27.4.15

La catástrofe que viene

Carlos Fazio
 
En materia de seguridad nacional el control territorial del país está a cargo de las fuerzas armadas. El Ejército y la Marina se reparten la vigilancia de las zonas estratégicas del país, incluidas áreas de producción y distribución de recursos económicos vitales (hidrocarburos, electricidad, etcétera). Además, con la militarización de las distintas policías (municipal, estatal y federal), generales y coroneles del Ejército y algún almirante de la Armada están al frente de las secretarías de Seguridad Pública y/o los aparatos de inteligencia en más de la mitad de los estados mexicanos.

A partir del sexenio de Felipe Calderón, las fuerzas armadas han venido aplicando un plan de exterminio, encubierto bajo el disfraz de una guerra contra la criminalidad. En 2008, el documento La Secretaría de la Defensa Nacional en el combate al narcotráfico alertaba sobre el riesgo de la inviabilidad del país ante la previsible simbiosis entre cárteles criminales y grupos armados desafectos al gobierno, objetivos a aniquilar mediante una cruzada nacional de tipo contrainsurgente.

Desde entonces, los mandos castrenses profundizaron sus labores de administración y trabajo de muerte (Achille Mbembe). La necropolítica de Calderón −la soberanía como el poder de dar vida o muerte− sacó a la luz pública a personajes pintorescos y a la vez siniestros, como el teniente coronel Julián Leyzaola, el pacificador de Tijuana y Ciudad Juárez −el Patton mexicano, lo llamó Gómez Leyva− y el general Carlos Bibiano Villa Castillo, quien en Torreón, Coahuila, estrangulaba halconas del narco y mataba en caliente chapos y zetas y los hacía gusanitos; ambos militares retirados serían los protagonistas idóneos en una remake de la película El infierno, de Luis Estrada. O como el teniente coronel José Juárez Ramírez, jefe del pelotón de la muerte en Ojinaga, y el general Jorge El Marro Juárez Loera, quienes en el marco del Operativo Conjunto Chihuahua, junto con el general Felipe de Jesús Espitia, elevaron de manera exponencial la práctica de la tortura, las ejecuciones sumarias extrajudiciales y la desaparición forzada de personas.

Además, a la sombra de los militares, con su consentimiento y encuadrados como estructuras paralelas a las fuerzas regulares del Estado, resurgieron escuadrones paramilitares y comandos de exterminio social, como el grupo rudo de limpieza del alcalde Mauricio Fernández Garza, en San Pedro Garza, en la zona metropolitana de Monterrey, La familia michoacana, Los matazetas y otros inventos, remedos de la Brigada Blanca y los halcones en los años setenta y de la docena de agrupaciones que tras el levantamiento campesino-indígena exterminaban bases zapatistas al amparo del Plan Chiapas 94 de la Secretaría de la Defensa Nacional, entre ellos Paz y Justicia, Los Chinchulines y Máscara Roja, que tuvieron como punto máximo de su actividad criminal la matanza de Acteal.

Fue en esas prácticas de trabajo de muerte, donde se confunde el accionar de las fuerzas regulares con el de las máquinas de guerra privadas (milicias urbanas, compañías de seguridad, mercenarios y sicarios de los grupos de la economía criminal), donde abrevaron los asesinos del Ejército que ejecutaron a 15 civiles desarmados en Tlatlaya; los agentes municipales de Iguala y Cocula que al amparo del 27 batallón de infantería detuvieron-desaparecieron a 43 estudiantes de Ayotzinapa, y los policías federales que al grito de ¡Mátenlos como perros! ejecutaron a 16 personas en Apatzingán el 6 de enero pasado.

En medio de tanta muerte, horror y caos, queda parcialmente invisibilizado que esas máquinas de muerte, estatales y privadas, están al servicio de un nuevo arreglo espacial y de lo que David Harvey ha denominado acumulación por desposesión o despojo, lo que junto con la financiarización y reprimarización de la economía, implica una mercantilización y privatización de territorios, incluidos la tierra y otros recursos geoestratégicos de ámbitos hasta ahora cerrados al mercado, así como la expulsión del campesinado de sus tierras comunales y ejidales en beneficio de grandes corporaciones transnacionales, y su utilización como una mercancía más, susceptible de ser desechada (matables, diría Agamben) o como fuerza de trabajo excedente, en algunos casos bajo regímenes de semiesclavitud, como en San Quintín, Baja California, y decenas de campos bajo propiedad privada en áreas de Sinaloa, Sonora y Nayarit.

Las zonas que contienen recursos específicos (oro, plata, hierro, hidrocarburos, agua) hacen posible la formación de enclaves económicos y modifican la relación entre las personas y su entorno. La concentración de actividades extractivas (minería, hidrocarburos) convierte a esos enclaves en espacios privilegiados de la depredación, la guerra y la muerte, tareas a las que se sumarán ahora como fuerzas de choque la Gendarmería Nacional y un cuerpo especializado de la policía militar con base en Escobedo, Nuevo León.

Eso explica la compra de equipo militar por más de mil 150 millones de dólares en 2014 −año en que fueron a entrenarse en el Comando Norte del Pentágono tres mil oficiales mexicanos, a los que se sumarán cuatro mil más en 2015−, así como la acelerada aprobación para que agentes de Estados Unidos porten armas en el territorio nacional.

En México, neocolonia de Estados Unidos, el necropoder transnacional −un poder difuso no exclusivamente estatal− inserta la economía de la muerte en sus relaciones de producción y poder: como Calderón, Enrique Peña Nieto ejerce de facto una autoridad clasista mediante el uso de la violencia y se arroga el derecho a decidir sobre la vida de los gobernados. La catástrofe que viene tiene que ver con otra fase de acumulación capitalista por despojo; las fuerzas militares son el instrumento de lo que Schumpeter denominó destrucción creativa. Así, Tlatlaya, Iguala y Apatzingán no son hechos aislados; forman parte de un nuevo proceso de consecuencias humanitarias catastróficas si no se lo detiene ahora.

15.4.15

Matar al mensajero

Olga Pellicer


MÉXICO, D.F. (Proceso).- El pleito de la Secretaría de Relaciones Exteriores con el relator de la ONU sobre la tortura es un punto de transición en la apertura del gobierno mexicano hacia las agencias internacionales encargadas de la promoción y defensa de los derechos humanos. La relación con tales agencias ha sido zigzagueante. A finales del siglo pasado hubo mucho titubeo antes de relacionarse con ellas. La importancia que adquirió entonces el tema de las elecciones genuinas y periódicas como parte central del respeto a los derechos humanos, puso a la defensiva a los diplomáticos mexicanos. Los motivos eran obvios: el partido en el poder no tenía muy buenas credenciales en ese terreno.

La inclusión de la cláusula democrática en el Acuerdo de Asociación con la Unión Europea y la aceptación de la competencia obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a finales de los noventa, fueron el comienzo de un cambio. Más tarde, al ocurrir la alternancia que llevó a otro partido a la Presidencia de la República, la línea de la política exterior hacia el apoyo a las agencias de derechos humanos fue más decidido. Se ratificaron entonces convenciones y protocolos adicionales que estaban pendientes, se abrió la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en México, se invitó a múltiples relatores especiales a visitar el país a fin de conocer e informar sobre diversos aspectos de la situación de derechos humanos.

Ese giro no fue puramente formal. La mirada externa fue considerada un factor positivo para apuntalar la naciente democracia y para contribuir a la toma de conciencia entre la ciudadanía de la importancia de los derechos humanos. A la sombra de las acciones de Naciones Unidas se consolidaron, entonces, diversas organizaciones de la sociedad civil destinadas a difundir, promover y defender dichos derechos.

Los resultados han sido ambivalentes. Sin duda, hay en la actualidad una mayor familiaridad de la población con los derechos humanos. Pero ello no garantiza su mayor respeto. A partir de los problemas de violencia en el país, de la utilización del Ejército para combatir el narcotráfico y la descomposición progresiva del sistema de impartición de justicia, la violación de los derechos humanos sigue presente y en algunas partes del país empeora.

En ese contexto, los desencuentros con el Comité para Desapariciones Forzadas de la ONU y las dimensiones inusitadas del enfrentamiento verbal público con el relator sobre la tortura constituyen algo más que un dislate de algunos funcionarios de la Secretaría de Relaciones. Son una señal, por una parte, de las serias preocupaciones que suscita en la elite gobernante el derrumbe de la imagen internacional del país en materia de estado de derecho y respeto a los derechos humanos. Por la otra, de lo errático de la respuesta; esta vez se decidió volver a épocas del viejo PRI, cuando voces externas, contrarias a la visión oficial, eran consideradas negativas para los intereses del país.

La campaña mediática contra el relator de la ONU pone fin a las formas diplomáticas conciliatorias que tradicionalmente maneja la SRE al dialogar con representantes de organismos internacionales de derechos humanos. Aunque se afirma que las relaciones con dichos organismos continuarán como siempre, el golpe ya está dado. Veremos cómo se toma el informe de los expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso de Iguala. Según comentarios preliminares, es posible que haya serias discrepancias con la investigación que, según las voces oficiales, de manera “impecable” se ha llevado a cabo sobre los estudiantes desaparecidos.

El relator al que tanto se ha criticado no es un personaje secundario ni un experto improvisado de las Naciones Unidas. Juan E. Méndez es un jurista de prestigio que, entre otros puestos, ha sido presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Su visita a México no era la primera, sus conversaciones con diversos niveles de gobierno fueron seguramente extensas y los resultados de sus investigaciones no pueden resultar sorpresivos. Lo que sí sorprende es la utilización, por parte de diplomáticos, de términos poco usuales en estos casos para calificar su trabajo: irresponsable, carente de ética, sin profesionalismo, violador de los códigos de conducta para los relatores de ONU, entre otros.

La respuesta no se hizo esperar. El miércoles 1 Juan E. Méndez envió una carta abierta al embajador mexicano en Ginebra. En ella se refutan cuidadosamente las críticas del gobierno mexicano, elaborando argumentos no para rectificar, sino para reafirmar sus conclusiones, entre otras, la relativa a la tortura como una práctica generalizada en México. Es lamentable que esta carta no haya tenido mayor difusión en los medios de comunicación.

Dos argumentos llaman poderosamente la atención del extenso documento. El primero, la identificación del momento, la forma y los ejecutores de la tortura. Según sus investigaciones, ocurre en las primeras 24 a 48 horas después de la detención y es practicada, con métodos similares, por todo tipo de autoridades municipales o federales, del Ejército o la Marina; la tortura termina cuando el detenido es consignado. El segundo argumento se refiere a la indiferencia de las autoridades ante denuncias sobre dicha tortura. Aunque debe perseguirse de oficio, no hay pruebas de averiguación, enjuiciamiento y castigo sino, por lo contrario, simple indiferencia. En otras palabras, un sistema de justicia que acepta tácitamente esa práctica.

Es desalentador que en vez de formar de inmediato un grupo de trabajo de alto nivel para utilizar los hallazgos del informe y poner en marcha acciones efectivas para detener una práctica condenable y enjuiciar a los perpetradores, se haya desviado la atención hacia la descalificación y minimización del problema. El gobierno de Peña Nieto ha decidido, así, matar al mensajero antes de recibir el mensaje. Semejante actitud tendrá efectos negativos en las relaciones de México con gobiernos y empresarios que sí valoran los derechos humanos.