Narcos, mercenarios y militares en México
Carlos Fazio
La matanza del casino Royale, en Monterrey, a fines de agosto, fue aprovechada por el presidente Felipe Calderón para reforzar aun más su estrategia de militarización del país, que ha costado la muerte de 50 mil personas en menos de cinco años.
Con precisión militar, a media tarde y en sólo dos minutos y medio, el pasado 25 de agosto un comando llevó a cabo el incendio intencional del casino Royale, en la norteña ciudad de Monterrey, provocando la muerte de 52 personas, la mayoría mujeres. Casi de inmediato, la imagen televisada de la acción gansteril, propia de una economía mafiosa que utiliza la "protección extorsiva" y la violencia reguladora para disciplinar los mercados de la ilegalidad, dio la vuelta al mundo. Un par de horas después, en su cuenta de Twitter Felipe Calderón describió el suceso como "un aberrante acto de terror y barbarie".
Al día siguiente, después de una reunión con el Gabinete de Seguridad Nacional, en un discurso tan bien estructurado que parecía haber sido manufacturado con antelación, Calderón afirmó: "No debemos confundirnos ni equivocarnos: fue un acto de terrorismo (...) perpetrado por homicidas incendiarios y verdaderos terroristas". Después pidió apurar la aprobación de la iniciativa de ley sobre seguridad nacional y el mando único policial, congelada en el Congreso, y llamó a la "unidad nacional" y al alineamiento de todos "los mexicanos de bien" detrás de su cruzada contra la criminalidad.
En el marco de lo que Denis Muzet ha denominado la "hiperpresidencia" -en alusión a la forma mediática de gobernar, sazonada en la ocasión por una campaña de intoxicación propagandística con eje en la seguridad-, no puede pensarse que hubo un uso ingenuo o errático de las palabras. Máxime cuando el discurso debió haber sido consultado con los jefes militares de la "guerra" de Calderón, reunidos de urgencia ante la emergencia. Allí se decretó el escalamiento de la confrontación: se decidió enviar 3 mil efectivos federales más a Monterrey, profundizándose su militarización mediante un virtual estado de sitio.
El sábado 27 las ocho columnas de los diarios recogieron sin ambages la consigna presidencial: "Terrorismo". Incluso el semanario Proceso habló de "narcoterrorismo", según la matriz de opinión sembrada por el Pentágono y Hillary Clinton tiempo atrás. Y el lunes 29, el Consejo Coordinador Empresarial -la cúpula de cúpulas de los capitanes de industria- reforzó el llamado a la "unidad" a nombre de "México", como suelen generalizar los amos del país.
Terrorismo estatal
Conviene aclarar que terrorismo es el uso calculado y sistemático del terror para inculcar miedo e intimidar a una sociedad o comunidad. Es una clase específica de violencia. Como táctica, es una forma de violencia política contra civiles y otros objetivos no combatientes, perpetrada por organizaciones no gubernamentales, grupos privados (por ejemplo, guardias blancas o mercenarios a sueldo de compañías trasnacionales) o agentes clandestinos que pueden ser incluso estatales o paraestatales. El "blanco-instrumento" (víctimas que no tienen nada que ver con el conflicto causante del acto terrorista) es usado para infundir miedo, ejercer coerción o manipular a una audiencia o un blanco primario a través del efecto multiplicador de los medios.
El término terrorismo puede también abarcar una categoría importante de actos realizados o patrocinados de manera directa o indirecta por un Estado, o implícitamente autorizados por un Estado con el fin de imponer obediencia y/o una colaboración activa de la población. Cargada de connotaciones negativas o peyorativas, la palabra terrorismo es aplicada siempre para el terrorismo del otro, mientras que el propio es encubierto mediante eufemismos.
La acción del comando que incendió el casino Royale generó miedo y desestabilización. En apariencia, el móvil político no formó parte de la trama.
No obstante, en un año preelectoral, la acción fue rápidamente capitalizada por Felipe Calderón, dándole de paso una nueva vuelta de tuerca a la militarización del país. Llamó la atención en la coyuntura que Héctor Aguilar Camín, uno de los soportes ideológicos y argumentativos de la militarización del país, marcara distancia al escribir: "Escalar oratoriamente el conflicto hasta las nubes incendiadas del terrorismo es una forma de hacer terrorismo con las palabras".
Sin caer en teorías conspirativas, sumado a una sucesión de acciones desestabilizadoras (el "secuestro" de empleados de las encuestadoras privadas Parametría y Mitofsky, y de la Sección Amarilla de Teléfonos de México en Michoacán, la explosión de una carta-bomba en el Instituto Tecnológico de Monterrey, el fantasmal tiroteo en el estadio de fútbol Corona), en el caso del casino no se pueden descartar las variables del agente provocador y el acto desestabilizador con bandera falsa.
La intervención va
Estados Unidos ha sido el principal promotor de la matriz de opinión sobre la existencia de "narcoterrorismo" en México, y como reveló en dos ocasiones The New York Times en agosto, agentes clandestinos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), del Buró Federal de Investigación (FBI), de la agencia antidrogas dea y del Pentágono, junto con mercenarios subcontratados bajo el disfraz de "contratistas privados", están utilizando las "lecciones" de Afganistán en el territorio mexicano al margen de la Constitución y en detrimento de la soberanía nacional.
Según la versión del New York Times del 7 de agosto, un equipo de 24 agentes de la CIA, la DEA y militares "jubilados" del Comando Norte del Pentágono estarían dirigiendo labores de inteligencia desde un "centro de fusión" binacional instalado en una base militar en la región norte del país, que el diario no identificó pero podría estar ubicada en la sede del 22º Batallón de Infantería de la séptima zona militar en Escobedo, Nuevo León.
Similar a los que Estados Unidos instaló en Colombia, Afganistán e Irak para vigilar y atacar a grupos insurgentes y presuntos terroristas, el nuevo puesto de inteligencia -que se suma a otros en Ciudad de México, Tijuana y Ciudad Juárez- opera con tecnología de punta que permite interceptar comunicaciones confidenciales y codificadas, bajo estricto control de personal estadounidense. La información complementa la que, según versiones periodísticas no desmentidas, recaban por todo el territorio nacional 1.500 agentes estadounidenses, y la suministrada por aviones espías no tripulados (drones) que sobrevuelan el espacio aéreo mexicano en virtud de acuerdos secretos con Washington que escapan al control del Congreso local.
El reportaje del New York Times destacaba, además, que Washington planea insertar un equipo de "contratistas privados" estadounidenses de seguridad (ex agentes de la CIA, la DEA y de las fuerzas especiales del Pentágono), para que brinden "capacitación" dentro de una unidad antinarcóticos mexicana no identificada.
La subcontratación de los llamados "perros de guerra" por el Pentágono y el Departamento de Estado para que realicen tareas de espionaje y otras propias de la guerra sucia, comenzó en México antes de la firma de la carta de intención secreta (octubre de 2007) que oficializó la Iniciativa Mérida. Como se reveló en febrero, la empresa Verint Technology instaló un sofisticado centro de intercepción de comunicaciones en la sede de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada. Después se supo que la empresa S Y Coleman Corporation, con sede en Arlington, Virginia, estaba reclutando mercenarios para ocupar puestos de vigilancia aérea en Veracruz, para proteger instalaciones petroleras de Pemex. Ambas informaciones fueron puestas bajo reserva por 12 y 15 años por razones de seguridad nacional. Con posterioridad, diversas informaciones dieron cuenta de la presencia en México de la firma Blackwater (o Xe Services), una de las favoritas del Pentágono para la mercenarización de conflictos.
El 17 de agosto, en Ciudad Juárez, William Brownsfield, secretario asistente para la Oficina de Narcóticos y Procuraduría de Justicia Internacional de Estados Unidos, declaró que su gobierno capacitará y equipará policías municipales, estatales y federales mexicanos dentro de la "nueva estrategia" de la Iniciativa Mérida. La "nueva etapa" del también llamado Plan México, símil del Plan Colombia, coincidirá con la llegada al país del embajador estadounidense Earl Anthony Wayne. Wayne es un diplomático de carrera pragmático, experto en terrorismo, contrainsurgencia y energía. Su última misión fue en Afganistán, país al que Estados Unidos identificó en enero-febrero de 2009, junto con México, como un "Estado fallido" a punto de colapsar, situación que "justificaba" la intervención militar estadounidense. En mayo siguiente, en Washington, generales del Pentágono revelaron a un grupo de empresarios y líderes políticos conservadores de Florida que soldados del Grupo Séptimo de Fuerzas Especiales ("boinas verdes") venían actuando en México desde 2006, bajo la cobertura de misiones antinarcóticos.
Otra pieza clave en la "transición" será Keith Mines, un ex militar que estuvo en Irak y fungió luego como director de la Sección Antinarcóticos de la misión diplomática en México. Mines monitoreará la Academia Nacional de Formación y Desarrollo Policial Puebla-Iniciativa Mérida, que se construye en Amozoc, a 100 quilómetros del Distrito Federal, y que ha sido publicitada como "la primera del mundo en su tipo". Según Ardelio Vargas Fosado, actual secretario de Seguridad Pública en Puebla y viejo amigo de Washington, la "academia" alojará al consejo de coordinación regional de las policías municipales y estatales, y servirá para el intercambio de información policial preventiva, reactiva y proactiva. Tal vez esa sea la sede antinarcóticos a la que llegarán los mercenarios que, de acuerdo al The New York Times, capacitarán a policías mexicanos.
¿Bananeros?
El 13 de julio, durante una reunión con integrantes de la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional del Congreso, tres generales y un coronel del Ejército mexicano exigieron a diputados y senadores la aprobación de un marco jurídico que amplíe y legalice la participación de esa rama de las fuerzas armadas en la "guerra sucia" de Calderón. Una guerra que bajo la pantalla de la lucha anticrimen ha cobrado más de 50 mil muertos y 10 mil desaparecidos, y el desplazamiento forzoso de 250 mil familias. El Ejército y la Armada han sido los principales instrumentos del comandante supremo de las fuerzas armadas en esa confrontación fratricida, definida por el subsecretario de la Defensa, general Demetrio Gaytán Ochoa, como un "conflicto asimétrico" contra un enemigo que no tiene rostro. La jerga militarista denomina "guerra asimétrica" a la que se da entre dos contendientes con una desproporción de los medios a disposición. En la guerra asimétrica no existe un frente determinado, ni acciones militares convencionales. Es un conflicto irregular que se basa en golpes de mano, combinación de acciones políticas y militares, propaganda negra, operaciones encubiertas y psicológicas, implicación de la población civil y operaciones similares.
Tras los atentados terroristas de 2001 en Estados Unidos, la potenciación de un "enemigo asimétrico" fue utilizada por la administración de George W Bush para sus operaciones en Afganistán e Irak. Desde entonces, como complemento del "enemigo interno", la noción pasó a formar parte de la doctrina de seguridad nacional estadounidense en su lucha contra el terrorismo.
Según declaraciones de generales del Comando Norte del Pentágono, las operaciones militares en Afganistán e Irak se basan en la contrainsurgencia clásica, lo que implica acciones propias de la guerra sucia y el terrorismo de Estado, verbigracia, el uso de la tortura sistemática, la ejecución sumaria extrajudicial y la desaparición forzada, combinadas con la utilización de aviones no tripulados (Drones) artillados y el ametrallamiento de civiles en retenes, como ha quedado ampliamente documentado.
Dado que desde 2002 México quedó integrado de facto al "perímetro de seguridad" y al Comando Norte de Estados Unidos, y que existen acuerdos militares secretos con ese país en el marco de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (aspan, 2005), signados bajo el halo de la "guerra al terrorismo", es lógico concluir que las tácticas utilizadas por Washington en Afganistán e Irak (practicadas antes en Colombia) se han venido utilizando en el territorio nacional. En particular, durante el sexenio de Felipe Calderón, con un crecimiento exponencial de la violencia.
27.9.11
23.9.11
Highway patrol
Luis Javier Garrido
Las elecciones de 2012 están siendo las primeras en la historia política de México en las que las cúpulas del poder, sin ningún recato, están abiertamente solicitando el apoyo de los poderes trasnacionales y del gobierno de Estados Unidos para imponerle un presidente a México.
1. El gobierno estadunidense ha buscado de manera sistemática, aunque no siempre con éxito, influir en las sucesiones mexicanas: en los años del predominio del PRI (1946-1994), tratando de que saliera como candidato el más afín a sus intereses, en 2000 doblegando (sin mucha dificultad) a Zedillo para que entregase la presidencia al PAN, y en 2006 respaldando a Calderón en su empresa de apoderarse ilegalmente de la silla presidencial avalando el fraude y "reconociéndolo" aun antes del fallo judicial, pero nunca antes el titular en turno del Poder Ejecutivo (aun sea de facto) había solicitado su intervención, como ahora parece ser el caso, sobre todo tras el último viaje de éste.
2. El otoño de 2011 está marcado hasta ahora por el fracaso de Felipe Calderón a) para impedir que Andrés Manuel López Obrador sea el candidato presidencial de una coalición de fuerzas populares y en su lugar se postule a Marcelo Ebrard (jefe de Gobierno capitalino), que es su gallo para fungir como un candidato testimonial de acomodo con el panismo, pero también para que b) el PRI, Salinas y Televisa no postulen a Enrique Peña Nieto (el ex gobernador mexiquense) y lancen en su lugar como candidato a otro comparsa dispuesto a perder: el senador Manlio Fabio Beltrones, todo lo cual es necesario para que pueda él imponer en la silla presidencial a su delfín: Ernesto Cordero, ex titular de Hacienda.
3. La única alternativa que le queda a los panistas calderonianos es por lo mismo la de solicitar el pleno apoyo de la administración Obama para tratar de imponer sus designios mediante una serie de manipulaciones, y eso es al parecer lo que se está fraguando, con un costo enorme para el país.
4. La sucesión de 2012 abre así, por las políticas antinacionales de Calderón, las condiciones para un mayor intervencionismo de Washington. En un debate en vistas a la investidura republicana de 2012, siete de los ocho aspirantes (todos, por cierto, del Tea Party) se manifestaron enérgicamente por concluir el muro entre los dos países (El País, 13 de agosto); la mayoría republicana en la Cámara baja urgió poco después al gobierno de Obama a sustituir la Iniciativa Mérida por un más claro plan de contrainsurgencia, argumentando que los cárteles constituyen "una insurgencia" y las políticas de Washington no atacan seriamente el reto de la seguridad nacional estadunidense (Reforma, 14 de septiembre), y ese mismo día, tras presentar sus cartas credenciales, el nuevo embajador Anthony Wayne se pronunció por una unión de los cuerpos de seguridad de ambos países, como en Afganistán.
5. La pretensión del equipo de Calderón –y de otros grupos económicos y políticos– de que el gobierno de Estados Unidos decida la sucesión en México está destinada al fracaso por varios motivos, y el primero de ellos es porque el pueblo de México no va a permitir una imposición desde el exterior. Los poderes económicos y el gobierno estadunidense pueden influir con presiones y manipulaciones sobre las candidaturas de los partidos y el curso del proceso electoral, sobre todo al tener a los medios bajo su control, pero es muy difícil que logren una imposición por la fuerza. No pudieron hacerlo recientemente en Bolivia, en Brasil o en Perú, no van a poder hacerlo en Argentina, ni el próximo año en Venezuela, como tampoco en México.
6. El segundo motivo del probable fracaso de Calderón ante la administración Obama para que lo ayude a imponer a Cordero en Los Pinos es que para Washington el gobierno panista ha constituido un estrepitoso fracaso aun en función de sus intereses, y en consecuencia el principal argumento calderonista de que el ex secretario de Hacienda va a ser tan entreguista como el michoacano no basta. Las reuniones secretas del Council on Foreign Relations donde se han fraguado y pactado buena parte de las políticas para "integrar la Comunidad Norteamericana", entregando el control de México a las agencias estadunidenses y aceptando sin restricciones el saqueo de la nación, y en las que los enviados calderonistas se han ido de bruces aceptándolo todo, fueron en su origen promovidas por el priísta salinista Pedro Aspe, y participa en ellas incluso un enviado del neocardenismo, Carlos Heredia, por lo que no son patrimonio panista.
7. La tercera explicación del anunciado fracaso de Calderón en su nueva aventura entreguista viene del cada vez más evidente declive del poder imperial estadunidense, como se ve en Afganistán, donde está yéndose a pique la estrategia en cuya elaboración participó Wayne. El proyecto de hacer de nuestro país "un protectorado", implícito en la Iniciativa Mérida, está fracasando a su vez al no poder las agencias de Washington controlar el territorio nacional, de ahí su ofuscación ante la realidad del Ejército Mexicano y de los cuerpos de la Marina, a los que han subordinado y que por muy adiestrados por ellos no les satisfacen, por lo que ahora buscan crear "una policía confiable" para sus designios, es decir estadunidense, según lo reiteró también Gil Kerlikowske, su zar antidrogas (La Jornada, 9 de septiembre), lo que resulta inviable históricamente.
8. La intervención patética de Felipe Calderón en Naciones Unidas el miércoles 21, pretendiendo disimular que él es el principal responsable de las cerca de 50 mil víctimas de las políticas de violencia que instauró y está intensificando conforme a las instrucciones de Washington, tratando ahora de culpar a la comunidad internacional y a funcionarios estadunidenses de lo que acontece y de sus propias acciones delictivas (de las que con toda seguridad será acusado el sexenio próximo) y clamando a la vez por una solución global, no le redituará en términos políticos sino negativamente, por el desprestigio que arrastra y del cual no parece estar consciente, ni siquiera cuando se exhibe hablando en un pésimo inglés que causa azoro.
9. El gobierno estadunidense busca imponer este nuevo viraje a sus políticas con la aceptación de lo que queda de la administración de facto de Calderón, y con un mínimo de consenso de las clases dominantes, y así se ha buscado hacer popular entre los niños de la alta burguesía panista este proyecto de crear un cuerpo policiaco en México controlado por Washington. De ahí el recurso a los videojuegos (políticos), el último de los cuales fue lanzado en junio mostrando a un comando estadunidense ingresar en territorio mexicano, con el supuesto aplauso de la población, para aprehender a un poderoso capo.
10. El proceso electoral está siendo, como se ve aun antes de empezar formalmente, un escenario en el que lo que está en juego es el destino mismo de la nación, y el grito de "ya basta" no resulta suficiente para oponerse a las tropelías entreguistas de la burocracia gobernante, por lo que se abre al pueblo mexicano la necesidad de una lucha de resistencia mucho más agresiva si ha de perdurar México como un país libre y soberano.
Las elecciones de 2012 están siendo las primeras en la historia política de México en las que las cúpulas del poder, sin ningún recato, están abiertamente solicitando el apoyo de los poderes trasnacionales y del gobierno de Estados Unidos para imponerle un presidente a México.
1. El gobierno estadunidense ha buscado de manera sistemática, aunque no siempre con éxito, influir en las sucesiones mexicanas: en los años del predominio del PRI (1946-1994), tratando de que saliera como candidato el más afín a sus intereses, en 2000 doblegando (sin mucha dificultad) a Zedillo para que entregase la presidencia al PAN, y en 2006 respaldando a Calderón en su empresa de apoderarse ilegalmente de la silla presidencial avalando el fraude y "reconociéndolo" aun antes del fallo judicial, pero nunca antes el titular en turno del Poder Ejecutivo (aun sea de facto) había solicitado su intervención, como ahora parece ser el caso, sobre todo tras el último viaje de éste.
2. El otoño de 2011 está marcado hasta ahora por el fracaso de Felipe Calderón a) para impedir que Andrés Manuel López Obrador sea el candidato presidencial de una coalición de fuerzas populares y en su lugar se postule a Marcelo Ebrard (jefe de Gobierno capitalino), que es su gallo para fungir como un candidato testimonial de acomodo con el panismo, pero también para que b) el PRI, Salinas y Televisa no postulen a Enrique Peña Nieto (el ex gobernador mexiquense) y lancen en su lugar como candidato a otro comparsa dispuesto a perder: el senador Manlio Fabio Beltrones, todo lo cual es necesario para que pueda él imponer en la silla presidencial a su delfín: Ernesto Cordero, ex titular de Hacienda.
3. La única alternativa que le queda a los panistas calderonianos es por lo mismo la de solicitar el pleno apoyo de la administración Obama para tratar de imponer sus designios mediante una serie de manipulaciones, y eso es al parecer lo que se está fraguando, con un costo enorme para el país.
4. La sucesión de 2012 abre así, por las políticas antinacionales de Calderón, las condiciones para un mayor intervencionismo de Washington. En un debate en vistas a la investidura republicana de 2012, siete de los ocho aspirantes (todos, por cierto, del Tea Party) se manifestaron enérgicamente por concluir el muro entre los dos países (El País, 13 de agosto); la mayoría republicana en la Cámara baja urgió poco después al gobierno de Obama a sustituir la Iniciativa Mérida por un más claro plan de contrainsurgencia, argumentando que los cárteles constituyen "una insurgencia" y las políticas de Washington no atacan seriamente el reto de la seguridad nacional estadunidense (Reforma, 14 de septiembre), y ese mismo día, tras presentar sus cartas credenciales, el nuevo embajador Anthony Wayne se pronunció por una unión de los cuerpos de seguridad de ambos países, como en Afganistán.
5. La pretensión del equipo de Calderón –y de otros grupos económicos y políticos– de que el gobierno de Estados Unidos decida la sucesión en México está destinada al fracaso por varios motivos, y el primero de ellos es porque el pueblo de México no va a permitir una imposición desde el exterior. Los poderes económicos y el gobierno estadunidense pueden influir con presiones y manipulaciones sobre las candidaturas de los partidos y el curso del proceso electoral, sobre todo al tener a los medios bajo su control, pero es muy difícil que logren una imposición por la fuerza. No pudieron hacerlo recientemente en Bolivia, en Brasil o en Perú, no van a poder hacerlo en Argentina, ni el próximo año en Venezuela, como tampoco en México.
6. El segundo motivo del probable fracaso de Calderón ante la administración Obama para que lo ayude a imponer a Cordero en Los Pinos es que para Washington el gobierno panista ha constituido un estrepitoso fracaso aun en función de sus intereses, y en consecuencia el principal argumento calderonista de que el ex secretario de Hacienda va a ser tan entreguista como el michoacano no basta. Las reuniones secretas del Council on Foreign Relations donde se han fraguado y pactado buena parte de las políticas para "integrar la Comunidad Norteamericana", entregando el control de México a las agencias estadunidenses y aceptando sin restricciones el saqueo de la nación, y en las que los enviados calderonistas se han ido de bruces aceptándolo todo, fueron en su origen promovidas por el priísta salinista Pedro Aspe, y participa en ellas incluso un enviado del neocardenismo, Carlos Heredia, por lo que no son patrimonio panista.
7. La tercera explicación del anunciado fracaso de Calderón en su nueva aventura entreguista viene del cada vez más evidente declive del poder imperial estadunidense, como se ve en Afganistán, donde está yéndose a pique la estrategia en cuya elaboración participó Wayne. El proyecto de hacer de nuestro país "un protectorado", implícito en la Iniciativa Mérida, está fracasando a su vez al no poder las agencias de Washington controlar el territorio nacional, de ahí su ofuscación ante la realidad del Ejército Mexicano y de los cuerpos de la Marina, a los que han subordinado y que por muy adiestrados por ellos no les satisfacen, por lo que ahora buscan crear "una policía confiable" para sus designios, es decir estadunidense, según lo reiteró también Gil Kerlikowske, su zar antidrogas (La Jornada, 9 de septiembre), lo que resulta inviable históricamente.
8. La intervención patética de Felipe Calderón en Naciones Unidas el miércoles 21, pretendiendo disimular que él es el principal responsable de las cerca de 50 mil víctimas de las políticas de violencia que instauró y está intensificando conforme a las instrucciones de Washington, tratando ahora de culpar a la comunidad internacional y a funcionarios estadunidenses de lo que acontece y de sus propias acciones delictivas (de las que con toda seguridad será acusado el sexenio próximo) y clamando a la vez por una solución global, no le redituará en términos políticos sino negativamente, por el desprestigio que arrastra y del cual no parece estar consciente, ni siquiera cuando se exhibe hablando en un pésimo inglés que causa azoro.
9. El gobierno estadunidense busca imponer este nuevo viraje a sus políticas con la aceptación de lo que queda de la administración de facto de Calderón, y con un mínimo de consenso de las clases dominantes, y así se ha buscado hacer popular entre los niños de la alta burguesía panista este proyecto de crear un cuerpo policiaco en México controlado por Washington. De ahí el recurso a los videojuegos (políticos), el último de los cuales fue lanzado en junio mostrando a un comando estadunidense ingresar en territorio mexicano, con el supuesto aplauso de la población, para aprehender a un poderoso capo.
10. El proceso electoral está siendo, como se ve aun antes de empezar formalmente, un escenario en el que lo que está en juego es el destino mismo de la nación, y el grito de "ya basta" no resulta suficiente para oponerse a las tropelías entreguistas de la burocracia gobernante, por lo que se abre al pueblo mexicano la necesidad de una lucha de resistencia mucho más agresiva si ha de perdurar México como un país libre y soberano.
19.9.11
Cordero, la Aspan y 2012
Carlos Fazio
De no ocurrir un contratiempo mayor, el candidato de la Casa Blanca para la elección presidencial de 2012 en México es Ernesto Cordero. Junto con el finado Juan Camilo Mouriño y el actual embajador en Washington, Arturo Sarukhán, Cordero participó en septiembre de 2006 en la encerrona de Banff Springs, Canadá, donde representantes del Pentágono y de grandes corporaciones privadas decidieron profundizar la "integración" de América del Norte y el control de México por el estamento militar estadunidense. Allí se consumaron una serie de acuerdos ejecutivos secretos con Estados Unidos, que combinan la entrega de los recursos geoestratégicos con la militarización subordinada del país. Cordero, sustituto forzado de Mouriño, es el hombre del continuismo calderonista.
En realidad, el proyecto imperial arranca en 1941, cuando el Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York –el más influyente tanque pensante de la élite estadunidense– redefinió el concepto de "gran área" (símil del espacio vital nazi) y optó por un modelo de "integración" económica vertical de sus vecinos, que incluía inversiones, colonización y control político abierto.
Como quedó asentado en los Estudios de guerra y de paz, Estados Unidos debía generar "mayor dependencia" mediante mercados seguros de materias primas, y en caso de que eso fracasase, a través del control de territorios mediante "la inversión y la dominación político militar". En 1942, el geopolítico estadunidense Nicholas J. Spykman ubicó a México dentro del "Mediterráneo americano", junto con Centroamérica, Colombia, Venezuela y el cinturón de islas del Caribe. Para su antecesor, Alfred Mahan, renovador de la visión expansionista del destino manifiesto, esa región era "vital" para Washington y debía permanecer bajo su exclusiva e indisputada tutoría. "Eso implica para México, Colombia y Venezuela una situación de absoluta dependencia con respecto a Estados Unidos, de libertad meramente nominal", asentó con crudeza Spykman.
Medio siglo después, el resultado más acabado de ese proyecto imperial fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (1994), seguido del Plan Colombia y el Plan Puebla Panamá (PPP) como caballos de Troya del Área de Libre Comercio de las Américas, prevista para 2005. Si bien el ALCA fracasó en Mar del Plata, ese mismo año Washington logró consolidar un "perímetro común de seguridad" (o "fronteras inteligentes") mediante la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (Aspan o TLC militarizado). Y en 2008 rebautizó el PPP como Iniciativa Mesoamericana, incorporando a Colombia. Al designio de Spykman en los años cuarenta sólo escapan hoy Cuba y Venezuela, naciones sometidas a constantes operaciones encubiertas de desestabilización.
Al amparo de una campaña de saturación propagandística que logró imponer la "guerra al terrorismo" en la agenda mediática, la consolidación de Norteamérica como espacio económico había sido antecedida, en 2002, por la creación del Comando Norte del Pentágono. La proyección espacial del NorthCom, que abarca Canadá, México, porciones del Caribe (Cuba incluida) y aguas contiguas en los océanos Pacífico y Atlántico (en particular el golfo de México), tiene que ver con la geografía, la política, la economía capitalista y lo militar como complemento bélico de la "integración" vertical de América del Norte; como "zona segura" de abasto de petróleo, gas natural, agua, uranio y biodiversidad para la economía estadunidense, contenida en el documento Nuevos horizontes, del Centro de Estudios Estratégicos Internacionales, con sede en Washington, difundido una semana después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Con eje en los suministros de Canadá y México a Estados Unidos, la creación de un "mercomún energético" de América del Norte formaba parte de un viejo proyecto geoestratégico de la época de Ronald Reagan (1979). Desde entonces, un objetivo central de Washington ha sido consumar el desmantelamiento parcial de Petróleos Mexicanos (Pemex).
En mayo de 2005, dos meses después de la creación de la Aspan, se divulgó el informe Construcción de una comunidad de América del Norte, en cuya elaboración participaron un grupo de mercaderes comisionistas locales, como el embajador Andrés Rozental, el salinista Pedro Aspe y el ex subsecretario de Comercio, Luis de la Calle. Pero el embate final del complejo militar industrial estadunidense comenzó inmediatamente después del fraude electoral de julio de 2006, cuando en plena transición y bajo la batuta del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, Mouriño, Sarukhán y Cordero asistieron en el hotel Fairmont Banff Springs, de Alberta, Canadá, a un cónclave secreto con ministros, altos ejecutivos –entre ellos los de la petrolera Chevron, Bechtel y Lockhedd Martin, la mayor contratista de armas del mundo– y militares cinco estrellas, incluido el almirante Tim Keating, jefe del Comando Norte.
Aprovechando el "ánimo reformista" de Felipe Calderón y su equipo de transición, se habló entonces de cómo "ceder soberanía nacional a favor de una Norteamérica más fuerte". La reunión se centró en la interrelación entre los sistemas de defensa, militarización, seguridad nacional, fronteras, migración, producción de equipo militar y control sobre los recursos energéticos de Norteamérica.
En junio de 2008, el entonces secretario del Pentágono, Robert Gates, anunció la incorporación de México al Comando Norte y recrudeció la guerra de contrainsurgencia de Calderón, con saldo superior a 50 mil muertos. El martes 13 llegó el embajador Anthony Wayne, presentó cartas credenciales y entregó tres helicópteros Blak Hawk artillados a la Marina, como signo de la afganización de México. Y por si fuera poco, el general David Petraeus, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), convertida en una organización paramilitar según The Washington Post, fue el "invitado especial" de Sarukhán en la embajada en Washington, para conmemorar el 201 aniversario del inicio de la… Independencia.
De no ocurrir un contratiempo mayor, el candidato de la Casa Blanca para la elección presidencial de 2012 en México es Ernesto Cordero. Junto con el finado Juan Camilo Mouriño y el actual embajador en Washington, Arturo Sarukhán, Cordero participó en septiembre de 2006 en la encerrona de Banff Springs, Canadá, donde representantes del Pentágono y de grandes corporaciones privadas decidieron profundizar la "integración" de América del Norte y el control de México por el estamento militar estadunidense. Allí se consumaron una serie de acuerdos ejecutivos secretos con Estados Unidos, que combinan la entrega de los recursos geoestratégicos con la militarización subordinada del país. Cordero, sustituto forzado de Mouriño, es el hombre del continuismo calderonista.
En realidad, el proyecto imperial arranca en 1941, cuando el Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York –el más influyente tanque pensante de la élite estadunidense– redefinió el concepto de "gran área" (símil del espacio vital nazi) y optó por un modelo de "integración" económica vertical de sus vecinos, que incluía inversiones, colonización y control político abierto.
Como quedó asentado en los Estudios de guerra y de paz, Estados Unidos debía generar "mayor dependencia" mediante mercados seguros de materias primas, y en caso de que eso fracasase, a través del control de territorios mediante "la inversión y la dominación político militar". En 1942, el geopolítico estadunidense Nicholas J. Spykman ubicó a México dentro del "Mediterráneo americano", junto con Centroamérica, Colombia, Venezuela y el cinturón de islas del Caribe. Para su antecesor, Alfred Mahan, renovador de la visión expansionista del destino manifiesto, esa región era "vital" para Washington y debía permanecer bajo su exclusiva e indisputada tutoría. "Eso implica para México, Colombia y Venezuela una situación de absoluta dependencia con respecto a Estados Unidos, de libertad meramente nominal", asentó con crudeza Spykman.
Medio siglo después, el resultado más acabado de ese proyecto imperial fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (1994), seguido del Plan Colombia y el Plan Puebla Panamá (PPP) como caballos de Troya del Área de Libre Comercio de las Américas, prevista para 2005. Si bien el ALCA fracasó en Mar del Plata, ese mismo año Washington logró consolidar un "perímetro común de seguridad" (o "fronteras inteligentes") mediante la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (Aspan o TLC militarizado). Y en 2008 rebautizó el PPP como Iniciativa Mesoamericana, incorporando a Colombia. Al designio de Spykman en los años cuarenta sólo escapan hoy Cuba y Venezuela, naciones sometidas a constantes operaciones encubiertas de desestabilización.
Al amparo de una campaña de saturación propagandística que logró imponer la "guerra al terrorismo" en la agenda mediática, la consolidación de Norteamérica como espacio económico había sido antecedida, en 2002, por la creación del Comando Norte del Pentágono. La proyección espacial del NorthCom, que abarca Canadá, México, porciones del Caribe (Cuba incluida) y aguas contiguas en los océanos Pacífico y Atlántico (en particular el golfo de México), tiene que ver con la geografía, la política, la economía capitalista y lo militar como complemento bélico de la "integración" vertical de América del Norte; como "zona segura" de abasto de petróleo, gas natural, agua, uranio y biodiversidad para la economía estadunidense, contenida en el documento Nuevos horizontes, del Centro de Estudios Estratégicos Internacionales, con sede en Washington, difundido una semana después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Con eje en los suministros de Canadá y México a Estados Unidos, la creación de un "mercomún energético" de América del Norte formaba parte de un viejo proyecto geoestratégico de la época de Ronald Reagan (1979). Desde entonces, un objetivo central de Washington ha sido consumar el desmantelamiento parcial de Petróleos Mexicanos (Pemex).
En mayo de 2005, dos meses después de la creación de la Aspan, se divulgó el informe Construcción de una comunidad de América del Norte, en cuya elaboración participaron un grupo de mercaderes comisionistas locales, como el embajador Andrés Rozental, el salinista Pedro Aspe y el ex subsecretario de Comercio, Luis de la Calle. Pero el embate final del complejo militar industrial estadunidense comenzó inmediatamente después del fraude electoral de julio de 2006, cuando en plena transición y bajo la batuta del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, Mouriño, Sarukhán y Cordero asistieron en el hotel Fairmont Banff Springs, de Alberta, Canadá, a un cónclave secreto con ministros, altos ejecutivos –entre ellos los de la petrolera Chevron, Bechtel y Lockhedd Martin, la mayor contratista de armas del mundo– y militares cinco estrellas, incluido el almirante Tim Keating, jefe del Comando Norte.
Aprovechando el "ánimo reformista" de Felipe Calderón y su equipo de transición, se habló entonces de cómo "ceder soberanía nacional a favor de una Norteamérica más fuerte". La reunión se centró en la interrelación entre los sistemas de defensa, militarización, seguridad nacional, fronteras, migración, producción de equipo militar y control sobre los recursos energéticos de Norteamérica.
En junio de 2008, el entonces secretario del Pentágono, Robert Gates, anunció la incorporación de México al Comando Norte y recrudeció la guerra de contrainsurgencia de Calderón, con saldo superior a 50 mil muertos. El martes 13 llegó el embajador Anthony Wayne, presentó cartas credenciales y entregó tres helicópteros Blak Hawk artillados a la Marina, como signo de la afganización de México. Y por si fuera poco, el general David Petraeus, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), convertida en una organización paramilitar según The Washington Post, fue el "invitado especial" de Sarukhán en la embajada en Washington, para conmemorar el 201 aniversario del inicio de la… Independencia.
15.9.11
El narcotráfico visto por la presidencia
Notas sobre el conflicto, la paz y la violencia en México
Fernando Montiel T.
Desde luego que el objetivo del Gobierno Federal es recuperar la seguridad pública y reducir los niveles de violencia. Esa es nuestra meta.
Felipe Calderón
Introducción
El discurso presidencial con motivo de la presentación del V Informe de Gobierno permite un análisis detallado de la visión que priva en el gobierno federal en materia de resolución de conflictos. En otras palabras: el mensaje oficial ofrece una radiografía del modo en el que la presidencia valora las raíces del conflicto del narcotráfico, su violencia asociada y las vías para su resolución.
En poco menos de 100 párrafos, el titular del ejecutivo presentó en a lo largo de siete ejes un recuento más o menos articulado de su visión de la realidad. Los ejes son los siguientes:
Un diagnóstico del conflicto
Una teoría para dar cuenta del fenómeno
Una historia de la evolución del narcotráfico en los gobiernos pasados
Un recuento de la evolución del narcotráfico durante su gestión
Un catálogo de las raíces de la violencia
Un pronóstico de lo que podría haber ocurrido
Una terapia detallada -o modelo de intervención- para su resolución
Desde la perspectiva de los Estudios de Paz y Resolución de Conflictos (área de las ciencias sociales fundada en 1959 con el nacimiento del Peace Research Institute de Oslo –PRIO- por Johan Galtung y que hoy se estudia en no menos de 500 programas de postgrado en todo el mundo) se pueden identificar vicios de origen en todos y cada uno de los ejes; vicios que explican en buena medida la incapacidad gubernamental para atender el problema desde la raíz y de forma no violenta como veremos a continuación. En breve: con la visión vigente del conflicto aún si la estrategia presidencial tiene éxito, está condenada al fracaso.
A continuación, algunas razones del por qué.
El inicio y el fin del problema
En esencia la idea es la siguiente: un conflicto puede ser atendido de forma adecuada sí y sólo sí el diagnóstico es correcto. La mecánica tiene un correlato en los estudios médicos: para aliviar una enfermedad es menester saber cuál es la causa real del malestar. El diagnóstico presidencial del conflicto del narcotráfico en México:
“La inseguridad es un problema complejo, con raíces muy profundas,
y también, de muy larga incubación”
La declaración es correcta aunque inútil por su vaguedad. Como sea, la solución general que propone es más detallada:
“Para corregir de fondo el problema, el de la seguridad, debemos generar mayores oportunidades. Mayores oportunidades educativas, de esparcimiento, de trabajo, en particular mayores oportunidades de formación y educación para los jóvenes. Y por eso, en este Gobierno hemos dado un fuerte impulso a la creación de bachilleratos y universidades”.
Más allá de la veracidad y/o de la efectividad de las acciones gubernamentales en materia de “generación de oportunidades”, a primera vista, ni el diagnóstico ni la solución general planteada por el titular del ejecutivo parecen controvertibles. Sin embargo, es en la forma de atender el primero y de concretizar lo segundo en donde surgen los problemas. La visión presidencial en materia de delincuencia organizada es elocuente al respecto.
Deshumanización y la generación de la imagen del enemigo
El discurso presidencial muestra desde el inicio sesgos en su abordaje del conflicto. Haciendo referencia a los sucesos de Monterrey en donde 52 personas perdieron la vida en un atentado contra un casino:
“Tan terribles actos describen la crueldad y la barbarie
que son capaces de alcanzar los criminales”
Una cosa es lamentar la muerte de 52 personas víctimas de la delincuencia organizada y otra sembrar la semilla de la deshumanización de los criminales. En este sentido, las palabras presidenciales se inscriben en un fenómeno llamado generación de la imagen del enemigo: “el enemigo –los delincuentes- no son como nosotros, no son humanos” es el mensaje que se localiza en el subtexto. (Es este el fundamento ideológico de la política represiva de la que nos ocuparemos más adelante)
Por otra parte. Las palabras del presidente no consideraron el otro lado de la moneda. ¿Sólo los criminales? Una presentación completa y honesta del conflicto haría referencia a la crueldad y la barbarie que son capaces de alcanzar también las fuerzas de seguridad civiles y militares: detenciones arbitrarias –básicamente secuestros-, actos tortura, allanamientos ilegales, desapariciones forzadas, extorsiones y amenazas por parte de las fuerzas del orden debieron también ser mencionadas. Y entonces una segunda objeción desde la perspectiva de los Estudios de Paz puede ser colocada sobre la mesa: Las visiones partisanas del conflicto tienen una alta rentabilidad política pero nulo valor para la atención del problema.
El presidente no sólo no condena las acciones de las fuerzas de seguridad, sino que incluso las aplaude:
“Y quiero hacer un reconocimiento a la lealtad y al patriotismo de las Fuerzas Armadas en México: al Ejército y a la Marina. Su participación firme y valiente ha sido decisiva en la defensa de México”
A lo largo de su discurso, el titular del ejecutivo refiere en múltiples ocasiones los peligros de la corrupción y las políticas que se están instrumentando para evitarla. Sin embargo, nada dice en materia de respeto a derechos humanos y garantías individuales en el combate al narcotráfico: pareciera ser que el problema no es que en su actuar las fuerzas militares y policiacas sea atroz en su ejecución, el problema es que actúen a favor del enemigo. Tercer apunte desde los Estudios de Paz: La violencia debe condenarse independientemente de su origen: un criminal torturado por el ejército es tan víctima como un secuestrado lo es de su secuestrador.
La raíz del conflicto: El narcotráfico es secundario
En el mensaje presidencial es clara la visión unidimensional y monocausal que se tiene en el gobierno federal respecto del origen de la violencia: una y otra vez Felipe Calderón repite que el origen de la violencia se encuentra en la expansión de las organizaciones criminales y en su lucha por el control territorial. Si esta es una fuente de violencia, lo es sólo de forma secundaria.
El análisis presidencial comete el error de confundir un proceso (la violencia) con sus perpetradores (los criminales) y es esa la razón por la que su estrategia está condenada al fracaso… aún si tiene éxito: el gobierno federal puede ya haber capturado o “abatido” (otra forma de llamar al asesinato) a “21 de los 37 líderes criminales más peligrosos que operaban en México” y puede ir por los que faltan y eso no cambiará las cosas. ¿Por qué? Porque los criminales son sólo el síntoma de un conflicto sin resolver. ¿Qué conflicto? El que lleva a decenas de miles a integrarse a las organizaciones de la delincuencia organizada: exclusión social, marginación económica y represión política. El narcotráfico conjura –al menos en el corto plazo aunque de forma ilusoria- estos tres problemas: no es casual que se trate de la industria generadora de “empleo” más boyante del país (industria en la que además entran todos: mano de obra calificada y no calificada, urbana y rural, choferes, contadores, administradores, ingenieros en sistemas, politólogos y políticos, comerciantes… para todos hay un lugar).
El conflicto del narcotráfico en estos términos es secundario, pues deriva de razones estructurales que le allanan el camino: se pueden matar o encarcelar de un día para otro a todos y cada uno de los líderes criminales (y en un cierto sentido, esto tal vez ya haya ocurrido, después de todo -pensando en el Cártel del Golfo- después de Juan N. Guerra, vino Juan García Ábrego y después de García Ábrego vino Osiel Cárdenas Guillén y después de Cárdenas Guillén vino Jorge Eduardo Costilla Sánchez, etc.) y nada va a cambiar. ¿Cuántas veces tiene que “limpiar” la lista el gobierno federal antes de darse cuenta que el conflicto no son los actores? Esta confusión oficial es la que convierte a la política anti-narcótica en superficial, sangrienta e inútil. En este mismo sentido se pueden aprobar de un día para otro todas las leyes que el presidente propone (“Combate al Lavado de Dinero, la del Mando Único Policial, la Iniciativa de Ley Anticorrupción…”) y se puede hacer uso de la mejor, más equipada y más sofisticada policía y del mejor, más equipado y más sofisticado ejército y el resultado será el mismo: los conflictos se transforman atendiendo sus causas, no sus consecuencias. La metáfora sería una fogata: el conflicto es el fuego y la violencia el humo: disipando el humo no sólo no se elimina el fuego, sino que con frecuencia se le alimenta.
La complejidad que la presidencia no ve
En el discurso de presentación el V Informe de Gobierno el Presidente Calderón señala que:
“Hay quién dice que la violencia es consecuencia de la acción del Gobierno. No es así. La violencia se da no por la intervención de las Fuerzas Federales, al contrario, las Fuerzas Federales intervienen donde hay violencia y porque hay violencia en un lugar determinado”
Y continúa:
“La acción del Estado así, contra los criminales es una consecuencia y no una causa del problema. La violencia se da por la expansión del crimen organizado. Y en ese marco, la presencia de las Fuerzas Federales no es parte del problema, sino parte de la solución”
Sencillamente, el presidente está equivocado. Y el fundamento de su equivocación, más que operativo es perceptivo.
La equivocación del presidente no radica en su visión del debate del primer párrafo respecto de si la violencia es causa o consecuencia de la intervención de las fuerzas federales –lo que en el siguiente párrafo expresa en términos de “la presencia de las Fuerzas Federales no es parte del problema, sino parte de la solución”; la equivocación radica en su incapacidad de ver que ambas cosas pueden tener lugar de forma simultánea. La reflexión presidencial en este sentido pone al descubierto que su análisis del conflicto es mecánico y no dinámico, simple y no complejo, dicotómico, unidireccional y limitado. Para ilustrar este punto valdría la pena preguntarse qué va a hacer la Procuraduría Social para la Atención de Víctimas de la Violencia -que anunció el titular del ejecutivo en el discurso de marras- para ayudar a los sobrevivientes de la matanza del 1º. de Junio de 2007 en La Joya de los Martínez (Sinaloa) en la que los perpetradores fueron 19 soldados actuando en el marco de la guerra contra las drogas. Dice el presidente que la procuraduría estará para “potenciar la atención del Gobierno Federal, a quienes han sido lastimados por la violencia de los criminales” pero ¿y si es el propio gobierno federal, por medio de sus agentes y sus estrategias, el perpetrador de la violencia criminal? En materia de resolución de conflictos, las caricaturas de la realidad en términos de “buenos” (policías, militares, gobierno federal) y “malos” (criminales) son disfuncionales pues alimentan la polarización con lo que distorsionan la realidad. Más atención habría que prestar a la multitud de tonos grises que existen entre el “blanco” y el “negro”, tonos que hacen mejor justicia a la complejidad del problema, que existen en la realidad aunque no tengan lugar en la estrategia presidencial.
La violencia genera violencia
En materia de Estudios de Paz –como prácticamente en cualquier ciencia social- el establecimiento de relaciones causales para dar cuenta de fenómenos humanos puede ser controvertido: lo que es válido en un determinado contexto, con ciertos actores y ciertas condiciones, puede no serlo en otro. Esto es tan válido en la ciencia política como en las relaciones internacionales entre otras disciplinas. Sin embargo, en Estudios de Paz y Conflictos existe un principio básico, fundamental, que se cumple casi sin excepción: la violencia genera violencia. Y de aquí se desprende que si se busca la paz, el medio para alcanzarla tiene que ser compatible con el resultado esperado: Paz por medios pacíficos. Gandhi lo expresó diciendo “No hay camino a la paz, la paz es el camino” y esa es la aproximación adoptada como política por el movimiento que encabeza Javier Sicilia. La violación a este principio explica la espiral de violencia que se vive como consecuencia de la política anti-narcótica del gobierno federal. Dice el presidente:
“Las capacidades, la organización, la disciplina, la lealtad, el armamento de nuestras fuerzas del orden son muy, muy superiores a las de los delincuentes”
Y remata:
“Por eso, por muy difícil que parezca la lucha. Ténganlo por seguro, vamos a vencer a esos criminales”.
Independientemente de quién hizo el primer disparo, al combatir la violencia de unos con la violencia de los otros –lo que el presidente Calderón ha llamado “la guerra contra el narcotráfico”- el gobierno federal se equivoca: las guerras, en términos humanos, no las ganan unos y las pierden otros: en la guerra todos pierden, unos la vida, y otros la dignidad.
Como si no hubiera opciones.
Vino viejo en botellas nuevas
El uso que hace el presidente de conceptos como “Estado” y “seguridad” cuando se refiere al narcotráfico en el discurso de presentación del V Informe de Gobierno es muy revelador: el Estado pareciera ser igual al gobierno –su gobierno- y la seguridad la toma en su dimensión más estrecha: la policiaco-militar. En este sentido, pareciera que el entendimiento que tiene la presidencia de la política y lo político en el contexto de la “guerra contra el narcotráfico” es aquél que privó en los llamados “Estados de seguridad nacional” latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX: la seguridad nacional ante todo, incluso por encima -y a pesar- de la seguridad humana. En este contexto, no sería un error decir que la presidencia opera con marcos teóricos con al menos medio siglo de atraso, y que sobre ellos diseña sus políticas. Esto puede explicar el cómo han de entenderse -aunque fueron cuidadosamente depurados del discurso referido- expresiones que el titular del ejecutivo ha utilizado repetidamente en el pasado como “amenaza”, “peligro”, “crueldad”, “inhumanidad”, “cobardía”, “peligrosidad”, “cáncer”, “depuración” e incluso “limpieza”.
Si en el pasado “el enemigo” eran las organizaciones político-militares y en el presente son los narcotraficantes, y si en los Estados Unidos –matriz de la actual política “de seguridad”- los enemigos son “los terroristas”, entonces no resulta extraño que hoy se comiencen a acuñar conceptos ambiguos –pero de alta utilidad política- como “narcoterrorismo”, “narcoguerrilla” y que se comience a utilizar “terroristas” y “guerrilleros” como sinónimos… como Chile bajo Pinochet.
Y es entonces que debe tomarse con mucha suspicacia pedidos presidenciales como la Iniciativa de Cadenas Delictivas que a decir del Presidente Calderón:
“…permitirá, por ejemplo, que un miembro de un grupo delictivo también pague por los delitos que cometa ese grupo al que pertenece”
Un par de párrafos antes, el presidente hace un llamado:
“Es necesario, también, que el Congreso dote a los gobiernos y, en particular a las Fuerzas Federales, de plena certidumbre jurídica en su actuar y de atribuciones legales indispensable para enfrentar la delicada situación que hoy vivimos”
Lo legal no necesariamente es legítimo. Y olvidar esto puede conducir a la posibilidad de que las fuerzas policiacas y militares violen derechos humanos con la ley en la mano. La ley no es la única fuente de legitimidad, y en ocasiones, ni siquiera es la más importante: primero están las necesidades básicas (alimentación, vestido, salud, educación, vivienda, libertad e identidad), luego los derechos humanos (hay necesidades básicas específicas que no están consideradas en los instrumentos de protección de derechos humanos) y luego entonces están las demás disposiciones legales.
Vuelta al origen
Dice Felipe Calderón:
“La recomposición del tejido social es lo que realmente le va a dar una solución estructural al problema de la seguridad, pero también, hay que reconocerlo, es la que más tiempo tardará en rendir los frutos deseados”
Si es tal el caso –que lo es sin duda- entonces el pilar de la estrategia de combate al narcotráfico debería ser el desarrollo social y no el reclutamiento, capacitación y equipamiento de cuerpos policiacos, el endurecimiento de las leyes, la restricción de libertades y la militarización rampante. Una vez más: la violencia genera violencia y los conflictos se resuelven en sus causas no en sus consecuencias.
La política anti-narcótica oficial entonces, en un cierto sentido, es neurótica: su voluntad va por un lado y sus acciones van por otro.
Vale la pena recuperar una de las citas iniciales:
“Para corregir de fondo el problema, el de la seguridad, debemos generar mayores oportunidades. Mayores oportunidades educativas, de esparcimiento, de trabajo, en particular mayores oportunidades de formación y educación para los jóvenes. Y por eso, en este Gobierno hemos dado un fuerte impulso a la creación de bachilleratos y universidades”.
El aspecto clave aquí son las oportunidades de trabajo (porque de nada sirven las oportunidades educativas y de formación sin el último eslabón de la cadena: la inserción en el mercado laboral), pero no lo son todo.
En materia educativa no es la creación de centros los centros de estudio de los que se ufana el titular del ejecutivo lo que va a dar una respuesta directa al problema de la violencia, sino la educación en tres esferas:
Cultura de la Legalidad
Cultura de la Transformación de Conflictos
Cultura de la Paz
La Cultura de la Legalidad tiene que ver con el conocimiento de las leyes, con el reconocimiento de su legitimidad (en caso de que la tengan) y con la promoción de las mismas en el espacio público.
La Cultura de la Transformación de Conflictos tiene que ver con el desarrollo de habilidades y conocimientos para la atención de conflictos por medios no-violentos desde diversas áreas del conocimiento. Existen muchos instrumentos en diferentes campos:
Ciencias Sociales Estudios de paz y conflictos
Ciencias Políticas No-violencia y resistencia pacífica
Comunicación Comunicación no-violenta
Periodismo Periodismo de la paz y sensible al conflicto
Derecho Medios Alternos de Solución de Conflictos
Trabajo Social Sistemas de reconciliación y mecánicas de diálogo
Economía Economías alternativas y autosustentables
Sociología Prevención de la violencia
Tecnología Redistribución del poder técnico y del conocimiento
Teología Diálogo interreligioso y ecumenismo
Su utilidad es evidente y su rango de acción es también muy amplio.
Finalmente, la Cultura de la Paz tiene que ver con la deslegitimación de la violencia como vehículo de resolución de conflictos. En este sentido es la formación ética y moral en valores como la solidaridad y la cooperación y no la competencia el aspecto fundamental.
Relación entre cultura de la legalidad, cultura de transformación de conflictos y cultura de la paz
Se trata de tres esferas interconectadas e interdependientes cuya enseñanza rinde frutos en muy poco tiempo.
El punto principal es que hay muchos medios alternativos para prevenir el surgimiento de la violencia ahí en donde hay conflicto; para manejarla ahí en donde ya existe (con un mínimo de intervención policiaca y prácticamente sin intervención militar) y para atender sus consecuencias (reconciliación, reconstrucción del tejido social) una vez que ha cesado.
El único problema es que poco o nada de esto se enseña en las universidades y bachilleratos que tanto presume la presidencia.
(fernando.montiel.t@gmail.com)
Fernando Montiel T.
Desde luego que el objetivo del Gobierno Federal es recuperar la seguridad pública y reducir los niveles de violencia. Esa es nuestra meta.
Felipe Calderón
Introducción
El discurso presidencial con motivo de la presentación del V Informe de Gobierno permite un análisis detallado de la visión que priva en el gobierno federal en materia de resolución de conflictos. En otras palabras: el mensaje oficial ofrece una radiografía del modo en el que la presidencia valora las raíces del conflicto del narcotráfico, su violencia asociada y las vías para su resolución.
En poco menos de 100 párrafos, el titular del ejecutivo presentó en a lo largo de siete ejes un recuento más o menos articulado de su visión de la realidad. Los ejes son los siguientes:
Un diagnóstico del conflicto
Una teoría para dar cuenta del fenómeno
Una historia de la evolución del narcotráfico en los gobiernos pasados
Un recuento de la evolución del narcotráfico durante su gestión
Un catálogo de las raíces de la violencia
Un pronóstico de lo que podría haber ocurrido
Una terapia detallada -o modelo de intervención- para su resolución
Desde la perspectiva de los Estudios de Paz y Resolución de Conflictos (área de las ciencias sociales fundada en 1959 con el nacimiento del Peace Research Institute de Oslo –PRIO- por Johan Galtung y que hoy se estudia en no menos de 500 programas de postgrado en todo el mundo) se pueden identificar vicios de origen en todos y cada uno de los ejes; vicios que explican en buena medida la incapacidad gubernamental para atender el problema desde la raíz y de forma no violenta como veremos a continuación. En breve: con la visión vigente del conflicto aún si la estrategia presidencial tiene éxito, está condenada al fracaso.
A continuación, algunas razones del por qué.
El inicio y el fin del problema
En esencia la idea es la siguiente: un conflicto puede ser atendido de forma adecuada sí y sólo sí el diagnóstico es correcto. La mecánica tiene un correlato en los estudios médicos: para aliviar una enfermedad es menester saber cuál es la causa real del malestar. El diagnóstico presidencial del conflicto del narcotráfico en México:
“La inseguridad es un problema complejo, con raíces muy profundas,
y también, de muy larga incubación”
La declaración es correcta aunque inútil por su vaguedad. Como sea, la solución general que propone es más detallada:
“Para corregir de fondo el problema, el de la seguridad, debemos generar mayores oportunidades. Mayores oportunidades educativas, de esparcimiento, de trabajo, en particular mayores oportunidades de formación y educación para los jóvenes. Y por eso, en este Gobierno hemos dado un fuerte impulso a la creación de bachilleratos y universidades”.
Más allá de la veracidad y/o de la efectividad de las acciones gubernamentales en materia de “generación de oportunidades”, a primera vista, ni el diagnóstico ni la solución general planteada por el titular del ejecutivo parecen controvertibles. Sin embargo, es en la forma de atender el primero y de concretizar lo segundo en donde surgen los problemas. La visión presidencial en materia de delincuencia organizada es elocuente al respecto.
Deshumanización y la generación de la imagen del enemigo
El discurso presidencial muestra desde el inicio sesgos en su abordaje del conflicto. Haciendo referencia a los sucesos de Monterrey en donde 52 personas perdieron la vida en un atentado contra un casino:
“Tan terribles actos describen la crueldad y la barbarie
que son capaces de alcanzar los criminales”
Una cosa es lamentar la muerte de 52 personas víctimas de la delincuencia organizada y otra sembrar la semilla de la deshumanización de los criminales. En este sentido, las palabras presidenciales se inscriben en un fenómeno llamado generación de la imagen del enemigo: “el enemigo –los delincuentes- no son como nosotros, no son humanos” es el mensaje que se localiza en el subtexto. (Es este el fundamento ideológico de la política represiva de la que nos ocuparemos más adelante)
Por otra parte. Las palabras del presidente no consideraron el otro lado de la moneda. ¿Sólo los criminales? Una presentación completa y honesta del conflicto haría referencia a la crueldad y la barbarie que son capaces de alcanzar también las fuerzas de seguridad civiles y militares: detenciones arbitrarias –básicamente secuestros-, actos tortura, allanamientos ilegales, desapariciones forzadas, extorsiones y amenazas por parte de las fuerzas del orden debieron también ser mencionadas. Y entonces una segunda objeción desde la perspectiva de los Estudios de Paz puede ser colocada sobre la mesa: Las visiones partisanas del conflicto tienen una alta rentabilidad política pero nulo valor para la atención del problema.
El presidente no sólo no condena las acciones de las fuerzas de seguridad, sino que incluso las aplaude:
“Y quiero hacer un reconocimiento a la lealtad y al patriotismo de las Fuerzas Armadas en México: al Ejército y a la Marina. Su participación firme y valiente ha sido decisiva en la defensa de México”
A lo largo de su discurso, el titular del ejecutivo refiere en múltiples ocasiones los peligros de la corrupción y las políticas que se están instrumentando para evitarla. Sin embargo, nada dice en materia de respeto a derechos humanos y garantías individuales en el combate al narcotráfico: pareciera ser que el problema no es que en su actuar las fuerzas militares y policiacas sea atroz en su ejecución, el problema es que actúen a favor del enemigo. Tercer apunte desde los Estudios de Paz: La violencia debe condenarse independientemente de su origen: un criminal torturado por el ejército es tan víctima como un secuestrado lo es de su secuestrador.
La raíz del conflicto: El narcotráfico es secundario
En el mensaje presidencial es clara la visión unidimensional y monocausal que se tiene en el gobierno federal respecto del origen de la violencia: una y otra vez Felipe Calderón repite que el origen de la violencia se encuentra en la expansión de las organizaciones criminales y en su lucha por el control territorial. Si esta es una fuente de violencia, lo es sólo de forma secundaria.
El análisis presidencial comete el error de confundir un proceso (la violencia) con sus perpetradores (los criminales) y es esa la razón por la que su estrategia está condenada al fracaso… aún si tiene éxito: el gobierno federal puede ya haber capturado o “abatido” (otra forma de llamar al asesinato) a “21 de los 37 líderes criminales más peligrosos que operaban en México” y puede ir por los que faltan y eso no cambiará las cosas. ¿Por qué? Porque los criminales son sólo el síntoma de un conflicto sin resolver. ¿Qué conflicto? El que lleva a decenas de miles a integrarse a las organizaciones de la delincuencia organizada: exclusión social, marginación económica y represión política. El narcotráfico conjura –al menos en el corto plazo aunque de forma ilusoria- estos tres problemas: no es casual que se trate de la industria generadora de “empleo” más boyante del país (industria en la que además entran todos: mano de obra calificada y no calificada, urbana y rural, choferes, contadores, administradores, ingenieros en sistemas, politólogos y políticos, comerciantes… para todos hay un lugar).
El conflicto del narcotráfico en estos términos es secundario, pues deriva de razones estructurales que le allanan el camino: se pueden matar o encarcelar de un día para otro a todos y cada uno de los líderes criminales (y en un cierto sentido, esto tal vez ya haya ocurrido, después de todo -pensando en el Cártel del Golfo- después de Juan N. Guerra, vino Juan García Ábrego y después de García Ábrego vino Osiel Cárdenas Guillén y después de Cárdenas Guillén vino Jorge Eduardo Costilla Sánchez, etc.) y nada va a cambiar. ¿Cuántas veces tiene que “limpiar” la lista el gobierno federal antes de darse cuenta que el conflicto no son los actores? Esta confusión oficial es la que convierte a la política anti-narcótica en superficial, sangrienta e inútil. En este mismo sentido se pueden aprobar de un día para otro todas las leyes que el presidente propone (“Combate al Lavado de Dinero, la del Mando Único Policial, la Iniciativa de Ley Anticorrupción…”) y se puede hacer uso de la mejor, más equipada y más sofisticada policía y del mejor, más equipado y más sofisticado ejército y el resultado será el mismo: los conflictos se transforman atendiendo sus causas, no sus consecuencias. La metáfora sería una fogata: el conflicto es el fuego y la violencia el humo: disipando el humo no sólo no se elimina el fuego, sino que con frecuencia se le alimenta.
La complejidad que la presidencia no ve
En el discurso de presentación el V Informe de Gobierno el Presidente Calderón señala que:
“Hay quién dice que la violencia es consecuencia de la acción del Gobierno. No es así. La violencia se da no por la intervención de las Fuerzas Federales, al contrario, las Fuerzas Federales intervienen donde hay violencia y porque hay violencia en un lugar determinado”
Y continúa:
“La acción del Estado así, contra los criminales es una consecuencia y no una causa del problema. La violencia se da por la expansión del crimen organizado. Y en ese marco, la presencia de las Fuerzas Federales no es parte del problema, sino parte de la solución”
Sencillamente, el presidente está equivocado. Y el fundamento de su equivocación, más que operativo es perceptivo.
La equivocación del presidente no radica en su visión del debate del primer párrafo respecto de si la violencia es causa o consecuencia de la intervención de las fuerzas federales –lo que en el siguiente párrafo expresa en términos de “la presencia de las Fuerzas Federales no es parte del problema, sino parte de la solución”; la equivocación radica en su incapacidad de ver que ambas cosas pueden tener lugar de forma simultánea. La reflexión presidencial en este sentido pone al descubierto que su análisis del conflicto es mecánico y no dinámico, simple y no complejo, dicotómico, unidireccional y limitado. Para ilustrar este punto valdría la pena preguntarse qué va a hacer la Procuraduría Social para la Atención de Víctimas de la Violencia -que anunció el titular del ejecutivo en el discurso de marras- para ayudar a los sobrevivientes de la matanza del 1º. de Junio de 2007 en La Joya de los Martínez (Sinaloa) en la que los perpetradores fueron 19 soldados actuando en el marco de la guerra contra las drogas. Dice el presidente que la procuraduría estará para “potenciar la atención del Gobierno Federal, a quienes han sido lastimados por la violencia de los criminales” pero ¿y si es el propio gobierno federal, por medio de sus agentes y sus estrategias, el perpetrador de la violencia criminal? En materia de resolución de conflictos, las caricaturas de la realidad en términos de “buenos” (policías, militares, gobierno federal) y “malos” (criminales) son disfuncionales pues alimentan la polarización con lo que distorsionan la realidad. Más atención habría que prestar a la multitud de tonos grises que existen entre el “blanco” y el “negro”, tonos que hacen mejor justicia a la complejidad del problema, que existen en la realidad aunque no tengan lugar en la estrategia presidencial.
La violencia genera violencia
En materia de Estudios de Paz –como prácticamente en cualquier ciencia social- el establecimiento de relaciones causales para dar cuenta de fenómenos humanos puede ser controvertido: lo que es válido en un determinado contexto, con ciertos actores y ciertas condiciones, puede no serlo en otro. Esto es tan válido en la ciencia política como en las relaciones internacionales entre otras disciplinas. Sin embargo, en Estudios de Paz y Conflictos existe un principio básico, fundamental, que se cumple casi sin excepción: la violencia genera violencia. Y de aquí se desprende que si se busca la paz, el medio para alcanzarla tiene que ser compatible con el resultado esperado: Paz por medios pacíficos. Gandhi lo expresó diciendo “No hay camino a la paz, la paz es el camino” y esa es la aproximación adoptada como política por el movimiento que encabeza Javier Sicilia. La violación a este principio explica la espiral de violencia que se vive como consecuencia de la política anti-narcótica del gobierno federal. Dice el presidente:
“Las capacidades, la organización, la disciplina, la lealtad, el armamento de nuestras fuerzas del orden son muy, muy superiores a las de los delincuentes”
Y remata:
“Por eso, por muy difícil que parezca la lucha. Ténganlo por seguro, vamos a vencer a esos criminales”.
Independientemente de quién hizo el primer disparo, al combatir la violencia de unos con la violencia de los otros –lo que el presidente Calderón ha llamado “la guerra contra el narcotráfico”- el gobierno federal se equivoca: las guerras, en términos humanos, no las ganan unos y las pierden otros: en la guerra todos pierden, unos la vida, y otros la dignidad.
Como si no hubiera opciones.
Vino viejo en botellas nuevas
El uso que hace el presidente de conceptos como “Estado” y “seguridad” cuando se refiere al narcotráfico en el discurso de presentación del V Informe de Gobierno es muy revelador: el Estado pareciera ser igual al gobierno –su gobierno- y la seguridad la toma en su dimensión más estrecha: la policiaco-militar. En este sentido, pareciera que el entendimiento que tiene la presidencia de la política y lo político en el contexto de la “guerra contra el narcotráfico” es aquél que privó en los llamados “Estados de seguridad nacional” latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX: la seguridad nacional ante todo, incluso por encima -y a pesar- de la seguridad humana. En este contexto, no sería un error decir que la presidencia opera con marcos teóricos con al menos medio siglo de atraso, y que sobre ellos diseña sus políticas. Esto puede explicar el cómo han de entenderse -aunque fueron cuidadosamente depurados del discurso referido- expresiones que el titular del ejecutivo ha utilizado repetidamente en el pasado como “amenaza”, “peligro”, “crueldad”, “inhumanidad”, “cobardía”, “peligrosidad”, “cáncer”, “depuración” e incluso “limpieza”.
Si en el pasado “el enemigo” eran las organizaciones político-militares y en el presente son los narcotraficantes, y si en los Estados Unidos –matriz de la actual política “de seguridad”- los enemigos son “los terroristas”, entonces no resulta extraño que hoy se comiencen a acuñar conceptos ambiguos –pero de alta utilidad política- como “narcoterrorismo”, “narcoguerrilla” y que se comience a utilizar “terroristas” y “guerrilleros” como sinónimos… como Chile bajo Pinochet.
Y es entonces que debe tomarse con mucha suspicacia pedidos presidenciales como la Iniciativa de Cadenas Delictivas que a decir del Presidente Calderón:
“…permitirá, por ejemplo, que un miembro de un grupo delictivo también pague por los delitos que cometa ese grupo al que pertenece”
Un par de párrafos antes, el presidente hace un llamado:
“Es necesario, también, que el Congreso dote a los gobiernos y, en particular a las Fuerzas Federales, de plena certidumbre jurídica en su actuar y de atribuciones legales indispensable para enfrentar la delicada situación que hoy vivimos”
Lo legal no necesariamente es legítimo. Y olvidar esto puede conducir a la posibilidad de que las fuerzas policiacas y militares violen derechos humanos con la ley en la mano. La ley no es la única fuente de legitimidad, y en ocasiones, ni siquiera es la más importante: primero están las necesidades básicas (alimentación, vestido, salud, educación, vivienda, libertad e identidad), luego los derechos humanos (hay necesidades básicas específicas que no están consideradas en los instrumentos de protección de derechos humanos) y luego entonces están las demás disposiciones legales.
Vuelta al origen
Dice Felipe Calderón:
“La recomposición del tejido social es lo que realmente le va a dar una solución estructural al problema de la seguridad, pero también, hay que reconocerlo, es la que más tiempo tardará en rendir los frutos deseados”
Si es tal el caso –que lo es sin duda- entonces el pilar de la estrategia de combate al narcotráfico debería ser el desarrollo social y no el reclutamiento, capacitación y equipamiento de cuerpos policiacos, el endurecimiento de las leyes, la restricción de libertades y la militarización rampante. Una vez más: la violencia genera violencia y los conflictos se resuelven en sus causas no en sus consecuencias.
La política anti-narcótica oficial entonces, en un cierto sentido, es neurótica: su voluntad va por un lado y sus acciones van por otro.
Vale la pena recuperar una de las citas iniciales:
“Para corregir de fondo el problema, el de la seguridad, debemos generar mayores oportunidades. Mayores oportunidades educativas, de esparcimiento, de trabajo, en particular mayores oportunidades de formación y educación para los jóvenes. Y por eso, en este Gobierno hemos dado un fuerte impulso a la creación de bachilleratos y universidades”.
El aspecto clave aquí son las oportunidades de trabajo (porque de nada sirven las oportunidades educativas y de formación sin el último eslabón de la cadena: la inserción en el mercado laboral), pero no lo son todo.
En materia educativa no es la creación de centros los centros de estudio de los que se ufana el titular del ejecutivo lo que va a dar una respuesta directa al problema de la violencia, sino la educación en tres esferas:
Cultura de la Legalidad
Cultura de la Transformación de Conflictos
Cultura de la Paz
La Cultura de la Legalidad tiene que ver con el conocimiento de las leyes, con el reconocimiento de su legitimidad (en caso de que la tengan) y con la promoción de las mismas en el espacio público.
La Cultura de la Transformación de Conflictos tiene que ver con el desarrollo de habilidades y conocimientos para la atención de conflictos por medios no-violentos desde diversas áreas del conocimiento. Existen muchos instrumentos en diferentes campos:
Ciencias Sociales Estudios de paz y conflictos
Ciencias Políticas No-violencia y resistencia pacífica
Comunicación Comunicación no-violenta
Periodismo Periodismo de la paz y sensible al conflicto
Derecho Medios Alternos de Solución de Conflictos
Trabajo Social Sistemas de reconciliación y mecánicas de diálogo
Economía Economías alternativas y autosustentables
Sociología Prevención de la violencia
Tecnología Redistribución del poder técnico y del conocimiento
Teología Diálogo interreligioso y ecumenismo
Su utilidad es evidente y su rango de acción es también muy amplio.
Finalmente, la Cultura de la Paz tiene que ver con la deslegitimación de la violencia como vehículo de resolución de conflictos. En este sentido es la formación ética y moral en valores como la solidaridad y la cooperación y no la competencia el aspecto fundamental.
Relación entre cultura de la legalidad, cultura de transformación de conflictos y cultura de la paz
Se trata de tres esferas interconectadas e interdependientes cuya enseñanza rinde frutos en muy poco tiempo.
El punto principal es que hay muchos medios alternativos para prevenir el surgimiento de la violencia ahí en donde hay conflicto; para manejarla ahí en donde ya existe (con un mínimo de intervención policiaca y prácticamente sin intervención militar) y para atender sus consecuencias (reconciliación, reconstrucción del tejido social) una vez que ha cesado.
El único problema es que poco o nada de esto se enseña en las universidades y bachilleratos que tanto presume la presidencia.
(fernando.montiel.t@gmail.com)
7.9.11
Was There an Alternative?
Looking Back on 9/11, a Decade Later
by NOAM CHOMSKY
We are approaching the 10th anniversary of the horrendous atrocities of September 11, 2001, which, it is commonly held, changed the world. On May 1st, the presumed mastermind of the crime, Osama bin Laden, was assassinated in Pakistan by a team of elite US commandos, Navy SEALs, after he was captured, unarmed and undefended, in Operation Geronimo.
A number of analysts have observed that although bin Laden was finally killed, he won some major successes in his war against the U.S. “He repeatedly asserted that the only way to drive the U.S. from the Muslim world and defeat its satraps was by drawing Americans into a series of small but expensive wars that would ultimately bankrupt them,” Eric Margolis writes. “‘Bleeding the U.S.,’ in his words.” The United States, first under George W. Bush and then Barack Obama, rushed right into bin Laden’s trap… Grotesquely overblown military outlays and debt addiction… may be the most pernicious legacy of the man who thought he could defeat the United States” — particularly when the debt is being cynically exploited by the far right, with the collusion of the Democrat establishment, to undermine what remains of social programs, public education, unions, and, in general, remaining barriers to corporate tyranny.
That Washington was bent on fulfilling bin Laden’s fervent wishes was evident at once. As discussed in my book 9-11, written shortly after those attacks occurred, anyone with knowledge of the region could recognize “that a massive assault on a Muslim population would be the answer to the prayers of bin Laden and his associates, and would lead the U.S. and its allies into a ‘diabolical trap,’ as the French foreign minister put it.”
The senior CIA analyst responsible for tracking Osama bin Laden from 1996, Michael Scheuer, wrote shortly after that “bin Laden has been precise in telling America the reasons he is waging war on us. [He] is out to drastically alter U.S. and Western policies toward the Islamic world,” and largely succeeded: “U.S. forces and policies are completing the radicalization of the Islamic world, something Osama bin Laden has been trying to do with substantial but incomplete success since the early 1990s. As a result, I think it is fair to conclude that the United States of America remains bin Laden’s only indispensable ally.” And arguably remains so, even after his death.
The First 9/11
Was there an alternative? There is every likelihood that the Jihadi movement, much of it highly critical of bin Laden, could have been split and undermined after 9/11. The “crime against humanity,” as it was rightly called, could have been approached as a crime, with an international operation to apprehend the likely suspects. That was recognized at the time, but no such idea was even considered.
In 9-11, I quoted Robert Fisk’s conclusion that the “horrendous crime” of 9/11 was committed with “wickedness and awesome cruelty,” an accurate judgment. It is useful to bear in mind that the crimes could have been even worse. Suppose, for example, that the attack had gone as far as bombing the White House, killing the president, imposing a brutal military dictatorship that killed thousands and tortured tens of thousands while establishing an international terror center that helped impose similar torture-and-terror states elsewhere and carried out an international assassination campaign; and as an extra fillip, brought in a team of economists — call them “the Kandahar boys” — who quickly drove the economy into one of the worst depressions in its history. That, plainly, would have been a lot worse than 9/11.
Unfortunately, it is not a thought experiment. It happened. The only inaccuracy in this brief account is that the numbers should be multiplied by 25 to yield per capita equivalents, the appropriate measure. I am, of course, referring to what in Latin America is often called “the first 9/11”: September 11, 1973, when the U.S. succeeded in its intensive efforts to overthrow the democratic government of Salvador Allende in Chile with a military coup that placed General Pinochet’s brutal regime in office. The goal, in the words of the Nixon administration, was to kill the “virus” that might encourage all those “foreigners [who] are out to screw us” to take over their own resources and in other ways to pursue an intolerable policy of independent development. In the background was the conclusion of the National Security Council that, if the US could not control Latin America, it could not expect “to achieve a successful order elsewhere in the world.”
The first 9/11, unlike the second, did not change the world. It was “nothing of very great consequence,” as Henry Kissinger assured his boss a few days later.
These events of little consequence were not limited to the military coup that destroyed Chilean democracy and set in motion the horror story that followed. The first 9/11 was just one act in a drama which began in 1962, when John F. Kennedy shifted the mission of the Latin American military from “hemispheric defense” — an anachronistic holdover from World War II — to “internal security,” a concept with a chilling interpretation in U.S.-dominated Latin American circles.
In the recently published Cambridge University History of the Cold War, Latin American scholar John Coatsworth writes that from that time to “the Soviet collapse in 1990, the numbers of political prisoners, torture victims, and executions of non-violent political dissenters in Latin America vastly exceeded those in the Soviet Union and its East European satellites,” including many religious martyrs and mass slaughter as well, always supported or initiated in Washington. The last major violent act was the brutal murder of six leading Latin American intellectuals, Jesuit priests, a few days after the Berlin Wall fell. The perpetrators were an elite Salvadorean battalion, which had already left a shocking trail of blood, fresh from renewed training at the JFK School of Special Warfare, acting on direct orders of the high command of the U.S. client state.
The consequences of this hemispheric plague still, of course, reverberate.
From Kidnapping and Torture to Assassination
All of this, and much more like it, is dismissed as of little consequence, and forgotten. Those whose mission is to rule the world enjoy a more comforting picture, articulated well enough in the current issue of the prestigious (and valuable) journal of the Royal Institute of International Affairs in London. The lead article discusses “the visionary international order” of the “second half of the twentieth century” marked by “the universalization of an American vision of commercial prosperity.” There is something to that account, but it does not quite convey the perception of those at the wrong end of the guns.
The same is true of the assassination of Osama bin Laden, which brings to an end at least a phase in the “war on terror” re-declared by President George W. Bush on the second 9/11. Let us turn to a few thoughts on that event and its significance.
On May 1, 2011, Osama bin Laden was killed in his virtually unprotected compound by a raiding mission of 79 Navy SEALs, who entered Pakistan by helicopter. After many lurid stories were provided by the government and withdrawn, official reports made it increasingly clear that the operation was a planned assassination, multiply violating elementary norms of international law, beginning with the invasion itself.
There appears to have been no attempt to apprehend the unarmed victim, as presumably could have been done by 79 commandos facing no opposition — except, they report, from his wife, also unarmed, whom they shot in self-defense when she “lunged” at them, according to the White House.
A plausible reconstruction of the events is provided by veteran Middle East correspondent Yochi Dreazen and colleagues in the Atlantic. Dreazen, formerly the military correspondent for the Wall Street Journal, is senior correspondent for the National Journal Group covering military affairs and national security. According to their investigation, White House planning appears not to have considered the option of capturing bin Laden alive: “The administration had made clear to the military’s clandestine Joint Special Operations Command that it wanted bin Laden dead, according to a senior U.S. official with knowledge of the discussions. A high-ranking military officer briefed on the assault said the SEALs knew their mission was not to take him alive.”
The authors add: “For many at the Pentagon and the Central Intelligence Agency who had spent nearly a decade hunting bin Laden, killing the militant was a necessary and justified act of vengeance.” Furthermore, “capturing bin Laden alive would have also presented the administration with an array of nettlesome legal and political challenges.” Better, then, to assassinate him, dumping his body into the sea without the autopsy considered essential after a killing — an act that predictably provoked both anger and skepticism in much of the Muslim world.
As the Atlantic inquiry observes, “The decision to kill bin Laden outright was the clearest illustration to date of a little-noticed aspect of the Obama administration’s counterterror policy. The Bush administration captured thousands of suspected militants and sent them to detention camps in Afghanistan, Iraq, and Guantanamo Bay. The Obama administration, by contrast, has focused on eliminating individual terrorists rather than attempting to take them alive.” That is one significant difference between Bush and Obama. The authors quote former West German Chancellor Helmut Schmidt, who “told German TV that the U.S. raid was ‘quite clearly a violation of international law’ and that bin Laden should have been detained and put on trial,” contrasting Schmidt with U.S. Attorney General Eric Holder, who “defended the decision to kill bin Laden although he didn’t pose an immediate threat to the Navy SEALs, telling a House panel… that the assault had been ‘lawful, legitimate and appropriate in every way.’”
The disposal of the body without autopsy was also criticized by allies. The highly regarded British barrister Geoffrey Robertson, who supported the intervention and opposed the execution largely on pragmatic grounds, nevertheless described Obama’s claim that “justice was done” as an “absurdity” that should have been obvious to a former professor of constitutional law. Pakistan law “requires a colonial inquest on violent death, and international human rights law insists that the ‘right to life’ mandates an inquiry whenever violent death occurs from government or police action. The U.S. is therefore under a duty to hold an inquiry that will satisfy the world as to the true circumstances of this killing.”
Robertson usefully reminds us that “[i]t was not always thus. When the time came to consider the fate of men much more steeped in wickedness than Osama bin Laden — the Nazi leadership — the British government wanted them hanged within six hours of capture. President Truman demurred, citing the conclusion of Justice Robert Jackson that summary execution ‘would not sit easily on the American conscience or be remembered by our children with pride… the only course is to determine the innocence or guilt of the accused after a hearing as dispassionate as the times will permit and upon a record that will leave our reasons and motives clear.’”
Eric Margolis comments that “Washington has never made public the evidence of its claim that Osama bin Laden was behind the 9/11 attacks,” presumably one reason why “polls show that fully a third of American respondents believe that the U.S. government and/or Israel were behind 9/11,” while in the Muslim world skepticism is much higher. “An open trial in the U.S. or at the Hague would have exposed these claims to the light of day,” he continues, a practical reason why Washington should have followed the law.
In societies that profess some respect for law, suspects are apprehended and brought to fair trial. I stress “suspects.” In June 2002, FBI head Robert Mueller, in what the Washington Post described as “among his most detailed public comments on the origins of the attacks,” could say only that “investigators believe the idea of the Sept. 11 attacks on the World Trade Center and Pentagon came from al Qaeda leaders in Afghanistan, the actual plotting was done in Germany, and the financing came through the United Arab Emirates from sources in Afghanistan.”
What the FBI believed and thought in June 2002 they didn’t know eight months earlier, when Washington dismissed tentative offers by the Taliban (how serious, we do not know) to permit a trial of bin Laden if they were presented with evidence. Thus, it is not true, as President Obama claimed in his White House statement after bin Laden’s death, that “[w]e quickly learned that the 9/11 attacks were carried out by al-Qaeda.”
There has never been any reason to doubt what the FBI believed in mid-2002, but that leaves us far from the proof of guilt required in civilized societies — and whatever the evidence might be, it does not warrant murdering a suspect who could, it seems, have been easily apprehended and brought to trial. Much the same is true of evidence provided since. Thus, the 9/11 Commission provided extensive circumstantial evidence of bin Laden’s role in 9/11, based primarily on what it had been told about confessions by prisoners in Guantanamo. It is doubtful that much of that would hold up in an independent court, considering the ways confessions were elicited. But in any event, the conclusions of a congressionally authorized investigation, however convincing one finds them, plainly fall short of a sentence by a credible court, which is what shifts the category of the accused from suspect to convicted.
There is much talk of bin Laden’s “confession,” but that was a boast, not a confession, with as much credibility as my “confession” that I won the Boston marathon. The boast tells us a lot about his character, but nothing about his responsibility for what he regarded as a great achievement, for which he wanted to take credit.
Again, all of this is, transparently, quite independent of one’s judgments about his responsibility, which seemed clear immediately, even before the FBI inquiry, and still does.
Crimes of Aggression
It is worth adding that bin Laden’s responsibility was recognized in much of the Muslim world, and condemned. One significant example is the distinguished Lebanese cleric Sheikh Fadlallah, greatly respected by Hizbollah and Shia groups generally, outside Lebanon as well. He had some experience with assassinations. He had been targeted for assassination: by a truck bomb outside a mosque, in a CIA-organized operation in 1985. He escaped, but 80 others were killed, mostly women and girls as they left the mosque — one of those innumerable crimes that do not enter the annals of terror because of the fallacy of “wrong agency.” Sheikh Fadlallah sharply condemned the 9/11 attacks.
One of the leading specialists on the Jihadi movement, Fawaz Gerges, suggests that the movement might have been split at that time had the U.S. exploited the opportunity instead of mobilizing the movement, particularly by the attack on Iraq, a great boon to bin Laden, which led to a sharp increase in terror, as intelligence agencies had anticipated. At the Chilcot hearings investigating the background to the invasion of Iraq, for example, the former head of Britain’s domestic intelligence agency MI5 testified that both British and U.S. intelligence were aware that Saddam posed no serious threat, that the invasion was likely to increase terror, and that the invasions of Iraq and Afghanistan had radicalized parts of a generation of Muslims who saw the military actions as an “attack on Islam.” As is often the case, security was not a high priority for state action.
It might be instructive to ask ourselves how we would be reacting if Iraqi commandos had landed at George W. Bush’s compound, assassinated him, and dumped his body in the Atlantic (after proper burial rites, of course). Uncontroversially, he was not a “suspect” but the “decider” who gave the orders to invade Iraq — that is, to commit the “supreme international crime differing only from other war crimes in that it contains within itself the accumulated evil of the whole” for which Nazi criminals were hanged: the hundreds of thousands of deaths, millions of refugees, destruction of much of the country and its national heritage, and the murderous sectarian conflict that has now spread to the rest of the region. Equally uncontroversially, these crimes vastly exceed anything attributed to bin Laden.
To say that all of this is uncontroversial, as it is, is not to imply that it is not denied. The existence of flat earthers does not change the fact that, uncontroversially, the earth is not flat. Similarly, it is uncontroversial that Stalin and Hitler were responsible for horrendous crimes, though loyalists deny it. All of this should, again, be too obvious for comment, and would be, except in an atmosphere of hysteria so extreme that it blocks rational thought.
Similarly, it is uncontroversial that Bush and associates did commit the “supreme international crime” — the crime of aggression. That crime was defined clearly enough by Justice Robert Jackson, Chief of Counsel for the United States at Nuremberg. An “aggressor,” Jackson proposed to the Tribunal in his opening statement, is a state that is the first to commit such actions as “[i]nvasion of its armed forces, with or without a declaration of war, of the territory of another State ….” No one, even the most extreme supporter of the aggression, denies that Bush and associates did just that.
We might also do well to recall Jackson’s eloquent words at Nuremberg on the principle of universality: “If certain acts in violation of treaties are crimes, they are crimes whether the United States does them or whether Germany does them, and we are not prepared to lay down a rule of criminal conduct against others which we would not be willing to have invoked against us.”
It is also clear that announced intentions are irrelevant, even if they are truly believed. Internal records reveal that Japanese fascists apparently did believe that, by ravaging China, they were laboring to turn it into an “earthly paradise.” And although it may be difficult to imagine, it is conceivable that Bush and company believed they were protecting the world from destruction by Saddam’s nuclear weapons. All irrelevant, though ardent loyalists on all sides may try to convince themselves otherwise.
We are left with two choices: either Bush and associates are guilty of the “supreme international crime” including all the evils that follow, or else we declare that the Nuremberg proceedings were a farce and the allies were guilty of judicial murder.
The Imperial Mentality and 9/11
A few days before the bin Laden assassination, Orlando Bosch died peacefully in Florida, where he resided along with his accomplice Luis Posada Carriles and many other associates in international terrorism. After he was accused of dozens of terrorist crimes by the FBI, Bosch was granted a presidential pardon by Bush I over the objections of the Justice Department, which found the conclusion “inescapable that it would be prejudicial to the public interest for the United States to provide a safe haven for Bosch.” The coincidence of these deaths at once calls to mind the Bush II doctrine — “already… a de facto rule of international relations,” according to the noted Harvard international relations specialist Graham Allison — which revokes “the sovereignty of states that provide sanctuary to terrorists.”
Allison refers to the pronouncement of Bush II, directed at the Taliban, that “those who harbor terrorists are as guilty as the terrorists themselves.” Such states, therefore, have lost their sovereignty and are fit targets for bombing and terror — for example, the state that harbored Bosch and his associate. When Bush issued this new “de facto rule of international relations,” no one seemed to notice that he was calling for invasion and destruction of the U.S. and the murder of its criminal presidents.
None of this is problematic, of course, if we reject Justice Jackson’s principle of universality, and adopt instead the principle that the U.S. is self-immunized against international law and conventions — as, in fact, the government has frequently made very clear.
It is also worth thinking about the name given to the bin Laden operation: Operation Geronimo. The imperial mentality is so profound that few seem able to perceive that the White House is glorifying bin Laden by calling him “Geronimo” — the Apache Indian chief who led the courageous resistance to the invaders of Apache lands.
The casual choice of the name is reminiscent of the ease with which we name our murder weapons after victims of our crimes: Apache, Blackhawk… We might react differently if the Luftwaffe had called its fighter planes “Jew” and “Gypsy.”
The examples mentioned would fall under the category of “American exceptionalism,” were it not for the fact that easy suppression of one’s own crimes is virtually ubiquitous among powerful states, at least those that are not defeated and forced to acknowledge reality.
Perhaps the assassination was perceived by the administration as an “act of vengeance,” as Robertson concludes. And perhaps the rejection of the legal option of a trial reflects a difference between the moral culture of 1945 and today, as he suggests. Whatever the motive was, it could hardly have been security. As in the case of the “supreme international crime” in Iraq, the bin Laden assassination is another illustration of the important fact that security is often not a high priority for state action, contrary to received doctrine.
Noam Chomsky is Institute Professor emeritus in the MIT Department of Linguistics and Philosophy. He is the author of numerous bestselling political works, including 9-11: Was There an Alternative? (Seven Stories Press), an updated version of his classic account, just being published this week with a major new essay — from which this post was adapted — considering the 10 years since the 9/11 attacks.
by NOAM CHOMSKY
We are approaching the 10th anniversary of the horrendous atrocities of September 11, 2001, which, it is commonly held, changed the world. On May 1st, the presumed mastermind of the crime, Osama bin Laden, was assassinated in Pakistan by a team of elite US commandos, Navy SEALs, after he was captured, unarmed and undefended, in Operation Geronimo.
A number of analysts have observed that although bin Laden was finally killed, he won some major successes in his war against the U.S. “He repeatedly asserted that the only way to drive the U.S. from the Muslim world and defeat its satraps was by drawing Americans into a series of small but expensive wars that would ultimately bankrupt them,” Eric Margolis writes. “‘Bleeding the U.S.,’ in his words.” The United States, first under George W. Bush and then Barack Obama, rushed right into bin Laden’s trap… Grotesquely overblown military outlays and debt addiction… may be the most pernicious legacy of the man who thought he could defeat the United States” — particularly when the debt is being cynically exploited by the far right, with the collusion of the Democrat establishment, to undermine what remains of social programs, public education, unions, and, in general, remaining barriers to corporate tyranny.
That Washington was bent on fulfilling bin Laden’s fervent wishes was evident at once. As discussed in my book 9-11, written shortly after those attacks occurred, anyone with knowledge of the region could recognize “that a massive assault on a Muslim population would be the answer to the prayers of bin Laden and his associates, and would lead the U.S. and its allies into a ‘diabolical trap,’ as the French foreign minister put it.”
The senior CIA analyst responsible for tracking Osama bin Laden from 1996, Michael Scheuer, wrote shortly after that “bin Laden has been precise in telling America the reasons he is waging war on us. [He] is out to drastically alter U.S. and Western policies toward the Islamic world,” and largely succeeded: “U.S. forces and policies are completing the radicalization of the Islamic world, something Osama bin Laden has been trying to do with substantial but incomplete success since the early 1990s. As a result, I think it is fair to conclude that the United States of America remains bin Laden’s only indispensable ally.” And arguably remains so, even after his death.
The First 9/11
Was there an alternative? There is every likelihood that the Jihadi movement, much of it highly critical of bin Laden, could have been split and undermined after 9/11. The “crime against humanity,” as it was rightly called, could have been approached as a crime, with an international operation to apprehend the likely suspects. That was recognized at the time, but no such idea was even considered.
In 9-11, I quoted Robert Fisk’s conclusion that the “horrendous crime” of 9/11 was committed with “wickedness and awesome cruelty,” an accurate judgment. It is useful to bear in mind that the crimes could have been even worse. Suppose, for example, that the attack had gone as far as bombing the White House, killing the president, imposing a brutal military dictatorship that killed thousands and tortured tens of thousands while establishing an international terror center that helped impose similar torture-and-terror states elsewhere and carried out an international assassination campaign; and as an extra fillip, brought in a team of economists — call them “the Kandahar boys” — who quickly drove the economy into one of the worst depressions in its history. That, plainly, would have been a lot worse than 9/11.
Unfortunately, it is not a thought experiment. It happened. The only inaccuracy in this brief account is that the numbers should be multiplied by 25 to yield per capita equivalents, the appropriate measure. I am, of course, referring to what in Latin America is often called “the first 9/11”: September 11, 1973, when the U.S. succeeded in its intensive efforts to overthrow the democratic government of Salvador Allende in Chile with a military coup that placed General Pinochet’s brutal regime in office. The goal, in the words of the Nixon administration, was to kill the “virus” that might encourage all those “foreigners [who] are out to screw us” to take over their own resources and in other ways to pursue an intolerable policy of independent development. In the background was the conclusion of the National Security Council that, if the US could not control Latin America, it could not expect “to achieve a successful order elsewhere in the world.”
The first 9/11, unlike the second, did not change the world. It was “nothing of very great consequence,” as Henry Kissinger assured his boss a few days later.
These events of little consequence were not limited to the military coup that destroyed Chilean democracy and set in motion the horror story that followed. The first 9/11 was just one act in a drama which began in 1962, when John F. Kennedy shifted the mission of the Latin American military from “hemispheric defense” — an anachronistic holdover from World War II — to “internal security,” a concept with a chilling interpretation in U.S.-dominated Latin American circles.
In the recently published Cambridge University History of the Cold War, Latin American scholar John Coatsworth writes that from that time to “the Soviet collapse in 1990, the numbers of political prisoners, torture victims, and executions of non-violent political dissenters in Latin America vastly exceeded those in the Soviet Union and its East European satellites,” including many religious martyrs and mass slaughter as well, always supported or initiated in Washington. The last major violent act was the brutal murder of six leading Latin American intellectuals, Jesuit priests, a few days after the Berlin Wall fell. The perpetrators were an elite Salvadorean battalion, which had already left a shocking trail of blood, fresh from renewed training at the JFK School of Special Warfare, acting on direct orders of the high command of the U.S. client state.
The consequences of this hemispheric plague still, of course, reverberate.
From Kidnapping and Torture to Assassination
All of this, and much more like it, is dismissed as of little consequence, and forgotten. Those whose mission is to rule the world enjoy a more comforting picture, articulated well enough in the current issue of the prestigious (and valuable) journal of the Royal Institute of International Affairs in London. The lead article discusses “the visionary international order” of the “second half of the twentieth century” marked by “the universalization of an American vision of commercial prosperity.” There is something to that account, but it does not quite convey the perception of those at the wrong end of the guns.
The same is true of the assassination of Osama bin Laden, which brings to an end at least a phase in the “war on terror” re-declared by President George W. Bush on the second 9/11. Let us turn to a few thoughts on that event and its significance.
On May 1, 2011, Osama bin Laden was killed in his virtually unprotected compound by a raiding mission of 79 Navy SEALs, who entered Pakistan by helicopter. After many lurid stories were provided by the government and withdrawn, official reports made it increasingly clear that the operation was a planned assassination, multiply violating elementary norms of international law, beginning with the invasion itself.
There appears to have been no attempt to apprehend the unarmed victim, as presumably could have been done by 79 commandos facing no opposition — except, they report, from his wife, also unarmed, whom they shot in self-defense when she “lunged” at them, according to the White House.
A plausible reconstruction of the events is provided by veteran Middle East correspondent Yochi Dreazen and colleagues in the Atlantic. Dreazen, formerly the military correspondent for the Wall Street Journal, is senior correspondent for the National Journal Group covering military affairs and national security. According to their investigation, White House planning appears not to have considered the option of capturing bin Laden alive: “The administration had made clear to the military’s clandestine Joint Special Operations Command that it wanted bin Laden dead, according to a senior U.S. official with knowledge of the discussions. A high-ranking military officer briefed on the assault said the SEALs knew their mission was not to take him alive.”
The authors add: “For many at the Pentagon and the Central Intelligence Agency who had spent nearly a decade hunting bin Laden, killing the militant was a necessary and justified act of vengeance.” Furthermore, “capturing bin Laden alive would have also presented the administration with an array of nettlesome legal and political challenges.” Better, then, to assassinate him, dumping his body into the sea without the autopsy considered essential after a killing — an act that predictably provoked both anger and skepticism in much of the Muslim world.
As the Atlantic inquiry observes, “The decision to kill bin Laden outright was the clearest illustration to date of a little-noticed aspect of the Obama administration’s counterterror policy. The Bush administration captured thousands of suspected militants and sent them to detention camps in Afghanistan, Iraq, and Guantanamo Bay. The Obama administration, by contrast, has focused on eliminating individual terrorists rather than attempting to take them alive.” That is one significant difference between Bush and Obama. The authors quote former West German Chancellor Helmut Schmidt, who “told German TV that the U.S. raid was ‘quite clearly a violation of international law’ and that bin Laden should have been detained and put on trial,” contrasting Schmidt with U.S. Attorney General Eric Holder, who “defended the decision to kill bin Laden although he didn’t pose an immediate threat to the Navy SEALs, telling a House panel… that the assault had been ‘lawful, legitimate and appropriate in every way.’”
The disposal of the body without autopsy was also criticized by allies. The highly regarded British barrister Geoffrey Robertson, who supported the intervention and opposed the execution largely on pragmatic grounds, nevertheless described Obama’s claim that “justice was done” as an “absurdity” that should have been obvious to a former professor of constitutional law. Pakistan law “requires a colonial inquest on violent death, and international human rights law insists that the ‘right to life’ mandates an inquiry whenever violent death occurs from government or police action. The U.S. is therefore under a duty to hold an inquiry that will satisfy the world as to the true circumstances of this killing.”
Robertson usefully reminds us that “[i]t was not always thus. When the time came to consider the fate of men much more steeped in wickedness than Osama bin Laden — the Nazi leadership — the British government wanted them hanged within six hours of capture. President Truman demurred, citing the conclusion of Justice Robert Jackson that summary execution ‘would not sit easily on the American conscience or be remembered by our children with pride… the only course is to determine the innocence or guilt of the accused after a hearing as dispassionate as the times will permit and upon a record that will leave our reasons and motives clear.’”
Eric Margolis comments that “Washington has never made public the evidence of its claim that Osama bin Laden was behind the 9/11 attacks,” presumably one reason why “polls show that fully a third of American respondents believe that the U.S. government and/or Israel were behind 9/11,” while in the Muslim world skepticism is much higher. “An open trial in the U.S. or at the Hague would have exposed these claims to the light of day,” he continues, a practical reason why Washington should have followed the law.
In societies that profess some respect for law, suspects are apprehended and brought to fair trial. I stress “suspects.” In June 2002, FBI head Robert Mueller, in what the Washington Post described as “among his most detailed public comments on the origins of the attacks,” could say only that “investigators believe the idea of the Sept. 11 attacks on the World Trade Center and Pentagon came from al Qaeda leaders in Afghanistan, the actual plotting was done in Germany, and the financing came through the United Arab Emirates from sources in Afghanistan.”
What the FBI believed and thought in June 2002 they didn’t know eight months earlier, when Washington dismissed tentative offers by the Taliban (how serious, we do not know) to permit a trial of bin Laden if they were presented with evidence. Thus, it is not true, as President Obama claimed in his White House statement after bin Laden’s death, that “[w]e quickly learned that the 9/11 attacks were carried out by al-Qaeda.”
There has never been any reason to doubt what the FBI believed in mid-2002, but that leaves us far from the proof of guilt required in civilized societies — and whatever the evidence might be, it does not warrant murdering a suspect who could, it seems, have been easily apprehended and brought to trial. Much the same is true of evidence provided since. Thus, the 9/11 Commission provided extensive circumstantial evidence of bin Laden’s role in 9/11, based primarily on what it had been told about confessions by prisoners in Guantanamo. It is doubtful that much of that would hold up in an independent court, considering the ways confessions were elicited. But in any event, the conclusions of a congressionally authorized investigation, however convincing one finds them, plainly fall short of a sentence by a credible court, which is what shifts the category of the accused from suspect to convicted.
There is much talk of bin Laden’s “confession,” but that was a boast, not a confession, with as much credibility as my “confession” that I won the Boston marathon. The boast tells us a lot about his character, but nothing about his responsibility for what he regarded as a great achievement, for which he wanted to take credit.
Again, all of this is, transparently, quite independent of one’s judgments about his responsibility, which seemed clear immediately, even before the FBI inquiry, and still does.
Crimes of Aggression
It is worth adding that bin Laden’s responsibility was recognized in much of the Muslim world, and condemned. One significant example is the distinguished Lebanese cleric Sheikh Fadlallah, greatly respected by Hizbollah and Shia groups generally, outside Lebanon as well. He had some experience with assassinations. He had been targeted for assassination: by a truck bomb outside a mosque, in a CIA-organized operation in 1985. He escaped, but 80 others were killed, mostly women and girls as they left the mosque — one of those innumerable crimes that do not enter the annals of terror because of the fallacy of “wrong agency.” Sheikh Fadlallah sharply condemned the 9/11 attacks.
One of the leading specialists on the Jihadi movement, Fawaz Gerges, suggests that the movement might have been split at that time had the U.S. exploited the opportunity instead of mobilizing the movement, particularly by the attack on Iraq, a great boon to bin Laden, which led to a sharp increase in terror, as intelligence agencies had anticipated. At the Chilcot hearings investigating the background to the invasion of Iraq, for example, the former head of Britain’s domestic intelligence agency MI5 testified that both British and U.S. intelligence were aware that Saddam posed no serious threat, that the invasion was likely to increase terror, and that the invasions of Iraq and Afghanistan had radicalized parts of a generation of Muslims who saw the military actions as an “attack on Islam.” As is often the case, security was not a high priority for state action.
It might be instructive to ask ourselves how we would be reacting if Iraqi commandos had landed at George W. Bush’s compound, assassinated him, and dumped his body in the Atlantic (after proper burial rites, of course). Uncontroversially, he was not a “suspect” but the “decider” who gave the orders to invade Iraq — that is, to commit the “supreme international crime differing only from other war crimes in that it contains within itself the accumulated evil of the whole” for which Nazi criminals were hanged: the hundreds of thousands of deaths, millions of refugees, destruction of much of the country and its national heritage, and the murderous sectarian conflict that has now spread to the rest of the region. Equally uncontroversially, these crimes vastly exceed anything attributed to bin Laden.
To say that all of this is uncontroversial, as it is, is not to imply that it is not denied. The existence of flat earthers does not change the fact that, uncontroversially, the earth is not flat. Similarly, it is uncontroversial that Stalin and Hitler were responsible for horrendous crimes, though loyalists deny it. All of this should, again, be too obvious for comment, and would be, except in an atmosphere of hysteria so extreme that it blocks rational thought.
Similarly, it is uncontroversial that Bush and associates did commit the “supreme international crime” — the crime of aggression. That crime was defined clearly enough by Justice Robert Jackson, Chief of Counsel for the United States at Nuremberg. An “aggressor,” Jackson proposed to the Tribunal in his opening statement, is a state that is the first to commit such actions as “[i]nvasion of its armed forces, with or without a declaration of war, of the territory of another State ….” No one, even the most extreme supporter of the aggression, denies that Bush and associates did just that.
We might also do well to recall Jackson’s eloquent words at Nuremberg on the principle of universality: “If certain acts in violation of treaties are crimes, they are crimes whether the United States does them or whether Germany does them, and we are not prepared to lay down a rule of criminal conduct against others which we would not be willing to have invoked against us.”
It is also clear that announced intentions are irrelevant, even if they are truly believed. Internal records reveal that Japanese fascists apparently did believe that, by ravaging China, they were laboring to turn it into an “earthly paradise.” And although it may be difficult to imagine, it is conceivable that Bush and company believed they were protecting the world from destruction by Saddam’s nuclear weapons. All irrelevant, though ardent loyalists on all sides may try to convince themselves otherwise.
We are left with two choices: either Bush and associates are guilty of the “supreme international crime” including all the evils that follow, or else we declare that the Nuremberg proceedings were a farce and the allies were guilty of judicial murder.
The Imperial Mentality and 9/11
A few days before the bin Laden assassination, Orlando Bosch died peacefully in Florida, where he resided along with his accomplice Luis Posada Carriles and many other associates in international terrorism. After he was accused of dozens of terrorist crimes by the FBI, Bosch was granted a presidential pardon by Bush I over the objections of the Justice Department, which found the conclusion “inescapable that it would be prejudicial to the public interest for the United States to provide a safe haven for Bosch.” The coincidence of these deaths at once calls to mind the Bush II doctrine — “already… a de facto rule of international relations,” according to the noted Harvard international relations specialist Graham Allison — which revokes “the sovereignty of states that provide sanctuary to terrorists.”
Allison refers to the pronouncement of Bush II, directed at the Taliban, that “those who harbor terrorists are as guilty as the terrorists themselves.” Such states, therefore, have lost their sovereignty and are fit targets for bombing and terror — for example, the state that harbored Bosch and his associate. When Bush issued this new “de facto rule of international relations,” no one seemed to notice that he was calling for invasion and destruction of the U.S. and the murder of its criminal presidents.
None of this is problematic, of course, if we reject Justice Jackson’s principle of universality, and adopt instead the principle that the U.S. is self-immunized against international law and conventions — as, in fact, the government has frequently made very clear.
It is also worth thinking about the name given to the bin Laden operation: Operation Geronimo. The imperial mentality is so profound that few seem able to perceive that the White House is glorifying bin Laden by calling him “Geronimo” — the Apache Indian chief who led the courageous resistance to the invaders of Apache lands.
The casual choice of the name is reminiscent of the ease with which we name our murder weapons after victims of our crimes: Apache, Blackhawk… We might react differently if the Luftwaffe had called its fighter planes “Jew” and “Gypsy.”
The examples mentioned would fall under the category of “American exceptionalism,” were it not for the fact that easy suppression of one’s own crimes is virtually ubiquitous among powerful states, at least those that are not defeated and forced to acknowledge reality.
Perhaps the assassination was perceived by the administration as an “act of vengeance,” as Robertson concludes. And perhaps the rejection of the legal option of a trial reflects a difference between the moral culture of 1945 and today, as he suggests. Whatever the motive was, it could hardly have been security. As in the case of the “supreme international crime” in Iraq, the bin Laden assassination is another illustration of the important fact that security is often not a high priority for state action, contrary to received doctrine.
Noam Chomsky is Institute Professor emeritus in the MIT Department of Linguistics and Philosophy. He is the author of numerous bestselling political works, including 9-11: Was There an Alternative? (Seven Stories Press), an updated version of his classic account, just being published this week with a major new essay — from which this post was adapted — considering the 10 years since the 9/11 attacks.
Torres Gemelas: el derrumbe de las mentiras
Alejandro Nadal
Cualquiera que tenga dudas sobre el colapso de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 conoce el síndrome. Sus conocidos le preguntarán invariablemente: ¿entonces tú crees en la teoría de la conspiración?
Y aquí es donde no debe flaquear. Las dudas son sobre el colapso. No hay que moverse ni un ápice de ese terreno: el derrumbe de las Torres Gemelas y del rascacielo WTC 7 (de 47 pisos, que no fue impactado por los aviones) no ha recibido una explicación adecuada. Eso no hay que perderlo de vista. Y las discusiones sobre conspiraciones no ayudan en nada a aclarar la forma y velocidad de dicho colapso.
Este es el punto central sobre el cual se concentra el análisis de los miembros de la organización Arquitectos e Ingenieros por la Verdad del 9/11. Cualquiera puede examinar el voluminoso expediente de pruebas que ha reunido esa organización en su sitio, www.ae911truth.org. Ya son mil 549 ingenieros, arquitectos y físicos estadunidenses los que han firmado una petición para reclamar una investigación seria sobre lo ocurrido ese día en Manhattan. Nadie puede dejar de revisar el material en ese portal.
Todo esto merece una explicación más detallada. Los aviones que fueron estrellados contra las Torres Gemelas provocaron una fuerte explosión y un gran incendio. Los informes oficiales de las agencias estadunidenses se limitan a examinar qué pasó en los edificios en el lapso transcurrido entre el impacto de los aviones y el inicio del colapso. Una vez que comienza el desplome de las Torres Gemelas, los informes abandonan el relato.
Tal pareciera que al hablar de los impactos y el incendio que les siguió se hubiera agotado el tema y ya no fuera necesario seguir el análisis. Los informes del Instituto de normalización y tecnología, NIST, de la Agencia de manejo de emergencias, FEMA, y de la Comisión especial nombrada por el entonces presidente Bush tienen diferencias. Pero coinciden en que los incendios no fundieron la estructura de acero, y que el impacto y el fuego debilitaron los amarres de los pisos directamente afectados, haciendo que cedieran y que se desplomaran los edificios. Hasta aquí su explicación.
Pero esto es lo esencial: los informes no dicen nada sobre la forma en que se desenvuelve el colapso de las Torres Gemelas o del edificio WTC 7. Entre otras cosas, no explican por qué los tres edificios se desplomaron a la velocidad de una caída libre. La evidencia de las filmaciones de los tres derrumbes es clarísima. En los tres casos, el colapso se lleva a cabo como si entre los pisos superiores y la planta baja no hubiera nada que ofreciera resistencia. Eso es una anomalía que sorprende a cualquier arquitecto o ingeniero. Las estructuras de acero de los pisos inferiores están hechas para resistir y estaban intactas después del impacto de los aviones. Tuvieron que ofrecer resistencia. Los informes oficiales no dicen nada sobre esto.
Por otra parte, las dos Torres Gemelas se componían de varios cientos de miles de toneladas de concreto que fueron pulverizadas en el derrumbe. Los ingenieros, físicos y arquitectos que han examinado la evidencia después del colapso saben bien que, si se arroja un bloque de concreto desde una altura de cien pisos, lo único que se va a lograr es que se despedace. Pero no se va a pulverizar. Para ello se requiere una fuente de energía adicional. ¿Pudieron los pisos superiores comprimir y pulverizar el concreto de los pisos inferiores? La respuesta es negativa: si los pisos superiores hubieran comprimido los pisos inferiores, provocando la pulverización, la caída no se hubiera llevado a cabo a la velocidad gravitacional.
¿Cómo fue eliminada la resistencia de los pisos inferiores para permitir el colapso a la velocidad de caída libre? ¿De dónde salió la energía que permitió pulverizar los cientos de miles de toneladas de concreto de las dos torres? Esas dos preguntas carecen de respuesta oficial. Varios estudios serios apuntan en una dirección: explosivos.
No se trata de explosivos convencionales, como los usados en cualquier demolición controlada. El análisis de muestras de polvo y de fragmentos de las construcciones revela la presencia de microesferas de hierro fundido y aluminio, testimonio de reacciones con el explosivo incendiario termita. Varios estudios sobre muestras de polvo concluyen sobre la presencia de virutas con compuestos de nanotermita (partículas de óxido ferroso incrustadas en una matriz rica en carbono). Todo eso indica, según esos estudios, que estuvieron presentes explosivos no convencionales en los sucesos del 11 de septiembre y que podrían haber eliminado la resistencia de los pisos inferiores, explicando así la velocidad de caída libre del colapso.
El gobierno más mentiroso en la historia de Estados Unidos puso sobre la mesa tres informes para "aclarar" lo que había acontecido el 11 de septiembre de 2001. Lo que dicen es muy sencillo. Ese día es realmente histórico porque se rompieron las leyes más elementales de la física.
http://nadal.com.mx
Cualquiera que tenga dudas sobre el colapso de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 conoce el síndrome. Sus conocidos le preguntarán invariablemente: ¿entonces tú crees en la teoría de la conspiración?
Y aquí es donde no debe flaquear. Las dudas son sobre el colapso. No hay que moverse ni un ápice de ese terreno: el derrumbe de las Torres Gemelas y del rascacielo WTC 7 (de 47 pisos, que no fue impactado por los aviones) no ha recibido una explicación adecuada. Eso no hay que perderlo de vista. Y las discusiones sobre conspiraciones no ayudan en nada a aclarar la forma y velocidad de dicho colapso.
Este es el punto central sobre el cual se concentra el análisis de los miembros de la organización Arquitectos e Ingenieros por la Verdad del 9/11. Cualquiera puede examinar el voluminoso expediente de pruebas que ha reunido esa organización en su sitio, www.ae911truth.org. Ya son mil 549 ingenieros, arquitectos y físicos estadunidenses los que han firmado una petición para reclamar una investigación seria sobre lo ocurrido ese día en Manhattan. Nadie puede dejar de revisar el material en ese portal.
Todo esto merece una explicación más detallada. Los aviones que fueron estrellados contra las Torres Gemelas provocaron una fuerte explosión y un gran incendio. Los informes oficiales de las agencias estadunidenses se limitan a examinar qué pasó en los edificios en el lapso transcurrido entre el impacto de los aviones y el inicio del colapso. Una vez que comienza el desplome de las Torres Gemelas, los informes abandonan el relato.
Tal pareciera que al hablar de los impactos y el incendio que les siguió se hubiera agotado el tema y ya no fuera necesario seguir el análisis. Los informes del Instituto de normalización y tecnología, NIST, de la Agencia de manejo de emergencias, FEMA, y de la Comisión especial nombrada por el entonces presidente Bush tienen diferencias. Pero coinciden en que los incendios no fundieron la estructura de acero, y que el impacto y el fuego debilitaron los amarres de los pisos directamente afectados, haciendo que cedieran y que se desplomaran los edificios. Hasta aquí su explicación.
Pero esto es lo esencial: los informes no dicen nada sobre la forma en que se desenvuelve el colapso de las Torres Gemelas o del edificio WTC 7. Entre otras cosas, no explican por qué los tres edificios se desplomaron a la velocidad de una caída libre. La evidencia de las filmaciones de los tres derrumbes es clarísima. En los tres casos, el colapso se lleva a cabo como si entre los pisos superiores y la planta baja no hubiera nada que ofreciera resistencia. Eso es una anomalía que sorprende a cualquier arquitecto o ingeniero. Las estructuras de acero de los pisos inferiores están hechas para resistir y estaban intactas después del impacto de los aviones. Tuvieron que ofrecer resistencia. Los informes oficiales no dicen nada sobre esto.
Por otra parte, las dos Torres Gemelas se componían de varios cientos de miles de toneladas de concreto que fueron pulverizadas en el derrumbe. Los ingenieros, físicos y arquitectos que han examinado la evidencia después del colapso saben bien que, si se arroja un bloque de concreto desde una altura de cien pisos, lo único que se va a lograr es que se despedace. Pero no se va a pulverizar. Para ello se requiere una fuente de energía adicional. ¿Pudieron los pisos superiores comprimir y pulverizar el concreto de los pisos inferiores? La respuesta es negativa: si los pisos superiores hubieran comprimido los pisos inferiores, provocando la pulverización, la caída no se hubiera llevado a cabo a la velocidad gravitacional.
¿Cómo fue eliminada la resistencia de los pisos inferiores para permitir el colapso a la velocidad de caída libre? ¿De dónde salió la energía que permitió pulverizar los cientos de miles de toneladas de concreto de las dos torres? Esas dos preguntas carecen de respuesta oficial. Varios estudios serios apuntan en una dirección: explosivos.
No se trata de explosivos convencionales, como los usados en cualquier demolición controlada. El análisis de muestras de polvo y de fragmentos de las construcciones revela la presencia de microesferas de hierro fundido y aluminio, testimonio de reacciones con el explosivo incendiario termita. Varios estudios sobre muestras de polvo concluyen sobre la presencia de virutas con compuestos de nanotermita (partículas de óxido ferroso incrustadas en una matriz rica en carbono). Todo eso indica, según esos estudios, que estuvieron presentes explosivos no convencionales en los sucesos del 11 de septiembre y que podrían haber eliminado la resistencia de los pisos inferiores, explicando así la velocidad de caída libre del colapso.
El gobierno más mentiroso en la historia de Estados Unidos puso sobre la mesa tres informes para "aclarar" lo que había acontecido el 11 de septiembre de 2001. Lo que dicen es muy sencillo. Ese día es realmente histórico porque se rompieron las leyes más elementales de la física.
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5.9.11
Incendio y terror
Carlos Fazio
El pasado 25 de agosto, por alguna razón que en apariencia escapaba a la lógica del hecho, Felipe Calderón definió el incendio intencional del casino Royale, en Monterrey, Nuevo León, que cobró la vida de 52 personas, como "un aberrante acto de terror y barbarie". Así lo escribió en su cuenta de Twitter a pocas horas de la abominable acción gansteril, propia de una economía mafiosa que utiliza la "protección extorsiva" y la violencia reguladora para disciplinar los mercados de la ilegalidad.
Al día siguiente, muy temprano en la mañana, después de una reunión con el gabinete de seguridad nacional, en un discurso tan bien estructurado que parecía haber sido manufacturado con antelación, Calderón afirmó: “No debemos confundirnos ni equivocarnos: fue un acto de terrorismo (…) perpetrado por homicidas incendiarios y verdaderos terroristas”. Después pidió al Congreso la aprobación de la iniciativa de ley sobre Seguridad Nacional y el mando único policial, y llamó a la "unidad nacional" y al alineamiento de todos "los mexicanos de bien" detrás de su cruzada contra la criminalidad.
En el marco de lo que Denis Muzet ha denominado la "hiperpresidencia" –en alusión a la forma mediática de gobernar, sazonada en la ocasión por una campaña de intoxicación propagandística con eje en la seguridad en torno al quinto Informe–, no puede pensarse que hubo un uso ingenuo o errático de las palabras. Máxime, cuando el discurso debió haber sido consultado con los jefes militares de "su" guerra, reunidos ante la emergencia. Allí se decretó el escalamiento de la confrontación fratricida: se decidió enviar 3 mil efectivos federales más a Monterrey, profundizándose su militarización mediante un virtual estado de sitio.
El sábado 27, respondiendo a lo que Marco Lara Klahr ha llamado la "militarización informativa" (la diseminación uniforme de la versión oficial de la "guerra"), las ocho columnas de los diarios recogieron sin ambages la consigna presidencial: "terrorismo". Incluso se habló de "narcoterrorismo", según la matriz de opinión sembrada por el Pentágono y Hillary Clinton tiempo atrás. Y el lunes 29, el Consejo Coordinador Empresarial y otras corporaciones del ramo reforzaron el llamado de "unidad" a nombre de "México", como suelen generalizar los amos del país.
Conviene aclarar que terrorismo es el uso calculado y sistemático del terror para inculcar miedo e intimidar a una sociedad o comunidad. Es una clase específica de violencia. Como táctica, es una forma de violencia política contra civiles y otros objetivos no combatientes, perpetrada por organizaciones no gubernamentales, grupos privados (por ejemplo, guardias blancas o mercenarios a sueldo de compañías trasnacionales) o agentes clandestinos que pueden ser incluso estatales o paraestatales. Se trata de una acción indirecta, ya que el blanco instrumento (víctimas que no tienen nada que ver con el conflicto causante del acto terrorista) es usado para infundir miedo, ejercer coerción o manipular a una audiencia o un blanco primario, a través del efecto multiplicador de los medios masivos de difusión, que pueden ser utilizados además como vehículos de publicidad o propaganda armada para desacreditar y/o desgastar a un gobierno o grupo rebelde.
En ese sentido, el término terrorismo puede aludir a acciones violentas perpetradas por unidades irregulares secretas o grupos independientes de un Estado (autorganizados por motivaciones políticas), pero también abarca una categoría importante de actos realizados o patrocinados de manera directa o indirecta por un Estado, o implícitamente autorizados por un Estado contra sus súbditos, con el fin de imponer obediencia y/o una colaboración activa de la población, aun cuando las fuerzas militares o policiales no estén involucradas (verbigracia, escuadrones de la muerte o grupos paramilitares). En esa acepción, el terrorismo puede ser deseado para detonar y/o legitimar acciones gubernamentales ya planeadas, y en muchos casos las propias autoridades utilizan al "agente provocador" o llevan a cabo atentados terroristas bajo banderas falsas. Cargada de connotaciones negativas o peyorativas, aplicada de manera discrecional y maniquea, la palabra terrorismo es aplicada siempre para el terrorismo del otro, mientras que el propio es encubierto mediante eufemismos.
Exaltada por los medios en tiempo real, en otra versión de la noticia como espectáculo, la acción del comando que incendió el casino Royale generó miedo y desestabilización. Sin olvidar el nudo que entrelaza al capital con la violencia, el crimen y la política –la cleptocracia como mecanismo único de la corrupción entre economía y política, diría Giulio Sapelli–, en apariencia el móvil político no formó parte de la trama: en sí, el hecho remite más al uso de la violencia mafiosa para regular la competencia en los mercados ilegales. No obstante, en un año prelectoral, de manera demagógica, pero para nada irreflexiva o ingenua, la acción fue rápidamente capitalizada por Calderón con fines político-ideológicos, dando de paso una nueva vuelta de tuerca a la militarización del país.
Sin caer en teorías conspirativas (que al final casi siempre terminan confirmándose), y sumado a una sucesión de acciones desestabilizadoras (el "secuestro" de empleados de Parametría, Mitofsky y la Sección Amarilla en Michoacán, la explosión en el Tec campus estado de México, el fantasmal tiroteo en el estadio Corona, etcétera), en el caso del casino no se pueden descartar las variables del agente provocador y el acto desestabilizador con bandera falsa. Sin olvidar que Washington ha sido el principal promotor de la matriz de opinión sobre la existencia de "narcoterrorismo" en México, y que, como reveló en dos ocasiones The New York Times en agosto, agentes clandestinos de la CIA, la DEA y el Pentágono están utilizando las "lecciones" de Afganistán en el territorio nacional.
El pasado 25 de agosto, por alguna razón que en apariencia escapaba a la lógica del hecho, Felipe Calderón definió el incendio intencional del casino Royale, en Monterrey, Nuevo León, que cobró la vida de 52 personas, como "un aberrante acto de terror y barbarie". Así lo escribió en su cuenta de Twitter a pocas horas de la abominable acción gansteril, propia de una economía mafiosa que utiliza la "protección extorsiva" y la violencia reguladora para disciplinar los mercados de la ilegalidad.
Al día siguiente, muy temprano en la mañana, después de una reunión con el gabinete de seguridad nacional, en un discurso tan bien estructurado que parecía haber sido manufacturado con antelación, Calderón afirmó: “No debemos confundirnos ni equivocarnos: fue un acto de terrorismo (…) perpetrado por homicidas incendiarios y verdaderos terroristas”. Después pidió al Congreso la aprobación de la iniciativa de ley sobre Seguridad Nacional y el mando único policial, y llamó a la "unidad nacional" y al alineamiento de todos "los mexicanos de bien" detrás de su cruzada contra la criminalidad.
En el marco de lo que Denis Muzet ha denominado la "hiperpresidencia" –en alusión a la forma mediática de gobernar, sazonada en la ocasión por una campaña de intoxicación propagandística con eje en la seguridad en torno al quinto Informe–, no puede pensarse que hubo un uso ingenuo o errático de las palabras. Máxime, cuando el discurso debió haber sido consultado con los jefes militares de "su" guerra, reunidos ante la emergencia. Allí se decretó el escalamiento de la confrontación fratricida: se decidió enviar 3 mil efectivos federales más a Monterrey, profundizándose su militarización mediante un virtual estado de sitio.
El sábado 27, respondiendo a lo que Marco Lara Klahr ha llamado la "militarización informativa" (la diseminación uniforme de la versión oficial de la "guerra"), las ocho columnas de los diarios recogieron sin ambages la consigna presidencial: "terrorismo". Incluso se habló de "narcoterrorismo", según la matriz de opinión sembrada por el Pentágono y Hillary Clinton tiempo atrás. Y el lunes 29, el Consejo Coordinador Empresarial y otras corporaciones del ramo reforzaron el llamado de "unidad" a nombre de "México", como suelen generalizar los amos del país.
Conviene aclarar que terrorismo es el uso calculado y sistemático del terror para inculcar miedo e intimidar a una sociedad o comunidad. Es una clase específica de violencia. Como táctica, es una forma de violencia política contra civiles y otros objetivos no combatientes, perpetrada por organizaciones no gubernamentales, grupos privados (por ejemplo, guardias blancas o mercenarios a sueldo de compañías trasnacionales) o agentes clandestinos que pueden ser incluso estatales o paraestatales. Se trata de una acción indirecta, ya que el blanco instrumento (víctimas que no tienen nada que ver con el conflicto causante del acto terrorista) es usado para infundir miedo, ejercer coerción o manipular a una audiencia o un blanco primario, a través del efecto multiplicador de los medios masivos de difusión, que pueden ser utilizados además como vehículos de publicidad o propaganda armada para desacreditar y/o desgastar a un gobierno o grupo rebelde.
En ese sentido, el término terrorismo puede aludir a acciones violentas perpetradas por unidades irregulares secretas o grupos independientes de un Estado (autorganizados por motivaciones políticas), pero también abarca una categoría importante de actos realizados o patrocinados de manera directa o indirecta por un Estado, o implícitamente autorizados por un Estado contra sus súbditos, con el fin de imponer obediencia y/o una colaboración activa de la población, aun cuando las fuerzas militares o policiales no estén involucradas (verbigracia, escuadrones de la muerte o grupos paramilitares). En esa acepción, el terrorismo puede ser deseado para detonar y/o legitimar acciones gubernamentales ya planeadas, y en muchos casos las propias autoridades utilizan al "agente provocador" o llevan a cabo atentados terroristas bajo banderas falsas. Cargada de connotaciones negativas o peyorativas, aplicada de manera discrecional y maniquea, la palabra terrorismo es aplicada siempre para el terrorismo del otro, mientras que el propio es encubierto mediante eufemismos.
Exaltada por los medios en tiempo real, en otra versión de la noticia como espectáculo, la acción del comando que incendió el casino Royale generó miedo y desestabilización. Sin olvidar el nudo que entrelaza al capital con la violencia, el crimen y la política –la cleptocracia como mecanismo único de la corrupción entre economía y política, diría Giulio Sapelli–, en apariencia el móvil político no formó parte de la trama: en sí, el hecho remite más al uso de la violencia mafiosa para regular la competencia en los mercados ilegales. No obstante, en un año prelectoral, de manera demagógica, pero para nada irreflexiva o ingenua, la acción fue rápidamente capitalizada por Calderón con fines político-ideológicos, dando de paso una nueva vuelta de tuerca a la militarización del país.
Sin caer en teorías conspirativas (que al final casi siempre terminan confirmándose), y sumado a una sucesión de acciones desestabilizadoras (el "secuestro" de empleados de Parametría, Mitofsky y la Sección Amarilla en Michoacán, la explosión en el Tec campus estado de México, el fantasmal tiroteo en el estadio Corona, etcétera), en el caso del casino no se pueden descartar las variables del agente provocador y el acto desestabilizador con bandera falsa. Sin olvidar que Washington ha sido el principal promotor de la matriz de opinión sobre la existencia de "narcoterrorismo" en México, y que, como reveló en dos ocasiones The New York Times en agosto, agentes clandestinos de la CIA, la DEA y el Pentágono están utilizando las "lecciones" de Afganistán en el territorio nacional.
4.9.11
Asesinan a dos periodistas más, mujeres y batalladoras por los derechos a ser periodista
Casa de los Derechos de Periodistas
Comunicado
México, D.F. a 1 de septiembre de 2011
Consternación, impotencia, ira, causó entre el periodismo mexicano confirmar el asesinato en la Ciudad de México de Ana María Marcela Yarce Viveros y Rocío González Trápaga, periodistas de formación, practica constante y defensoras sistemáticas de las libertades de prensa y de expresión. Yarce Viveros se desempeñaba como colaboradora de la revista "Contralínea" mientras que González Trápaga era reportera independiente.
La Procuraduría de Justicia del Distrito Federal está obligada a esclarecer con celeridad y rigor los motivos de este doble homicidio y encontrar a los perpetradores que, según todos los indicios, actuaron con dolo y saña. Las autoridades federales tienen también una gran responsabilidad para garantizar la seguridad e integridad de todos los comunicadores del país y para evitar que estos hechos sigan como una constante contra las y los periodistas.
Los periodistas, abogados y defensores de la libertad de expresión que integramos la Casa de los Derechos de Periodistas nos sumamos a la indignación general y alertamos que este crimen también aumenta la atmósfera de agravios, acoso y riesgos que padecen los colegas de la revista Contralínea por el tipo de periodismo de investigación que realizan.
No cejaremos en demandar justicia para las colegas ultimadas y en la exigencia a todas las autoridades, tanto locales como federales, para que hagan menos discursos y cumplan mejor su obligación de proporcionar seguridad a todos los mexicanos, pero especialmente a quienes tenemos la responsabilidad y el derecho de informar, profesionalmente, de los asuntos de interés público.
Abrazamos y acompañamos en su dolor a las familias de nuestras colegas y al personal de Contralínea, cuyo Director es socio fundador e integrante del consejo de esta asociación, y por los esfuerzos que hacen por ganar el derecho a ejercer periodismo de investigación.
Asamblea General de Asociados y Equipo Ejecutivo de la Casa de los Derechos de Periodistas: Amado Avendaño Villafuerte, Agustín Miguel Badillo Cruz, Judith Calderón Gómez, María de los Ángeles Eréndira Cruz Villegas Fuentes, Balbina Flores Martínez, Manuel Eduardo Fuentes Muñiz, Perla Gómez Gallardo, Jaime Guerrero García, Rogelio Hernández López, Sara Lovera López, Omar Raúl Martínez Sánchez, Jorge Mélendez Preciado, Rogaciano Méndez González, David Peña Rodríguez, Graciela Ramírez Romero, José Leobardo Reveles Morado, Amalia Rivera de la Cabada, Edgar Omar Viniegra, Amalia Zavala Soto.
Comunicado
México, D.F. a 1 de septiembre de 2011
Consternación, impotencia, ira, causó entre el periodismo mexicano confirmar el asesinato en la Ciudad de México de Ana María Marcela Yarce Viveros y Rocío González Trápaga, periodistas de formación, practica constante y defensoras sistemáticas de las libertades de prensa y de expresión. Yarce Viveros se desempeñaba como colaboradora de la revista "Contralínea" mientras que González Trápaga era reportera independiente.
La Procuraduría de Justicia del Distrito Federal está obligada a esclarecer con celeridad y rigor los motivos de este doble homicidio y encontrar a los perpetradores que, según todos los indicios, actuaron con dolo y saña. Las autoridades federales tienen también una gran responsabilidad para garantizar la seguridad e integridad de todos los comunicadores del país y para evitar que estos hechos sigan como una constante contra las y los periodistas.
Los periodistas, abogados y defensores de la libertad de expresión que integramos la Casa de los Derechos de Periodistas nos sumamos a la indignación general y alertamos que este crimen también aumenta la atmósfera de agravios, acoso y riesgos que padecen los colegas de la revista Contralínea por el tipo de periodismo de investigación que realizan.
No cejaremos en demandar justicia para las colegas ultimadas y en la exigencia a todas las autoridades, tanto locales como federales, para que hagan menos discursos y cumplan mejor su obligación de proporcionar seguridad a todos los mexicanos, pero especialmente a quienes tenemos la responsabilidad y el derecho de informar, profesionalmente, de los asuntos de interés público.
Abrazamos y acompañamos en su dolor a las familias de nuestras colegas y al personal de Contralínea, cuyo Director es socio fundador e integrante del consejo de esta asociación, y por los esfuerzos que hacen por ganar el derecho a ejercer periodismo de investigación.
Asamblea General de Asociados y Equipo Ejecutivo de la Casa de los Derechos de Periodistas: Amado Avendaño Villafuerte, Agustín Miguel Badillo Cruz, Judith Calderón Gómez, María de los Ángeles Eréndira Cruz Villegas Fuentes, Balbina Flores Martínez, Manuel Eduardo Fuentes Muñiz, Perla Gómez Gallardo, Jaime Guerrero García, Rogelio Hernández López, Sara Lovera López, Omar Raúl Martínez Sánchez, Jorge Mélendez Preciado, Rogaciano Méndez González, David Peña Rodríguez, Graciela Ramírez Romero, José Leobardo Reveles Morado, Amalia Rivera de la Cabada, Edgar Omar Viniegra, Amalia Zavala Soto.
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