Pedro Miguel
Señor Felipe de Jesús Calderón Hinojosa:
Pienso que en su momento usted habría debido iniciar un procedimiento legal verosímil para esclarecer las maniobras oscuras realizadas con dinero público por Manuel y Jorge Bribiesca Sahagún; que debió iniciar una averiguación previa contra Francisco Ramírez Acuña por su presunta responsabilidad en casos de tortura (Guadalajara, mayo de 2004); que usted habría debido iniciar querellas contra Eduardo Medina Mora, Wilfrido Robledo Madrid, Enrique Peña Nieto y Miguel Ángel Yunes, entre otros, por las violaciones cometidas por policías federales y estatales contra activistas y/o simples ciudadanos de San Salvador Atenco; y que debió actuar contra Juan Camilo Mouriño, quien, como presidente de la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados y luego como coordinador de asesores en la Secretaría de Energía, intervino en la firma de contratos entre el gobierno federal y empresas de su propia familia; y que habría debido imputar por presunto encubrimiento a su ex secretario de Comunicaciones y Transportes Luis Téllez Kuenzler, pues éste dijo saber que Salinas de Gortari se robó, en el tiempo en el que ejerció la jefatura del Poder Ejecutivo, la mitad de la partida secreta, y que usted tenía la obligación de hacer algo legal contra Genaro García Luna, quien contravino de manera pública y flagrante una prohibición contenida en el artículo 37 constitucional.
Creo también que el conjunto de las fuerzas policiales y militares comandadas por usted habría debido capturar y presentar ante los tribunales correspondientes a Joaquín Guzmán Loera El Chapo y a otros presuntos cabecillas de organizaciones dedicadas al narcotráfico y a otros delitos; que usted ya se tardó en pedir la extradición de los funcionarios estadunidenses que urdieron, autorizaron y ejecutaron el operativo de contrabando de armas destinado a grupos de narcotraficantes mexicanos denominado Rápido y furioso; asimismo, que usted estaba obligado a presentar cargos por evasión fiscal contra los empresarios que, según reveló usted mismo, no pagan los impuestos que les corresponden.
Pero no. En vez de procurar justicia en los casos arriba referidos y en muchas otras muestras de flagrante impunidad, usted, señor Calderón, amenaza con proceder legalmente contra quienes firmamos una petición para que usted, varios de sus colaboradores y diversos presuntos narcotraficantes sean sometidos a juicio en la Corte Penal Internacional. Somos 23 mil los signatarios, y muchos más –cientos de miles, posiblemente millones de ciudadanos– lo que hemos expresado que la estrategia ideada y aplicada por usted para, supuestamente, combatir la criminalidad y restablecer el estado de derecho ha tenido por consecuencia un auge mayor de la criminalidad, un quebranto generalizado del estado de derecho y, por añadidura, un entorno de violencia sin precedente y una gravísima epidemia de violaciones a los derechos humanos.
Si va usted a proceder contra nosotros, sea congruente y hágalo contra todos los que, en palabras oficiales de Los Pinos, "afectan terriblemente (sic) el buen nombre de México". Presente imputaciones legales, por ejemplo, contra Strategic Forecasting Inc (Stratfor), firma de análisis de inteligencia que sostiene (Mexican drug war 2011, abril de 2011) que el actual gobierno federal permite que el cártel de Sinaloa someta a las bandas más débiles y que hay una coincidencia de propósitos entre ese grupo delictivo y la administración en curso. Finque usted cargos contra el ex embajador de Estados Unidos Carlos Pascual, quien envió a Washington informes según los cuales Arturo Chávez Chávez, el hombre a quien usted hizo procurador, había ofrecido, años antes, “una mano de ayuda a ciertas figuras de un cártel”. Demande usted a Human Rights Watch (HRW), que en un informe reciente sostiene: “En vez de reducir la violencia, la guerra contra el narco (anunciada e impuesta por usted, aunque lo niegue) ha provocado un incremento dramático en la cantidad de asesinatos, torturas y otros terribles abusos de las fuerzas de seguridad, que sólo contribuyen a agravar el clima de descontrol y temor que predomina en muchas partes del país”. Y a Amnistía Internacional (AI), la cual informa que el año pasado "las fuerzas policiales y militares desplegadas para combatir a las bandas fueron responsables de violaciones graves de derechos humanos", que "en los casos de violaciones de derechos humanos, la impunidad fue la norma" y que sólo en 18 meses ocurrió "un centenar de homicidios cometidos por las fuerzas armadas".
En suma, señor Calderón, pienso que quienes "afectan terriblemente el buen nombre de México" son usted, sus principales colaboradores y los jefes de la delincuencia formal, y no quienes enumeramos las barbaries en curso –la oficial y la otra– y apelamos a una instancia internacional, en forma pública, transparente y legítima, en un intento por ponerle freno.
Por último, creo percibir, en el ominoso mensaje emitido por su oficina el pasado 27 de noviembre, mucho miedo en usted y en sus colaboradores. Proceda legalmente en contra nuestra, si eso lo reconforta, pero no nos tema a nosotros, los 23 mil denunciantes de su régimen, pues actuamos –estamos dando prueba incontestable de ello– por los cauces pacíficos, legales e institucionales. Témale más bien a la furia latente de un país defraudado, empobrecido, saqueado, ensangrentado, escarnecido y humillado por ustedes, los demandados el 25 de noviembre ante la Corte Penal Internacional.
29.11.11
24.11.11
Golpe a la soberanía
Pedro Miguel
Como se ha expuesto en entregas anteriores, la despenalización de los estupefacientes ahora ilícitos obligaría a un proceso de pacificación negociada con las organizaciones del narcotráfico más poderosas, y la desaparición total o parcial de los monumentales recursos que esta actividad inyecta en las finanzas mundiales impulsaría una nueva crisis económica o –depende de cómo se vea– empeoraría la ya existente. Los gobiernos involucrados no serán tan ingenuos o tan ignorantes como para desconocer esta perspectiva, y es probable que el temor a desatar una nueva crisis sea una de las consideraciones –además de moralinas medievales y de complicidades con el negocio– que los llevan a mantener, contra viento y marea, una estrategia antidrogas que no tiene la menor posibilidad de éxito.
¿La paz bien vale una crisis? No, seguramente, a juicio de las industrias de la guerra y anexas: la de armamento, pero también la de servicios de seguridad e inteligencia, la de infraestructura (por aquello de ulteriores reconstrucciones de países previamente destruidos) y otras que también hacen pingües negocios en los conflictos bélicos: la farmacéutica, la de alimentos, la textil... El problema es que al amparo de las guerras actuales se realizan monumentales traslados de riqueza pública a unas cuantas corporaciones (como lo demuestra el enorme boquete que dejó George W. Bush en el tesoro de Estados Unidos para pagar las facturas de sus socios y amigos que le brindaron bienes y servicios para la invasión y destrucción de Irak) y que eso, lejos de reactivar economías, termina por hundirlas más en circunstancias recesivas que, a su vez, suelen ser provisionalmente superadas mediante una nueva confrontación armada. En esta lógica, es probable que México y Centroamérica hayan sido escogidos como el siguiente eslabón del ciclo, una vez agotados los conflictos en Irak y en Afganistán.
A lo que puede verse, no hay la menor disposición, entre la clase política estadunidense, para abandonar el círculo vicioso, pero Washington podría verse forzado a ello por una iniciativa audaz por parte de un gobierno mexicano dispuesto a atacar de raíz el problema del narcotráfico.
Suele argumentarse que la despenalización, además de improcedente y peligrosa por razones de salud y de seguridad públicas (ya examinadas anteriormente), sería imposible, dada la oposición estadunidense. Si ese argumento fuera tan indiscutible y aplastante como parece, no habría habido Revolución Rusa, Lázaro Cárdenas no habría podido expropiar el petróleo, Vietnam no habría ganado la guerra y François Mitterrand no habría llegado nunca al Palacio del Eliseo, entre otros muchísimos sucesos que ocurrieron contra la voluntad de Estados Unidos.
La soberanía se defiende ejerciéndola. El paso audaz tendría que partir de un presidente de México, sin que importe su ideología. Habría podido darlo Vicente Fox, por ejemplo, si hubiese tenido mínima madera de estadista, o Miguel de la Madrid, si no hubiera desempeñado el cargo en forma tan pusilánime. Un Presidente, pues, pide la comunicación telefónica con la Casa Blanca y le dice a boca de jarro a su contraparte:
–Señor presidente, vamos a despenalizar las drogas.
Tras aguantar el silencio incómodo y estupefacto del otro lado, y luego una retahíla de amenazas poco veladas, el mandatario mexicano tendrá que exponer con comedimiento, pero con firmeza:
–Haga usted lo que considere conveniente. Yo me limitaré a resumirle las posibilidades: o nos invaden, o rompen relaciones diplomáticas y comerciales con nosotros, y nos someten a embargos, bloqueos y sanciones económicas, o se resignan a colaborar con nosotros para minimizar la crisis económica que se nos viene encima.
El gobierno de Estados Unidos, por más que exhiba una adicción –un poco real y un poco ficticia– a las guerras, no puede invadir México. No es que se lo prohíba una pulsión ética o legal, sino que, simplemente, carece de las condiciones estratégicas y logísticas para emprender semejante aventura. El control militar de Irak resultó un espejismo inalcanzable y nuestro país tiene el cuádruple de población y casi cinco veces más territorio que esa nación árabe. Lo que sí podría hacer Washington sería desestabilizar (tiene vasta experiencia en ello), propiciar enfrentamientos internos e imponer a un gobierno pelele. Pero, un momento: es eso exactamente lo que ha venido haciendo desde 2006, hasta el punto de que México ya está desestabilizado, las autoridades nacionales operan en función de los intereses del gobierno vecino y el país está sumido en la guerra. Así que piensen en otra respuesta.
Estados Unidos tampoco puede romper relaciones comerciales y cerrar la frontera común porque, con ello, colapsaría de inmediato su propia economía: imagínense los alteros de exportaciones gringas que se quedarían en el lado norte de la demarcación, por no hablar de los incontables productos estadunidenses, ensamblados en México, que permanecerían de este lado. Sólo por decir algo.
Es probable que la Casa Blanca y el Capitolio hicieran el berrinche de su vida, pero éste es uno de los pocos terrenos en los que no podrían hacer mucho más que eso.
Hasta ahora, el narcotráfico ha sido una debilidad y una desventaja para México, que en su combate pierde decenas de miles de vidas, centenares de pueblos y decenas de instituciones, y una fortaleza para Washington, que con esa coartada puede ampliar sus márgenes de injerencia, hacer grandes negocios y dotar a sus circuitos financieros con un flujo casi inagotable de recursos monetarios. La despenalización unilateral implicaría invertir bruscamente esa desigualdad e impulsar una medida análoga en Estados Unidos.
Al carajo con la hipocresía: la única explicación posible al hecho de que la guerra en torno al narcotráfico no se ha extendido a territorio estadunidense es que allá no se persigue tal actividad, aunque se jure y se aparente lo contrario. Una de las cosas más cínicas de cuantas han sido dichas en el actual contexto por las autoridades de Estados Unidos es que los narcos les temen, y que por eso se portan bien al norte del río Bravo, y procuran no derramar sangre. El corolario inevitable es que las policías estadunidenses los dejan en paz, en premio a su buen comportamiento, y les permiten dedicarse a su negocio principal.
Si México despenaliza, coloca a Washington ante la disyuntiva de despenalizar, a su vez, o atestiguar el traslado, a su territorio, de la guerra que se ha venido librando en el nuestro. Pero la regla de oro es que los conflictos armados son oportunidad para grandes negocios, a condición de que se desarrollen en otros países.
Para terminar: ¿se acabaría la delincuencia con la despenalización de las drogas? Por supuesto que no. La delincuencia no se va a acabar con nada. El propósito de abolir el prohibicionismo es eliminar el narcotráfico, restituir el estado de derecho y acabar con organizaciones que están derrotando al Estado y a sus instituciones. Sin ellas, la delincuencia se reducirá a un problema de seguridad pública, dejará de ser guerra, y volverá a ser un problema policial.
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Como se ha expuesto en entregas anteriores, la despenalización de los estupefacientes ahora ilícitos obligaría a un proceso de pacificación negociada con las organizaciones del narcotráfico más poderosas, y la desaparición total o parcial de los monumentales recursos que esta actividad inyecta en las finanzas mundiales impulsaría una nueva crisis económica o –depende de cómo se vea– empeoraría la ya existente. Los gobiernos involucrados no serán tan ingenuos o tan ignorantes como para desconocer esta perspectiva, y es probable que el temor a desatar una nueva crisis sea una de las consideraciones –además de moralinas medievales y de complicidades con el negocio– que los llevan a mantener, contra viento y marea, una estrategia antidrogas que no tiene la menor posibilidad de éxito.
¿La paz bien vale una crisis? No, seguramente, a juicio de las industrias de la guerra y anexas: la de armamento, pero también la de servicios de seguridad e inteligencia, la de infraestructura (por aquello de ulteriores reconstrucciones de países previamente destruidos) y otras que también hacen pingües negocios en los conflictos bélicos: la farmacéutica, la de alimentos, la textil... El problema es que al amparo de las guerras actuales se realizan monumentales traslados de riqueza pública a unas cuantas corporaciones (como lo demuestra el enorme boquete que dejó George W. Bush en el tesoro de Estados Unidos para pagar las facturas de sus socios y amigos que le brindaron bienes y servicios para la invasión y destrucción de Irak) y que eso, lejos de reactivar economías, termina por hundirlas más en circunstancias recesivas que, a su vez, suelen ser provisionalmente superadas mediante una nueva confrontación armada. En esta lógica, es probable que México y Centroamérica hayan sido escogidos como el siguiente eslabón del ciclo, una vez agotados los conflictos en Irak y en Afganistán.
A lo que puede verse, no hay la menor disposición, entre la clase política estadunidense, para abandonar el círculo vicioso, pero Washington podría verse forzado a ello por una iniciativa audaz por parte de un gobierno mexicano dispuesto a atacar de raíz el problema del narcotráfico.
Suele argumentarse que la despenalización, además de improcedente y peligrosa por razones de salud y de seguridad públicas (ya examinadas anteriormente), sería imposible, dada la oposición estadunidense. Si ese argumento fuera tan indiscutible y aplastante como parece, no habría habido Revolución Rusa, Lázaro Cárdenas no habría podido expropiar el petróleo, Vietnam no habría ganado la guerra y François Mitterrand no habría llegado nunca al Palacio del Eliseo, entre otros muchísimos sucesos que ocurrieron contra la voluntad de Estados Unidos.
La soberanía se defiende ejerciéndola. El paso audaz tendría que partir de un presidente de México, sin que importe su ideología. Habría podido darlo Vicente Fox, por ejemplo, si hubiese tenido mínima madera de estadista, o Miguel de la Madrid, si no hubiera desempeñado el cargo en forma tan pusilánime. Un Presidente, pues, pide la comunicación telefónica con la Casa Blanca y le dice a boca de jarro a su contraparte:
–Señor presidente, vamos a despenalizar las drogas.
Tras aguantar el silencio incómodo y estupefacto del otro lado, y luego una retahíla de amenazas poco veladas, el mandatario mexicano tendrá que exponer con comedimiento, pero con firmeza:
–Haga usted lo que considere conveniente. Yo me limitaré a resumirle las posibilidades: o nos invaden, o rompen relaciones diplomáticas y comerciales con nosotros, y nos someten a embargos, bloqueos y sanciones económicas, o se resignan a colaborar con nosotros para minimizar la crisis económica que se nos viene encima.
El gobierno de Estados Unidos, por más que exhiba una adicción –un poco real y un poco ficticia– a las guerras, no puede invadir México. No es que se lo prohíba una pulsión ética o legal, sino que, simplemente, carece de las condiciones estratégicas y logísticas para emprender semejante aventura. El control militar de Irak resultó un espejismo inalcanzable y nuestro país tiene el cuádruple de población y casi cinco veces más territorio que esa nación árabe. Lo que sí podría hacer Washington sería desestabilizar (tiene vasta experiencia en ello), propiciar enfrentamientos internos e imponer a un gobierno pelele. Pero, un momento: es eso exactamente lo que ha venido haciendo desde 2006, hasta el punto de que México ya está desestabilizado, las autoridades nacionales operan en función de los intereses del gobierno vecino y el país está sumido en la guerra. Así que piensen en otra respuesta.
Estados Unidos tampoco puede romper relaciones comerciales y cerrar la frontera común porque, con ello, colapsaría de inmediato su propia economía: imagínense los alteros de exportaciones gringas que se quedarían en el lado norte de la demarcación, por no hablar de los incontables productos estadunidenses, ensamblados en México, que permanecerían de este lado. Sólo por decir algo.
Es probable que la Casa Blanca y el Capitolio hicieran el berrinche de su vida, pero éste es uno de los pocos terrenos en los que no podrían hacer mucho más que eso.
Hasta ahora, el narcotráfico ha sido una debilidad y una desventaja para México, que en su combate pierde decenas de miles de vidas, centenares de pueblos y decenas de instituciones, y una fortaleza para Washington, que con esa coartada puede ampliar sus márgenes de injerencia, hacer grandes negocios y dotar a sus circuitos financieros con un flujo casi inagotable de recursos monetarios. La despenalización unilateral implicaría invertir bruscamente esa desigualdad e impulsar una medida análoga en Estados Unidos.
Al carajo con la hipocresía: la única explicación posible al hecho de que la guerra en torno al narcotráfico no se ha extendido a territorio estadunidense es que allá no se persigue tal actividad, aunque se jure y se aparente lo contrario. Una de las cosas más cínicas de cuantas han sido dichas en el actual contexto por las autoridades de Estados Unidos es que los narcos les temen, y que por eso se portan bien al norte del río Bravo, y procuran no derramar sangre. El corolario inevitable es que las policías estadunidenses los dejan en paz, en premio a su buen comportamiento, y les permiten dedicarse a su negocio principal.
Si México despenaliza, coloca a Washington ante la disyuntiva de despenalizar, a su vez, o atestiguar el traslado, a su territorio, de la guerra que se ha venido librando en el nuestro. Pero la regla de oro es que los conflictos armados son oportunidad para grandes negocios, a condición de que se desarrollen en otros países.
Para terminar: ¿se acabaría la delincuencia con la despenalización de las drogas? Por supuesto que no. La delincuencia no se va a acabar con nada. El propósito de abolir el prohibicionismo es eliminar el narcotráfico, restituir el estado de derecho y acabar con organizaciones que están derrotando al Estado y a sus instituciones. Sin ellas, la delincuencia se reducirá a un problema de seguridad pública, dejará de ser guerra, y volverá a ser un problema policial.
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