Juárez, porque buscaban
nuevamente apoderarse de México para imponer una monarquía
preconstitucional y absolutista, como sucursal de la francesa.
Ante la amenaza, el 25 de enero de 1862, Juárez decretó la suspensión de
la deuda y declaró traidores a los reaccionarios mexicanos que buscaban
derrocarlo y poner en su lugar a uno de ellos o en su defecto a un
emperador extranjero.
Ingleses y españoles aceptaron las
negociaciones con el gobierno juarista, mientras los franceses con
Napoleón III resolvieron invadir militarmente nuestro país, conquistarlo
y quedárselo como botín. Juárez, los liberales y los grupos nacionales
conscientes del problema y la agresión de la guerra, dispusieron
defender a la nación y su integridad territorial con la fuerza de la
razón y las armas. Las tropas españolas e inglesas se retiraron de
Veracruz, mientras las francesas avanzaron hacia Puebla y el 5 de mayo
de 1862 –tal y como le dio parte de guerra Ignacio Zaragoza al
presidente Benito Juárez: “las armas se han cubierto de gloria”– fueron
derrotadas en una gesta heroica que parecía imposible en el momento de
su realización. El déspota Napoleón empequeñeció más y, colérico por el
revés militar que lo desacreditó por toda Europa, envió más tropas: 30
mil soldados bien pertrechados, al mando de uno de sus generales
cargados de medallas por méritos en otros combates. Fue tal la embestida
–que duró 2 años, de 1863 a 1865–, que Juárez, para seguir resistiendo y
convertido en un estratega político, estableció la sede del gobierno y
sus instituciones republicanas en San Luis Potosí y después en
Chihuahua.
En diciembre de 1865 concluía el periodo
presidencial de Juárez, pero en esa coyuntura dramática, sabía que era
más que imposible convocar a elecciones constitucionales. Asumió la
responsabilidad de prorrogar sus facultades y suspender el proceso
electoral.
Sin éxito, los conservadores –e incluso
los liberales y militares– buscaron deshacerse de Juárez. Pero él, con
los ojos del estadista, veía que el proceso electoral hubiera sido la
gran oportunidad para llevar a cabo los fines aviesos de franceses y
conservadores mexicanos que les permitiría consolidar la traición. El
grupo liberal se escindió: la deserción de González Ortega causó
rupturas irreparables, pero Juárez se mantuvo firme en el cumplimiento
de su deber.
Como presidente, porque había asumido
nuevamente la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y
con los liberales leales a la causa de la República y en defensa de la
integridad territorial, como contra la amenaza de cambiar el régimen
político por una monarquía ya ni siquiera nativa, sino extranjera, se
dedicó a mantener la legítima oposición a la invasión franceses. Ya para
entonces, los traidores del conservadurismo, el clero político y
estratos de la oligarquía habían traído al ingenuo de Maximiliano,
quien, creyendo en los Tratados de Miramar, reclamaba la retirada de
Napoleón III para que mantuviera a sus tropas hasta su entronizamiento
como emperador de México.
Maximiliano nunca fue, legal y menos
legítimamente, emperador de nuestro país, por dos razones fundamentales:
ningún Congreso constituyente contrarreformó la Constitución vigente de
1857. Y como escribió el historiador Gastón García Cantú respecto al
recuento de los gobiernos que hemos tenido de Guadalupe Victoria a la
fecha: “el de Maximiliano jamás lo fue, como tampoco la regencia de
arzobispos y generales que le antecedió, porque Juárez era Presidente de
la República”[13]. Y es que el indio de Guelatao no había renunciado ni
abandonado el territorio. Y en cambio defendía las instituciones
liberales y la Constitución vigente sin rendirse ni titubear en ningún
momento.
Para el segundo periodo de 1865-1867
(tercero, con los años del interinato), Juárez, con los grupos liberales
leales a la causa de la nación en defensa de su soberanía política y
territorial y a través de sus respectivas tropas, se encontró frente a
frente con el invasor Maximiliano y los traidores de la facción más
desafiante de los reaccionarios que se resistían: al triunfo de las
Leyes de Reforma, la consolidación del Estado laico, la separación del
Estado y la Iglesia (como el sometimiento de ésta al imperio de la ley
constitucional) y la victoria, pues, de la República.
Los
reaccionarios, “que al fin son mexicanos”, eran quienes tenían como
factor común con sus compañeros de viaje los conservadores europeos y
sobre todo españoles, “la característica esencial de reaccionar, de
negar las concepciones políticas tanto de la ilustración cuando del
liberalismo…resultado de la exaltación religiosa (y) la identificación
que el mito reaccionario ha efectuado del Antiguo Régimen con la causa
del bien, y la filosofía, Ilustración y el liberalismo con la causa del
mal”[14].
No fue la lucha de la Generación de la
Reforma, con sus singulares individualidades y los estratos sociales de
la nación que los apoyaron hasta las últimas consecuencias, un combate
fácil contra quienes manipulaban los sentimientos religiosos de la
población para llevar agua a su molino, en el contexto de que los
conservadores dividían a los mexicanos “en dos bandos irreconciliables:
los católicos (nativos de ascendencia española contra los mestizos e
indígenas), monárquicos netos y absolutos; y, los impíos liberales
(agentes del diablo), traidores a la patria y miembros de una
conspiración internacional para destruir la sociedad, la Iglesia y las
instituciones tradicionales. Todo compromiso es impiedad, pacto con el
demonio; no hay más solución que el exterminio… Que será usado como una
de las más eficaces palancas para la persecución y represión del
naciente mundo liberal”[15].
Los reaccionarios no eran ni se
comportaron como adversarios, sino enemigos a muerte que no daban
cuartel y a los que Juárez sometió con todos los recursos militares y
políticos que, con los soldados y los Mariano Escobedo, Ramón Corona y
Porfirio Díaz, constituyeron la obra de la estrategia republicana de
Juárez.
Ante la heroica resistencia de los
liberales mexicanos, los franceses que tenían todo que perder y ya nada
que ganar optaron por la retirada de su milicia hasta abandonar el país,
dejando a Maximiliano a la suerte de sus generales Miramón, Leonardo
Márquez y ese sui géneris de Tomás Mejía (un indígena como
Juárez que hizo honor a su calidad de adversario en las filas de la
reacción). Ante el retroceso de las tropas conservadoras y asumir
Maximiliano su mando para dirigirse a Querétaro, Juárez inició su
regreso. De Ciudad Juárez se trasladó a la capital de Chihuahua y
después a Zacatecas (donde Miramón estuvo a punto de tomarlo
prisionero).
Pero Juárez se escapó en las narices del
general conservador y siguió avanzando para llegar a San Luis Potosí en
febrero de 1867. Entre tanto, las fuerzas militares liberales
acorralaron a Maximiliano, Miramón y Mejía en la capital queretana y
estos se rindieron el 15 de mayo de 1867. Porfirio Díaz, por su parte,
hacía huir al chacal de Leonardo Márquez y reconquistaba la ciudad de
México para la entrada triunfal de Juárez y la República el 15 de julio
de 1867.
Antes del regreso a la capital del país y
conforme a la ley del 25 de enero de 1862, Mejía, Miramón y Maximiliano
fueron juzgados, con sus derechos a salvo para su defensa por
reconocidos abogados, y sentenciados a ser fusilados en el cerro de Las
Campanas el 19 de junio de 1867. En ese año, como puede deducirse,
tuvieron lugar tales acontecimientos, que fueron los que le imprimieron
el viraje histórico a la lucha liberal y con los que coronaron su
triunfo, mientras el cetro y la corona del austríaco no pudieron ungir
al usurpador.
Al
entrar a la capital del país, Juárez y los liberales habían cumplido
con su deber constitucional de mantener sus instituciones y la
integridad territorial. Fue ese 15 de julio de 1867 que el estratega
republicano pronunció, como un moderno Pericles, el discurso en honor de
la República y “el mejor elogio de aquellos que por su heroísmo”
contribuyeron a salvar a la nación (Tucídides, La guerra del Peloponeso.
Oración Fúnebre de Pericles de Atenas. Editorial Cátedra). Y, por
cierto, 136 años después, un heredero de los conservadores, el
ultraderechista y antijuarista Vicente Fox, se atrevió a sacar de Los
Pinos el retrato de Juárez pintado por Tiburcio Sánchez en 1889 y que
otro reaccionario como Santiago Creel, diciendo que el cuadro honraría
el edificio de Bucareli, lo remitió a Palacio Nacional, no pudo menos
que invocar al ilustre oaxaqueño y rendirse ante la grandeza del indio
de Guelatao, para presumir al Juárez históricamente vigente: “Hace ya
más de un siglo, uno de los más grandes estadistas de mi país y de
América, Benito Juárez, afirmó que: entre los individuos como entre las
naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”[16].
Terminada la guerra con Francia, y ante
la convocatoria para elecciones, presentó Juárez nuevamente su
candidatura y el Congreso lo declaró presidente para el periodo
1867-1871. En la incipiente democracia en transición a su consolidación
(interrumpida después por Porfirio Díaz), eran legítimas las protestas e
incluso hubo rebeliones. El tercer ejercicio presidencial, ya
desgastante, provocaba cansancio entre los mexicanos y sobre todo en los
grupos afines a Porfirio Díaz, quien alegaba méritos para llegar a la
Presidencia de la República.
Juárez, mientras tanto, controlando unas
y otras, con medidas que le valieron entonces y sobre todo con el
transcurso del tiempo calificativos de autoritarismo, puso manos a su
obra constructiva, como fue el establecimiento de la enseñanza laica que
volvió a remover el viejo malestar de los reaccionarios que, vencidos
una y otra vez, insistían en sus desafíos para echar abajo esa conquista
del liberalismo ilustrado.
Sobre este personaje histórico existen
numerosas obras que analizan y reconocen, como también las que critican y
hasta impugnan su obra como presidente. Los 15 tomos documentales,
cuyas notas y selección son de la autoría de Jorge L Tamayo[17], y los
tres volúmenes sobre la administración pública juarista, coordinados
bajo supervisión de una dependencia oficial[18], así como un trabajo de
indispensable consulta sobre la Reforma desde 1854 a 1875, en cuatro
formidables tomos[19]. Con la lectura de contexto para los anteriores,
de una tesis doctoral sobre la Reforma[20]. Además de Francisco Bulnes, Juárez y las Revoluciones de Ayutla y de Reforma; y El verdadero Juárez y la verdad sobre la Intervención y el imperio.
Referencias:
[1] R G Collingwood, Autobiografía. Fondo de Cultura Económica.[2] Benito Juárez. Apuntes para mis hijos. Centro Mexicano de Estudios Culturales, México, 1981.[3] Ralph Roeder, Juárez y su México, Fondo de Cultura Económica, México,1984.[4] José Luis Abellán, Liberalismo y Romanticismo: 1808-1874, Espasa-Calpe, España, 1984.[5] Ángel Pola, “Exposiciones. Cómo se gobierna. Benito Juárez”. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, México, 1987.[6] Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México”, Editorial Hermes, México, 1959.[7] Benito Juárez, Cuaderno de notas, editado como “Las lecturas de Juárez”, publicado por Amigos de los Archivos y Bibliotecas de Oaxaca, AC; México, 1998.[8] Varios autores, Historia de los Estados Unidos. La experiencia democrática, Editorial Limusa, México, 1969. Y varios autores, Estados Unidos. Una civilización, Editorial Labor, España, 1975.[9] Georg Jellinek, La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Editorial Nueva España, México, 1953.[10] Leopoldo Zamora Plowes, “Quince uñas y Casanova aventureros. Santa Anna, ese desconocido”, editorial Grijalbo, México, 1997.[11] Carmen Vázquez Mantecón, Santa Anna y la encrucijada del Estado. La dictadura (1853-1855), Fondo de Cultura Económica, México, 1986.[12] Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1857.[13] Gastón García Cantú, El pensamiento de la reacción mexicana. Historia documental 1810-1962, Empresas Editoriales, SA, México, 1965.[14] Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Editorial Cuadernos para el Diálogo, España, 1971.[15] Javier Herrero, obra citada.[16] Patricia Ruiz Manjarrez, José Luis Ruiz; al alimón: VíctorChávez y Alejandro Ramos, Claudia Guerrero y Juan Manuel Venegas, respectivamente, Milenio, El Universal, El Financiero, Reforma y La Jornada, 29 de enero de 2003.[17] Jorge L Tamayo, Benito Juárez (15 tomos). Editorial Libros de México, México, 1972.[18] José Rosovsky, Primitivo Rodríguez y José Luis García, La administración pública en la época de Juárez (tres tomos), gobierno federal, México, 1974.[19] Mario V Guzmán Galarza, Documentos básicos de la Reforma (cuatro tomos), Edición de Humberto Hiriart Urdanivia, México, 1982.[20] Jacqueline Covo, Las ideas de la Reforma en México 1855-1861, UNAM.