25.11.15

El estancamiento y la terapia de choque de 2016-2018

Marcos Chávez

De aquí a 2018 quedarán fuera del mercado laboral formal 1 millón 200 mil personas que busquen por primera vez un empleo; y los salarios mínimo y contractual mantendrán la pérdida respectiva de su poder de compra: 76 y 50 por ciento, respectivamente. En todo el sexenio, el crecimiento medio real anual difícilmente llegará al 2 por ciento

Austeridad: ¿una salida de crisis? ¡Es absurdo! Más austeridad fiscal [genera] más deuda [y] una espiral de recesión, más desempleo y desesperación en los pueblos. Sin embargo, estas políticas son racionales desde el punto de vista de las clases dominantes. Son una manera brutal –una terapia de choque– de restablecer los beneficios, garantizar las rentas financieras e imponer las contrarreformas neoliberales. Lo que está ocurriendo es que los Estados están convalidando las demandas financieras sobre la producción futura.

Michel Husson, economista marxista francés, Los salarios ¿responsables de la crisis?, 2013

La respuesta es el triunfo de las malas ideas. Resulta tentador sostener que los fracasos económicos de los últimos años prueban que los economistas no tienen las respuestas. Pero, la verdad es peor: en realidad, la economía estándar aportó buenas respuestas, pero los gobernantes –y muchísimos economistas, demasiados– prefirieron ignorar u olvidar lo que deberían haber sabido. Se suponía que a esta altura ya íbamos a estar hablando de reactivación. Si no sucede es, básicamente, porque triunfaron las ideas inadecuadas.

Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008, ¿En qué fallaron los economistas?, 2013


En abril de 2012, Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001, dijo lo siguiente: “Europa se dirige al suicidio. No ha habido ningún programa de austeridad exitoso en ningún gran país. El crecimiento decreciente está causando el déficit [fiscal], y no al revés. La idea de la austeridad va a llevar a niveles elevados de desempleo que serán políticamente inaceptables y empeorarían los déficits. La austeridad fracasó en Asia, [e] Indonesia; Corea del Sur o Tailandia pasaban de la recesión a la depresión”. Fracasó “en Latinoamérica y, hoy, en Europa hunde más a los países cuanto más ciegamente la abrazan”.


Otro Nobel, Paul Krugman (2008), ha repetido hasta la náusea que la política de austeridad es un “terrible error”, “una mala idea”.


En enero del año de referencia, Krugman escribió sobre El desastre de la austeridad, en donde señaló a “tres de las cinco grandes economías europeas, el Reino Unido, Italia y España como miembros del club de los ‘peores que’”; y agregó: “esto constituye un asombroso fracaso de la política, y es un fracaso, concretamente, de la doctrina de austeridad. Se creía que el Reino Unido, en concreto, era un modelo de ‘austeridad expansionista’, la idea de que, en vez de aumentar el gasto del gobierno para luchar contra las recesiones, hay que recortarlo, y que esto induciría un crecimiento económico más rápido”. Y se preguntaba Krugman: “¿Cómo podía prosperar la economía cuando el desempleo ya era elevado y las políticas del gobierno estaban reduciendo directamente el empleo más todavía?”


Remataba Krugman: “Lo más exasperante de esta tragedia es que era totalmente innecesaria. Hace 1 siglo, cualquier economista –o, de hecho, cualquier estudiante universitario que hubiese leído el libro de texto Economía, de Paul Samuelson– les podría haber dicho que la austeridad frente a una depresión era una idea muy mala. Pero los que elaboran las políticas, los expertos y, siento decirlo, muchos economistas decidieron, en gran parte por razones políticas, olvidar lo que solían saber. Y millones de trabajadores están pagando el precio de su amnesia deliberada”.


Las críticas a los efectos recesivos y antisociales de los tradicionales programas de austeridad no se limitan a los analistas fuera del consenso neoliberal. De vez en cuando, desde la las filas del partido “austeriano” se manifiestan algunas dudas sobre la eficacia de tales políticas.


Como se sabe, el Fondo Monetario Internacional (FMI) tiene como pasatiempos una sádica pasión. A los gobiernos que recurren a su auxilio financiero siempre les “recomienda”, para tener derecho a las líneas de crédito, que mutilen y conviertan en autista al Estado, a través de políticas de estabilización y ajuste estructural.


Sin desertar de sus obsesiones ortodoxas por la astringencia fiscal, Olivier Blanchard, economista en jefe del FMI, y Daniel Leigh, han mostrado la contradicción existente entre los resultados esperados y los alcanzados por la “consolidación fiscal” ortodoxa. La “consolidación” no es más que un eufemismo que busca ocultar la eliminación de déficit público por medio del recorte del gasto no financiero del Estado (excluye el servicio de su deuda) y el alza de impuestos y de los precios de bienes gubernamentales.


Según el FMI, el ajuste fiscal contribuye a restaurar la estabilidad económica y reducir la deuda estatal sin afectar seriamente al crecimiento y el empleo. Pero en los documentos Perspectivas de la economía mundial (octubre de 2012) y Errores en las previsiones de crecimiento y multiplicadores fiscales (Growth Forecast Errors and Fiscal Multipliers, Working Paper 13, 2013), Blanchard y Leigh llegaron a la conclusión opuesta.


El “multiplicador” es el que mide los efectos del aumento o la baja del gasto público sobre la actividad económica. Si el multiplicador fiscal es mayor que 1, un aumento en el gasto público mejorará la actividad económica porque estimulará la demanda, la producción, el crecimiento y el empleo. Si el multiplicador y el gasto estatal son menores, tendrán el efecto contrario sobre las variables citadas.


Los programas de austeridad fiscal recetados en 28 países europeos en 2010-2012, en especial a Grecia, Portugal o España, fueron supuestamente graduales, en varios años. Por esa razón se decía que “cuanto menores sean los multiplicadores, menos costoso será el proceso de consolidación fiscal”. La reducción del gasto público no sería traumática para la economía y, a cambio, sanearía las finanzas públicas y reduciría sus deudas.


El desastre, sin embargo, fue tan obvio que los economistas del FMI se vieron obligados a reconocer que “hemos encontrado que los pronósticos del Fondo subestimaron significativamente el incremento en el desempleo, la caída en el consumo privado y la inversión asociados a la consolidación fiscal”. “La actividad económica ha sido decepcionante en varias economías que adoptaron medidas de consolidación fiscal. Así pues, es lógico preguntarse si los efectos negativos a corto plazo de los recortes presupuestarios han sido mayores de lo esperado debido a una subestimación de los multiplicadores fiscales”.


Se estimaba optimistamente una contracción de 0.5 euros del multiplicador por cada euro de ajuste; es decir, el costo sería de una destrucción de 0.5 euros de la riqueza. Pero los datos revisados por Blanchard y Leigh –que no desaconsejan los ajustes fiscales– les “sugieren que los multiplicadores se han situado efectivamente entre 0.9 y 1.7euros”, por lo que “el efecto de los ajustes [en el gasto público fue] tres veces mayor [300 por ciento más], y la economía se estaría achicando 1.5 euros por cada euro de ajuste”. Ello explica que las “medidas de austeridad [provocaron] un mayor frenazo a la economía, como se pudo ver más tarde en la economía griega”.


Lo más llamativo son las dificultades para equilibrar las finanzas públicas y reducir la deuda estatal, la cual, por el contrario, se ha incrementado.


En su artículo “Errores que llevan al sufrimiento”, de 2013, el economista español Joaquín Estefanía destaca esa crítica demoledora de las recetas de austeridad del FMI: su “historia es, en buena parte, la historia del sufrimiento generado por sus recetas de rigor mortis, aplicadas en cualquier circunstancia a los ciudadanos de numerosos países” (El País, 7 de enero de 2013).


A propósito, el economista argentino Alfredo Zaiat dice: “El pronóstico fallido sobre el impacto del ajuste por parte del FMI en las economías europeas está en línea con sus habituales equivocaciones en las estimaciones de crecimiento de la economía” (Pagina 12, 12 de enero de 2013).


Por su parte, Estefanía se pregunta: “¿Quién se hace responsable de este error que ha conducido a la doble recesión europea, con los resultados conocidos en materia de desempleo, empobrecimiento masivo y mortandad de centenares de miles de empresas?” (El País, 10 de junio de 2013).


El interrogante es, desde luego, retórico, porque esos “errores” no son novedosos. Se han repetido sistemáticamente desde la década de 1980 en América Latina, Asia y África. A partir de 2010 le tocó el turno a Europa. El crecimiento cero del sexenio de Miguel de la Madrid se explica en parte al sobreajuste fiscal fondomonetarista aplicado en esos años.


Pero aún cuando los programas de consolidación fiscal se instrumentaran eficientemente, de todos modos sus efectos recesivos con desempleo son inevitables, merced a la interconexión entre el consumo y la inversión pública con la privada. La magnitud y la duración de sus secuelas dependerán del momento en que se llevará a cabo la corrección, del tamaño del déficit público, del tiempo en que se pretenda eliminar y sobre las variables en las que recaerá el costo, aunque normalmente implica una combinación de ellas (el ingreso, el gasto, la estructura del Estado).


“La expansión, no la recesión, es el momento idóneo para la austeridad fiscal”, le dijo John M Keynes a Franklin D Roosevelt en 1937, recuerda Krugman en su nota “Keynes tenía razón”. Krugman agrega: “Recortar el gasto público cuando la economía está deprimida deprime la economía todavía más; la austeridad debe esperar hasta que se haya puesto en marcha una fuerte recuperación” (El País, 3 de enero de 2012).


Grecia e Irlanda se vieron obligados a imponer una austeridad fiscal atroz como condición para recibir préstamos de emergencia, y han sufrido recesiones económicas equiparables a la Depresión, con un descenso del producto interno bruto real en ambos países de más del 10 por ciento.


Más allá de los problemas en la instrumentación de la austeridad, Michel Husson recuerda la razón de fondo de los brutales programas de choque neoliberales: el restablecimiento de la tasa de ganancia y de las rentas financieras.



Matar al paciente

Enrique Peña Nieto, Luis Videgaray y Agustín Carstens no son alumnos de Keynes. El primero quizá no lo es de nadie, dado su desinterés por el conocimiento. Los gurús de los otros son Friedman y sus secuaces de Chicago.


Carentes de ideas novedosas, ante un escenario descompuesto, prefirieron retornar precipitadamente al fondo de la caverna neoliberal.


Lejos quedó el remedo del verano del gasto público expansionista de 2014. Cuando se hacían cuentas alegres con los capitales esperados con la reprivatización energética, ingresaban masivamente los capitales especulativos y se recibían las cuantiosas divisas e ingresos fiscales petroleros.


La propuesta sexenal peñista original guardaba las siguientes rasgos: 1) una inflación anual estable (3 por ciento anual), apoyada por la contención de la demanda interna (salarios), el atraso cambiario (tasa anual de devaluación ligeramente menor a la variación de los precios), que abarata las importaciones, y una tasa de interés de referencia real de cero por ciento (cuyos efectos son obstaculizados por el alto costo del crédito de la banca comercial); 2) una tasa de crecimiento ascendente: 3.9 por ciento en 2014, 4.7 por ciento en 2015, 4.9 por ciento en 2016, 5.2 por ciento en 2017 y 5.3 por ciento en 2018; su dinámica sería apoyada por una lenta recuperación de la economía estadunidense; 3) la creación de alrededor de 600-700 mil nuevos empleos anuales; 4) un déficit público moderado y apoyado en los ingresos fiscales petroleros (1-1.5 por ciento del producto interno bruto; 5) un desequilibro en las cuentas externas creciente (de 9 mil millones de dólares en 2012 a 28 mil millones de dólares en 2015; de 0.8 a 2 por ciento del producto interno bruto), compensado parcialmente por los altos precios y divisas generadas por las exportaciones de petróleo crudo, y financiado por el endeudamiento foráneo y los flujos de capital de corto y largo plazos.


Sin embargo, el primer año peñista fue perdido, debido a que Videgaray, que dedicó su tiempo a presionar a los legisladores para que aprobaran las contrarreformas estructurales, ejerció mal, tardía y precipitadamente, y sin efecto positivos, el gasto público programable, y en menor cantidad respecto de 2102. En especial la inversión directa del sector público y la física del gobierno federal acumularon 2 años de retroceso real: -2.2 por ciento y -3.8 por ciento, y -24.7 por ciento y -15.3 por ciento, en cada caso, según datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.


Ese año se proyectó un crecimiento de 3.5 por ciento y apenas se alcanzó una tasa de 1.4 por ciento, la más baja desde la recesión de 2009 (-4.7 por ciento) y el peor inicio de un gobierno desde 2001, el foxista, cuando el país entró en recesión (-0.6 por ciento).

Para 2014 se esperaba el despegue económico, basado en un alegre gasto programable expansivo, los altos precios del petróleo, las exportaciones, el ingreso de capitales estimulados por la privatización petrolera y el acceso al crédito financiero foráneo.


A mitad de 2014, empero, el piso se le hundió a los peñistas y el crecimiento programado, apoyado en las reformas, se disolvió súbitamente en el aire. El desplome de los precios internacionales del crudo afectó las divisas e ingresos fiscales generados (en realidad, ambos empezaron a caer desde marzo de 2012), hecho que, de paso, arruinó las expectativas de la avalancha de inversión extranjera esperada con la privatización de la industria en cuestión.


Asimismo, la amenaza latente del aumento en la tasa de referencia de la Reserva Federal y de los bonos del Tesoro estadunidense deterioró el flujo netos de capitales (la diferencia entre ingresos y egresos del endeudamiento y la inversión extranjera directa y financiera), que provocó las burbujas especulativas y la devaluación cambiaria


Ese año el gasto programable real del sector público y del gobierno federal aumentaron 3.4 por ciento y 4.6 por ciento, y la inversión de cada uno creció 8.2 por ciento y 20.6 por ciento.


Pero la tasa de crecimiento se desinfló a 2.1 por ciento desde un nivel estimado de 3.9 por ciento.


En 2015 sucedió lo mismo. Con las reformas aprobadas se programó un crecimiento de 4.7 por ciento. Después se revaluó a 3.7 por ciento. Hacienda acaba de reducir la meta a 2.0-2.8 por ciento. El Banco de México a 1.9-2.4 por ciento. El Fondo Monetario Internacional, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y los analistas del sector privado a 2.3 por ciento. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe, en 2.2 por ciento.


Así, en la primera mitad del peñismo, el crecimiento medio real anual será de 2 por ciento, ubicándose por debajo del producto interno bruto (PIB) potencial registrado durante el neoliberalismo en 1983-2012: 2.4 por ciento. En 1950-1982 el crecimiento anual fue de 6.3 por ciento. Con el neoliberalismo la economía muestra una tendencia declinante en el largo plazo. Su mejor momento fue con Carlos Salinas, cuando la expansión media anual fue de 4 por ciento, aunque el país terminó en el precipicio. Con Vicente Fox y Felipe Calderón bajó a 2.2 por ciento, en cada caso.


Aun cuando se cumplieran las optimistas metas de Videgaray para la segunda mitad del peñismo (1.7-2.5 por ciento en 2016; 3.5-4.5 por ciento en 2017; 4-4.5 por ciento en 2018), el crecimiento sólo promediaría una tasa media anual sexenal de 2.6-3.2 por ciento. Menor a la propuesta original (3.9 por ciento), a la estimada para 2018 (5.3 por ciento) y la registrada durante el salinismo.


Existen razones, sin embargo, para esperar que el crecimiento medio anual del peñismo sea del orden de 2 por ciento.


De esa manera, anualmente, en 2016-2018 quedarán fuera del mercado laboral formal unas 400 mil personas que busquen por primera vez un empleo; y el aumento de los salarios mínimo y contractual, como ocurre hasta la fecha, seguirá atado a la meta anual, por lo que mantendrán la pérdida respectiva de su poder de compra: 76 por ciento y 50 por ciento. La pobreza, la miseria y la delincuencia serán los signos sociales que marcarán lo que resta del peñismo.


La imposibilidad de los neoliberales por superar su propio crecimiento potencial revela un fenómeno central: la incapacidad estructural del modelo, basado en el sector exportador, para impulsarlo, ya que su demanda depende del mercado internacional y no del local; por su escasa integración con la cadena productiva nacional; porque sus efectos multiplicadores se trasladan hacia afuera por la vía de las importaciones; porque la generación de excedentes y el control de la inflación requiere del castigo de la demanda interna. El sector exportador no pudo lograr un alto crecimiento mientras la demanda externa y los precios internacionales se mantuvieron favorables. Ahora se sufre el escenario adverso.


México sufre el síndrome que Lawrence Summers –que fue economista en jefe del Banco Mundial (1991-1993), secretario del Tesoro (1999-2001) con Clinton y director del Consejo Nacional de Economía (2009-2010) con Obama–: calificó como secular stagnation, un estancamiento permanente. Es decir, un potencial de crecimiento tan endeble que es incapaz de sostener tasas de expansión altas y sostenidas que generen los empleos requeridos. Ni las políticas fiscal y monetaria expansivas, cuando se han presentado, logran sacar a la economía de su letargo.


Pero no debe olvidarse que, como dice Husson, la cuestión fundamental del capitalismo es “la tasa de beneficio. Lo que destruye a las sociedades es la búsqueda a todo precio del restablecimiento de la tasa de beneficio” (Estancamiento secular: ¿un capitalismo empantanado?). Lo demás no importa.


Enturbiado el panorama económico, a los peñistas sólo se les ocurrió aferrarse al clavo ardiente del fundamentalismo fiscal (recorte del gasto programable) y monetario (alza de las tasas de interés). A esa terapia que, como dijera Stiglitz, representan “un tratamiento que pretende curar la enfermedad y terminan matando al paciente”.



Krugman: “La austeridad y los tres chiflados”

Dice Krugman: “Las ciencias económicas elementales decían que la austeridad en una economía ya deprimida profundizaría la depresión, pero los ‘austeros’ –como muchos empezamos a llamarlos– insistían en que los recortes en gastos conducirían a la expansión económica, porque mejorarían la confianza de los empresarios. Bueno, la correlación está muy clara: cuanto más rigurosa la austeridad, tanto peor el desempeño del crecimiento”.

Para 2016, 2017 y 2018 nuestros tres chiflados proponen una sobredosis de austeridad.


La preocupación no será el crecimiento, sino el control de la inflación (3 por ciento anual) y la reducción del déficit fiscal: el llamado pomposamente “balance con inversión en proyectos de alto impacto” deberá bajar de -3 por ciento del PIB en 2015 a 3 por ciento en 2016, y a 2 por ciento en 2018; sin ella, o “balance tradicional”, de -1 por ciento a cero por ciento del PIB a -0.5 por ciento, a un equilibrio en 2017-2018.


Como se espera una contracción real de los ingresos presupuestarios entre 2016 y 2018 (en 2016 caerán 0.2 por ciento con relación a 2015; respecto del PIB, bajarán de 22.3 por ciento en 2015 a 21.1 por ciento en 2018), debido a la caída de la recaudación petrolera (en 2016 los presupuestarios se reducirán en 333 mil millones de pesos, 30 por ciento reales; los del gobierno federal en 284 mil millones de pesos, 39.4 por ciento), la “consolidación fiscal para enfrentar las presiones de finanzas públicas tendrá que descansar en reducciones del gasto programable”, dijo Hacienda.
Reaparición del Doctor Tijeras

En 2015 Videgaray redujo dicho gasto en 124.3 mil millones de pesos. En 2016 le dará otro tijeretazo por 134 mil millones de pesos. En términos reales caerá 5.9 por ciento. Su peor desplome desde 1995, cuando se derrumbó 24 por ciento. Entre 2015 y 2018 bajará de 20.3 por ciento a 17.1 por ciento del PIB. En esos años la inversión física se reducirá de 4.7 por ciento a 3.1 por ciento del PIB.


El crecimiento, por tanto, no dependerá de Videgaray.


Tampoco de Carstens. La tasa objetivo nominal de 3 por ciento en 2015 (cero, descontando la inflación) no sirvió de nada. La nominal subirá gradualmente a 4 por ciento en 2016 hasta 5.8 por ciento en 2018. La real de 1.1 por ciento a 2.8 por ciento. La política monetaria encarecerá el costo del crédito.


El “motor” externo está atascado. En julio pasado las exportaciones totales apenas habían crecido 2.2 por ciento; las petroleras se desplomaron 43 por ciento; las no petroleras sólo avanzaron 3.2 por ciento. En 2010 cada una creció 30 por ciento, 35 por ciento y 29 por ciento. A partir de ese año empezaron a desacelerarse.



Se estima que, en promedio anual, Estados Unidos sólo crecerá 2.7 por ciento en 2016-2018. No “arrastrará” al cadáver de la economía mexicana.


El “motor” está desvielado. En 2012 el consumo total real creció 4.7 por ciento y en lo que va de 2015 en 3 por ciento; la inversión fue de 4.8 por ciento y 5.4 por ciento. No sostendrá el crecimiento.


En épocas inciertas –tampoco en las boyantes– los empresarios internos y externos no suelen mostrarse entusiasmados en asumir la responsabilidad abandonada por el Estado.


¿Quién, entonces?


De la divinidad.


De “la fe del pueblo de México”, de su “fe en sí mismo”, como dijera Enrique Peña ante Patricia.

20.11.15

Segundo acto: la represión

Eduardo Nava Hernández

Con la decisión de la Secretaría de Educación de aplicar las pruebas de evaluación a los maestros usando en muchos Estados la fuerza policiaca se dio un paso más, sólo uno más pero muy significativo, en la ruptura ya de largo madurada entre el gobierno y el magisterio y, en forma más general, entre el gobierno y sus gobernados. La reforma que el peñismo ha presentado propagandísticamente como más “prometedora” y “de consenso” ha enfrentado una persistente resistencia de parte de quienes no se sabe bien si son sus actores o sus objetos. Resistencia que ha tenido que ser atacada con una costosa campaña propagandística, estímulos como la promesa de “créditos hipotecarios” (muchos maestros preferirían, quizás, ver reconstruidos o bien construidos sus centros de trabajo), amenazas de despido que luego son desmentidas, cercos policíacos, toletazos, lesiones y detenciones. Qué bonita reforma, qué bonita.

La tenacidad de la oposición a la mal llamada reforma educativa por parte de quienes deberían ser sus promotores y operadores ha sacado de balance al grupo gobernante y a sus aliados o auspiciadores empresariales, que piden como salida la abierta represión y la aplicación sin miramientos de “la ley”. “Habrá suficientes policías”, había advertido el secretario de Educación Aurelio Nuño, para garantizar que la evaluación fuera aplicada. De eso se trata, como lo ha sido, en muchos aspectos de la política nacional: de la sustitución del consenso y la acción política por el empleo creciente de la fuerza policiaca e incluso militar. La prueba no se aplicó, sin embargo, en los Estados considerados difíciles para su ejecución: Oaxaca, Michoacán, Chiapas y Guerrero, a los cuales se les asignaron fechas diferentes. Aun así, en varias entidades hubo fuertes protestas contra la malhadada reforma y en algunos lugares se impidió la aplicación de la prueba evaluativa, o simplemente las autoridades no sacaron adelante las condiciones para su exitosa aplicación. Basta ver la página de Facebook del investigador Manuel Gil Antón, de El Colegio de México (https://www.facebook.com/manuel.gilanton/?fref=ts), para asomarse a algunos testimonios escritos, en fotografía o video, de lo que la evaluación ha sido y el gobierno no dice. En todo el Estado de Morelos los inconformes lograron frenar la operación de las pruebas, y parcialmente en Zacatecas, Chihuahua y otros Estados.

La represión no debería ser, se supone, un medio normal para aplicar las políticas públicas en un régimen que se presume democrático. Sin embargo, es el recurso crecientemente aplicado por el actual gobierno para hacer frente a la movilización social. A las amenazas proferidas por Nuño contra los docentes se suma la detención, con lujo de violencia, de cuatro líderes del magisterio en Oaxaca, remitidos a un penal de alta seguridad; las ochenta o más órdenes de aprehensión —según el gobernador Aureoles— contra profesores disidentes y normalistas en Michoacán; la aprehensión en Morelos y otras entidades de maestros que se manifestaban contra la evaluación. Pero también el intento de intervenir y censurar la Internet penalizando la crítica en las redes sociales a través de la Ley (Omar) Fayad, fracasada por la presión social y las expresiones masivas en las propias redes. Están ahí las declaraciones de Miguel Ángel Osorio Chong contra el Grupo Internacional de Expertos Independientes por sus revelaciones en el caso Iguala, y las filtraciones que intentan relacionar a los normalistas de Ayotzinapa con la delincuencia organizada para justificar una represión futura o acciones de brutalidad como la realizada contra ellos en la carretera Tixtla-Chilpancingo. El asesinato y desaparición de líderes, activistas sociales y periodistas sigue en el orden del día, con plena impunidad.

Ha comenzado el segundo acto de la gestión peñista. Lo que empezó desde su campaña, como un populismo desbordado —pero también delictivo— que repartía monederos electrónicos de los supermercados Soriana y dinero a través de tarjetas Monex, como ahora lo hace con los televisores digitales, y que se inauguró como gobierno con la firma del Pacto por México que permitió sacar adelante, con los partidos de colaboración PRD y PAN, las reformas constitucionales anheladas por el capital internacional y el sector empresarial mexicano, se ha agotado definitivamente. El populismo no es más un recurso de legitimación para un régimen que ha entrado desde el último cuarto de 2014, a una etapa de profundo desgaste.

En cambio, se afirma el régimen como un Estado burocrático-autoritario divorciado de las necesidades y sentires sociales, e incluso contrapuesto a ellos. Retomo una formulación ya consagrada de Guillermo O’Donell para caracterizar esta modalidad de ejercicio del poder por un grupo muy selecto, ya no de dirigentes de los sectores mayoritarios y ni siquiera partidarios, sino de tecnócratas con funciones meramente de administración de las instituciones públicas y apoyado en las fuerzas armadas en beneficio de la oligarquía financiera, para quien gobierna. Se trata de una dictadura inconfesa, un gobierno militarizado sin ser directamente militar, enfrentado de manera directa con las clases trabajadoras, a quienes empobrece y quita derechos, mientras promueve activamente la concentración de la riqueza social en manos de la plutocracia. Es la misma función que en los años setenta cumplieron las dictaduras militares sudamericanas, pero sin necesidad de recurrir a la toma directa de las instituciones civiles por las fuerzas armadas.

Desde la desaparición de los 43 de Ayotzinapa, que vino a derrumbar el discurso triunfalista gubernamental y a visibilizar ante el mundo las graves violaciones a los derechos humanos en las que se sustenta el régimen, y en medio de una crisis fiscal (caída de los precios petroleros) que se profundiza, limitando o cancelando la posibilidad de reactivar la economía por medio del gasto público, los recursos políticos del gobierno peñista se han ido agotando visiblemente. La corrupción no es ya sólo un mecanismo de cohesión interna del grupo en el poder sino también un método de cooptación de las elites antes opositoras, hoy plenamente integradas a la lógica autoritaria y tecnocrática del régimen.

La exigencia del capital financiero transnacional es culminar la obra de desarticulación de lo poco que ha quedado de la economía de bienestar y de la capacidad regulatoria del Estado, para dar paso a la dominancia del mercado. Lo que viene en lo inmediato es el desmantelamiento del Pensionissste y la privatización de sus fondos a través de una institución en todo similar a las actuales afores, con financiarización y bursatilización de sus recursos y, sobre todo, implicando la desaparición de la jubilación como un derecho del trabajador.

Sin duda, lo que el peñismo representa es el preeminencia de la tecnoburocracia no sólo por sobre el añejo aparato corporativo sino aun con prescindencia de éste; una burocracia que desconoce y aborrece a las masas populares, y además les teme. Sus componentes, formados en centros educación de elite en el país o en el extranjero, no muestran en sus trayectorias personales ninguna cercanía con los sectores corporativos que en el pasado hacían la columna vertebral del partido oficial y, en buena medida, del sistema todo. Por eso, el manejo meramente utilitario de ese aparato corporativo, como se vio recientemente en la entrega por el líder petrolero Carlos Romero Deschamps del régimen de jubilaciones de sus representados, se sustenta fundamentalmente en la corrupción y, cuando este mecanismo es desbordado (magisterio), en la represión.

Pero la obra no está todavía concluida. Aún está por representarse el tercer acto, donde, invirtiendo los papeles, el protagonismo lo asumen las masas populares que en la primera parte sólo han sido escenografía manipulable o han tenido un papel secundario. La represión, como mecanismo de legitimación de un régimen, es de corto vuelo, como el de una gallina. Y no faltará mucho para que baje el telón del gobierno peñanietista para dar lugar a un desenlace que quizás aun para sus autores es inesperado.

18.11.15

Los peores años del sexenio apenas comienzan

Marcos Chávez

Terapia de choque
, lo que tendrá la economía mexicana hasta el final del sexenio. La política abrazada a partir de 2015 no tendrá reversa: control de la demanda local a través del recorte del gasto público programable, la restricción monetaria, la contención de la inversión y de los salarios, el desmantelamiento del Estado. A todo esto le llaman “austeridad”, como al ajuste fiscal le dicen “consolidación”

Como si fuera una maldición bíblica, los neoliberales de la restauración conservadora priísta, encabezados por Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray, repiten el mismo sendero y el mismo destino fatalmente ineludible de sus predecesores, los de la derecha priísta neoliberal de la primera generación, los delamadridistas, los salinistas y los zedillistas, y la clerical-neoliberal del segundo ciclo, los teocráticos panistas.

Por razones similares, internas y externas, a todos se les desfondó prematuramente la economía durante su mandato, junto con sus promesas de crecimiento económico, empleo, bienestar (bajo el supuesto de que ellas fueran sinceras y realmente existentes, más allá de la retórica de la plaza pública). Porque endógenamente, el modelo neoliberal, criollo y global, desde su emergencia, hace 40 años, está estructurado para generar los efectos contrarios: el estancamiento crónico, el alto desempleo, la precariedad laboral, la miseria generalizada, costos necesarios para restaurar la tasa de ganancia –como señala el francés Michel Husson– y otros economistas que no comulgan con las doctrinas monetaristas.

Las únicas diferencias entre ellos son formales: la profundidad del hoyanco en que se han desplomado; el estrépito de la caída; las pinceladas en medidas empleadas para tratar de restaurar los equilibrios económicos.

Faltos de creatividad desde hace tiempo, esos fundamentalistas de las políticas ortodoxas de ajuste y estabilización macroeconómica siempre recurren a la misma estrategia anticrisis, de corto plazo y de largo aliento (reformas estructurales): las tradicionales terapias de choque fondomonetaristas. El control de la demanda local, a través del recorte del gasto público programable (excluye a los compromisos financieros, sagradamente pagados a costa de aquellos egresos), la restricción monetaria (altos réditos), la contención de la inversión y los salarios nominales y reales, el desmantelamiento del Estado.

Como esos programas están desacreditados, en virtud de sus onerosos costos económicos y sociopolíticos, desde hace algún tiempo se les ha maquillado de una manera más sexy. Ahora se le llama “austeridad”.

Tienen sobradas razones para hacerlo, pues su aspecto macabro no es presentable.

Su aplicación en México y el resto de América Latina, a partir de la década de 1970 –con excepción de los gobiernos democráticos que después desertaron del consenso neoliberal–, que han buscado restablecer el equilibrio fiscal (recorte del gasto y mayores impuestos al consumo) y de las cuentas externas (devaluaciones cambiarias), y el control de la inflación (contención de la demanda con los altos réditos y la represión salarial), sólo han arrojado una estela de precarización laboral, desempleo, pobreza, miseria y exclusión social; desmantelamiento del Estado y del aparato productivo; la privatización de empresas estatales y de sectores estratégicos; la entrega de la economía a los monopolios; la subordinación a las metrópolis como aportadores especializados de materias primas, manufacturas de bajo valor agregado y mano de obra barata para la reducción de costos dentro del proceso de acumulación y reproducción del capital a escala mundial; el despotismo y el autoritarismo disfrazado de democracia.

Como represalia a la decisión de los vietnamitas por defender su soberanía nacional por cualquier medio ante la criminal intervención estadunidense, el general Curtis LeMay dijo: “Bombardear hasta hacerlos regresar a la edad de piedra”.

Afortunadamente en México y otros países los gobernantes metropolitanos no han tenido que recurrir a esa barbaridad, ya que, salvo en algunos casos que han sido tratados con otra clase de guerras sutiles, generalmente los grupos de poder locales han entregado dócil e higiénicamente las plazas, debido a cuando menos un par de factores: porque generalmente solicitan el apoyo del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Casa Blanca cuando se encuentran en plena crisis financiera y sin márgenes de acción (a cambio, aceptan instrumentar los programas ortodoxos de estabilización y las reformas estructurales neoliberales que les son impuestos); y porque las elites comparten las directrices del neoliberalismo, las cuales, económica y políticamente, les resultan rentables, y les otorgan legitimidad y confianza ante los “mercados”.

Con sus contrarreformas estructurales, entre ellas la reprivatización petrolera y la eléctrica, y su política de “consolidación fiscal” de 2015-2018 –como ahora se le dice al ajuste fiscal por el lado del gasto no financiero y los gravámenes regresivos–, los peñistas reafirman la dominación y la continuidad neoliberal.

Tempranamente, en 1976, el economista marxista André Gunder Frank, en sus cartas abiertas dirigidas a los Chicago boys Milton Friedman y Arnold Harberger, padrinos del primer programa de choque en regla, parido en un baño de sangre, calificó a éste de “genocidio económico”.

Esa historia, originalmente diseñada para el mundo subdesarrollado, fue impuesta en la Unión Europea, la eurozona y, en menor medida, en Estados Unidos, a raíz de la segunda gran depresión (2007-…) que estalló en esos lugares.

En su trabajo Los límites del keynesianismo (enero de 2015), Husson señaló que “resulta chocante constatar que los países que han sufrido la austeridad presupuestaria (y salarial) más fuerte son también países en los que los beneficios se han restablecido de forma neta. Los países de la periferia (Grecia, España, Portugal e Irlanda) han recuperado la tasa marginal a pesar del hundimiento de su economía y de la explosión del paro [desempleo]”.

Pese a ese “cinismo hipócrita de las políticas de austeridad”, agrega Husson, éstas no deben analizarse “como políticas ‘absurdas’ o deficientes, sino como una terapia de choque que, más allá de sus efectos colaterales negativos, buscan alcanzar tres objetivos combinados: restablecer los beneficios, liquidar lo más posible las conquistas sociales y proteger las instituciones financieras y bancarias de una desvalorización de sus activos”.

Si bien la reducción salarial permitió restablecer la tasa de beneficio, no ha garantizado la reactivación capitalista, continúa Husson, que se pregunta: “¿Quién va a comprar las mercancías producidas por la clase asalariada cuyo poder de compra avanza a una velocidad inferior que la del valor producido?”.

Pero lo anterior es justamente lo que se busca con la contención salarial, del consumo, la inversión, la reducción del gasto público, el equilibrio fiscal y de las cuentas externas, que limitarán las necesidades de financiamiento internacional. Lo que se pretende es generar excedentes de bienes para orientarlos hacia el mercado internacional y generar las divisas necesarias que garanticen el pago del servicio de la deuda pública y privada.

Ése siempre ha sido el sentido de los programas de choque.

El problema es que los demás países aplican simultáneamente. Hay más vendedores que compradores, lo que ha frustrado el ritmo de la reactivación internacional.

A los perniciosos efectos recesivos del ajuste fiscal monetarista y del lento crecimiento internacional, debe añadirse otra medida ortodoxa que ha fracasado en su intento por tratar de reanimar a las economías: la política monetaria de tasas de interés nominales cercanas a cero por ciento (Zero Lower Bound) –de 0 por ciento-0.25 por ciento de la Reserva Federal estadunidense, 0.05 por ciento del Banco Central Europeo, 0.1 por ciento del Banco Central de Japón, de 3 por ciento del Banco de México–, negativas en términos reales. En los casos extremos, el Banco Nacional Suizo (BNS), desde el 18 de diciembre de 2014, aplica tasas negativas para la transferencia de activos (-0.75 por ciento), y el Banco Central de Dinamarca redujo sus tipos de depósito de referencia a -0.5 por ciento, en ambos casos para tratar de contener los furiosos ataques especulativos en contra de sus monedas.

Esa política monetaria expansiva ha sido inoperante para acelerar la reactivación económica y ha limitado la capacidad de acción de los bancos centrales.

El propio Banco de Pagos Internacionales y la Reserva Federal han admitido que ese tipo de política monetaria ha sido completamente incapaz de resolver la crisis financiera y relanzar el crecimiento.

Lo mismo ha sucedido con las masivas inyecciones de liquidez, conocidas como “estímulos monetarios (QE, sigla de quantitative easing), recursos que, en lugar de orientarse hacia las actividades productivas, sólo han servido para generar nuevas burbujas especulativas, sobre todo en los mercados financieros como los de México, los cuales actualmente se estremecen ante los movimientos de los capitales de corto plazo.

Adicionalmente, se ha suscitado otro fenómeno no menos nocivo: la llamada “trampa de la liquidez”. Es decir, esa situación en donde los tipos de interés se encuentran muy bajos, próximos a cero por ciento y, sin embargo, los recursos no son empleados para el consumo y la inversión, sino que las personas prefieren conservar el dinero antes que invertirlo.

Es obvio que a la población siempre le resultará digerible el discurso neoliberal que dice que los males económicos, el alza de impuestos y de precios de los bienes y servicios estatales, el endeudamiento y el déficit público, se deben al derroche, la corrupción o la ineficiencia, entre otras lindezas, de la elite política.

Sin duda esos calificativos son plenamente justificados por la elite político-empresarial mexicana. Sin embargo, existen otros factores económicos de mayor envergadura que ofrecen una mejor explicación de los problemas fiscales del Estado: la regresividad de la política tributaria; la baja recaudación asociada al bajo crecimiento y los problemas de empleo; el boquete ocasionado por la dependencia de los ingresos petroleros; los subsidios otorgados al sector privado.

El sentido común del despilfarro o la corrupción ofrecen la coartada para el recorte del gasto, tal y como quiere el gobierno peñista.

Pero como dice Marshall Auerback, economista del Roosevelt Institute: “Las elites que se escandalizan contra este gasto público vienen a ser como alguien que proporciona a otro cinco paquetes de cigarrillos al día para luego indignarse del hecho de que su beneficiario hubiera contraído irresponsablemente un cáncer de pulmón”.

Auerback añade que “hay pruebas empíricas abrumadoras de que esa hipótesis es falsa y de que la puesta en práctica de políticas fundadas en esa hipótesis causan daños –que afectan a generaciones enteras– en términos de caída en el volumen de producción, de ingresos, de empleos y de quiebras empresarias” (Alfredo Zaiat, Austeridad).

Por desgracia, los peñistas adaptaron esa estrategia desde 2015 y la mantendrán lo que resta de su mandato, con sus consecuentes efectos recesivos, de desempleo y pobreza, temas que veremos en la siguiente entrega.