CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No se trata de una lucha entre el Estado legítimo y los criminales. Lo que hemos visto y permitido con nuestra servidumbre voluntaria ha sido una masacre de más de 120 mil sin que medie orden de aprehensión, juicios ni sentencias. Otros 300 mil desplazados e igual cantidad de familiares de masacrados, amenazados, desaparecidos, muertos por tiro de gracia en fuego cruzado, que deambulan los caminos sin protección de ley alguna. Lo que ha sucedido no es sólo un problema de seguridad sino un cambio en la forma en que vemos la política y hasta dónde hemos concedido que llegara el poder. Pero, ¿qué ocurrió? Que el poder militar y policiaco ha decidido qué vidas se pueden matar sin cometer un delito. Esta política no se ha articulado entre amigo-enemigo sino entre la vida desprovista de derechos y el poder de exterminarla. El poder se colocó fuera de la ley declarando todo el tiempo aquella cantaleta de que “nadie está fuera de la ley”. Por ello, el país no se ha convertido en un tribunal o en una cárcel, sino en un campo de exterminio: el espacio de una excepción que, a fuerza de repetir el asesinato sin sanción alguna, se hizo permanente. Ahora, los propios legisladores quieren que ese territorio sin derechos, se vuelva ley.
Hay un cuento de Franz Kafka, Ante la ley, en el que un campesino espera en una silla a que un guardia le permita pasar por una puerta para ver a la ley. La entrada está abierta pero el acceso, no. El guardia le dice simplemente: “Es posible, pero ahora, no”. El campesino va envejeciendo en su silla, haciéndose enjuto, y aprende a mirar al guardia, a las pulgas de su abrigo, su nariz, como si fuera el único obstáculo entre él y la ley. El guardia le ha advertido desde el inicio que él es sólo el primero de una serie infinita de vigilantes: “Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero”. Paciente, el campesino espera y, cuando ya está a punto de morir, se le ocurre preguntarle al custodio por qué, si la justicia es para todos, nadie más se ha presentado ante la puerta de la ley. El guardián le responde y con esto termina el cuento: “Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré”. No hay en el cuento una prohibición para entrar puesto que la puerta está siempre abierta. Lo que hay es un aplazamiento. El campesino decide no decidir entrar, y por eso sólo espera. En 1985, el filósofo Jacques Derrida hizo una conferencia sobre el cuento de Kafka donde establece el misterio de las leyes, “que no se tocan ni se entra en ellas, sino que sólo les descifra incesantemente”: los dos personajes sirven a la ley al quedarse uno frente al otro. La ley es lo que, entre ellos, “difiere su acceso a sí misma”. Su enigma es que existe sólo entre las caras detenidas, una ante otra, del campesino y el guardián.
El estado de excepción en el que hemos vivido en la última década implica que la ley rige sólo en la ficción de su propia disolución. Por lo tanto, se le suspende cuando se le considera diluida, y es el soberano –el militar o el ejecutivo civil– el que decide lo que es necesario hacer: suspender la ley quebrantada para ejercer un acto de violencia. Esta “necesidad” es la posibilidad no condicionada de cualquiera de nosotros de recibir la muerte, ahora incluida en el orden político, pero sin territorio legal alguno. Thomas Hobbes no consideraba que el “estado de naturaleza” fuera una etapa histórica, sino un principio de violencia dentro del Estado mismo. Ese “hombre-lobo del hombre” vivía dentro del soberano cuando decidía hacer indiferente la violencia de la ley.
Es por lo menos curioso que las historias de los hombres lobo se den en ese terreno de la indiferencia –la puerta abierta de la ley– entre violencia y derecho, naturaleza y cultura, bandidos y autoridad. En Platón, por ejemplo, la leyenda del Zeus Liceo en La República es la de cuando un soberano protector se transforma en tirano: “Quien prueba las vísceras humanas se transforma en lobo, de igual manera en que el jefe del demos, viendo la multitud devota y a sus órdenes, no sabe abstenerse de la sangre de los hombres de su tribu”. Plinio El Viejo ya había advertido que esa metamorfosis del soberano en lobo era temporal –como el estado de excepción– y que, si no retornaba a su ropaje humano, se aconsejaba asesinar al tirano. Su muerte violenta será, desde siempre, más que un homicidio, un “magnicidio”. Pero la del bandido, la del campesino ante la puerta abierta de la ley, menos, mucho menos que un crimen. Fue en la Roma que luchaba entre seguir siendo república o dictadura, donde se hizo extensivo el poder de la patria potestad a la ciudad. Cuenta Valeriano Máximo que Bruto ejerció su poder absoluto en el ámbito de su hogar matando a sus hijos y que, en compensación, “adoptó al pueblo romano”. El de Bruto es un poder que amenaza de muerte al resto de los ciudadanos sin cometer delito alguno. Nos hace pensar cómo el término “padre de la patria” tiene, en su origen, algo de siniestro. Bruto acabará, como se sabe, por ser parte de la conspiración para asesinar a Julio César, que se convirtió en dictador a partir de un estado de excepción justificado en una guerra civil contra Pompeyo. Fuera de cualquier jurisdicción, tanto Bruto como César no cumplen con una ley que está ya suspendida. Si se cometían atrocidades, éstas ya no dependían del derecho, sino de la ética personal de quien tenía ante sí la posibilidad o no de cometerlas.
Hay pues una nueva indiferencia en el estado de excepción: entre derecho y hecho. Lo que se hace se toma como ley. Todo puede considerarse un peligro y una amenaza a la “seguridad interior”. También cualquier acción puede ser justificable como “necesaria”. En 1933, Carl Schmitt, el filósofo del derecho nazi, hacía notar en Estado, movimiento, pueblo, que el Estado hitleriano no podría existir sin la introducción de la ambigüedad en la letra de las leyes. Resalta que términos como “motivo urgente”, “caso de necesidad”, “buenas costumbres”, “seguridad y orden público” y, por supuesto, “peligro inminente”, no remiten a una norma sino a una situación. Es, entonces, “una norma que decide sobre el hecho mismo que decide su aplicación”. Piénsese en el término “Schutzhaft” que, en la Alemania nazi, quería decir “custodia protectora”. Los judíos eran agrupados para protegerlos de “la amenaza” de los ataques raciales. Con los años, esa “protección” se transformó en los campos de exterminio. El hecho se transformó en derecho y éste en una zona de indiferencia entre la vida y la muerte, la política y la violencia, la libertad y la seguridad. Todo fue posible gracias a la redacción, en 1919, en la Constitución de la República de Weimar:
Art. 48. El Presidente del Reich puede, cuando la seguridad pública y el orden estén gravemente perturbados o amenazados, tomar las decisiones necesarias para el restablecimiento de la seguridad pública, en caso de necesidad, con el auxilio de las fuerzas armadas. Con esta finalidad puede suspender provisionalmente los derechos fundamentales consagrados en esta Constitución.
Pero, ¿qué pasa con nosotros, los campesinos de Kafka a las puertas de la ley? Vivimos una renovada ambigüedad entre la vida y la política. Nuestras existencias dependen de si se legaliza o prohíbe una sustancia, de si se considera “necesaria” la acción militar en donde vivimos, transitamos o protestamos. Las operaciones militares tienen esa confusión rentable entre vida y muerte: lo mismo ayudan a vacunar o a rescatar de una inundación que a asesinar sin cometer delito alguno. “Pueblo” es un término que nos designa tanto a los que nos constituimos como sujetos de derechos, como a quienes, de hecho, estamos excluidos de la política y, cada vez con más frecuencia, de los derechos. Somos los que no pertenecemos al conjunto en el que estamos incluidos. Somos la identidad que se define a partir de cómo se nos excluye. Hemos de morir, esperando en una silla, en el momento en que se cierre nuestra única puerta.